martes, 31 de mayo de 2016

El Tiempo Religioso: los Tres Tiempos de Ricardo Milla Por Alberto Espinosa Orozco (4a de 13 Partes)

Ricardo Milla: la Cifra de las Horas y el Puente de los Años
Los Tres Tiempos: el Tiempo Religioso
Por Alberto Espinosa Orozco
(4a de 13 Partes)





IV.- Los Tres Tiempos: el Tiempo Religioso
   En una tercera estación el artista Milla se detiene con el tiempo religioso, realizando una serie fotográfica del Reloj del Templo de Analco, de la ciudad de Durango, cuyo mecanismo se detuvo poco antes de marcar las la segunda hora del cuadrante. El experimento, realizado en el cierre del año 2012 y los primeros albores del 2013, enlaza nuevamente la juntura de dos años sucesivos al realizar 24 fotografías fijas, una por cada hora del día, del reloj detenido, adornado con roleos barrocos, que impávido se ostenta en el antepecho de la puerta principal del templo. Así, lo primero que comprobamos en los fotogramas del artista es la supremacía de la luz sobre las tinieblas, pues a las doce horas del día se suman dos horas indecisas del ocaso y las 10 horas nocturnas. Sobre ese fondo, las modificaciones e iridiscencias de la luz en juego con las sombras: las mutaciones del tiempo. Lo que afecta al tiempo o es tiempo o en el tiempo: la lucha de la luz con el laberinto de tinieblas, que dividen al claro día de la solemne noche, y que separan al cielo de la tierra. 
   Tiempo, pues, que divide lo sagrado de lo profano; lo que no es Dios, lo que se pierde (que es el pecado), de lo que es Dios (que es lo eterno). Tiempo religioso, que marca también la hora para la asamblea de los fieles, para los predestinados a la salvación y a la bienaventuranza, para los hijos de la luz que han abandonado las tinieblas mediante el arrepentimiento de las faltas y la reconciliación con el Padre, que es el Creador. Tiempo que llama a la unión del pueblo elegido, al pueblo de los gentiles injertado al tronco del pueblo llamado por el Eterno a ser santo. Tiempo, pues, donde se junta la historia y lo intemporal, el mundo natural del hombre, sujeto a la mortalidad, y mundo de lo sobrenatural, de los espíritus puros y de Dios, que es también el tiempo del más allá, de lo sobrenatural y del misterio.


   Y, sin embargo, es el nuestro un tiempo sin tiempo religioso: mundo del inmanentismo y del materialismo contemporáneo por cuyo hoyo en la conciencia se filtra un oscuro paganismo. Cultura de la muerte que, por doquier, roe las conciencias, esgrimiendo empero la idea de que, luego de la muerte de Dios, todo está permitido –sin restricción alguna. Siglo que, paralelamente al proceso de secularización de la sociedad, que es el de su creciente tecnificación y aceleración, se ha vuelto indiferente en materia de religión, donde literalmente Dios no les preocupa. Sustitución, pues, de Dios por una confusa creencia en la evolución de la materia per se, donde queda abolida toda idea de pecado, de tentación y de culpa, quedando la conciencia del hombre determinada por su ser económico social, no como individuo, sino como clase, y en última instancia como masa. Donde el ideal de la justicia social, de la justa repartición de la riqueza, de la igualdad, ha quedado vacía de contenido desde el principio por la imposición de una nueva tiranía: la del miedo a los hombres: a lo numérico, a la mayoría, al pueblo, la nación. Caminos de la desolación que han puesto en peligro todo lo supremo: lo espiritual y lo eterno en el hombre, junto con la creencia y la obediencia a Dios –que es lo que salva de raíz a los hombres y a las naciones. Empresas socializadoras del hombre, que al pelear por los derechos del hombre han echado abajo, sin embargo, los valores supremos y las tareas más nobles en el corazón del pueblo, convertido en una masa sin tradición ni sustancia individual, bajo el dogma banal de la redención del proletariado.


      Por un lado, primado de la idea del hombre natural del mundo inmanentista contemporáneo, donde no hay más reino que el de este mundo, o sin mundo sobrenatural alguno, cuya consecuencia existencial última no puede sino ser la del hombre como un ser para la muerte. En todo caso, hombre absorbido en la vida pública, política, laboral, de aceleración creciente, con notable reducción de su vida íntima y privada –en la que la congregación más que de los aristócratas, destruidas por sus mismos vicios, de las oligarquías burocráticas, bien dispuestas a esclavizar a los de abajo que, ligadas a las clases privilegiadas, articulan la lucha a favor de los proletarios, a favor del hombre número, de las masas, mediante la institución de un estado social nuevo, que salva al individuo sin rumbo injurgitándolo, y que redime a las masas, por la fuerza si es necesario, mediante la instauración de una sociedad disciplinada y ordenada, mediante un sistema cerrado, dispuesto a excluir y destruir a cuantos se le opongan, trabado a partir de un principio único y claro: la primacía de los factores económicos en la determinación de la conducta humana y de la historia. Nueva fe, pues, depositada en un realismo autoritario, autoritario y fanático,  cuyo empirismo no es otro que el del hombre de la técnica, el hombre de poder moderno, que percibe la importancia de los trabajadores en el nuevo estado industrial y que mediante un partido revolucionario logra el control estatal de la explotación y de la plusvalía. Nueva fe, a la que le es sin embargo esencial, la ruptura drástica con el pasado.
   Crítica a la sociedad burguesa, capitalista, pero por no ser suficientemente individualista y radical en cuanto a sus fines, que son los fines absolutamente reaccionarios, despóticos, de una sociedad ideal gobernada por un solo individuo, puro, identificado como única realidad o al que le es inherente la realidad de cada uno, o legislado por una sola conciencia, por la voluntad sola de un individuo solo, por la singularidad más radical de un individuo, que es ya el colmo del individualismo y del subjetivismo contemporáneo. Ya en germen en la teorías marxistas motivadas fundamentalmente por el espíritu de la soberbia. Porque, en efecto, el gran poder de seducción que presenta la teoría marxistas es la de presentar el perfil de ese hombre nuevo que se estaba configurando desde la Ilustración, hijo de sus obras o de sí mismo, fundamentalmente hijo de la técnica y producto de su tiempo, mercenario del cosmos esencialmente enemigo del humanismo, de la tolerancia, de ayuda mutua entre los hombres y de la democracia. Qué clase de filosofía se elige depende de qué clase de hombre se es, sentenciaba Fichte. Se puede elegir, así, una filosofía falsa, una falsa y dañina doctrina, no tanto por creer lo falso, sino por una segunda forma de la mentira: no creer lo verdadero. Así, se parte de un error fundamental, motivo de la soberbia, que ensombrece completamente al entendimiento, que lleva, en medio de un pensamiento mediocre, estrecho y sin verdadera inteligencia,  al confinamiento en sí mismo de la persona y, por tanto, a no tolerar la diversidad del pensamiento, en un inútil esfuerzo de auto divinización de sí. Entre los enormes poderes de seducción de la obra de Marx está, en efecto, un impuso anejo a la época contemporánea: divinizar la materia, en una especie de mística de la inmanencia, para inmediatamente pasar a destruir, no sin una especie de feroz sed de olvido, la memoria, la tradición, la metafísica. Y, a pasos contados, un poco más allá pasar a ser un profeta de sí mismo que inmediatamente se dispone a construir otra metafísica, notable inferior, roída por los estigmas del luciferismo, que son la simulación y a fachada. Místicos de sí mismos que toman entonces su modelo de Marx para sostener su radical subjetivismo, su individualismo reaccionario extremo, del que son lo mismo eco que protagonistas: el pensamiento tiránico, pertinaz, estrecho, carente de sentido crítico, en lo absoluto ciego a sus contradicciones, enérgicamente intolerante, inflexiblemente imperativo, duramente autoritario, constituyendo un estilo de ser cortante, sin adornos,  chocante y altivo, tras de lo cual, frecuentemente, no se encuentra otra cosa que la charlatanería vacía del farsante y los valores invertidos del resentimiento.


