miércoles, 30 de noviembre de 2016

La Felicidad Por Jorge Iván Domínguez

La Felicidad
Por Jorge Iván Domínguez



Veo que la felicidad siempre ha estado aquí,
No era una meta cumplida, era el camino en sí,
No era un lugar en el mundo, ni era un estatus social,
Era un instante pequeño que nunca supe habitar.

Era el instante en que el viento en mi cara se partía,
Era esa nube brillante que ante mis ojos moría,
Era el canto de las aves que mis oídos desdeñaban,
Era sentir que mi pecho de aire se alimentaba.

Fui engañado por el tiempo y las falsas ilusiones,
Fui burlado por mi mente y sus falsas ambiciones
Estuve preso de orgullo y de mis preocupaciones.

Ahora vivo lo que quiero, lo que me quiero llevar,
Ahora camino en la calle y siento el suelo pisar,
Ahora le estrella que brilla me dice que este lugar
No es eterno, ni constante… pero es la felicidad.





La Calavera Mexicana: Símbolo de Renacimiento Por Alberto Espinosa Orozco

La Calavera Mexicana: Símbolo de Renacimiento
Por Alberto Espinosa Orozco

A un Reloj de Arena
Bien sé que soy aliento fugitivo,
ya sé, ya temo, ya también espero,
que he de ser polvo, como tú, si muero,
y que soy vidrio, como tú, si vivo.”
 Miguel Ángel de Quevedo

“La ley se introdujo para que abundara el pecado;
pero cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia.”
Romanos, 5:20
  


I
         Pocos símbolos hay tan mexicanos como el de la calavera de azúcar. Igual que el reloj de arena y la rosa, la calavera es emblema  universal de la transitoriedad de la vida y de su finitud, pero también de conocimiento y liberación. La estética barroca lo convirtió en tema de reflexión en el género del Memento Mori, que versa sobre la ilusión de los bienes terrenos, el desengaño del mundo y la caducidad de la existencia. La dulce calavera mexicana, en cambio, claramente sitúa el símbolo en la constelación de valores muerte-renacimiento, que es el de la reflexión sobre el fin de un ciclo e inicio de otro, el del comienzo de una nueva etapa de la vida, siendo entonces un emblema de iniciación espiritual.
         La calavera es la figura de una transposición o metonimia elemental, que toma la parte para representar al todo, siento por tanto imagen del esqueleto y símbolo de la muerte. Como símbolo de la conversión iniciática se sitúa en la rica dialéctica del hombre viejo y el hombre nuevo, estando asociado entonces al Arcano Mayor #13 del Tarot, donde aparece el esqueleto como símbolo de las fuerzas regresivas de la noche pero, sobre todo, como del fin de un ciclo, en el sentido de un cambio interior positivo de la persona o de la sociedad, de una regeneración y limpieza profunda, de una renovación y una transformación radical, preparando el campo, al fin del invierno, para el surgimiento de nuevas ideas, actitudes y florescencias.
         La palabra calavera, en referencia al cráneo o diferentes huesos unidos de la cabeza descarnada y sin piel, deriva del latín “calvaria”, de donde se derivan expresiones como calva o calvario. Por su parte, la palabra calvario deriva del latín “calvarium”, en el sentido de osario o de lugar donde se amontonan los cadáveres, pero también como serie de sufrimientos o adversidades, por referencia al Viacrucis y al lugar de la crucifixión de Jesús, también conocido como “Calvarie Locus” o “Lugar de la Calavera” (“Kraniou Topos” en griego). Es el Gólgota, el lugar del cráneo o de la calavera, que en griego se dice “Golgothá”, en hebreo “Golgoleth” y en arameo “Gulgota”. Dicho lugar es citado por los cuatro evangelistas: Mateo, 27:33; Marcos, 12:22; Lucas, 22: 33, y; Juan, 19:17.
Se le conoció como la Colina del Calvario por ser una colina, un paramo o un peñasco similar a la forma de un cráneo. Sitio situado al norte del monte Sinaí, cerca de la puerta de Jerusalén y fuera de sus murallas, del habla el profeta Jeremías en su descripción de Jerusalén como “goi go a tha”, con el significado de “lugar de ejecución”, también conocido como Goata, e incluso como la colina de Gareb (Jeremías, 31: 39).[1]
En el año 70 d. C., sobrevino el saqueo y la destrucción del Templo de Jerusalén y de sus murallas a manos de Tito, el hijo del recién nombrado emperador Vespasiano, al frente de 60 mil hombres, tras cinco meses de asedio y luego de 4 años de intensas revueltas en Judea, quedando la ciudad arrasada, dejando a su paso más de 250 mil damnificados. Ente 131 y 134 d. C., se produjo, luego de la rebelión contra la excesiva política de romanización del emperador Adriano, el largo exilio del pueblo judío conocido como la diáspora, que terminaría por dejar el territorio de Israel en manos de samaritanos y extranjeros. La ciudad de Jerusalén fue reconstruida, los lugares sagrados fueron destruidos o enterrados, erigiéndose en su lugar los templos consagrados a Zeus Capitolino y, sobre los vestigios del Gólgota, a la diosa del cielo, Venus o Afrodita, en la que había un ídolo o estatua. En el año de 325 d. C., por órdenes del emperador Constantino el Grande, a insistencia de su madre Helena, sobre el templo de Afrodita mandó construir la Iglesia del Santo Sepulcro, terminada en el año 355 d. C., que sería un lugar de peregrinación durante 700 años. La Iglesia del Santo Sepulcro  sobrevivió, hasta que fue destruida en el año de 1009, junto con todas las iglesias de Jerusalén, por el califa Al Jakim, hasta que casi un siglo más tarde, en el año 1099, empezó a ser reconstruida por los ejércitos cruzados, tardando un siglo más en erigirla nuevamente. En el complejo arquitectónico del Santo Sepulcro, que registra la acumulación de diversos periodos y la mezcla de fechas, gustos, estilos y calidades, se integra por una serie de capillas, entre las cuales destaca la Capilla del Calvario, donde se encuentra una roca de de 7 metros de largo por 3 de ancho y 4.8 de alto, que son los restos de la roca original del Gólgota, debajo de la cual se encuentra la tumba de Adán.


