domingo, 23 de julio de 2017

JOSÉ GAOS: PASAJERO EN TIERRA Alberto Espinosa Orozco ©

JOSÉ GAOS: PASAJERO EN TIERRA
Alberto Espinosa Orozco ©


I. PREÁMBULO
La obra de José Gaos se eleva al borde de nuestro horizonte como una montaña soleada y como un recuerdo de las alturas a las que llegó nuestra tradición filosófica en una época, a la que hoy día ni siquiera podemos atrevernos a aspirar. [1] Por su conocimiento enciclopédico de la historia de la filosofía, por su originalidad y autenticidad creadora, por su reiterado e incansable aliento de ir a la médula, a la esencia misma del filosofar, José Gaos representa la imagen misma de lo insólito, de lo extraordinario, de lo escaso, de lo que no se da. Aún menos en nuestro medio filosóficamente adolescente: al hombre de pensamiento puro empeñado en la extraña tarea vocacional de construir un sistema, una casa al ser, de edificar la arquitectura de la totalidad dando una solución antropológica al problema cardinal de la Filosofía: la infinita bóveda de la Metafísica. Quiero decir que representa la asombrosa imagen del filósofo auténtico: vasto, complejo, profundo, coherente e... inactual, que lentamente madura una idea del mundo habitable por ese extraño ser histórico que es el hombre. Realizando, a la vez, la entelequia de la palabra, de la expresión verbal, de la esencia humana, a través de una biografía personal y de una circunstancia (de un carácter y de una cultura), al dar razón de ser, describiendo, analizando y explicando el dilatado imperio de lo que hay, hasta llegar a la semilla y suelo fértil, al a priori mismo del ser humano y de su constitutiva sed de trascendencia.
José Gaos
José María Enrique Esteban Gaos y González Pola nació en Gijón, España, un 26 de diciembre del año 1900 a las tres de la tarde; el lugar, un primer piso de la calle de San Antonio, número 13, en cuyo bajo, detalle acaso surrealista, había una paragüería. Murió el 10 de junio de 1969 a las siete de la noche, a los 68 años de edad, en El Colegio de México, presidiendo el examen del último de sus doctorados. Entre las dos abstractas fechas y las mínimas circunstancias emblemáticas, se desarrolló el círculo existencial de un hombre singular, que tuvo, nada menos, la capacidad de expresión del mundo mediante la creación de una filosofía determinante. Lo contrario, pues, al caos; pues mundo significa primariamente limpieza, orden, belleza, organización, jerarquía. Garbanzo de a libra no dado a cada época, ni siquiera a cada cultura. En los albores del centenario de su nacimiento se vuelve imperativo volver a las aguas del manantial más claro de nuestra tradición filosófica y empaparnos, otra vez, con las aguas cristalinas del origen.
Gaos escribió una filosofía personal que es también un sistema. Quiero decir que se trata de un dilatado programa filosófico parcialmente realizado y abierto constitutivamente a su reelaboración —pues la historia de la filosofía es, como actitud sistemática, una reiteración ab initio de... lo mismo en el fondo; un perpetuo proyecto de reconstrucción, reiterada constantemente por autoconcepción; tarea de interpretar, de conformidad consigo mismo, toda la filosofía. Tal es su esencia o naturaleza histórica inalienable. Lo cual entraña estar proyectada siempre al futuro, como un horizonte de sentido, como un “más allá”, donde operar la reconstrucción ab integrum del ser humano o de la esencia de las personalidades —como una “promesa”, pues, de sistema.

II. ANTECEDENTES DEL SISTEMA
Georg W.F. Hegel
La obra presistemática de José Gaos, ciertamente distraída en el historicismo, no es sino la suma de rodeos sucesivos para centrar y aclarar su postura, su actitud filosófica. Desde su tesis de doctorado en 1928 (La crítica del psicologismo en Husserl), replanteó el problema de la filosofía actual: la adjudicación del ser absoluto al ser ideal (Hegel), al ser de la conciencia pura (Husserl) o al ser de nuestra vida humana (Ortega). El punto de partida del filosofar, la realidad absolutamente indubitable, no puede ser el cogito de la duda metódica, ni la “conciencia pura” de la reducción trascendental (contrasentido del dato buscado), sino lo que se encuentra el filósofo antes de toda búsqueda, lo estrictamente dado: él mismo en su situación de querer partir hacia donde sea, la concreción del filósofo aquí y ahora conviviente con sus prójimos, que es la realidad radical de “nuestra vida” (no un hecho objetivo, como la vida de una especie, sino el hecho de vivirla en convivencia, como propia y como limitada por dentro o absoluta). El mismo Husserl había hablado de una “postura personalista”, divergente de la “postura (Einstellung) natural” del hombre de ciencia ante el mundo físico: aquella en que se recupera al mundo revestido de valores y de sentido. Es el mundo realmente presente, el mundo tal y como es vivido directamente, constituido por personas y objetos términos de nuestros deseos, emociones y afectos, actitudes, fines, normas e ideales. [2]
Edmund Husserl
Así, la filosofía de Gaos empezó a consolidarse dentro del marco de la corriente personalista, de la filosofía de la persona (“personismo”). Esta filosofía concibe la realidad constituida principalmente por personas, reconociendo en sus valores los valores más altos, y en el valor de la persona el Sumo Bien. La persona sería, justamente, la perfección de la individuación. Contra la tradición histórica de la filosofía, que concibe al hombre como un ente encerrado en sí, el personismo desarrolló la idea contraria, tomando como tema central la intencionalidad: el hombre como un ente constitutivamente abierto, primariamente ya en relación con los demás, siendo lo dado la convivencia de entes distintos. El “personismo” gaosiano profesó también la existencia del mundo ideal y de los valores (distintos del mundo material y psíquico) como aparte de cada una de las personas, pero como solidarios del concreto de estas —simpatizando con el objetivismo social de los valores de Caso. Esta orientación, en efecto, ve en el hombre y lo humano algo irreductible a la naturaleza y lo natural —”antinaturalismo” común a las filosofías de la vida, existencialistas e historicistas. Antitéticamente a una filosofía de la Idea (Hegel), el realismo de la filosofía de la persona desemboca naturalmente en la concepción de las filosofías como personales (en última instancia como confesiones o autobiografías intelectuales), pues es la persona el factor decisivo de la historia de la filosofía.
José Ortega y Gasset
En cuanto filósofo de la filosofía consciente de sí, Gaos empezó a profundizar en una filosofía de la personalidad filosófica, caracterizándola por su afán de trascendencia y de personalidad individual absoluta —siendo la historia de la filosofía, y la historia en general, el fenómeno de una metafísica personal. Gaos fue el primero entre nosotros en tener plena conciencia de que la filosofía había llegado a un punto histórico en la que tenía que dar razón de sí misma. El problemático supuesto filosófico de la universalidad, de la unidad de la realidad universal, contrastante con el hecho histórico de la pluralidad de las filosofías, es compuesto por Gaos en una visión de la realidad tan plural como singular, donde la unidad lo es justamente de una pluralidad —pues las personas somos en plural (con elementos comunes y relaciones esenciales que nos unen). La realidad es, a la vez, una y plural, sin contrasentido: pluralidad de realidades al ser para cada uno, unidad de esa pluralidad al ser de nosotros. Realidad plural, pues, que ha de contar con filosofías o cuerpos de pensamiento... plurales, para ser conformes con ella, siendo la verdad plural e histórica o temporal —conforme con la realidad de su tiempo y la pluralidad de las personas.[3]
El “historicismo-filosófico” gaosiano es una filosofía más, consistente en el desarrollo del “sentido histórico”: es la profundización de la sensibilidad y perspicacia para comprender lo idéntico o semejante de la visión de un filósofo respecto a otras filosofías, pero también lo peculiar de ella. Su filosofema cardinal: la filosofía debe ser de la circunstancia y toda filosofía ha sido, es y será de la circunstancia. Los temas de los filósofos han sido temas de sus circunstancias y, en este sentido, circunstanciales. Se trata del empeño de ver en las distintas filosofías expresiones de las distintas visiones del mundo, peculiares por obra de la distancia temporal o histórica —pero tomando en cuenta, y radicalmente, otras distancias: especialmente las irreductiblemente personales (por lo que el “historicismo” gaosiano es, más que nada, un “personalismo-historicista”, cercano al “perspectivismo” de su maestro Ortega).
El tan repetido “escepticismo” de Gaos distaba mucho de ser total o extremo. Es cierto que en su “historicismo filosófico” puede encontrarse un ingrediente relativista —concepto intermedio para concluir el escepticismo de su visión historicista. Pero el escepticismo propiamente consiste en la negación total (escepticismo extremo) o parcial (moderado) de la verdad o el conocimiento de las filosofías.
Por lo contrario, el “historicismo” de Gaos, aunque en efecto niega que una filosofía sea verdadera y todas las demás del todo falsas, afirma claramente que todas son verdaderas, aunque solo lo sean en parte: en la parte en que se presentan como verdad personal o “proposición” de la visión del filósofo correspondiente. Simplemente, hecho de experiencia, porque la realidad no se limita a lo idéntico o semejante de las visiones personales, sino que también se integra de lo peculiar de las mismas —dependiendo del lugar histórico y ontológico de las filosofías. Lejos, pues, del escepticismo (parcial o moderado), de ese nómada que aborrece el asentamiento duradero. La posición de Gaos es un peñasco de estabilidad y de quietud sustancial donde salvar en la filosofía y en el “historicismo” la verdad: la conformidad de las proposiciones con la realidad propuesta por ellas. En efecto, Gaos reconoce desde la verdad totalmente intersubjetiva de las ciencias exactas, pasando por la verdad más o menos subjetiva de las ciencias humanas, hasta la verdad personal, puramente subjetiva, de la filosofía —en su región más cordial, la metafísica. Así, la perfección del “historicismo” estriba en el reconocimiento de que entre filósofos no cabe sino el cambio de ideas e impresiones, donde comprensión e incomprensión, acuerdo y desacuerdo serían función de la cercanía o lejanía temporal, mental y cordial de las personalidades. [4]
En congruencia con esa postura, José Gaos adoptó por esos años el ideal filosófico del “liberalismo”. El liberalismo filosófico sostenido por Gaos consistió en señalar concretamente la importancia de la convivencia de las principales direcciones o escuelas de la filosofía dentro de la Facultad —amparándose en la libertad de cátedra como primer principio de la UNAM. Principio y convivencia a que no son afectas y favorables todas las filosofías. Solo le son favorables las filosofías que implican una razón filosófica de antidogmatismo: no solo de negativo respeto para toda divergencia (tolerancia), sino la positiva estimación por la riqueza de la creación, por la diferenciación de las creaturas, y de la que se desprende el imperativo de ayudarse mutuamente las personas individuales y las personalidades colectivas a ser cada una ella misma con toda la posible plenitud. [5]
En suma: rechazo al ideal de la “unidad de la filosofía”, de pensar y ser lo mismo, de la “identificación” filosófica, desechando el principio de la “unidad de la realidad” (parasitado por el gregarismo y la voluntad de poder), y adopción de un querer lo mismo: la plurificación filosófica, donde la voluntad de entenderse permita en cada uno atisbar lo irreductible de cada otro, comprendiendo con ello la pluránime naturaleza humana, el valor de la riqueza del universo y de las personalidades individuales y colectivas, dando lugar a la expansión de la idea de la realidad y del ánimo filosófico —ideal donde radica el progreso histórico y el significado cultural de la filosofía misma.
Sin embargo, Gaos nunca perdió de vista el principio de razón filosófica, el imperativo de dar razón de todo, en especial del hombre, de su naturaleza o esencia, especialmente de las “exclusivas del hombre” —grabadas con un destino histórico. Nunca vio en el hombre un existente meramente de hecho, sin razón de ser, sin sentido, un ser contingente e irracional, sujeto a la facticidad pura, sujeto a la posibilidad de ser de otra manera, de ser otro, de no ser (“existencialismo”). Por el contrario, buscó infatigablemente un tipo de hombre más humano, donde en la dignidad y nobleza de las esencias se revelara la necesidad de ser el mismo, de ser (“esencialismo”). Gaos se confesó repetidamente como un preexistencialista: “No soy un existencialista de hueso colorado” llegó a formular alguna vez irónicamente. Era más bien un “esencialista-existencial”, o un “racionalista-situacional”. Como su maestro Ortega, que se anticipó no solo al existencialismo, sino al estar de vuelta de él (“ni vitalismo, ni racionalismo”), Gaos puso su distancia al existencialismo profesando una doctrina de la naturaleza humana como perpetuo oscilar entre contrarios extremos. El hombre: ser oscilante entre el ser y la nada, entre la esencia y la existencia. [6] En efecto, cada cual va confeccionando en su individual existencia su esencia —en la que circularmente cada cual va decidiendo su existencia. Como buen fenomenólogo, Gaos se dio a la tarea de describir esencias, especialmente la esencia humana —desde su posición histórica personal (de acuerdo a la “momentaneidad” de la filosofía). Pero esta tarea la llevó a cabo a partir de un “eclecticismo” esencialista-existencial, que halla su perfección al concebir al hombre con las dos categorías opuestas y complementarias, en una filosofía del hombre forzosamente esencial-existencial. [7]