   Tiempo religioso suspendido, en una palabra, por consecuencia de empirismos contemporáneos, pues, donde convergen las ideologías dominantes del mundo moderno-contemporáneo, de las potencias hegemónicas del materialismo histórico de del neopositivismo, que de cualquier forma luego de la negativa a la metafísica, concluyen en la erección de lamentables místicas inferiores, entre las que debe contarse el de la socialización misma del ideal de la felicidad, de justicia social para las masas, ideada como confort, como bienestar material –para los prosélitos.  Inversión, pues, de la idea clásica y cristiana de que las causas de la felicidad radican en el individuo –sujeto a la intervención divina. Ideales divergentes, pues, que se encuentra opuestos entre sí, o en razón inversa la amplitud social de aquella, meramente material, superficial, trivial, banal, con la hondura íntima de ésta –pero que por la fuerza misma de la presión social y sus potencias, amenaza al individuo con el destierro en ese mundo, como ser “incomprendido”, aislado y solitario.
   Por un lado, así, el ideal del bienestar material universal, que en su economicismo y productivismo, empeñado en la tarea hercúlea de construir una sociedad sin clases, no logra liberar al hombre de la enajenación de su propia humanidad al ser reducido al valor de la mercancía, sino que cae de bruces en las violencias y sufrimientos de construir una sociedad tecnocrática del bienestar material, fuertemente mecanicista, economicista y productivista, como repito, que amenaza más radicalmente con acabar con el ideal de la felicidad como fruición íntima o privada, en una especie de condenación fatal del ideal mismo de la felicidad o negación de la felicidad como fin del hombre –en una especie de inversión de los términos y trasmutación de los valores, que por el resentimiento de las clases inferiores sobre las superiores, pero también del individuo culpable sobre el espiritual, buscan culpar a la metafísica, a la religión y a la moralidad de sus pesares, para luego sumirse en las místicas inferiores del inmanentismo –que lejos de buscar en la virtud la felicidad (identificada sólo en la mente de algunos infelices filósofos), se atraviesan a procurarla descaradamente en el vicio, con flagrante autonomía respecto toda moral y segregada de los vínculos con la virtud.  


   Su resultado: corazones endurecidos, alejados de Dios, en síntesis, que fácilmente confunden el bien con el mal, colonizados ideológicamente por locuras socialmente cultivadas y por el condicionamiento social de doctrinas que, bajo la máscara del progreso científico y tecnológico, sólo buscan intereses económicos, destilando los poderosos venenos del egoísmo y la mentira.
   Por lo que no resta sino volver a la metafísica, a la realidad de la naturaleza humana, imposible de reducir a un nudo naturalismo, a un insolente existencialismo; al espíritu de la Eudemonología, a la idea de la felicidad como una fruición íntima asociada a la vida privada, no menos ligada a la idea de la excelencia natural, a la idea de la virtud que se adquiere y consolida por el habito, por el ejercicio y por la práctica (areté), o forjadora del carácter (éthos), en lucha contra la dejadez, los desmayos, la descomposición y la decadencia de la tormenta contemporánea; no menos ligada, decía, que a la idea tradicional de que bien y mal radican en el individuo, que es el único agente de su propio bien cuando se reforma para ser feliz, cuando procura las buenas acciones que destierran los deseos deshonestos del corazón –sin por ello negar que para la realización de la felicidad individuo se requiere la conjunción con la realización de valores compartidos de integración social cuando sus sendas corren por la vía de la clara libertad de los hombres, inspirada en las aguas vivas de la verdad en conexión con el Espíritu Santo.
   Tiempo de los falsos profetas y de los falsos maestros ha sido el nuestro, que bajo sus promesas de libertad encumbren doctrinas dañinas, siendo ellos mismos esclavos de servidumbre. Tiempo de la apostasía generalizada también, de sustitución de la religión por programas sociales no regeneradores del hombre o por místicas inferiores que incluso han intentado, sin fundamento alguno antropológico, cambiar la Ley Eterna –deseando inútilmente que nos pertenezca la Ley por la cual pertenecemos, que no hacen los hombres, que viene de otro tiempo, de la eternidad, para hacernos hombres.
    Tiempo que así no puede sino desembocar en una extremada confusión de los valores, en donde se da el primado del hombre moderno como ser natural, en una vida caracterizada por su tecnificación y aceleración creciente, de primado de la dispersión y la vacuidad, promovida abiertamente por la publicidad y la absorción de las actividades humanas en la vida pública, en la que, por mor de los tiempos y los procedimientos, en hombre decide cada vez menos en cuanto individuo.
    Pero, sobre todo, tiempo, de hecho, negador de Dios, que es el bien sumo, el bien en sí, y al que habrá que volver como nuestro verdadero origen, una vez reconocido como nuestro Padre que está en el cielo, de cuya roca alguna vez fuimos desprendidos, dejando en su cantera el nicho y la huella de nuestra procedencia. Tiempo, pues, de recordar el tiempo religioso, que es sobre todo el tiempo del deber: del deber de amor –contrario al existencialismo del hombre moderno, que desconoce flagrantemente el amor mandado. Tiempo pues de recordar que el amor es un deber porque el amor es, esencialmente, entrega y sacrificio, negación de sí, abnegación del amor propio.