II
Una antigua tradición hebrea indica que el cráneo de Adán habría sido recuperado por Sem y el rey de Salem, Mequesidec, de la Barca de Noé, quienes lo enterrarían en el Gólgota de Jerusalén, junto con la cabeza de la serpiente del Edén, estableciendo así la colina como el centro del Mundo.[2] El gran artista alemán Alberto Durero (Núremberg 1471-Néremberg 1528), se ocuparía en sus series xilográfícas repetidas veces con el tema de la pasión de Cristo y de su muerte en la cruz, de 1496 cuando menos hasta 1514, estando en la mayoría de ellas presente el símbolo de la calavera, en clara referencia al Gólgota. Sin embargo destaca, entre otros muchos entablillados con el mismo tema, la famosa estampa titulada “Gran Crucifixión” de 1496, sin su anagrama característico, en la que puede apreciarse un cráneo al pie de la cruz, probablemente en alusión a la calavera de Adán.
El grabado de Durero, realizado con exquisitez miniaturista, dibuja a Cristo en medio de los ladrones, Dimas y Gestas, en cuyo triángulo ha querido verse una repetición de estructura respecto del nacimiento del Mesías, comparando al primero de ellos, sumiso a la voluntad divina, con el buey del pesebre, mientras el otro, insumiso, asemejado al burro.  Del costado de Cristo habría fluido la sangre divina hasta tocar el cráneo de Adán, depositado en una caverna o gruta justo debajo de la cruz romana, para así comunicarse y purificar las faltas del primer hombre.