III: EL SISTEMA: ESTRUCTURA Y UNIDAD
Martin Heidegger
La obra sistemática de José Gaos, proyectada acaso con toda madurez desde 1954 en su Discurso de filosofía, se consolida objetivamente con De la filosofía. Curso de 1960 (FCE, 1962), cerrándose con Del hombre. Curso de 1965 (FCE, 1970). Se trata del imponente empeño sistemático por dar circularmente razón de la filosofía por el hombre (De la filosofía) y del hombre por la filosofía (Del hombre) —constituyendo así la auténtica, literal y estricta antropología filosófica (o filosofía antropológica de la filosofía). Como ha señalado Fernando Salmerón, no se trata de un sistema en dos partes, sino de una sola unidad con una doble estructura circular. [8] El método circular en filosofía, defendido por su maestro Ortega, tiene para Gaos su ejemplar más eminente en la Fenomenología del espíritu, pero también enla Lógica de Hegel. 
Aristóteles
Sin embargo, en la historia de la filosofía habría cuando menos otros tres antecedentes clásicos: los dos capítulos iniciales de laMetafísica de Aristóteles, que son en el fondo una explicación indicativa del hombre por la filosofía (definición del hombre por el amor a la sabiduría o como el animal filósofo) y de la filosofía por el hombre (los grados del saber, desde la percepción, culminan en el amor a la sabiduría, que es lo distintivo del hombre); la Crítica de la razón pura de Kant, que es una explicación de la Matemática,la Física y la Metafísica por el sujeto, y una explicación del sujeto por las ciencias y la Metafísica; por último El ser y el tiempo de Heidegger, intento frustrado de explicar la Ontología por el hombre explicando el hombre por la Ontología. Por su parte, Gaos encuentra en Fichte el antecedente de la nueva Ontología, unificadora e integrados del sujeto del conocimiento con el sujeto de la moralidad, y quien hace de la filosofía depender del hombre, no en general, sino de ciertos tipos de hombre (“qué clase de filosofía se tiene depende de qué clase de hombre se es”), haciendo inversamente de estos tipos la clave de comprensión de las filosofías (materialismo, idealismo crítico, etc.). [9]
Immanuel Kant
Desde esta perspectiva el sistema de Gaos realiza una “nueva crítica de la razón pura”, cuya posición no solo es “existencialista” por la concepción de la individualidad del sujeto, sino también “rekantiana” por la idea de que la Metafísica (hecha para Kant de una ilusión trascendental de uso regulativo que fuerza al sujeto a un uso tan constitutivo como paradójico) no puede ser ciencia. En efecto, la única filosofía hacedera “a estas alturas de la historia” debe rechazar los sistemas del universo en lo que tienen de metafísico-seudocientíficos, o en cuanto a sus pretensiones de objetividad, pero no en lo que tienen de fenomenología, razones del corazón, ciencia conducente al ideal del “liberalismo filosófico” (única comunión estimada como unanimidad valiosa) y visión metafísica entendida como visión sistemática de conjunto, llevada a cabo por un solo hombre y presentada como “confesión personal” de verdad absolutamente subjetiva.
Johann Gottlieb Fichte
La antropología filosófica se presenta entonces como la única forma de metafísica a la altura de los tiempos, consistente expresamente en la explicación de la metafísica por la constitución del hombre. Se trata de una vuelta peculiar a la metafísica que, por el camino de la fenomenología, intenta, con un especial cuidado “moderno”, no desligar nunca un problema concreto de todos los demás problemas, mostrando en sus implicaciones mutuas que tienen un sentido, dando razón de su sentido metafísico. Se trata, justamente, de la arquitecturación de las “exclusivas del hombre” derivables de su esencia, entendidas como una serie de fenómenos que encuentran copiosamente los unos en los otros su razón de ser (psicológica, sociológica, histórica, etc.). En efecto, la antropología filosófica no es sino la teoría o el desarrollo de la definición de la esencia del “hombre” y de las “exclusivas” derivadas de ella.
De acuerdo con la tradición, el hombre es definido como “animal racional”, donde lo propiamente diferenciante y deslindante de la esencia humana es la razón —que tiene su entelequia en la filosofía. Esto hace de la Antropología Filosófica gaosiana una teoría de la razón —razón que no se da sino como pensamiento de un sujeto expresado verbalmente por esencia a otros sujetos, por lo que hay que anteponer a esa teoría una fenomenología de la expresión verbal —que se completa y extiende hasta la mímica.
Lo que la esencia de la fenomenología de la expresión mímica mostrará es que esta es un órgano articulador de situaciones de convivencia entre sujetos y destinatarios, cuya función es la de comunicarse sus estados de ánimo (emociones y mociones) —primera constitución de la estructura “metafísica” de la realidad. Por su parte, la fenomenología de la expresión verbal (que desarrolla toda una filosofía del lenguaje de la enunciación, exclamación, interrogación, imperativo, y de las expresiones afirmativas y negativas) muestra que estas son órganos articuladores de convivencia de los sujetos con los objetos —por intermedio de los conceptos.
La fenomenología de la expresión verbal, unida a la idea de que la filosofía debe partir de los textos mismos de la disciplina, conduce a una teoría de los objetos (surgida a partir de la clasificación de las partes de la oración) y esta a una teoría de los conceptos correspondientes —con lo cual se tiene una primera armazón de los conceptos integrantes del pensamiento discursivo, es decir, de un primer sentido de la razón. La teoría de la razón avanza, a partir de este punto, hacia el orden jerárquico de los conceptos, donde se destacan las categorías como los géneros sumos (trascendentales y “existenciarios” del hombre) —segundo sentido de la razón entendida como facultad de aplicar las categorías. Las categorías de las obras absolutamente culminantes de la historia de la metafísica son, de acuerdo con Gaos, los conceptos de ente, existencia y esencia, sustancia, indefinido e infinito. Con lo que el análisis descubre las categorías negativas, que llevan a entender la razón en un tercer sentido: como la facultad de negar con conceptos. Y aun en un cuarto sentido: como la facultad de concebir lo infinito, o facultad de lo infinito, que es la facultad de concebir a Dios. La definición del hombre por la razón entraña una teoría de la razón crítica, que tiene que examinar los conceptos principales de la historia de la metafísica —explicados en relación con la constitución del hombre.
El análisis riguroso de esos conceptos lleva al punto final de la teoría: dar razón de lo que la fenomenología describe. En efecto, la filosofía consiste en dar razón del ser, dando razón de la existencia de los entes. Así, si la objetivación es la función del concepto, la filosofía puede dar razón de los conceptos positivos por los objetos correspondientes (empirismo y realismo de los conceptos positivos). La existencia se revela por estar presentes los entes ante un sujeto. Pero el punto fundamental de la filosofía es dar razón de la existencia de los entes que no existen siempre o pura y simplemente no existen: es la inexistencia de tales entes lo que mueve a pedir y dar razón de la existencia de sus conceptos; se trata de un problema no de la ontología, sino de la meontología, la cual se revela como la metafísica fundamental. En el otro gozne jerárquico de las categorías lo mismo pasa con el concepto de infinito o de existencia indefinida o infinita —concepto incomprensible que acaso se concibe para eludir la incomprensibilidad del paso o relación entre la inexistencia y la existencia, y entre la existencia y la inexistencia.
Como quiera que sea, los conceptos negativos (inexistencia, nada) no tienen objeto propio, sino que son conceptos con los que concebimos objetos concebidos con otros conceptos como inexistentes. Mientras que el concepto de infinito tiene por objeto propio un objeto concebido como no pudiendo ser objeto de experiencia posible (como en general los conceptos de objetos metafísicos). La teoría radical de Gaos estriba en considerar que los conceptos negativos en general y los objetos metafísicos en general, no pueden tener su origen o fundamento (su razón de ser) en la presencia o presentación de estos objetos en la experiencia, por lo que deben tener su origen y fundamento (su razón de ser) en los motivos íntimos del sujeto humano que los piensa, es decir, en la constitución moral del sujeto. La constitución del sujeto que mueve a pensar tales conceptos, no es la racional o intelectual, sino su naturaleza irracional afectiva y activa (idealismo emocional y mocional de los conceptos negativos y metafísicos).
Gaos plantea la génesis erótica y misológica de los conceptos de infinitud e inexistencia. En efecto, el amor motiva la volición de la satisfacción, del bien de lo amado —que es aquella persona en cuyas satisfacciones están las propias. Cuando el amor es suficientemente intenso motiva la volición de la felicidad infinita —volición que requiere pensar el concepto de infinitud... de la felicidad o estado de satisfacción infinita de lo amado, tanto entitativa como existencialmente. Por su parte la negación no es simplemente una forma de contemplación, sino una actitud, en el sentido de una conducta práctica, un acto negativo de la voluntad. En su extremo de rencor o resentimiento el sentimiento de odio motiva la volición de insatisfacción, del mal de lo odiado (aquella persona en cuyas satisfacciones están las propias insatisfacciones, o en cuyas insatisfacciones están las propias satisfacciones). Cuando es lo suficientemente fuerte motiva la volición de infelicidad absoluta, de aniquilación de lo odiado, aunque sea solo in mente —lo que requiere pensar el concepto de inexistencia de lo odiado.
Así, la volición de la existencia del Bien infinito estará motivada por el amor a los existentes, que mueve a querer el bien infinito de ellos, pudiendo concebir a Dios. Por el contrario, la volición de la existencia del Mal (de la inexistencia de Dios) estaría motivada por el odio a los existentes, que mueve a querer la inexistencia de ellos, pudiendo concebir la Nada. En conclusión: si no fuésemos los sujetos de amor y de odio que somos (de satisfacción e insatisfacción, de bien y mal que somos), jamás hubiésemos concebido las categorías cardinales de la razón pura, ni seríamos los seres racionales, puros y prácticos, que somos. Pero el antinomismo del amor y el odio (del bien y el mal) es un hecho radical, un fenómeno último del que ya no se encuentra razón que dar. El vivir como bienes o males la existencia o inexistencia de unos u otros entes, y radicalmente del propio, o el vivirlo todo bajo la forma de irracionales motivos de preferencia, de amor u odio a la presencia o ausencia de unos u otros entes, constituye la forma a priori, el humus fundamental, el suelo irreductible del hombre.
El sistema gaosiano es el de un irracionalismo antinómico entre realismo e idealismo. Su núcleo: la consideración de que la filosofía, en tanto sistema del pensamiento, es el ápice de la razón humana... pero la razón estaría motivada por lo irracional del hombre. En efecto, la filosofía no se profesa, o se deja de profesar, sino por motivos irracionales. Gaos sostiene una idea de la filosofía cuya más honda raíz radica en la idea de que la metafísica, entendida como concepción del mundo, se halla enlazada y fundamentada con los conceptos clave de la vida moral. En efecto, dependiendo de la idea que nos hagamos del mundo, nuestro comportamiento en la vida —y acaso, conversamente, dependiendo de nuestra posición moral en la vida, nuestra concepción del mundo. Así, la filosofía de Gaos toma la forma metódica y sistemática requerida por una verdadera filosofía, asumiendo la tesis de la subjetividad de toda filosofía —tesis que pretende ser objetiva.
Esta filosofía tiene la grandeza y las implicaciones comparables solo a las más imponentes arquitecturas metafísicas sistemáticas, a las más conspicuas “fábricas del mundo”, como las de Aristóteles, Tomás de Aquino, Kant o Hegel —y es incomparable con los esfuerzos de la filosofía actual que, por su ambición de ser científica, de ser humildemente solo ciencia, o no ofrece una “promesa” de sistema, disolviendo a la filosofía en las disciplinas particulares, o la ofrece de modo equívoco (inconsciente) o vergonzante. La filosofía gaosiana puede leerse, en efecto, como una nueva crítica de la razón pura donde, a partir de principios, se intenta decidir la posibilidad o imposibilidad de una metafísica general, señalando las fuentes como la extensión y los límites de la misma. Crítica, pues, que desemboca en una filosofía de la negación, en una filosofía de la religión y en una metafísica —de verdad personal. La posición de Gaos en su sistema es consecuencia y expresión de reconocer fundamentalmente a la filosofía todo lo que tiene de idea o visión personal del mundo, de confesión personal, dimanante de la realidad radical de la persona y de la personalidad del filósofo —conforme con una realidad objetiva que... incluye al sujeto.
Por otra parte, el motor de la filosofía estaría cifrado así en la compleja actitud sentimiental de la soberbia, que es una pasión contradictoria: por un lado, visión total del universo, por el otro, exclusivismo de esa visión.
También anhelo de una personalidad absoluta —con paradójica tendencia de renuncia a ella. La magna visión gaosiana de la filosofía (filosofía de la filosofía) no puede menos que ingerir en su momento una sociología del saber filosófico y una antropología caracteriológica que devela una “metafísica personal”: la del filósofo como el extremo de la humanidad en que este pone a prueba el afán de trascendencia, de superhumanidad (y de superhombría), en algún sentido de deificación. Prueba que, al someterlo a los ácidos corrosivos de su limitación, al fuego combustible de su finitud, lo hace retroceder, fijándolo a un centro más estable de la persona —proporcionando su “ensayo” una experiencia regulativa de la humanidad.
Heredero de una casa de acreditada alcurnia, la concepción metafísica de Gaos implica algo que aterra al pseudoindividuo socializado de la modernidad: el abandono de una verdad universal (apelmazadora de masas), que arroja a la verdad personal, a la soledad ontológica, y que obliga a hacerse responsable de sí, por sí solo, ante el misterio del universo.[10]