   Tiempo de volver a buscar primero el Reino de Dios y su justicia, que es la justicia del amor, dadora de la gracia y de la felicidad suma. Tiempo de desechar la vanidad, cuyo resultado no es el de las obras del amor, para volver al  amor del prójimo –que es algo diferente a la fraternidad, a la beneficencia o a los derechos humanos.
   Tiempo, pues, de dejar atrás el abandono de Dios, al sentir una profunda tristeza respecto de nuestra ajada modernidad en ruinas, con nuestra proletarizada intimidad, al descubrir que, en realidad, no tenemos dentro de sí ningún amor, hallando nuestros frutos amargos: en la torcida burla, en el cortante racionalismo, en el venenoso espíritu desconfiado,, en la mordiente frialdad del egoísmo, en el corazón endurecido, vanidoso de sí, pero sin alma, desalmado, a fuerza de ya poder pertenecer a nada. Tiempo, pues, de volver los ojos hacia el cielo, de recordar la verdad de la eternidad: que es el amor, el lazo que une lo temporal con lo eterno –que son cosas absolutamente heterogéneas, pero que en el lazo de amor pone medida en lo que no tiene común medida. Porque el amor existe desde antes de que existan las cosas y subsistirá cuando ya todo haya pasado –pero que está enlazado a lo más íntimo del corazón del hombre y en armonía con la totalidad de la existencia.
   Volver, pues, a la vida y al mandamiento que entraña la eternidad, a la intimidad más oculta e insondable del corazón del hombre, que se encuentra siempre sereno y a la vez en constante flujo y movimiento, con su murmullo bullicioso, desde su manantial secreto. Amor que habita en lo oculto y en lo más íntimo del hombre, que es fe que se desarrolla en lo más profundo e insondable en armonía con la totalidad de cuento existe, cuya tranquilidad no es otra que la gracia que empuja, cada vez más hondamente, a amar a Dios. Porque la vida secreta del corazón del hombre no se apoya en sí, sino en otro sitio, que es su alma: que el amor de Dios, que como un manantial secreto entraña la eternidad.
   Dejar atrás así el amor mundano, los árboles sin fruto del débil abandono, de la blandenguería degradada, de la dañosa asociación, del soborno lisonjero, que son fenómenos del momento o lazos de la temporalidad, cuyo murmullo es el rumor indeterminado de las hojas o el de las fuentes secas. Para amarse en cambio auténticamente a uno mismo, en el amor que vale la pena, que dignifica al hombre, no en el banal amor egoísta a sí mismo, sino en el deber, en la deuda, en la obligación, el mandato de amar, de la ley regia: que es el manifestar el amor al prójimo, al cercano, al inmediato, con el que tengo un deber; que también es la confirmación de que uno es el prójimo del otro, que está cercano.    
   Por último, puede decirse que lo que recorta y atraviesa los tres escenarios y trabajos especulativos propuestos en las espectaculares instalaciones de Ricardo Milla es la presentación reiterada. Exasperada, del tiempo absorbente y a la vez estanco del inmanentismo contemporáneo, hijo directo de la aceleración de los movimientos mecánicos del hombre moderno, el cual resulta profundamente subjetivo, irracional y voluntarista, disociado del pensamiento y de la significación incluso, el cual afecta, trastorna, modifica y desvirtúa todos casos y módulos cronológicos de la vida, paralizando en su vorágine, en su desenfrenado vértigo y dinamismo centrífugo, paradójicamente, los tres tiempos que nos constituyen como humanos, tanto en la esfera social, como íntima, y más hondamente aun, religiosa.  Tiempo, sobre todo,  de las místicas y máscaras del inmanentismo, detrás de las cuales renacen las viejas supercherías e idolatrías del  hombre viejo, quien por no adorar al creador adora a la criatura. Tiempo de falsas superioridades, de aristocracia degenerada y de desvirtuada burguesía por el abandono de su función original de educar y elevar a la plebe; tiempo de debilidad de instituciones sin prestigio, dignidad y eficacia también; de embotarse y abotagarse en un mundo subjetivo, consigo solos, en medio de una sociedad cuyos prestigios liberales han enfermado, roídos por la corrupción, la impunidad y la opacidad en sus tareas. 
   Tiempo de cierre de un ciclo y de acabamiento, pues: tiempo de vuelta al sentido primigenio de la urbe, de reunir las casas, de habitar juntos, en una lucha común por no dejar de ser lo que hemos sido, para reedificar sobre las viejas piedras amadas lo que hemos construido, y que llevamos impreso ya indeleblemente en nuestros corazones. 





miércoles, 25 de mayo de 2016

Ricardo Milla: Los Tres Tiempos: el Tiempo Interior Por Alberto Espinosa Orozco (3a de 13 Partes)

 La Cifra de las Horas y el Puente de los Años: Ricardo Milla:
Los Tres Tiempos: el Tiempo Interior
Por Alberto Espinosa Orozco
(3a de 13 Partes)