El lugar de la crucifixión sería entonces el ombligo cósmico o centro del mundo, simbolizando de tal forma el Axis Mundi o Árbol del Mundo (lingum vitae), eje del mundo donde convergen y se comunican los reinos superiores e inferiores, donde el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, que dio el fruto que provocó la caída de la humanidad, se convierte, por el sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo, en el Árbol de la Vida, donde se restablece el orden y la justicia cósmica y todas las cosas se reconcilian y unen nuevamente.   
La imagen de la calavera a los pies o a un lado del Cristo crucificado, presente en las estampas del gótico grabador de Núremberg, simboliza a la muerte derrotada por la resurrección del Hijo, primogénito de los muertos que, teniendo las llaves del Hades, neutraliza el poder y el aguijón de la muerte. Sobre todo, tendría el sentido inscrito en la teología de San Pablo, de que si todos los hombres mueren por causa de Adán, todos pueden en cambio resucitar en Cristo. Pues así como hay dos Alianzas, hay también dos Adánes: el primero de ellos que al ser sacado de la tierra es terreno; el segundo, que viene del cielo y es celeste.
El primer Adán, imagen del que habría de venir (Cristo), es la impronta no sólo del primer hombre, sino de la original desobediencia al Creador, puesto que fue Adán quien, al comer el fruto prohibido, introdujo el pecado en el mundo y junto con él las enfermedades, la corrupción, la vejez, la decrepitud y finalmente la muerte. Pues aunque Eva fue la primera que, engañada por Lucifer, comió del fruto prohibido, fue Adán quien, por ser cabeza de la familia terrenal, se hizo responsable del pecado, sufriendo ambos la fatal sentencia de condenación a muerte del juicio divino.
En cambio, el segundo Adán es Cristo, quien no sólo no codició ser igual a Dios, sino que humillándose y tomando la forma de hombre  se desposeyó incuso de sí mismo, obediente del Padre hasta la muerte, y muerte de cruz –por lo que fue restaurado por la gloria eterna exaltándolo hasta lo sumo, con un nombre superior a todo nombre, en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra, para que toda rodilla se doble y toda lengua confiese que Jesús es el Señor (Filipenses, 2:6). Obediencia y abnegación del Hijo, símbolo de su amor incondicional al Padre, que muestra en la generación perversa y maligna de quienes se le oponen un indicio de perdición, mientras en quienes lo confiesan y les son obedientes, sin murmuraciones ni contiendas, una seña de salvación, cuando se está en conformidad con su voluntad eterna.
El primer Adán, cabeza de la familia humana, es hecho de tierra, es terrenal, material y, por tanto, corruptible. Mientras que el segundo Adán, Cristo, cabeza de la familia de Dios, que es la Iglesia, es de cielo, espíritu celeste e incorruptible que, muriendo en sacrificio por nuestros pecados, da vida. Adán es pues jefe de la familia terrenal, condenada a morir debido al primer pecado original. Se trata no sólo de la muerte física, de la separación del alma del cuerpo, sino también implica la muerte espiritual, que es la separación del alma de Dios. Que es el extremo de la segunda muerte, reservada a los inicuos por haberse separados eternamente de la presencia de Dios, por andar en sus veredas torcidas y en la oscuridad, sin buscar a Dios, sin paz ni derecho ni justicia ni rectitud, cometiendo maldades y deteniendo a la verdad. Por andar muertos en sus delitos y pecados siguiendo la corriente del mundo, siendo hijos de la ira y de la desobediencia, sumidos en los deseos y pensamientos de la carne, siguiendo al príncipe de la potestad del viento, sin esperanzas y sin Dios.
Por su parte Cristo, el segundo Adán, revierte el pecado del primer Adán y nos reconcilia con el Padre. Y así como el Padre, que tiene vida en sí mismo, Jesús tiene vida en sí mismo, por lo que, como el Padre que levanta a los muertos y les da vida, el Hijo a los que quiere da vida, dando vida eterna a los que oyen su palabra y creen en el Padre, no viniendo a condenación, sino pasando de muerte a vida (Juan, 5:21-26).  Símbolo que nos recuerda también que todos seremos transformados en el último toque de la trompeta, cundo se de la resurrección de los muertos y advenga la vida del mundo futuro; cuando los que hicieron lo bueno saldrán para resurrección de vida y el cuerpo natural adquiera su naturaleza incorruptible, más los que hicieron lo malo a resurrección de condenación -capítulo perteneciente al misterio de  la compleja y rica escatología de la transformación.