Notas
[1] La mayor parte de la obra que dejó Gaos, inédita a su muerte, está publicándose en la colección de sus Obras Completas por la UNAM. Entre otros libros y múltiples notas, aforismos, fenomenologías, cartas, etc. por darse a la estampa, habría que destacar su Tratado de meontologíalaMetafísica de nuestra vidaEl siglo del esplendor en México,Jornadas filosóficas, las Lecciones de metafísica (perdido), un libro sobre Las relaciones de 1968, diversos ensayos circunstanciales y doctrinales (como la Prosopopeya del filósofo), así como sus copiosas Monadologías y Reflexionesde fin de año. Hay que señalar, empero, que otros de sus manuscritos han sido dispersados o destruidos por manos réprobas.
[2] Luis Villoro: El valor y el poder. México, FCE, 1998.
[3] José Gaos: La filosofía actual y el personismo” (1940), en “Filosofía de la filosofía e historia de la filosofía”. Obras Completas, México, UNAM, 1987, volumen Vil.
[4] José Gaos: ¿Es el historicismo relativismo escéptico?(1947), en Discurso de Filosofía, Xalapa, Universidad Veracruzana, 1959.
[5] José Gaos: Los transterrados españoles de la filosofía. Revista Filosofía y Letras Nº 36, octubre-diciembre 1949.
[6] El yerro de considerarlo un existencialista se fraguó a partir de la idea de que quien expone con preferencia e insistencia, con afán de comprensión y justifica una filosofía, la profesa como la verdad. Las filosofías que, por su importancia histórica, Gaos difundió y expuso en la cátedra, en la traducción y en la crítica por escrito, especialmente la de Heidegger, no eran, evidentemente, su filosofía. Véase José Gaos, Los transterrados españoles de la filosofía.
[7] José Gaos: Existencialismo y esencialismo (1943). Obras Completas, México, UNAM, 1987, volumen Vil.
[8] Fernando Salmerón: Introducción a la filosofía de Gaos. Diánoia – Revista de Filosofía, 1990.
[9] José Gaos: Curso de antropología filosófica. Diánoia – Revista de Filosofía, 1958 (también en Discurso de filosofía, Universidad Veracruzana, 1959).
[10] José Gaos: La vida intelectual - El tapiz por el revés (1962), en De antropología e historiografía. Universidad Veracruzana, 1967. págs. 278 y 279.