III.- Los Tres Tiempos: el Tiempo Interior
   En una segunda estación, o segundo movimiento de una imaginaria partitura, el reloj del tiempo se detiene en el tiempo de la vida familiar, que es también el tiempo privado, de la vida íntima y personal intransferible. Su imagen: el Reloj de Pared Antiguo, detenido en su carera al marcar las 2:30. El artista del concepto que es Ricardo Milla, lo retira sin embargo de su nicho, rescatándolo del cuarto de trebejos o del rincón olvidado, para retratarlo a pleno cielo abierto, sacándolo por decirlo así de su enmohecido encierro a la luz pública, exponiendo también a la luminosidad misma de las esferas del cosmos, para abrirlo y potencializarlo en toda la plenitud de sus significados. 
   El experimento cronológico, titulado en la galería “La Redonda” de México como “Las Horas Contadas”, y en el Instituto Cervantes de Nueva York como “La Estética de la Estáticaen 2013,  fue plasmado en un políptico de considerables dimensiones murales, de 9 metros horizontales por 2. 40 metros verticales, a manea de una gran cartel publicitario, que lleva la representación temporal  al extremo de la fidelidad: fotografiando su objeto, el reloj familiar, una vez cada minuto durante todo un día, en el intersticio temporal de un fin de año: a partir de las 14: 30 del 31 de diciembre del año de 2007 a las 14:30 del 1 de enero del año de 2008.
   El resultado: una detallada secuencia, minuto por minuto, de 1 440 fotogramas, que a manera de puente conecta un año que fue al otro que le sucede -metáfora de todo un ciclo que pasa, que se apaga, que toca el límite de la caducidad, agotado por la fatiga de su propio movimiento, y que se enlaza y abre paso en el horizonte a un nuevo tiempo, rejuvenecido y regenerado, inédito, futuro, por venir.





    La imagen múltiple de Milla, de ricos y poliédricos significados, representa por sí misma, en su núcleo,  la relación de las generaciones, de la crianza y de la herencia familiar, quiero decir, donde cada nuevo miembro no es el sustituto de su generador, sino más que nada el depositario de su deseo y su palabra, y por tanto su relevo real en el tiempo. Tiempo, pues, de la herencia y de la educación, de la relación de generación, en el que se urde, asimismo también, del destino personal –que va de la cuna y la tumba, del origen de la vida a la muerte, a donde vamos, irremisiblemente, a reunirnos finalmente con nuestros ancestros y antepasados, para cerrar el círculo. 
   El dilatado fotograma del artista nos invita así a una meditación sobre el concepto cardinal de la vida íntima, privada, en contraposición a la pública y social, sobre la vida de relaciones de familia y sobre el ritmo del tiempo, intransferible, de cada persona, con sus innatas aptitudes de carácter, desarrollo de la vocación, surgimiento de las ilusiones juveniles, expresión y modelación de las pasiones propias del individuo en la madurez, y el balance final de la senectud.
    El tiempo simbolizado por el reloj antiguo es, por un lado, el del tiempo de la intimidad personal, que remite al hombre interior, a lo que somos realmente en cuento personas, equivalente por tanto a la gravedad de la persona, a su profundidad de juicio y altura de valores, a la calidad y naturaleza de su alma, de su corazón; en una palabra, a su espíritu. Tiempo de la intimidad con uno mismo, en donde recordar que el hombre es un ser medianero, entre el animal, que no puede subir de su naturaleza, y los ángeles que no pueden bajar de su esencia, como un ser que hacerse, llamado a la superación de los obstáculos para… para encontrarse a sí mismo. 
    Porque el hombre, al ser una síntesis de alma y cuerpo unida por el espíritu, tiene como tarea del hombre refinar su alma inferior, opaca, apetitiva, animal, biológica, mortal, para alcanzar la claridad y transparencia del alma superior, intelectiva, racional, donde se hacen claras ideas superiores, las normas, los principios de bondad, de verdad, de justicia, de belleza –en un proceso de coeducación mutua con otros hombres, que no concluye sino con el fin mismo de la vida. Tarea, pues, de formarse en lo humano, que es una decisión de la persona,  directamente relacionado con la adopción, familiarización y realización o recreación de valores, que son a la vez las satisfacciones humanas más altas. Tiempo de contemplación y reflexión sobre la vida íntima, cuya interioridad nos define propiamente como humanos y sin la cual en poco nos diferenciaría los de los animales.
   Momento que, sin embargo, se entrecruza, no sólo con la propia genealogía, sino también, más en general, con la ronda de las generaciones, que definen la estructura misma de la historia, es decir, de la sociedad humana, donde se deposita el legado mismo de la historia de la humanidad. Se ha visto en las generaciones un ritmo periódico, cuyo módulo sería, en efecto, el de los15 años. No sin razón, pues la historia se da como una superposición necesaria de tres generaciones sucesivas, convivientes a la vez, que se comunican entre sí sus memorias individuales, y en cuya yuxtaposición se trasmite la tradición y la historia, por las cuales saben de su pasado, se educándose mutuamente, heredando un legado cultural y, así, se orientan en el tiempo. Diálogo genealógico, pues, en cuyo contexto responder a las preguntas de: ¿quién soy?; ¿de dónde vengo?; ¿a dónde voy? También en que sortear los obstáculos que presentan como presiones vitales, por acumulación o saturación cronológica de la pecaminiosidad, tanto del mundo, siglo o tiempo, cómo de la propia rama familiar.