III
         Así como el pecado entró al mundo por un hombre (Adán), y la muerte por el pecado, así también la muerte se extendió a todos los hombres, porque todos pecaron (Romanos, 5: 12-14). Pero si por un hombre entró el pecado al mundo (Adán), también por un hombre entró la resurrección de los muertos, porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo, todos los que son de Cristo, serán vivificados en su venida (1 Corintios, 15: 21-23).
Sin embargo, dicho con el apóstol Pablo: lo que se siembra no se vivifica si no muere antes, y lo que se siembra no es el cuerpo que ha de salir, sino el grano desudo, de trigo o de otro grano; porque cada semilla tiene su propio cuerpo y es diferente la carne de bestia de la del pez o la del ave; ni son los mismos los cuerpos siderales, del sol, la luna y las estrellas, que los cuerpos terrenales, pues cada uno tiene su gloria. Así también con la resurrección de los muertos, pues se siembra en corrupción, deshonra, debilidad y cuerpo animal, pero se resucita en incorrupción, poder, gloria y cuerpo espiritual. Porque lo espiritual no es lo primero, sino lo natural, lo animal, y luego viene lo espiritual (1 Corintios 15: 37-46).
         Así, si el primer hombre, Adán, figura del que habría de venir, fue hecho alma viviente, el postrer Adán, que es el Señor, espíritu vivificante. Porque Dios dio forma al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz el hálito de vida, y fue el hombre un ser viviente (Génesis, 2:7). Antiguas tradiciones hablan de Adán como “el rojo”, por traducir su nombre como “tierra roja”, por estar hecho de arcilla, sangre y aliento divino –mientras que hablan de Eva (Tava) como la “vida”. Y así como el primer Adán es de la tierra y por tanto terrenal, y cual el terrenal también los terrenales, el segundo Adán es celestial, y cual el celestial los celestiales (1 Corintios 15 47-48).
Los terrenales, los que viven conforme a la carne, que piensan y se ocupan de la carne, que obran con codicia o por concupiscencia, viviendo con temor y espíritu de esclavitud, están atados al pecado y a la muerte, porque el pecado mata, sin poder tampoco agradar a Dios, estando enemistados con Él al no sujetarse a su ley. En cambio, los que viven conforme al espíritu hacen morir las obras de la carne, no viven conforme a la carne, librándose del pecado y de la muerte al amar y hacer la ley y la voluntad de Dios, superando por la ley del espíritu de vida en Cristo Jesús las debilidades del hombre viejo y de la carne, sujetas a la ley del pecado y de la muerte, y fortificando al hombre interior, que es el hombre nuevo, que hace morir las obras de la carne por el espíritu de Dios y cuyo espíritu, que mora en nosotros, vivificará a nuestros cuerpos mortales, adoptándonos también como hijos y herederos suyos (Romanos 8: 11-15).
         Se requiere, pues, destruir al hombre viejo, que es el cuerpo del pecado, para liberarse y no servir más al pecado y para que no reine el pecado, como en Sodoma y Gomorra, que es la inmundicia de la concupiscencia y la inseguridad de la iniquidad; se requiere entrar bajo el nuevo régimen del espíritu y, estando bajo la gracia, obedecer para justicia. Morir al pecado, en una palabra, y andar plantados en una vida nueva, morir con Cristo crucificando la carne del pecado, para vivir con Él para Dios, liberados de la potestad de las tinieblas y de la muerte.
Es Cristo, pues, que por su sacrificio voluntario en la cruz levanta y da vida a los muertos. Es el pan de Dios, que bajado del cielo da vida al mundo y es a luz de los hombres. Es también el vino, la sangre de Cristo, que por su espíritu eterno de vida por su sacrifico voluntario en la cruz, purifica nuestra conciencia de las obras muertas (Hechos, 9:14). Así, si por la transgresión de uno reino la muerte desde Adán hasta Moisés, aún en quienes fue la transgresión diferente a la de Adán, mucho más reinará la vida por medio de uno, Jesucristo, que libera del la ley del pecado y de la muerte a los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia (Romanos, 8:2).
Porque el don no fue como la transgresión; porque si por la transgresión de uno sólo, del primer Adán, vino el juicio de la condenación a todos los hombres, constituidos pecadores, y reinó la muerte y murieron muchos; pero la gracia y el don de la justicia de Dios vino a causa de muchas transgresiones de muchos para su justificación, abundando la gracia mucho más para los muchos, pues por la gracia, obediencia y justicia de uno, Jesucristo, vino a todos los hombres la justificación de vida, y muchos serán constituidos justos, para que la gracia reine por la justicia para vida eterna mediante el segundo Adán, que es Jesucristo Nuestro Señor (Romanos, 5: 16-23).
Y es así que por gracia es la fe en Dios contada por justicia. Fe fortalecida en la creencia en que es Dios poderoso para hacer todo lo que ha prometido a sus herederos, que da vida a los muertos, puesto que llama a las cosas que no son como si fuesen, y que levantó de los muertos a Jesucristo Señor Nuestro. Fe también en Cristo, pues, quien fue entregado por nuestras trasgresiones y que murió por nosotros, aún siendo pecadores, pero que fue resucitado para nuestra justificación. Justificación por la fe, que nos reconcilia y da paz para con Dios, puesto que fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, entrando por la fe en la gracia de la esperanza de la gloria de Dios, siendo salvos por su resurrección de la ira de Dios al estar justificados en su sangre (Romanos, 5: 8-9). 
Esperanza, pues, en la redención de nuestros cuerpos en la gloria venidera, en la liberación gloriosa de los hijos de Dios, junto con la liberación de la esclavitud de corrupción de la creación misma, también sujeta a vanidad, que con gemidos y dolores de parto aguarda la glorificación del primogénito de los hermanos, cuyo espíritu  intercede por nosotros y nos mantiene unidos al amor de Dios. Esperanza en la venida del segundo Adán, pues, el primogénito de muchos hermanos hechos a su imagen, quien fue creado antes de todas las cosas y por quien todo fue creado, por medio de él y para él, que ofrendó su sangre para el perdón de nuestros pecados, y por quien tenemos redención siendo todo en todos.