Currículo de Alberto Espinosa Orozco en Realidades y Ficciones - Revista Literaria Nº 27:


ALBERTO ESPINOSA OROZCO
Reside en Victoria (Estado de Durango), México. Ensayista y poeta. Estudió Maestría en Ética en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda”. Profesor de artes plásticas. Coordinador general en Terranova Durango. Obtuvo el segundo puesto y mención especial en el III Concurso de Poesía de El Boulevard Encantado (2014), en su país, por el poema que reproducimos en estas páginas. Colabora en diversos medios literarios.


REALIDADES Y FICCIONES
—Revista Literaria—
Nº 27 — Diciembre de 2016 — Año VII
ISSN 2250-4281
Exp. 5316576 del 20/10/2016, Dirección Nacional del Derecho de Autor / República Argentina.


viernes, 21 de julio de 2017

Distopía : Arte Actual Figurativo Por Alberto Espinosa Orozco

Distopía: Arte Actual Figurativo
Presentación
Por Alberto Espinosa Orozco  


 “El atardecer es la hora de la pintura.”
Tiziano

“Pintar es tantear atardeciendo
la orilla de un abismo con tu mano
temeroso a adentrarte en lo lejano
temerario tocar lo que vas viendo.

Pintar es asomarte a un precipicio,
entrar en una cueva, hablarle a un pozo
y que el agua responda desde abajo.”
Ramón Gaya






I
            Utopía y Distopía son términos contrarios y polares: entre ambos se encuentra el territorio de la anchurosa realidad. La utopía, ese sueño de la razón moderna, especificada en el mecanicismo industrial y tecnológico de la prosperidad y el progreso, ha ido mostrando a lo largo de su desarrollo  histórico lo que en sus sueños se escondía de monstruosa pesadilla.
            En la exposición “Distopía” veintiún connotados artistas jóvenes mexicanos  se dan cita, en una muestra itinerante  por diversos estados de la república, para pasar revista a nuestro tiempo.  Especie de espejo de nuestro era, mundo o siglo en ruinas, que gira, a manera de un portentoso caleidoscopio, para reflejar sus fragmentos desperdigados, dando cuenta, simultáneamente, de la sensibilidad contemporánea a la altura de los tiempos, que ha tomado la forma estética de una especie sui generis de “neorrealismo”, último gran movimiento vanguardista que, por su extremismo, acaso constituya el capítulo final del llamado arte moderno-contemporáneo.
Lo primero que salta a la vista en la muestra es, por un lado, el altísimo nivel de refinamiento técnico alcanzado en cada una de sus disímbolas propuestas; por el otro, el, estar permeada la colección en su tono emocional por tinturas más bien sombrías y hasta deprimentes, en donde se siente el desgaste repetitivo de los temas y la final fatiga de las formas. Sensación de decepción, decadencia e incluso de cortante amargura que, compensatoriamente, busca un refugio onírico o simbólico en la ensoñación nostálgica, en la retrotopía, pues, que marcha en sentido inversa o de visión hacia atrás,  impregnada por una incurable nostalgia del origen o por las huellas de un pasado grandioso… ya perdido y que ya no volverá.
Escenificación del gran tema de la estética contemporánea, que es el de nuestro tiempo o mundo convulsionado, tendiente a la entropía de la desorganización y al caos, de la vuelta de todo lo organizado a la materia muerta, y cuyo modo de representación tiende por sí mismo hacia el manierismo tenebrista de los claroscuros, como si los artistas, visionarios como son, presintieran el inevitable fin catastrófico de toda una época histórica, la nuestra, que es también el anuncio de una era incógnita por venir, puesto que algo debe morir cuando algo nace.
Figuración de la distopía, que  marca a nuestro tiempo con los bajos estigmas de la decepción y de la tensión exasperada, motivadas por el constante asecho de la presión del futuro, de un tiempo que se nos echa literalmente encima, cargado de negras y pajizas profecías apocalípticas, o que toma la forma de un mañana efímero e incierto, que a su vez afecta profundamente lo social bajo la forma de la fragilidad en los vínculos humanos. Temor del porvenir, es cierto, que mira el futuro como una pantalla en la que proyectamos nuestras angustias y ansiedades. Visión de la antiutopía, pues, de un mundo prefigurado como insatisfactorio y amenazador, que aguarda a la vuelta de la esquina, reflejándose en los espejos y vitrinas, llegando a todas partes e invadiendo la vida privada misma.
Figuración, neofiguración, hiperrealismo fotográfico u onírico, realismo representativo o expresivo: estilos avocados todos a retratan un mundo inestable, fluctuante, líquido, cortado en añicos por el estilete del azar o disperso en el confeti de sus volátiles fragmentos, en medio de una vida insatisfactoria, sumida en formas vulgares de equilibrio, cuyos ideales positivos, supuestamente racionales, no conducen al bienestar general, ni al desarrollo del espíritu, sino a un sentimiento de insatisfacción, no solo moral, sino específicamente estética, por más que se trate de las categorías negativas de la fealdad, de lo repelente u obtuso, en el que se delata una especie de nihilismo universal en nuestra edad, donde pululan el vicio, el vacío, la violencia o la nada. Estilos artísticos, pues, en los que hay, sin embargo, una ser de soledad y contemplación, de ascesis y purificación, que se deslinda e los hechos históricos por creer en las significaciones, por buscar las esencias y los valores, las secuencias orgánicas de los actos creadores, pues fin del arte es también el dar unidad a los fragmentos inconexos, de atar los cabos sueltos para dar sentido incluso a un mundo que parece no tenerlo, para encontrar la chispa de luz en las tinieblas, la dignidad en lo que caído, o la riqueza en lo que ha sido abandonado.
II
            El joven maestro Antonio Charaud (1989) incursiona en el realismo expresivo y existencial desde una perspectiva neoimpresionista que, a partir de los campos de color, explora el combate mítico entre la alta luz con las bajezas de las sombras, persiguiendo los efectos del claroscuro, los juegos de la contraluz y los caprichos de los contornos. Pintura en cierto modo tenebrista, en la que se detecta la tendencia universal del retorno de la materia a su estado inerte, en el que se disipa el fragmento luminoso al ser invadido por las tinieblas de la noche inabarcable. Sus espacios formales, enmarcados en escenas cotidianas, transitan así por calles abandonadas, baños públicos, cuartos de hotel  o centros comerciales, explorando la excentricidad de lo marginal y la extrañeza de un mundo deteriorado, recorrido por la vagancia, por lo engañoso, por lo réprobo o lo delincuencial. Su interés, como en Edward Hopper, es la visión de la mezquindad social del drama urbano, en lo que tiene de cita clandestina o de indigna soledad.