   A diferencia de la materia, que no tiene propiamente interioridad, que es exterioridad toda ella, la vida orgánica se distingue por su psique, por su vida interior y su individualidad. A diferencia de la vida animal, sin embargo, se da otra cosa: la intimidad de la personalidad, que es propiamente hablando la vida del espíritu, el huerto interior de cada persona, que es también el estado de su alma. La intimidad es, efectivamente, una exclusiva del hombre. La intimidad psicológica que sólo se presenta ante el sujeto, justamente, como vida interior –como un complejo compuesto de imágenes, sentimientos y pensamientos de la realidad y del sujeto mismo, destacándose notablemente las cosas vividas como bienes o satisfactorias para el sujeto mismo… o como males (que es el a priori moral del hombre). La intimidad se presenta así ante todo a la reflexión interior de la conciencia, a la meditación, al balance de nuestra propia acción en el mundo, y a la reflexión consecuente del mundo entero sobre nosotros.
   El hombre, así, añade algo más a la interioridad que es atributo propio de la vida, del organismo vivo: la intimidad, que es un mundo de representaciones, recuerdos y expectativas y, más en al fondo, equivalente a la propia alma, al propio espíritu, que no es el río fluido de la vida psíquica, sino una entidad ontológica –pues en la intimidad de la personalidad radica el mismo ser del hombre.
   Se puede hablar, así, de la intimidad de una persona, que es el espíritu con que una persona vive su tiempo desde dentro, por si misma o desde sí misma. Cabe también hablar de la intimidad de dos personas, en el amor, en la amistad entre dos seres que se comunican sus intimidades. Acaso pueda hablarse también de la intimidad de una colectividad de espíritu, cuando comparten una misma voluntad, un mismo querer, que es visto como un lugar en el que reina un mismo espíritu, como cuando los cristianos dicen que “son en Cristo”, o que son partes de un mismo cuerpo con una misma cabeza .por participaren una misma cultura o conjunto de ideas, visiones e ideales de vida, ligados a una fe, de carácter sobrenatural.       




   La experiencia más frecuente de nuestro tiempo contemporáneo, sin embargo, es su radical alejamiento del espíritu: es decir, la distancia que cada hombre tiene respecto de su propia alma, de su propia intimidad, que aparece como parca, como anémica y sin desarrollar. Incluso, como una realidad ignorada. Lo que da nuestro tiempo un tono fantasmal, magro, de vida superficial, sin profundidad. Vida vertiginosa y trepidante, donde por la misma aceleración de las máquinas y de los movimientos mecánicos del hombre pasan las cosas demasiado rápido, sin posibilidad de asirlas, de contemplarlas, de detenerse y hacer una parada en sitio para meditar en ellas por un momento o emprender la reflexión creadora de la vida interior, sin poder abrir realmente la interioridad y brindarla a nadie o de rendirse, rindiendo cuentas ante el espíritu.
   Vida por ello mismo de personalidades cerradas u opacas, sin transparencia, sujetas a la simulación, al fingimiento, a la apariencia, al doblez de corazón o a la letal hipocresía, en medio de un mundo, de una vida y una naturaleza vaciadas, evisceradas, desentrañadas de todo misterio, de todo secreto, de todo prestigio. Vida de tecnocracia acelerada y de superficialidad crecientes, en donde las comunicaciones lo visitan todo carentes de principio ordenar, dispersando la atención en todas direcciones. Sobre todo, de primado de la vida pública sobre la vida íntima, donde los sujetos terminan, a partir de una serie de locuras “cultivadas”, por expulsarla de sí mismos, Vida que tiende al exhibicionismo y al consecuente desprestigio público; al codeo y tuteo también con personas anónimas, a la proletarización de una vida insustancial por falta de relieve, de distinción y de nobleza. Vida de confusión de los órdenes, de convivencia sin querer con personas que practican un mismo error inicial pero a niveles cada vez más bajos, más vulgares, más groseros: en que uno niega la divinidad de Jesús para que otro lo reduzca a un gran hombre, otro lo minimice a reformador social, el de al lado a revolucionario, el de más allá a un sentimental, el de acullá a un loco, hasta llegar a los más bajos que niegan de plano su existencia. 
   Prioridad de la vida externa, sujeta a las apariencias, donde reinan los imperativos publicismo y de las condiciones materiales y sociales de existencia, por la velocidad vertiginosa de los medios vehiculares en nuestro entorno y por la presión misma de la historia, que lleva a una vida extremista y extremosa, en una palabra excéntrica, o donde se da el sólito espectáculo de hombres sacados de su centro, fluctuantes, insustanciales, sin esencia y funestos, perdidos, en una vida intima por lo mismo desquiciada.
   Por un lado, pues, primado de la técnica física de la naturaleza o el dominio de artefactos, máquinas y procedimientos, en una especie de invasión desencadenada por todas partes. Técnica de lo mensurable del movimiento en el tiempo y en el espacio, que ha evolucionado en el sentido de una velocidad creciente de traslación y de las comunicaciones, teniendo como efecto y consciencia lógica  la multiplicación desordenada, incontrolada de las situaciones vitales, con una correlativa distorsión y hasta extinción de los módulos normales de la vida, desalojando a la vida de la intimidad y, asimismo, de la dimensión de la profundidad, de experiencias y placeres que exigen la latitud temporal, la calma, la sobra de tiempo, para poder rumiarlas, para hallar su meollo o raíz o para rendir su misterio.
   Vida trepidante de convivencia en correlaciones donde se da la disminución de todo, donde todo se acerca o se llega a todas partes y todo se descubre… rápida y superficialmente; donde no queda tiempo, donde no hay tiempo para la reflexión, para la contemplación, para la abstracción. Vida concreta contemporánea, pues, en donde el espíritu se muestra cada vez más enfermo, empobrecido y abandonado, amenazado incuso por la preponderancia adquirida por la vida material y de dominio o superposición la congénere. Tiempo de la intimidad afectado y reducido por el imperativo de dominar voluntades y de confundir por medio de la manipulación informática o de la publicidad subliminal; también por la aceleración de los acontecimientos y de la historia toda, por la presión de un futuro que se asoma en el horizonte torvo, como negación del tiempo mismo, de la historia, del hombre.   