IV
         Por otra parte, la cruz de San Andrés se representa bajo la forma de dos tibias cruzadas y aparece en los panes del día de muertos de las tradiciones mexicanas, aludiendo así a San Andrés apóstol. Andrés fue hermano de Pedro (Cefas o Simón, que significa “roca”), hijos de Jonás, oriundos, como Felipe, de Betsaida, junto al mar de Galilea, en donde eran pescadores a orillas del lago Genesaret. Andrés, que en lengua griega quiere decir “valiente”, fue conocido como “Protocléto”, por ser el primero en ser llamado por Cristo Jesús, pues siendo discípulo de Juan el Bautista con una señal le hizo saber que era “el Cordero de Dios”. Le dijo a su hermano Pedro que había encontrado la Mesías y lo llevó con Él. Predicó hasta el fin del mundo, llegado a Escitia, Ucrania, cerca del Mar Negro, y a Kiev (Rusia), viajando luego a Bizancio (Constantinopla), Tracia, Tesalia y Acaya. Personaje muy cercano a Cristo de gran autoridad que estuvo presente en el prodigio de la multiplicación de los panes y en la última cena.
Fue crucificado en Patrás, provincia de Acaya, en Grecia, en una cruz caída o en forma de “x”, en donde posteriormente se levantó la majestuosa Catedral del San Andrés. Se cuenta que el Procónsul de Patrás, de nombre Egeas, lo encarceló por no rendir culto a los dioses paganos y por convertir a su esposa Maximilia, junto a miles de seguidores. Finalmente lo mandó azotar por siete hombres por tres ocasiones, para luego dar la orden de crucificarlo, sin perforarle las piernas, sino atado, para prolongar el suplicio, el cual duró tres días, tiempo que el valiente apóstol aprovechó para predicar la religión a quienes se le acercaban. Egeas intentó indultarlo, pero Andrés lo rechazó, quedando paralizados todos aquellos que tocaban la cruz. A su muerte, la cruz permaneció iluminada por más de media hora. El Procónsul Egeas se suicidó luego de comprobar que Maximilia su esposa lo había abandonado y ante la amenazante furia popular.  
El emblema de San Andrés es una cruz formada por dos tibias cruzadas, llamada Cruz de San Andrés, es así símbolo de humildad y sufrimiento, pero también imagen del descuartizamiento de la naturaleza bajo el predominio del espíritu y del caudillo espiritual invicto en combate. Se le considera patriarca de la Iglesia Ortodoxa y por tradición su sucesor es el Patriarca de Constantinopla, lugar en el que predicó en el año 38 d. de C. Se conocen los Hechos de Andrés, especie de evangelio apócrifo de carácter gnóstico muy fragmentado. En heráldica aparece bajo el emblema de una cruz con forma de aspa o hélice (de dos ángulos agudos y dos obtusos), presente en los escudos de Vizcaya, España (de donde Durango tomó el suyo), de Ámsterdam, en Holanda, y de Guadalajara, en México. También aparece en las banderas de Escocia y del Imperio Español.[3] 

San Andrés, Murillo, 1675-1682

V
Tal constelación de valores religiosos e iniciáticos, junto con su espesor tradicional, orienta el simbolismo del cráneo en el sentido de la muerte del hombre viejo, de la extinción del primer Adán, en el foro de un singular combate espiritual, que lucha para vencer a los poderes tenebrosos del pecado y de la muerte, confiándose en la fe, uniéndose en amor y consolando corazones. El cráneo aparece entonces ya no bajo la forma de la tierra maldita (caput mortum), sino del crisol alquímico, donde el hombre viejo se reduce a nada y se transmuta en el hombre nuevo, saliendo del crisol regenerado y perfeccionado tanto psíquica como espiritualmente.
La amargura del cráneo como símbolo de la muerte, con todo su venenoso poder y su aguijón letal, se purifica, blanquea y trasfigura entonces en la mexicanísima calavera de azúcar, que abre un horizonte cristalino a la fuente de agua viva, a la redención de los pecados y a la esperanza en la gloria de la vida futura –cerrando el ciclo de la prisión del cuerpo material, de sus deseos carnales y codiciosas injusticias, transportándonos a ese recinto escarchado de memoria, donde aún late la colorida atmósfera de luz y de aire transparente de nuestros imperecederos orígenes divinos.