   

         El artista Héctor Herrera (1975), infatigable viajero y orquestador de empresas múltiples, desarrolla un realismo de la representación ligado al existencialismo cosmopolita y pluricultural de nuestro tiempo. Estética básicamente concebida como producción en el que, sin embargo, debido al vértigo de su labor, hay algo también de creación e imaginación pura. Por un lado, su trabajo se encuentra dentro del circuito comercial producción-consumo, tendiente por tanto a la decoración  o a convertirse en arte industrial, estado sujeto a los rigores técnicos de la aceleración y de los procedimientos.
Su arte ha encontrado su plenitud en una compleja fórmula personal, no ajena al vértigo, de escurridos o drippings, de manchas y acrílicos modificados con agua, de resinas, transferencias y yuxtaposiciones, hasta lograr transportar sus mejores visiones al vaciado de la escultura. Su obra se ha ido decantado así en una especie de realismo naturalista, que va de la fría neutralidad de la representación mecánica a la fuerza expresiva, para por fin escapar por el mar hacia el profundo abismo del símbolo y el mito, por donde igual desfila Faetón que Casandra o el coro de las ninfas marinas, especializándose en los Selkies, las Lamias y las Alagartas, hasta por fin entronizar a la sirena Thalassa en las costas de Ensenada. En su obra hay algo de la imaginación desmesurada del mar, de sus seres anfibios, extraños y tortuosos, que sin embargo tienen el poder de la adivinación. Obra compleja, densa, desigual, oscilante, inestable como la superficie del mar; obra diversa e inquietante, de múltiples registros, en la que hay algo de exceso e hibridismo, algo también de la magia del demiurgo permeado por las densas pasiones submarinas. 



El pintor y muralista Robie Espinoza (1982) cultiva una especie de realismo selvático  rico en connotaciones estéticas e influencias modernas de la tradición, logrando tanto un convincente verismo en la representación como una gran fuerza expresiva, añadiendo en ocasiones complejas y sofisticadas abstracciones simbólicas en el arte del retrato, donde abunda el uso de las simetrías y una original presentación contrastada de la carga plástica pura. Su paleta colorida, en cierto modo festiva, a veces se impregna de las reverberaciones y reflejos de la luz sobre los cuerpos producidos por los espejos líquidos del agua, a la manera de Joaquín Sorolla. En otras ocasiones, alcanzan los cuerpos la perfección clasicista y el sensualismo, onírico y mexicanista, de Saturnino Herrán. Sus paisajes de playas y de selva tropical revelan así una especie de salvajería en la naturaleza, cuya abundancia se vuelve en cierto modo amenazante, de un perfume narcótico, venenoso y tóxico, donde late una especie de indómito primitivismo exuberante.





Por su parte la artista Ninfa Torres Lagunes (1982) práctica una difícil síntesis de estilos, donde se alternan y yuxtaponen el surrealismo con el barroco, el academicismo con el collage, el costumbrismo mexicanista con el expresionismo, el hiperrealismo del pop art con el cinetismo futurista y la estética del márquetin. Su obra, caracterizada por una fuerte saturación de color mezclada de tenebrismo, transita por los espacios de la heterotópia, de la alteridad y la ilusión, por lo que frecuentemente da la impresión de la extrañeza, de la fragmentación e incuso de lo disperso. En sus retratos, autorretratos y naturalezas muertas, donde aplica un amplio abanico de recursos plásticos, hay una tendencia hacia la densidad simbólica de la diversidad, pero también hacia lo sombrío, siendo su humor, sin embargo, el de la ironía y hasta el de la irreverencia. Ello se debe al intento de radiografiar  uno de las notas características de la modernidad: el tratar lo sagrado como si fuera profano, sacralizando a la vez el devenir, lo que no participa de ninguna realidad trascendente. Nostalgia de la metafísica, en una palabra, que al ser abandonada crea una especie de horror vacui, inmediatamente llenado por las místicas inferiores, que trastocan la realidad por el lado contrario a lo angélico, habiendo así en sus representaciones un elemento sombrío y perturbador, donde el acento en la diferencia pone en riesgo las coordenadas esenciales de la identidad.         







III
            El arquitecto y artista plástico Armando de la Garza Garza (1973), practica una vertiente del realismo de carácter surreal  relacionado con el arte objeto, estando su búsqueda interesada en una estética conceptual que borda sobre los temas del estilo y de la moda, pero también del lujo y la excentricidad. Sus alabastros y porcelanas tatuadas al óleo o revestidas con aplicaciones de plumas y cintas, pero también en sus construcciones óseas alienígenas, donde se mezcla el lujo, la ironía y la sensualidad, tienen algo propio del estilo barroco, algo también que recuerda la cornucopia de la diosa Fortuna, ataviada de flores y frutos. Figuras que nos hace pensar en la riqueza tomada como abundancia natural, pero también en el don de hacer reales los deseos, con el consabido peligro que tal poder implica. Desde esa plataforma, sus objetos exploran así el sentido del lujo, del trabajo fino, producido cuidadosamente, que hace bienes preciosos, ligando en un mismo campo semántico la escasez y la carestía, el precio y la belleza, dando con ello un sentido estético global a lo suntuoso. El artista agrega entonces a las piezas una dificultad o una oscuridad. En cierto modo se trata de agregar un misterio o un enigma, oscureciendo el contenido, que apunta a la abundancia natural vista como un edén de cristal paradisíaco, ligado a su vez a la exuberancia de la naturaleza y a la prodigalidad de la tierra, pero sobre todo al despilfarro de la riqueza, que en cierto modo la ennoblece, salvándola de la avaricia y lavándola de la explotación del circuito económico del trabajo.
La estrategia conceptual del artista es la de todo ready made: poner el trabajo fuera, pasando directamente de la concepción a la realización de la obra mediante la elección de un objeto. Las aplicaciones del artista, sin embargo, van revelando algo más, que está escondido. No tanto el regodeo de la confusión barroca en las meras apariencias sensibles o el sentido del despilfarro con que se brinda la riqueza para encontrar una belleza libre, que está más allá de lo económico. Se trata más bien de la trasmutación moderna de los valores, en cuyo paso se oscurece no sólo el contenido sino la forma misma mediante el oscurecimiento de la sintaxis, de la gramática o de la misma estructura de la imagen. Garza Garza, en efecto, enmascara, disfraza o vuelve extraña la forma, aludiendo con ello no sólo al arte de la prestidigitación, o a la técnica del prestigio, sino más esencialmente aún a lo extravagante. Mundo en donde la bella figura de Venus, pródiga y sensual, imagen a la vez de la naturaleza, del impulso erótico y de la fortuna, deja ver la ambigüedad de su rostro o cambia de sexo para volverse macho, comenzando con ello los “infortunios de la virtud” al infectar su erotismo de extraño fetichismo o de siniestra destrucción, paralizando el sentido en la osificación final de las estructuras, ya cadavéricas, como reliquias de ominosas significaciones.