    Tiempo del progreso material, tecnológico, tecnocrático, cibernético, en contraste con un retroceso de la vida íntima, que anega la intimidad a cada uno por el poder de su capacidad homologante, donde no hay distinción ni personalidad que valga, donde incluso dentro delo público las personas deciden cada vez menos en cuento tales, donde se sepulta el ritmo íntimo, personal, íntimo, con el que cada individuo cumple con su destino.
   Tiempo de escisión con el propio yo, del excentricismo y extremismo contemporáneo, de la absorción de la vida íntima y privada por la vida pública del acoso y bombardeo indiscriminado de la publicidad sobre nuestras vidas, que dispara la atención en todas direcciones; tiempo de la disolución de la pareja y de la familia; de la predación competitiva del vértigo y aceleración por el dominio y la conquista del mundo; tiempo en el que no aparece nunca la persona como tal, absorbido por la vida pública y sin intimidad. Mundo, pues, roído por el tiempo circular donde no aparece nunca el individuo, la persona humana, absorbida por la alienación, la enajenación social y la presión histórica, donde se da el sólito fenómeno  del abierto desconocimiento estimativo y práctico de la persona, que ha caído como una feroz helada entre las relaciones de los hombres. Tiempo envuelto por la dialéctica del relativismo individualista de los valores y el gregarismo las presiones de las sociedades tecnocráticas, de la ceguera moral promovida por el pragmatismo y, sobre todo, de la pérdida del espíritu por falta de libertad interior.





   La obra de Ricardo Milla se presenta, así, ante ese torvo panorama, como una especie de ascesis: como una meditación que es a la vez una responsabilidad: y que se concentra para ello sólo en un hecho esencial; en una significación –despreciando abiertamente la multitud de hechos superficiales, anodinos, átonos, que se ciernen sobre nosotros: desolidarizándose de  las mismas esencias caducas e infernales de lo social; de los eventos históricos que significarían progreso; retraerse del mundo y de su tiempo mismo,  de las cosas que lo ajetrean o lo dislocan. Simplemente, porque un progreso material, tecnológico, económico,  científico, especulativo que no lleve al desarrollo de la intimidad  de la persona no se puede llamar progreso, cuando el mundo se mueve por fuerzas oscuras, inhumanas, no creadoras.
 La respuesta de Milla hay que buscarla entonces en la significación lo más cercano: del tiempo personal provinciano, familiar incluso, que nos hace herederos de un pasado histórico fecundo –descreyendo así del vacío de pueblos improvisados y de la propaganda de sus intereses económicos o políticos. Tesis de la “Durangueñidad”, en efecto, de un provincialismo sano, por inclusión, con la debida autonomía y alejamiento de los centros de dominación ideológica, interesada esencialmente en los logros distintivos de un grupo humano, de nuestro valor como personas, como intimidades, como espíritus –que se interesa también en la comunidad y la historia como conformación de un ser espiritual, de un alma quiero decir, en la cual participar. Que tal es el mundo espiritual de Durango, desleído y desdibujado en el presente, pero resistente y patente en su esfuerzo diario pro salir adelante y por perdurar –en donde, a la vez exaltar lo más acendrado del alma nacional a la que también pertenecemos y que asimismo íntimamente a la vez  nos constituye, dentro del estilo de vida de cada uno de nosotros, que como pautas de conducta, nos distingue como moradores y habitantes de nuestra propia región. Solución, pues, de la crisis de la intimidad por vía de la cultura: del cultivo de huerto interior con el reconocimiento y activación los valores regionales propios, como emblema de pertencia a un alma superior que nos cobija.  
   Yendo más lejos, hay en la obra de Milla Hierro una sed orgánica de reflexión, que también es de escucha: de vencerse a sí mismo, de unirse a sí; que es la vez sed de contemplación, de perspectiva, de espacio. Su obra se presenta entonces como un extraño artefacto estético de crítica y a la vez de creación: de orden, estilo y equilibrio. De búsqueda de un estilo de vida fluyente y a la vez orgánico, pero, sobre todo, de recuperación del “centro”.

    Búsqueda del “camino del centro” es, en efecto, la significación dominante en la obra de Ricardo Milla, también búsqueda de la recuperación de la gracia, de la inocencia primera. Camino de complejos procesos de asentamiento, de ascesis, de contemplación y de síntesis, las manecillas de su obra claramente apuntan a una convicción: que todos poseemos la verdad en sí –pero que no la recordamos. Tarea del artista: actualizar su valor. Es la verdad de que tenemos un alma libre, de que el hombre sufre y padece porque ignora la situación de su alma, de su propio centro. De que el alma es libre y autónoma, pero que por una especie de absurdo desplazamiento, por las locuras cultivas de su tiempo, no se acuerda la verdad ni reconoce su alma. El camino del centro, así, no es otro, que la capacidad del hombre de recordar la verdad, que en él reside como el centro mismo de sus ser –centro que al artista reitera, repite en sus fotomontajes, una y otra vez, para romper la rutina de la petrificación del tiempo íntimo, para activar su valor: para volver a conectar con nosotros mismos, suturando la escisión contraída por el olvido y el absurdo del mundo, para poder abrirse y brindar la intimidad a los otros, para volver a la fraternidad de los hermanos. Porque la verdadera libertad, al llevarnos al centro de nuestro propio ser, nos pone en contacto también con los principios, con las normas o, si se quiere, nos aleja de la estática, del ruido de fondo de la condición profana, de la dialéctica infecunda del devenir,  dejándonos entrar en una zona sagrada, en un templo, que es la realidad absoluta, metafísica, que es el principio ontológico que preside al hombre y lo trasciende.     







   

domingo, 22 de mayo de 2016

Ricardo Milla: los Tres Tiempos: el Tiempo Social Por Alberto Espinosa Orozco (2a de 13 Partes)

La Cifra de las Horas y el Puente de los Años: Ricardo Milla
 Los Tres Tiempos: el Tiempo Social
Por Alberto Espinosa Orozco
(2a de 13 Partes)



II.-Los Tres Tiempos: el Tiempo Social
    La parte medular de los experimentos y reflexiones y artefactos de Ricardo Milla giran alrededor del tema, problema y enigma, que es el tiempo. O acaso sería mejor decir, de los diferentes tiempos, en los que, a su vez, gira el hombre: el tiempo sagrado de la Iglesia; el tiempo público de la Institución, de la polis o urbe, que es el tiempo colectivo, cívico y social, y; el tiempo personal, intimo, de la vida familiar, personal, privada.
   La primera estación del camino, titulada “La Estética de la Estática”, fue realizada en el año de 2007. Se trata del registro, mediante una filmación a toma fija continua por 24 horas, del hermoso Reloj de Torre porfirista que se encuentra en la Estación de Ferrocarriles de la ciudad de Durango -construida entre 1918 a 1925 en estilo ecléctico ingles afrancesado, notable por su cancelería en el gran vano de medio punto de la entrada, dirigida por Felipe Pescador en su tiempo de gloria, y que ahora son oficinas de SEDECO. Las imágenes corresponden así al reloj público, que paró su movimiento a 1:26 horas, en algún remoto confín del día o de la noche del ayer lejano, del que no se guardo registro de memoria. Sobre ese material fílmico de todo un día de duración, el artista realizó una segmentación en 24 gajos, hora por hora, distribuyéndolos luego para su reproducción simultánea en 24 reproductores de DVD, para formar con ellos un círculo estrecho, en donde se inserta el espectador