Durango, 28 de noviembre del 2016





[1] El Apóstol Pablo hace hincapié en que  el lugar de la  crucifixión de Cristo estaba fuera de la cuidad, que padeció fuera de la puerta, y va más allá, recordando que, vituperado por muerte de cruz, ofreció su sangre para justificar a su pueblo como ofrenda, como los animales sacrificados quemados fuera del campamento, exhortando así el fabulosos evangelista de los gentiles a salir a él, fuera del campamento, a la manera del peregrino, pues no tenemos aquí patria permanente, sino que buscamos la por venir  (Hebreos, 13:12). Y poco antes, nos recuerda que Cristo ofreció su sangre sin mancha a Dios para purificar nuestra conciencia de las obras muertas (Hebreos, 9:14). Por otro lado, pudiera ser que el Gólgota fuera el mismo peñasco por el que los judías quisieron una vez precipitar a Jesús (Lucas, 4:29).
[2] Tradición muy conocida, respetada por Orígenes y Eusebio de Cesárea, y difundida por el Libro de Adán y Eva y La Cueva de los Tesoros.
[3] Las dos tibias cruzadas son, sin embargo, un símbolo de significación ambivalente o equívoca, puesto que ha sido utilizada también por los piratas ingleses en el Siglo XVIII y, posteriormente, por las sociedades secretas Masónicas de los Iluminati asociado a una calavera y al número 322. 





lunes, 28 de noviembre de 2016

José Luis Ramírez: el Río Bañado Por Alberto Espinosa Orozco

José Luis Ramírez: el Río Bañado
Por Alberto Espinosa Orozco




I
   Meticuloso observador imperturbable, el maestro José Luis Ramírez ha sabido enfrentar tato los complejos de la psique humana como sus epifanías.  Con las armas estéticas de la reflexión el pintor se sumerge ahora en una doble reflexión, a la vez profunda e impecable, la cual versa simultáneamente sobre la naturaleza elemental del agua y sobre la naturaleza espiritual del alma humana. A partir de la descripción pictórica concreta del cuerpo humano el artista ha ido examinando detenidamente sus reacciones al tomar contacto con el agua, tanto en su relación con la figura femenina y masculina, en una meditación sobre el alma humana que se despliega entera a partir de la escena, solitaria y reflexiva, en que el cuerpo mismo es purificado en la ducha.                                                   
    Las escenas que el pintor nos pone directamente ante los ojos reverberan entonces de un contenido a la vez concreto y simbólico, presentándose el agua inmediatamente como espejo, como el mágico lugar de las apariciones que nos llama para citarnos cotidianamente con nosotros mismos –aislándonos y alejándonos, aunque sea por un momento, de los otros y de la baraúnda del mundo, de sus dichas, desdichas y de sus desencantos, no para hundirnos en la inmanencia del ser y de la inquietud existencial, ese confinamiento que es olvido de la luz, sino para zambullirse en ella con el alma entera y salir al mundo de nuevo otra vez fortificados.
   El tiempo es un río que resbala por un cauce inmutable de roca, que es lo eterno -sin embargo, en la contingencia de su mortal carrera, el tiempo va dejando sobre la superficie del cuerpo las huellas de su paso por la fricción del tropel de las arenas. Así, en los recovecos de la psique humana quedan también grabada la memoria del agua detenida, lastrada por el fango de la vida, por el lodo que se  mezcla en los actos del deseo terrenal, que estancan al alma en los pantanos de las energías inconscientes, donde queda apresada por los excesos destemplados, por las motivaciones secretas y desconocidas del vegetal dormido o del demonio y el animal que nos habitan.
    La reflexión es un tipo de pensamiento: es hacer balance del día por así decirlo, o de una etapa de la vida; es poner nuestras acciones en el centro, por medio del recuerdo y verlas en esa caja de cristal reflejante, para juzgarlas; es en principio mirar reflexivamente nuestro propio comportamiento. Lo importante entonces, como en todo pensamiento, es dar con la formula justa, quitar la paja del grano, analizar, dividir, aislar, y poner en términos claros una situación, o una acción. Es poder decir: ah, así fue, fue por esto o por aquello que actué de tal o cual manera -pero verlo con toda precisión, y entonces poder ver cómo es que pasó tal o cual cosa, aceptándolo con toda objetividad.
   La reflexión, es tipo de pensamiento donde nos miramos a nosotros mismos para hacer un balance de las acciones del día o de la vida, equivale entonces a un baño que nos purifica por el fuego, que nos empapa enteros y que nos lava al mostrar lo que hay en nuestra pisque de tierra reseca y resentida, de marisma, de estanque o de pantano, al contemplarnos a partir de la frágil desnudez de nuestros cuerpos solitarios. Y así, sin protección, ajenos otra vez a las vestiduras y a las galas, como fuimos una vez en el origen y cual seremos al final de la carrera., nos encontramos a nosotros mismos frente al espejo de nuestro propio pensamiento, completamente inermes, desnudos de armaduras, de máscaras y afeites.  Reflexión cotidiana y diluida que pasa como sin querer frente al espejo de los propios ojos y que de pronto, sin embargo, se vuelve colectiva por virtud de los ojos del artista.
   Y es así que nos volvemos a ver otra vez y nos pensamos nuevamente al mirar de frente los tatuajes que  imprime en la piel el tiempo vencedor. Reflexión pictórica, pues, que desde la ducha exhibe lo que hay en el cuerpo solitario de voluminosa pesantez, de dura tierra, de plomiza piedra que el pecado herrumbra y el silencio domestica, de erosionado desgaste pertinaz donde se marca el declinar de sus turgencias, su pérdida de energía, su fatal agostamiento, esas pruebas del tiempo y materia que menguan y humillan la condición humana. Pensamiento también que revela el espacio donde se muestran nuestras alas y las posibilidades de nuestro espíritu en lo que hay en él de ingravidez y de vaporoso vuelo aéreo. Pintura compleja de la José Luís Ramírez  caracterizada por su amplia gama de matices, que exhibe también lo que en el cuerpo humano hay de acción por medio de la representación de la luz del calor corporal. Baño de fuego, pues, que condensa en los ojos del artista lo que hay en su ablución de energía viril, de rayo o del relámpago, para traer vida y salud. Baño estético redentor también, pues el agua que cae de sus cuadros como la lluvia que al mojarnos nos humecta pasa, llevándose del cuerpo el polvo de los días, para así rejuvenecernos al borrar en su fluir nuestras angustias.





