Patricia Aguirre: los Símbolos Giratorios (Fragmentarium)
II.- Imágenes Prístinas y Talismanes
Por Alberto Espinosa Orozco
II.- Imágenes Prístinas y Talismanes
Por Alberto Espinosa Orozco
II.- Imágenes Prístinas y Talismanes
Laberinto de
símbolos, es cierto, cuyo recorrido se abre con un autorretrato fragmentado, el
cual se ocupa solo de espejear la boca de la artista, destacándose en tal
descripción un par de síntomas fisiológicos: un leve estiramiento en la
comisura de los labios, una tensión de las mandíbulas que se refleja en la
retracción de la mordida, y la expresión de un gesto de molestia y adversidad,
de rechazo y repugnancia, acaso incluso de asco. Porque el miedo es una emoción
primaria desagradable, un sentimiento intenso de aversión hacia algo que se
presenta como amenazante y que avisa por tanto de la presencia cercana de un
peligro el cual, de ser duradero, llega a causar los sentimientos de ansiedad y
angustia más estables o permanentes. Emociones que se establecen como
mecanismos biológicos de adaptación o de defensa en consideración a evitar el
dolor o asegurar la propia supervivencia y que se debaten entre las reacciones
de la entrega, la huida y la lucha –pues afectan directamente el sistema
límbico primario, asociado a la amígdala y el lóbulo temporal.
Así, a partir
de esa imagen se van asomando los emblemas de todo un discurso plástico
coherente, que es también la bitácora de un viaje iniciático y nocturno, en
donde sobresalen inmediatamente las
figuras zoológicas, de significados simbólicos ancestrales, las cuales aparecen
como señales y marcas para guiar al transeúnte al marchar por entre las
dificultades del camino que, como una delgada vereda, bordea los riscos
abismados y sin fondo de catadura apocalíptica,
pues en su fondo se adivinan los ríos encrespados que irrigan al antro de
fieras del inconsciente. Visión en la que se combina la aceleración de la
historia con el estancamiento cenagoso de la aldea; arena en la que el vértigo
contradictorio de las figuras humanas, lastradas por las convenciones y los
dogmas, las lleva de lleno al laberinto donde se escenifica la lucha feroz del
conformismo y sus locuras cronológicas que quisieran sostenerse en el vacio,
dejando sin interioridad al ser humano por
carente de asunto metafísico.
Contra tales
tensiones y tendencias que se van angostando hasta convertirse en un verdadero
embudo que se decanta en un callejón sin salida, la estrategia artística de
Patricia Aguirre ha sido entonces la de enfrentar a los fantasmas de su tiempo
para no temerles, para que no se conviertan a su vez en imágenes espectrales de
nuestras propias ansiedades. Así, la obra inicia su recorrido pasando revista a
una serie de símbolos zoológicos que surgen en el camino, pasando luego o
alternativamente a un recuento entreverado de revisión de las figuras
dominantes de nuestro siglo o mundo que salen a su encuentro, para de tal forma
medir tanto las asechanzas del enemigo oculto como sus posibles paliativos o
contravenenos, realizando parejamente una pequeño tratado caracterológico, en
cuyo interior anida una especie de heráldica fantástica.
A partir del
glifo de la boca empieza la secuencia narrativa del discurso plástico, el cual
comienza por hablarnos de dos símbolos zoológicos, el león y el tiburón, como
si de un bestiario antiguo se tratara. Así, aparece en colores de altísimo
contraste la desértica figura del león, el cual representa en primer lugar el
simbolismo solar de la nobleza y la fuerza, del valor y el poderío, pero también
de la energía divina que en su viaje nocturno destruye el mal y la ignorancia
mediante la santa inteligencia y la sabiduría superior, pudiendo sin embargo
cambiar su signo y mostrar su lado oscuro, actuando contra las debilidades del
viajero como un dragón, dejando entonces ver su fas de desconfianza y egoísmo,
de agresión e intimidación, de hostilidad y avidez. La fiera entonces nos
advierte la presencia de una caverna, de un lugar secreto y escondido que
guarda algo valioso equiparable a un tesoro.
La imagen del
león, empero, evoca directamente bajo tal escorzo al apetito insaciable,
advirtiéndonos la imagen respecto de la fuerza intuitiva incontrolable, también de la pulsión social pervertida que induce a la dominación del grupo por
el déspota, cifrándose con ello la tendencia social de imponerse brutalmente a
los otros echando mano de la pura autoridad o del poder directo. El león,
ligado a la idea de la rabiosa hambre incontenible, remite entonces al déspota
ilustrado que, aliándose con hienas,
chacales y demás carroñeros de la más baja estofa, instaura mediante la
compra de conciencias la represión y la parálisis cultural, recordando por ello la imagen tradicional de
la idolatría babilónica, de la fuerza incontenible que destruye a las naciones
con gran crueldad por la desmedida ambición mezclada con el orgullo –siendo por
ello una evocación del poder imperial, matriz de la ideología de la clase
dominante.