El realismo de Mario Cinquemani (1982) pudiera calificarse de surreal y onírico. Su asimilación de las vanguardias lo ha llevado a una especie híbrida del hiperrealismo, donde se conjuga el cubismo, el arte psicodélico y el surrealismo heterodoxo, proyectando extraños estados de ánimo de la imaginación fantástica. Artista introspectivo e introvertido, que mira para adentro la expresión secreta de su aventura individual, la cual, como los sueños, escapa a la voluntad de su creador. Arte donde se ve la realidad como un tejido de signos, cuyo significado último o se esfuma o no existe, y que tiende al nihilismo, al quebranto psicológico y a la negación tanto de la realidad como de los otros. Su símbolo esencial es el del sueño, en cuyo drama narrativo hay algo también de pesadilla y de disolución del yo en lo impersonal. Percepción de un mundo donde la realidad es el cambio, la vibración de campos magnéticos donde se alterna la absorción en el ser y la dispersión en el no ser, y donde lo pleno y lo vacío, el ser y la nada, acaban por identificarse y fusionarse en la real irrealidad del yo.
Su estética es, así, la de la indiferencia, en donde la yuxtaposición de los elementos del cuadro se neutralizan y late, sin embargo, en medio de la superficialidad de las formas, una ausencia, una carencia: el agujero sin fondo donde el tiempo mismo pierde consistencia. Arte del fragmento también, donde se condensa el espíritu de nuestro tiempo, y cuyo equivalente existencial es el acto arbitrario, espontáneo y gratuito. Mundo de sueños: de príncipes y hadas hechizadas, de gente dormida en donde la comunicación queda suprimida y lo que reina es la soledad y el silencio. Descenso a las regiones más recónditas del alma del artista, en las que la imaginación visita los paraísos interiores que de pronto amenazan en convertirse en los infiernos. Especie de mística en donde se sale de la realidad para regresar a la unidad orgánica primordial, aislada e impenetrable, como en el estado prenatal y embrionario, en el que la vida ni se desperdicia ni se proyecta hacia afuera, sumergida en los grandes procesos orgánicos de transformación y en los que  propiamente no existe  ni el pecado, ni la libertad, ni el drama. Experiencia de circuito cerrado, de hibernación y éxtasis, donde se encuentra el paraíso de la creación onírica sin conciencia, determinado por una fuerte vida orgánica. Obra, pues, que resulta una imagen de la ambigua polivalencia de las culturas oníricas, históricas, donde se perciben y juzgan las cosas según criterios oníricos, espontáneos e incondicionados, en las que cada uno está mirando en exclusiva el mundo que le es propio, ignorando la realidad universal, única, por la que transitan todos.








Dentro del campo del realismo mágico tiene su refugio la obra de César Gustavo Méndez Torres (Oaxaca, 1982). Artista fascinado por el misterio de la noche prenatal y, como Rafael Coronel y Remedios Varo, por los laberintos de la interioridad humana. Realismo mágico de la melancólica conciencia dolorida, que se duele por la ruptura de las relaciones que nos ataban con el universo, y que entonces se da la tarea de registrar los fragmentos encantados, desperdigados, de un sistema analógico de correspondencias, que sin embargo ya no responden al hombre. Testimonio nostálgico del hombre como un ojo que reflejaba los espacios estrellados, pero que ha perdido sus elementales coordenadas de participación con los otros niveles cósmicos, que antes daban gravedad a sus tareas y profundidad a su mirada. Melancolía. que es también una crítica a la libertad moderna, en la que el hombre ya no se pone triste según las fasces de la luna o jovial según la rubicunda exaltación solar, donde ya no resuena el cosmos viviente, sino el eco subjetivo de la prisión de plomo en que el alma inferior ha quedado entronizada.





El mundo de Gonzalo García (1985) es el de lo excéntrico y perturbador. Artista que  alía a su excelencia plástica la exploración por el horror y lo monstruoso –reflejo de la sociedad contemporánea, que al perder su centro de gravedad emocional lo busca en los márgenes, en el extremismo o en la locura. Influenciado por el Pop Art y Francis Bacon, la obra del pintor veracruzano describe minuciosamente la tendencia entrópica universal, regresiva y disgregadora, que hay en todo lo vivo, a regresar al estado en reposo de la materia muerta. Imaginación fantástica donde se da la licuefacción de las formas, que deja la sensación de lo repugnante, de la humillación y de la miseria. El drama narrativo de sus imágenes, vertiginoso a la vez que sombrío, es el de la realidad decadente y brutal contemporánea, en la que los sueños utópicos de una libertad indeterminada se convierten en pesadilla, donde las segmentaciones, fragmentaciones y descomposiciones propias al hibridismo, destilan una amarga toxicidad y acaban alimentándose de sangre. Arte donde el realismo, fantástico y onirista, es llevado a su extremo, tocando las costas el narcicismo primitivo, donde la identificación afectiva se vuelve ambivalente, hasta el grado de querer incorporarse el objeto de deseo devorándolo.







         
   En el pintor y dibujante Enrique Guillen (1983) se encuentra un magnífico paisajista y un fino observador de la naturaleza humana. Sus marinas y bosques sorprenden por su perfección. Conocedor de los elementos naturales, especialmente del viento y del agua, hay en el artista una visión profunda de la dialéctica del deseo y el erotismo, donde los cuerpos desnudos tienden a la licuefacción de las almas. Su técnica es un entramado en el que las superficies planas, de pronto, sufren un corrimiento visual, que da la sensación tanto de movimiento y flujo como de brumosa caída, en donde se presiente una especie de fatal fugacidad o de falta de consecuencia. Penetrante observador del desnudo humano femenino, su arte se caracteriza por la intensidad e identificación afectiva, en las que inevitablemente hay algo de la salvajería de la impudicia. Sus paisajes urbanos, por otra parte, parecieran estar anegados todo el tiempo por una terca bruma melancólica de la húmeda grisura. Complejo mundo interior, afectado por la pertinaz lluvia y las aguas quemantes del deseo, doblemente tironeado, lo mismo por la aspiración al ideal de los caballos blancos de Apolo que jalonan hacia arriba, que por los caballos negros de Vulcano, que frenéticamente galopan entre el humo y las violentas llamas del incendio.







El pintor y diseñador gráfico Gustavo Villegas (1976), explora las relaciones existentes entre la creatividad y la producción, llegando a una síntesis al cultivar el arte hiperrealista, en su faceta industrial y urbana, bajo la forma de una serie obsesiva de maquinales fotogramas sobre el tema de la estética del objeto utilitario en relación con destrucción. Sus famosos coches chocados nos hablan así de uno de los rasgos más notables del maquinismo de la modernidad: el accidente y su consiguiente cauda de desechos. Visión del gigantismo moderno, potenciador de los movimientos humanos por medio del maquinismo, en lo que tiene, y esencialmente, de contingentismo, de inesperado azar, de accidente huero sin aparente sentido. Espectáculo de la destrucción explosiva, que a su vez explota el sentimiento del sensacionalismo, de lo que resulta excepcional en virtud de la desproporción de las fuerzas siniestras que, de pronto, inopinadamente, se desatan, rompiendo e interrumpiendo el fluido natural del devenir cotidiano.
Sentimiento de lo grandioso, en lo que tiene de siniestro y terrorífico, cuyo exceso de potencia explosiva e incendiaria detonada por el accidente nos habla del inexplicable reparto de la desdicha por el mal agüero o por la fortuna. Espectáculo, pues, de la destrucción, cuya ambigua belleza trágica toca uno de los más hirientes ángulos de la modernidad: la posibilidad latente de su propia destrucción, de la pérdida del control de las gigantes fuerzas que encierra, siendo así la obra de Villegas una alegoría de la autodestrucción del hombre moderno a manos de sus propias creaciones. Su riesgo estético, el convertir el estilo en mera ilustración, y la expresión en mera fórmula técnica. Estética del objeto utilitario, a la vez siniestra y edulcorada, que exalta abiertamente la belleza de la máquina (futurismo), cuyo ambiguo homenaje a la eficacia de la técnica se alía al imperio del mercado, pero también al azar y a la violencia. Poderosas fuerzas, en cierto modo impersonales, que el artista, sin embargo, ha sabido suavizar en la práctica y magisterio del arte del retrato.