II
   Así, el agua que fluye, densa, desde arriba, es detenida y suavizada en la visión del pintor, quien nos muestra con detalle su peculiar naturaleza a la vez elemental y envolvente, líquida y masiva, que recorre humectando el cuerpo no menos que la psique humana para dejar al paso de su rítmica carrera el recuerdo de un centro de paz y de una estela de luz, la memoria de la fuente primordial y del manantial primero de donde todo nace, para rejuvenecidos volver nuevamente a la vida. Todo ello por virtud de la reflexión del pintor, donde se combinan sin confundirse la doble naturaleza simbólica del agua, desplegada en dos vertientes rigurosamente opuestas que se entreveran en dos planos simultáneos. Por un lado, la visión del agua como voz y  lluvia poderosa, que fluye desde arriba, como una semilla uránica tocada por la luz ígnea del cielo, adoptando por ello el valor potencial del pensamiento, del fértil logos, del verbo generador, apareciendo entonces como un agua seca y de luz que conlleva las virtudes purificadoras del entusiasmo y del valor, de la audacia, de la generosidad y de la nobleza: es agua fecundante, en cuya fuerza primaveral se detecta su búsqueda insaciable del agua húmeda, del agua fértil de la creación, para ser engendradora –limpiándonos con ello de la ira, del odio y la crueldad, de la venganza y de la fuerza despótica. Por el otro costado, aparece a su vez el agua blanca, tocada por la luna, que nace de la tierra para asegurar la fecundidad, que se vuelve solidaria de las energías femeninas de lo envolvente y pasivo: es el agua quieta, cariciosa y sentimental, ligada por tanto a los placeres sensuales que promueven la ternura y la receptividad, pero también la compasión y el perdón –lavándonos con ello de los vicios de lo indiferenciado, del fanatismo, de la desidia e inmoralidad que conllevan sus fuerzas inferiores.
   La ambivalencia simbólica del agua aparece entonces en la reflexión del artista bajo el diapasón de las expresiones psíquicas de pesar o turbiedad, pues el agua que es lavada por el agua también purifica a la figura masculina del vértigo que engendran las fuerzas ígneas y volátiles del pensamiento, de la ceguera que las extravía en lo informal, en las posibilidades de lo meramente virtual, en la infinitud inane de lo ideal, donde al conjuntarse todas las promesas de desarrollo sobre la masa indiferenciada del cuerpo amenazan en su onanismo con la reabsorción del hombre, con disolverlo totalmente en el contingentismo de lo meramente posible, sucumbiendo entonces por ardor bajo el poder del agua quemada o del volumen transparente.
   El agua fluida afecta por su parte a la figura femenina por medio de la psique inferior,  tendiendo a la disolución del río que al derramarse solamente hacia la altura del abismo, se pierde en el mar. Doble riesgo, pues el agua homogénea tiende a extenderse horizontalmente y a reposar pasiva, volviéndose así entonces cárcel envolvente que sujeta a su presa para apropiársela; o que cae en la molicie del cuerpo, por amor de la pura sustancia transcursiva o de la mera exterioridad de las arenas, para coagularse entonces en las aguas ancladas y añubladas del estanque. Materia prima, poder cósmico del océano de los orígenes, el agua entraña así el peligro de perdernos en el caos sin cubre de la indistinción primera.
       La tierra es fría como el agua y seca como el fuego; el aire es húmedo como el agua y caliente como el fuego. El agua en cambio es fría y húmeda, pero tiene algo del aire y algo de la tierra; del aire cuando adopta al fuego para ir al cielo, de la tierra cuando el agua le da su humedad para que de la vida -porque los elementos participan unos de otros y girando están en continua rotación. Río bañado, pues, donde se alían el agua de fuego con el agua de la tierra para hacer descender la gracia de las aguas superiores y elevarnos luego hacia las nubes, y para estabilizarnos también al aterrizar en las posibilidades formales de la concepción, desembocando los ríos en los lagos femeninos, cuyos frutos de fertilidad y pureza son también los paisajes de la sabiduría, de la gracia y la virtud. Pintura, pues, que como el agua del caos y del principio nos lleva por un momento a las fases pasajeras de regresión y desintegración del cuerpo, pero que conduce finalmente en su proceso a un estadio progresivo de reintegración del cuerpo y regeneración del alma humana.
   Así, el arte de José Luis Ramírez nos conduce también por una serie de sensaciones agradables al conectar con el fluir dichoso de los movimientos internos corporales, reavivando el invisible mar que nos habita con todas las fluctuaciones de sus deseos y sentimientos. El agua aparece entonces como fuente de fecundación del alma que anima el río interior de la existencia humana –para entibiar el hielo duro y la falta de calor del alma dura y estancada,  ausente del sentimiento vivificante y creador.
   Pasaje momentáneo también por la oxidación del cuerpo seco y por sus impurezas, por las vergüenzas del cuerpo y sus arrugas, manchado por el error, la imperfección y la inconsciencia del espíritu, y que nos hace buscar, por la angustia ante las tinieblas del mar profundo y las aguas inferiores del reino de lo inconsciente, el agua de vida y la sabiduría regeneradora. Inmersión, pues, en las aguas redentoras, que simultáneamente es muerte y vida, que al borrar la historia da la muerte al hombre viejo regenerando al ser y nos prepara así para un nuevo nacimiento.
    Pintura, efectivamente, a la vez realista y simbólica, que en la narración de una serie de imágenes concretas nos conduce por el camino de una suave inmersión en la cascada con que comienza el día, por esa agua de lluvia que tiene algo de rocío y de retozo -pero también de muerte simbólica y de bebida saludable. Agua que combina la semilla del cielo y la sabia de la vida: el agua de fuego con el agua purificante que es espuma.





