jueves, 25 de julio de 2013

Patricia Aguirre: (Fragmentarium) III.- Psicopatología de la Edad Contemporánea Por Alberto Espinosa Orozco

 Patricia Aguirre: (Fragmentarium)   
III.- Psicopatología de la Edad Contemporánea 
Por Alberto Espinosa Orozco






III.- Psicopatología de la Edad Contemporánea
   Lo que mejor caracteriza al tipo de ser humano predilecto por la modernidad es su furiosa voluntad de olvido. Tiburones del mercado financiero, predadores en las aguas bajas de las estridentes discotecas, caracterizados efectivamente por su voluntad de cortar todo lazo con los orígenes, aislándose así de todo aquello que los rebasa. Porque el carácter esencial de la civilización moderna, no es tanto el consumo, el adorno o la burla altera, sino esa furia asesina de desmemoriados entregados a una imagen tan infinita como vacía. Mercenarios del cosmos que, rompiendo amarras con el pasado, con la naturaleza humana y las filosóficas esencias, han cortando también el cordón umbilical con el origen, estando preparados así para zambullirse en la aventura histórica sin raíces, sin nostalgias ni remordimientos -pero también  sin legitimidad y pertenencia. Se trata del tipo hijo de la técnica (hijo de sus obras y no de sus padres), del selfmademan salido de la nada, que se prepara así para conquistar la fortuna (su destino), inaugurando con ello la  nueva moral del un nuevo orden e inventando consecuentemente la orfandad del hombre. Edipo moderno, pues, que violentamente huye de un pasado ausente, por negarse neuróticamente a enfrentarlo y llenar, para poder pretender entonces que la historia empezó y acabará con él –y así lanzarse alegremente a conquistar la fortuna (su destino). Como los alacranes que devoran a la madre, el tipo del depredador moderno se deshace del padre para matar al pasado, pudiendo entonces entregarse plenamente al ahora, a la exaltación del presente y del momento, volviendo hiperbólica la tentativa de vaciar al tiempo, de aplanarlo en una sola dimensión única y abstracta donde se diluya la sedimentación del sentido, la significación tradicional del tiempo humano y la sucesión de la historia. Horror circular, sin embargo, que tarde o temprano revelará por boca de la tierra, del destino o de la historia misma, que nadie es hijo de si mismo.
     Así, la artista va así detectando intuitivamente las influencias de una época y una circunstancia determinada, registrándolas sensiblemente en su barroco retablo, en donde se puede leer una crítica de nuestro tiempo:  época efectivamente aquejada por el contacto con realidades cada vez más densas y voluminosas, con mayor energía en sus elementos, cuyas estructuras tectónicas expresan la necesidad del hombre moderno de sentir la realidad en sus aspectos más pesados –y en cuya actitud complementaria puede detectarse,  paralelamente, en el horror por lo simple, por lo puro, por lo inocente y angélico. Presión histórica, es verdad,  cuyo “horror vacui” se expresa tanto en el abigarrado formalismo abstracto que en el hiperrealismo del morbo, teniendo como doble tema de fondo común el de la entropía informática, pero también el del hoyo, el vacío en la conciencia. Se t5rata, efectivamente  del sólito fenómeno de la pérdida de datos y de trabajo útil que hay en la energía degradada cuando ésta entra en un estado desordenado. Retrato, pues, de las tensiones entrópicas de nuestro tiempo, el cual se revela como un mundo dominado por los sortilegios de la publicidad y los hechizos afrodisiacos, en una tendencia no al conocimiento esforzado de las cosas por el trabajo de las manos, sino al de su dominio por medio de la magia de sus dobles: mundo de simuladores, gesticuladores y farsantes, de fachadas, escenografías y supersticiones, de fetiches y de muñecos de trapo con los que, bajo los supuestos de la magia simpática, se husmea entre las sombras vanas -en una paradójica regresión del hombre a las fórmulas de atávicos encantamientos, todo lo cual revela un actitud medrosa y parasitaria ante el espectáculo de lo real.
   Mundo relativista  y extremo, pues, que de pronto pareciera caminar por las oscuras barriadas de la Calle 13, deslizándose como succionado por vértigo de las mutaciones hiperestésicas y la irrealidad del mal, y donde los adoradores de la caducidad y de la nada andan alegremente, concatenados por la inercia masificadora de lo numérico, para convertirse en fantasmas, en nada ellos mismos. Se tata así de un retrato del mundo del inmanentismo extremo de la modernidad contemporánea, sin trascendencia alguna posible ni comunidad de fe, cuya esencia, como la de la angustia, estriba en un vago temor y temor metafísico cifrado en ser mera apariencia yerta, donde se somete al sujeto a todo tipo imaginable de distorsiones en su naturaleza, para luego de convertirse en el agregado anónimo del número masivo, simplemente dejar de ser y pasar. Imágenes de la vida desfondada, desaforada, vertiginosa y abismada en la angustia radical, ontológica, cuando se es simplemente de hecho y sin razón de ser, que dan cuenta de una vida peligrosa, por entrañar la posibilidad inminente o de dejar de ser en lo absoluto o de llegar a ser de otra manera en la que se nulifique o vacíe la naturaleza humana misma de todas las propiedades derivables de su esencia, desesencializandose el hombre en la infrahumanidad.
   Retrato tenso y contrastante, a la vez sulfuroso y mortecino, de la helada del espíritu, donde la indiferencia hacia la persona y el grado cero de la voluntad, convertida en negación de la voluntad del otro que afirma violentamente su egoísmo, se combinan para destemplar el color, volviéndolo tornasolado y caprichoso, mostrando la radiografía de las cosas o su reverso, el anticlímax que sucede al clímax, el esqueleto estructural y abstracto que sostiene mecánicamente los volúmenes y donde la noche boca abajo nos produce calosfríos que van del sudor y el pálpito del sofoco al hiriente  navajazo del viento congelado. Intermitentes variaciones del color  y de la temperatura, pues, cuyas cargas emocionales tienen algo de la brillante irrealidad que hay en las luces de neón o en los gastados arbotantes. Sensación, pues, escalofriante, que por virtud del uso casi abstracto de los colores puros y primarios nos enfrenta de golpe a los primeros planos poniendo, por decirlo así, a los volúmenes de frente a las narices, la cual, sin embargo, se encuentra a un grado de saturarse de limo o es acosa a la materia disuelta o en descomposición, dejando así la sensación táctil y física de un frío quemante en donde burbujea un calor helado –sensación de calofrío, pues, al contemplar los retratos de las almas atormentadas por el festín del ritualismo efímero o del gozo de los sentidos. Hibridismo del color, pues, el cual se tensa al impregnar sus tinturas con la estridente psicodelia y con el tenebrismo para cubrir toda la gama del espectro cromático para dar cuenta del mundo de las repelentes fobias, de las obcecadas manías y los vicios indistintos, donde propiamente no existe ni la luz ni el mal.


   Ante ese panorama desolador lo primero que se ocurre es usar algún potente talismán o enredar bajo la puerta de la entrada un manojo de ajos que temperan la sangre, para protegerse de los venenos e influencias nefastas, así como de las agresiones encubiertas y peligrosas. Se trata pues, de romper el sortilegio que encadena nuestra edad a todo tipo de errores y de confusiones: de volver a bailar el baile, por decirlo así, pero esta vez al revés, desandando el camino que condujo al callejón sin salida,  para alcanzar otra vez la vía de la verdad. Porque la salvación sólo se alcanza después de haber atravesando todas las negatividades, a partir de lo cual hay que marchar en sentido inverso. 


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