            Guillermo Mollinedo (1979) y Moisés Cervantes (1987) participan de una estética común, marchando ambos por caminos semejantes, cultivando una especie de hiperrealismo de connotaciones surrealistas. Sus imágenes del desnudo femenino parecieran una crítica al hartazgo de los satisfechos, lo mismo si derraman sus carnes en arrumbadas atmósferas humedecidas que en los plásticos y asépticos recintos de fat foods, cultivando ambos el horror híbrido de la belleza convulsiva. Artistas de vastísimos recursos técnicos y formales, tentados por la imaginación pura y abstracta, cuya fantasía desbordada pareciera con el poder de llegar a todas partes y de tocarlo todo, dando a sus obras, sin embargo, una sensación de fantasmagórica irrealidad. Estética de la diferencia, en la que hay algo del auge postmoderno del pluriculturalismo, pero también de extravío de la imaginación en los espacios infinitos, que resultan desconcertantes y por tanto inabordables, donde lo mismo surge la escultura ajada de una olvidad civilización abandonada, que un bodegón de la escuela flamenca por el que flotan extraños lipomas cancerosos o insospechadas piezas tecnológicas. La representación de sus talleres o espacios interiores de trabajo, tiene en Mollinedo, sin embargo, el carácter no menos de la maravilla que del desorden, en donde la mirada se pierde o extasía lo mismo en la reminiscencia de un dibujo anatómico leonardesco que en la inversión espacial de las mesas y sillas postmodernas, alcanzando por su parte en Cervantes la aséptica pulcritud del proyectista gráfico. Pintores sensibles a los dictados de los códigos estéticos de la actualidad, influenciando el rumbo de los artistas jóvenes, como Gabriela Cortez (1991) quien, por otra parte, se deja llevar por la vertiente tenebrista del realismo contemporáneo, extrayendo su prodigioso preciosismo de las intrincadas calidades y magistrales claroscuros del maestro pintor Arturo Rivera.














A partir de una diáfana concepción estética, el dibujante, fotógrafo, grabador y pintor Ramón Miranda (1973), ha ido desarrollando una obra cuidadosa, haciendo de la frugalidad de sus símbolos una elegante riqueza y una fertilidad. La maestría en el oficio del dibujo le ha permitido el logro de una serie de retratos de gran concentración expresiva y rara perfección. Finísimo observador de sí mismo, de las cicatrices guardadas por el tiempo y de las vicisitudes del camino, sus obras frecuentemente conservan una especie de huella de memoria, que se muestra en la profundidad a la manera de sutiles intaglios y gofrados.
Tocado por la redonda sensualidad de la ganada, de la caída del alma entre la carne o en los placeres efímeros, el magnífico dibujante agrega sutiles coloraturas a su obra, como si con ello quisiera notificar de alguna culpa o estado de ánimo contrariado. Como grabador ha realizado preciosos libros objetos de arte, estando su estética pictórica sometida al rigor de una paleta restringida a los tonos ocres y amarillos. Obra de concentrado lirismo por la que flota  el espíritu tradicional de la metafísica y de los profundos misterios del amor y el cocimiento, resolviendo sus contenidos en una tendencia expresiva, de mesurado clasicismo, cuyas normas le permite pararse en sitio, sin ir más allá del límite, pudiendo así  apreciar el esplendor de los signos y de rotundidad redonda de las formas.


  




            En una órbita semejante, pero acaso de signo contrario, se desenvuelve el trabajo del dibujante y pintor regiomontano, avecindado en Querétaro, Rafael Rodríguez (1977). Imágenes poderosas que obedecen al irracionalismo objetivista contemporáneo del que habla Jorge Cuesta, su estética realista pone el acento en la representación y en las normas academicistas, girando sin embargo sus  espléndidos retratos sobre un gozne dialéctico, que va de de la simpatía y empatía por sus modelos, frecuentemente afectados por los estigmas de la gravedad, del dolor, de la enfermedad o de la muerte, a un sentimiento de distancia y conmoción espiritual. Fluctuación emocional, pues, que va de  la atracción a la repulsión y que se estabiliza en una especie de frialdad quirúrgica, no carente de filosa insensiblidad ni por lo tanto de dureza. Visión y revelación de las miradas que, sin embargo, está a medio camino de la ocultación y de la ceguera, fluctuando así su arco expresivo de la sensibilidad a la indiferencia. Contraste entre claridad expresiva de la realización formal y la complejidad del contenido latente, donde se da el quebranto o el temblor de la forma, la cual se expone a los vendavales de la intemperie o se vacía en las asépticas apariencias de la realidad fenoménica, quedando por fin presa en la delgada película de lo superficial, en una especie de tránsito sutil entre lo necesario y el accidente, o que va de la fenoménica transparencia de la luz, lo mismo al insípido corazón del drama que a la oscuridad invisible del espectro. Sus cuadros son así, más que nada, detenidas meditaciones plásticas, teniendo su lenguaje el peso natural del rigor y de la gravedad, no exentos de la sobriedad de carácter ni del vuelo alado de la  poesía. 



IV
El grabador, dibujante y pintor Edgar Cano López (1977) combina la técnica hiperrealista con el misterio de lo real maravilloso. Estilo ecléctico que se mueve entre el azar y la contingencia con la gracia del equilibrista y la sonrisa del humorista. En sus escenas barrocas, de compleja composición formal,  hay un elemento bizarro y perturbador, disparatado o descompuesto, cuya yuxtaposición obliga al espectador a tomar distancia, produciendo una sensación de absurdo o irrealidad, como si algo oscuro latiese, amenazador, del otro lado. Artista reflexivo e introvertido, en cierto modo onírico, en el que hay una suerte de desmesura o hybris, de transgresión de límites o fronteras, de confusión entre el esse y el non esse, entre la plenitud y el vacío, entre la vida y la muerte. Mundo abigarrado, hechizado por ángeles caídos, desbordado como un caudaloso río, poblado de extraños símbolos y de caprichosos reflejos, cuyas imágenes originales dan una sensación de densidad e, incluso, de extremosidad y pesadumbre. Lugar de la fascinación, del encanto y la herejía, su universo es el de un inmenso pudridero de maravillas obsoletas que se filtran en medio de lo cotidiano. En sus densos jardines interiores, atravesados por rudas ninfas morenas e intelectuales sirenas pálidas, la realidad se vuelve cortante y fría, como la del espejo, o un evanescente juego de reflejos que se disipa como el vaho. Artista visionario, sensible a las conglomeraciones suburbanas, en cuyos paisajes hay algo del movimiento masivo de las aguas, algo también de las grandes migraciones épicas determinadas por la historia.    



El realismo expresivo y mágico de José Luis Ramírez (1981), agrega a sus inusitadas visiones las notas del color y del humor, a veces ácido, cáustico y morado, en medio de la tormenta contemporánea de la contingencia. Su incesante búsqueda de secuencias orgánicas, de hechos esenciales o significativos, apuntan siempre en dirección de la plenitud y de la fertilidad. Su crítica feroz a las apariencias sensibles puede verse entonces como una forma de ascesis, cuyo objeto es disolver los estados de fácil comodidad, desgastando los equilibrios de la vulgaridad profunda, poniendo de manifiesto lo que la libertad moderna tiene de arbitrario y de aislamiento anárquico que separa del resto del mundo en medio de un cosmos viviente. Libertad de perderse y consumirse o de abandonarse a la combustión de las pasiones, que de pronto arden, inconteniblemente, como perros de paja. Crítica al instinto de perdición de la libertad moderna, que tan fácilmente cede a la miseria física o espiritual, y ante la cual no cabe sino buscar los despojos encantados que nos atan al resto del universo, para imantarlos y jalar sus hilos obligando a que nos respondan, para que nos digan de las cosas inimaginables que allá arriba se están dando. Su arte es así el de una mágica llave que nos permite entrar de lleno en las cosas del mundo, limpiada ya la visión de la arbitrariedad o de la herrumbre. Pintor genuino, el arte de Ramírez, afectado por cierta nostalgia incurable del origen, es el de una constante búsqueda de diafanidad y de transparencia. Sed de ser, cuyo realismo se impone siempre sobre el azar y la contingencia, para hacernos notar, detrás de sus imponentes alegorías, lo que en el fondo de las cosas en realidad está pasando.