Junto a la
imagen del árido león aparece el signo o figura del tiburón. Símbolo del poder
específicamente masculino, pero también
de la depredación, el fabuloso escualo ha sido propuesto por la fábrica
para el imaginario colectivo como un monstruo devorador, creador de los
terrores colectivos asociados al egoísmo ciego y al sordo consumismo del
mercado (Jalws), cuyas fauces tienen algo del bostezo que engulle al
mundo entero para sumirlo en el caos -estando asociada su imagen a las
actividades nocturnas y clandestinas donde se conecta la tierra con el mar. La
imagen del tiburón apunta asimismo a las agresiones e intimidaciones, a la
avidez incontrolada y a la hostilidad, como tendencias dominantes que pululan en el medio ambiente social, lo
cual indica también la existencia de grandes enemigos que se deslizan con el
propósito de dañar debido a los celos y a las envidias –pues, hay que recordar,
el tiburón ataca y mata sin provocación, olfateando la muerte como si fuera un
buitre del mar. Así, si por un lado la
imagen infunde el temor a ser devorado, por el otro, hay que reconocer en el
simbolismo del tiburón una ambigüedad, guardando uno de sus registros
semánticos un aspecto luminoso y de poder, al ser también su efigie un talismán
que protege contra los enemigos, porque el devorador de las aguas es también un
secreto cazador, fuerte y habilidoso para sobrevivir y un aliado en tiempos de
injustica.
El retablo de
Patricia Aguirre nos advierte así de redoblados peligros en el camino, en razón
directa a nuestra altura histórica, caminando entonces con cautela y
registrando con minucia el pulso de las modulaciones culturales que su tiempo y
nuestra edad han dado a los temores sociales y colectivos, encontrando en
rostros y vestimentas las variadas gradaciones del miedo que cifran el
irracionalismo contemporáneo, cuyo escapismo de la racionalidad se revela
también en la rebeldía desaforada de las pulsiones y en el descontrol de los
instintos. El escenario del miedo, emoción básica que marcha paralela con los
afectos, sube entones a la palestra para ser caracterizado en sus variopintos
atuendos en lo que tiene de rechazo al
dolor, físico y psíquico, siendo tres sus posibles respuestas, que van de la
fuga y la huida a la paralización, o bien al enfrentamiento. La obra se
impregna así del sentimiento de que algo nocivo ataca a sus personajes, y en
general de que se corre peligro, volviendo a detonar así de alguna manera las
alarmas fisiológicas que ponen en alerta a la conciencia y al instinto de
conservación, tanto individual cuanto a nivel
de especie, para dar respuestas eficaces y rápidas a las situaciones
amenazantes o riesgosas.
Su obra va
internándose de tan manera en el campo semántico-emocional de las
perturbaciones angustiosas del ánimo, disparadas por situaciones de riesgo, que
van de la simple preocupación a la desconfianza, del susto a la alarma, del
recelo a la aprensión, entrando a pasos contados de lleno en las manifestaciones más propias
del miedo relacionadas con lo inmundo: el temor, el espanto, el pavor, las
fobias, el terror pánico y el horror. Mundo presidido por el arcaico dios
romano Fobos, hijo de Ares y Afrodita Terrestre, donde se huele inmediatamente
la ácida adrenalina que secretan los organismos vivos cuando se internan en su
territorio, suscitado por el peligro de penetrar en el valle de tinieblas y
seguir hacia adelante; donde la artista siente y nos hace sentir el riesgo de
que nuestra embarcación pueda romper su casco, quedando escorados a la orilla
de las islas de los muertos o de naufragar en el pavoroso ponto sin fondo de la
perdición irremisible. Aprensión de tocar siquiera, de rosar apenas con la pura
mirada, la profundidad de sus laderas y de rodar y desbarrancarse en ellas;
espanto individual y pavor colectivo también ante los crujientes movimientos de
la naturaleza y ventoleras del aire cuando Pan va recorriendo del bosque sus
confines.
Hazzel, Paty, David, Manuel y Alberto, felicidades, muy buen gusto.
ResponderEliminarGracias Nadina por tu alagueño comentario
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