   Compleja composición,cuyo artilugio forma una impresionante “máquina del tiempo”, donde al reproducirse simultáneamente cada hora del día se da una compresión o condensación del tiempo, transcurriendo la reproducción de la duración entra de las 24 horas puntuales del día en una hora, teniendo como efecto el despliegue de una energía o fuerza de tremenda densidad cronológica –semejante en cierto modo a un hoyo negro, devorador del tiempo, por cuya densidad las cosas tienden más bien a disiparse. Gramática cinematográfica, o “crono-paisaje” al decir de Naief Yehya, que al formar una especie de anillo o círculo de poder cronológico alrededor del espectador, lo aísla, abstrayéndolo por completo del mundo en torno, para concentrarlo en un centro: el de el yo interior, en sus impresiones asociadas a la localización geográfica del reloj urbano y a sus pasillos de memoria. Hoguera ritual abrazada por las horas, Stonehenge en miniatura, donde el continente de las horas se yergue en cada reproductor como una columna de arenisca, viendo desfilar tras el reloj ferroviario, como entre bambalinas, la vida social, el comercio material y de las ideas y el crecimiento citadino, dejando en el centro, como un vaso en un altar, a la persona, solitaria, consigo misma.
   Observatorio para meditar, pues, sobre el centro de nuestra circunstancia inmediata; de la urbe como cruce de caminos, de lo social como el lugar por excelencia de integración de las diversas personalidades, en el comercio que forja lazos estrechos entre las personas, fomentando el desarrollo económico, en la formación de la educación y los intercambios de ideas, tanto en la política como en la cultura; también para reflexionar hondamente en nuestro propio centro, radical, en el único centro real que existe, que es el de la persona, y el de nuestra realidad misma, que es social y esencialmente constituida por personas. 




   La fabulosa instalación “La Estética de la Estática” nos habla, así, en un primer momento de la misma constitución ontológica-metafísica de la realidad para el hombre: que está integrada por objetos para sujetos, sujetos entre los cuales aparece cada uno de nosotros para sí, a quien se refiere el resto de la realidad universal, destacándose cada uno para sí mismo. Sistema, pues, realista, en donde se pone al centro la realidad de la persona, a la que es dado el universo entero. La realidad, en efecto, es realidad de sujetos y para sujetos –no en el sentido de la inherencia de la realidad a los sujetos, mucho menos de inherencia a un sujeto de la realidad de los demás sujetos o la realidad toda, sino de referencia de los sujetos a la realidad distinta de ellos. En lo dado a cada uno de nosotros, destaca uno mismo, primero para sí en cuanto cada uno, y los demás de nosotros, a quienes están dirigidos nuestros actos intencionales –no siendo, insisto, inherente los demás a cada uno, sino al contrario, haciendo referencia a la pluralidad de sujetos realmente distintos, ni inherentes uno a otro, ni menos todos a uno. O que la realidad es una y plural: la unidad de la realidad está dada por ser de nosotros, como unidad y comunidad cultural; la pluralidad de la realidad está dada por ser la realidad para cada uno, subjetiva y diferente de la de los otros, pero en unidad con la pluralidad de la realidades constituidas por nosotros, que es el ser social.  



   En un segundo sentido, cada uno de nosotros nos distinguimos como sujetos no sólo en un momento determinado del tiempo, sino a lo largo del tiempo, de sus momentos simultáneos y sucesivos en que vamos coincidiendo con los otros, que es la índole histórica de nuestra realidad como sujetos y de la realidad universal toda. Es decir, que la sociedad humana se presenta como sociedad histórica –pues como temporal, histórico se presenta todo lo humano.  
   Sin embargo en la obra de Milla, su fantástico artefacto introduce una paradoja y una anomalía: la imagen de un tiempo que, dentro de lo social e histórico, aparece no sólo como socialmente mermado o polvoriento, sino incuso como detenido, como atrofiado: “estático”.  Imagen, pues, de un tiempo bloqueado, donde no pasa nada, o que cuando llega esta ya etiquetado de caducidad y remitido al monótono pasado, donde el tiempo sin fluir normalmente más bies se atora, se atasca, afectado por una especie de arcaísmo del sentido, de petrificado formalismo, de convención vacía de insustante consistencia.