  















En el finísimo realismo mágico de Luis Leonardo Ortega (1992) se da una curiosa conjunción entre innata sabiduría del oficio de pintor, de orientación clasicista, y un progresivo develamiento de la realidad. Su minucioso realismo, pleno de “saber hacer”, es un esfuerzo por disolver las sombras góticas que impiden el paso franco de la luz del día. Los fantasmas que rondan por su obra son así vistos de frente hasta convertirse en objetos concretos: muñecas viejas escarchadas por el hielo, maniquís que innoblemente ruedan destrozados por el tiempo, máscaras de madera enmudecidas por la liturgia sorda, manos de pasta desgastadas por el poroso moho que las habita  o estatuas de piedra erosionadas por la abrazadora incredulidad atrabiliaria. Los cuidadosos empastes, veladuras, tersos oleos, finos carboncillos van urdiendo  orquestadamente así la lucha franca contra las pesadas tinturas de la noche y sus corrosivos vapores de sopor y melancolía. Paso, pues, de la imagen del sueño y su rigores de luto e inamovible pesadilla, de inerte  molicie y gratuita fantasía, al profundo misterio de la germinación, donde por obra del agua y del espíritu se rompe la semilla aislada, que tiene que morir para que de ella surja la planta cubierta de verdura, para que el modelo, deslumbrado y ciego  en su vitrina de reflejos, encarne, en una carne concreta como un rostro. Probado virtuosismo de la especie de la templanza, que se manifiesta como iniciación en los misterios de natura: en querer ser de luz y de la luz de aquí, de luz de tierra.






            En Omar Ortiz Hernández (1984) tiene Durango a uno de sus más poderosos pinceles realistas, junto con Ricardo Fernández, Luis Leonardo Ortega, Enrique Salinas, Eduardo Alaníz y Christian de Jesús Castro. Especialista en el arte del retrato, OH Ortiz cultiva un realismo profundo, determinado por la limpia emoción  que hay en los momentos iniciales y terminales de la obra, debido a que está siempre interesado, no en el verismo mimético de la imagen, sino en sus significaciones. Autor de gran poder sintético, en cuya obra marchan entreverándose y de forma paralela la fuerza y la forma, sus imágenes son una especie de sublimación de lo cotidiano, que así se potencia a nivel de símbolo de la condición humana, donde tienen plenamente su universalidad. Su estilo minucioso e hiperrealista nos habla entonces de otra grandeza: la de lo pequeño, de lo sencillo y humilde, de lo que nos es común a todos y corre como una sabia profunda por los ríos interiores de la humanidad. Sus certeras expresiones, no carentes de sarcasmo e ironía, son en realidad chisporroteantes alegorías de las actitudes humanas fundamentales, tocadas por la gracia del humor, sin dejar de ser por ello en muchas ocasiones inquietantes. Su lenguaje es el de la cualidad y del valor, el de la entrega y el sentido, por perseguir siempre su obra un telos, un horizonte o finalidad propiamente humana. Actitud más moral que estética que, rechazando todo conformismo embrutecedor, sostiene el realismo de recordar, de acordarse de la esencia misma que nos constituye, para concordar, para llegar a un acurdo, a ser concorde con los filamentos de la vida, pudiendo contemplarse en su obra la dignidad de lo que está caído y la altura de lo que ha sido rebajado.





            Por su parte Ramón Eguira Román (1980) ha seguido fielmente su vocación de grabador, alcanzando la maestría en el oficio, lo que le ha permitido desarrollar un arte completo, ahondando en las vertientes propias de la estampa, que van de las taxonomías naturalistas a los juegos tipográficos, y de la preciosa ornamentación a la confección de preciosos libros objeto. Artista riguroso cuya solidaridad con la vida lo ha llevado a  habitar el alma de las cosas, participando de los ritmos de la naturaleza. Dueño de un lenguaje cada vez más propio y más moderno, afectado por el hibridismo de las yuxtaposiciones y las metamorfosis, pero también del esteticismo formalista de la edad, sus símbolos son sobre todo los de la libertad, la belleza y la muerte. Preciosas alegorías que interrogan sobre las condiciones de posibilidad de la armonía, de romper la prisión de la materia para elevarse al alma superior, y en las que puede oírse el rumoroso batallar con el que rompe del canto del espíritu.





            Artista visionario, Joaquín Flores (1989) ha sabido combinar el oficio de fotógrafo con las largas caminas por los márgenes urbanos, en busca de paisajes idóneos para integrarlos a la composición de sus exploraciones estéticas. Inclinado hacia la representación de la pelada luz solar que pega sin piedad en los paisajes solitarios, en los que apenas aparecen, entre las pocilgas desvencijadas, las escuálidas lagartijas, los perros famélicos y los anémicos niños desdentados, el artista se ha ido especializando en la representación de la pura naturaleza inanimada, donde sólo aparecen arcaicos menhires, escombros de antiguas edificaciones hechas polvo, rocas y pedruscos cuya masa inerte, filosa o de aplanadas lajas, reposa confundida entre la arena. Paisajes desérticos, castigados por el sofocante calor y por el abrasivo viento, de inequívoca significación postapocalíptica. No la abigarrada representación de la infrahumanidad inherente a la decadencia del mundo contemporáneo,  sino la simpleza lapidaria y sobria de su resultado final, en el que puede sentirse un hiriente rastro de desolación catastrófica, de caos y vacío, donde apenas queda el vestigio o seña de un olvidado altar, en el que sobrevive el crucificado signo de la verdad eterna.
Frugalidad simbólica, que es signo de elegancia, no ajena a la profundidad significativa. Porque los paisajes desérticos de Joaquín Flores son también la proyección del alma abierta al silencio y a la serenidad de la conciencia vuelta escucha, al sitio donde se posible hacerse diáfano como el desierto y el que la aridez de estar expuestos a los elementos y a los rayos del sol obliga a perder la candidez, trasportando una actitud espiritual reflexiva, de ascesis y de penitencia, para poder volverse del todo trasparente. Imágenes de los lugares expuestos, es cierto, por donde pasea la serpiente maligna y portentosa, pronta a engañarnos con las delirantes fantasías del deseo, pero también sitio último, y otra vez primero, en el que recordar la cantera primordial de la que fuimos en el comienzo desprendidos.







V
            La magna exposición “Distopía”, más allá de ser un soberbio escaparate de los jóvenes maestros de la pintura mexicana contemporánea, resulta una pormenorizada meditación de la estética de nuestro tiempo tardomoderno, en el que las vanguardias han sido convertidas ya en técnicas de representación. Termómetro y barómetro de nuestro tiempo, la exhibición colectiva registra así la presión atmosférica y el clima de la estética actual desde la posición figurativa del realismo, para observar atentamente los estertores finales de la fábrica del mundo contemporáneo. Formas estéticas realistas, es verdad, que sin embargo muchas veces suscitan un sentimiento de lo bello contrariado, mezclado de penumbra e incluso de convulsión y horror, donde se produce una especie de placer… pero que no place, de un  gusto moderno tardomoderno… pero que no gusta, dejando entre los labios un regusto amargo de disgusto, que sólo puede explicarse en el marco de esa especie de masoquismo trascendental producido por nuestra era maquinal, tecnocrática, donde reina una idea pesimista de lo humano y se exige una inhumana adaptación a la aceleración propulsada por aparatos y procedimientos, creándose por tanto la necesidad paralela de experimentar la realidad en sus aspectos más densos, más pesados, más tectónicos –con un consecuente alejamiento de toda estética del retardo, de la serenidad o de la sencillez, en una especie de paradójico temor a lo que es puro, simple o angélico.
Como la estatua de mármol cubierta de arena en el desierto, fácilmente se olvida la verdad de que el artista se distingue de otros hombres esencialmente por profundizar en su experiencia personal, por buscar las significaciones más hondas de la vida y la mejor forma de expresarlas, así como por su autonomía espiritual. También que ser artista  significa estar ligado a una tradición solidaria de los esfuerzos humanos en dirección del saber y la nobleza humana. Porque el hacer artístico es una exigencia y un rigor universal, una necesidad del espíritu, que obliga a creer en las significaciones y en las esencias, y cuyos actos creadores sólo retienen de la multitud de hechos aleatorios, contingentes y gratuitos, los que son capaces de convertirse en secuencias orgánicas, capaces de fertilidad, de germinación y crecimiento.  
Exposición que si nos deja con un sentimiento de incomodidad y hasta de pesadumbre, por la representación crítica de un mundo sembrado de horror, hoyado de tenebrismo y tentado de hibridismo, extremadamente desordenado, confuso y decadente, donde pareciera faltar la luz del espíritu, ello se debe a que se trata de momento de pasmo, de paso por el abismo de la muerte, de travesía por la noche oscura del alma. Muestra colectiva que es así también un puente entre las sombras de una cultura que declina entre estertores y el brumoso amanecer de otra orilla que, con sus rosáceos dedos y sus tibios rayos de luz blanda se perfila, desentumiendo las hojas y disolviendo las escarchas, despuntando ya en el horizonte.   



Durango, Durango, 23 de junio de 2017