   El día entero aparece entonces como un multiplicado caleidoscopio, cuyos momentos tornasolados simultáneos equivalen, sin embargo, a un parpadeo, a un instante, pesado por su volumen y pasado por su falta de realidad, por no haber sido bien a bien nunca presente. El fenómeno físico de las agujas del reloj de la Estación de Ferrocarriles, ha cesado su marcha, dando cuenta en su morfología estática, en cierto modo contra natura, de una abstracción de lo real: del tiempo, de la historia, de la sociedad y, por lo tanto, del hombre mismo. Abstracción de lo humano, en una palabra, donde quedan ausentes, detenidos, los actos en qué consiste fundamente su naturaleza: el tener por objeto de sus actos otros hombres, no sólo coetáneos, sino distantes, que es el diálogo entre generaciones diferenciadas, justamente, por virtud de la historia.      
   Imagen en cierto sentido de una vida retrogradada, primitiva, salvaje, en el que las generaciones, ausentes de historia, se identifican unas con otras en una especie de inmutabilidad milenaria. Generaciones afectadas por el atavismo de costumbres del hombre viejo, que hacen siempre igual, dando por consecuencia generaciones idénticas entre sí, que no se diferencian, como los animales, permeándolo todo con una polvosa capa de ritualismo ocioso e, incluso, de oscuro paganismo.
 Tiempo de corte en las comunicaciones, pues, donde la misma Estación de Ferrocarriles ha sido echada al trastero de las cosas inservibles, donde los trenes olvidados, ferrosos, cascados  y oxidados, aparecen como muerto símbolo de la interrupción de los procesos de marcha hacia adelante. Tiempo aletargado, narcotizado, de indiferencia ante los otros y de sordera ante los mensajeros de prosperidad, de desarrollo obstaculizado, de cerrar los ojos para no mirar lo que hay fuera de nosotros mismos -de inherencia de la realidad toda a un sujeto fantasmal e inencontrable, bajo cuyo vacío crece, como la mala hierba, de forma incontrolada, las ilusiones presas en una rancia fantasía de la infancia, la ignorancia de sí y la falta de auténtica libertad interior.
   Tiempo perdido; sobre todo, tiempo muerto, sin vida, en razón directa de la falta de reconocimiento de los otros, por el feroz desconocimiento de la persona humana en cuanto tal y su consecuente falta de aprecio estimativo y práctico. Tiempo sin verdadero intercambio y comercio en la comunicación de los valores, las ideas y los ideales de la vida, que constituyen el foro la una cultura viva. Tiempo, pues, de materialismo exacerbado y del encriptado egoísmo en ruinas, que merma al tiempo por una especie de grieta fatal en la comunidad, al escindir al sujeto irremediablemente de los otros. Fenómeno aparejado, así mismo, a la voluntad de dominación, consistente no sólo de no querer entender al otro, pero ni siquiera de escucharlo, cuyo espíritu hostil o no fraterno, al endurecer la nuca y entrecerrar los ojos oscurecidos, ve en el otro a un extraño, al que se dispone a maltratar o envestir, agachando la cabeza como en la marcha cuadrúpeda, por anhelo de una personalidad única, original, absoluta, superior, de esencia dominadora. Producto de una torturada voluntad maquinal, esclavizada por los apetitos del alma inferior, que insensiblemente se contagia por el imperativo de la intolerancia, difundido por inflexibles ideologías de la guerra y del absoluto: de la identificación de los demás a uno solo, bajo cuyo subterfugio dogmático el individuo aislado intenta sobreponerse a los demás, sin residuos, totalitario, en un feroz individualismo inquisitivo, motivo de la soberbia, que termina en la psicofagía, o el devorarse unos a otros las propias almas.
   Tiempo altanero, también, en el que los principales van tras el soborno y las recompensas, que aliándose con ladrones justifican al impía por cohecho, que no se enteran de la causa de la viuda y quitan al justo su derecho.  Tempo ajeno, pues, al espíritu de la fraternidad, que no es el de la identificación de los demás a uno sino, por lo contrario, de identificación uno a los demás -en donde se encuentra el tesoro y los motivos profundo los valores humanos: de la solidaridad, del amor por el bien común, de la justicia incuso y de la conformidad con la realidad, multánime de suyo, coincidente con los ideales de la comprensión mutua entre los hombres, de la tolerancia e, incuso, del  respeto hacia las personalidades individuales, promotores de suyo  de la diversidad y riqueza, real, de la misma humanidad.

   En un segundo sentido la “estática” nos remite al detenimiento de un tiempo latente, en cierto modo presente aunque agónico, que ya pasó, preso en la nostalgia de otros días y sin posibilidades reales de resurrección. Atiende entonces al curioso fenómeno local, de retardo y de buen gusto, de heredar sólo lo mejor de nuestro pasado histórico reciente, deteniéndose en las décadas de los 40´s y 50´s, en donde, si bien es cierto hay algo de limbo, de columnas de cantera atrapadas por las telarañas, de sacrílego sarcófago vampírico y de limo cenagoso, en una palabra de tradicionalismo ajado, también lo es que cumple la función de repliegue y de dique cronológico, como resistencia a la feroz aceleración del tiempo moderno. Recinto o nicho y reservorio de un sin fin de expresiones estéticas, valores y costumbres, donde se preserva el alma verdadera de lo mexicano que, a pesar del absorbente centralismo y las mortíferas ideologías del pensamiento único dominante que vienen de fuera, a pesar del onirismo fantasioso, quisquilloso, melindroso, introvertido, que viene de dentro, sobrevive como una esencia inalterable, durmiendo en el seno de la santa provincia durangueña como una semilla árida, que sólo necesita de las caída de las fresas aguas bienhechoras para su germinación.
   Máquina del tiempo, extraño artefacto de la duración es la de Milla, que refleja también entre sus ondas de luz electromagnéticas el tiempo de espera, pues, de un provincialismo sano, participativo, incluyente y fecundo, alegre y tónico, a la vez contenidamente modesto y desparpajadamente festivo que, venciendo a molicie de la inacción y la bárbara cerrazón del irracionalismo voluntarista, matriz tumefacta de  la exclusión, logre activar sus valores sustanciales, de infinito amor por el terruño.
   Cámara negra, pozo sin fondo, es entonces la máquina dinámica de Milla, por la que vertiginosamente pasa el tiempo comprimido y desfilan, por medio de los vasos comunicantes de la asociación de ideas, sus imágenes más laceradas y adoloridas, provocando el escozor de la desdicha, en sentimientos de desequilibrio y desazón emocional. Pero que al hundirnos en el vacío de nosotros mismos, nos insta con urgencia a salir a flote, de aferrarnos a la tabla suelta en el naufragio o  al  clavo ardiendo en la memoria, para poder resistir a los embates incesantes de la tormenta moderna, para salir adelante y respirar los aires nuevos que, rompiendo el atroz ensimismamiento, nos instan a la acción colectiva, edificante, del porvenir. A despertar, pues, del mágico letargo, para vivir el tiempo de otra forma, de activa solidaridad, de transparente hermandad con los hermanos, y de reiterado esfuerzo en la tarea de la convivencia formativa, para darle un sentido real al tiempo sobre el horizonte de la una nueva cultura por venir en el centro mismo de la comunidad.