III
   Arte el de José Luis Ramírez que manifiesta una gran sed por lo concreto, pero que no por ello deja de ser extraordinario y manifestar lo trascendente. Arte, pues, que al sumergirse en la profunda observación de la psicología humana infatigablemente ha buscado un claro criterio de contemplación del mundo que se tambalea en nuestro entorno, alejándose de las económicas abstracciones generalizadoras. Riguroso oficio que en labor de ascesis, de maceración del cuerpo y purificación de la carne, desemboca en una pintura que revela bajo el claro prisma y crisol de su mirada, a través de la descripción narrativa de las figuras más inmediatas, todo lo que hay en ellas de epifanía y de comunión con la naturaleza de los elementos y con la vida toda que nos rodea.
   Es así que la función vivificadora del agua es retratada por los oleos del pintor para volverla a impregnar de luz, convocando a los sueños vaporosos y evanescentes de la infancia, pero también para convertirla en carne animada por el logos del espíritu y por la orientación del sentido. Pintura que realiza una minuciosa descripción del cuerpo bañado por el agua, que nos lo hace ver reflexivamente al rebotar el pensamiento sobre el espejo de la psicología, haciéndonos ver el alma humana con todo lo que hay en ella de vida, de fuerza y de pureza, sintiendo así y haciéndonos sentir como es el agua cascada que cae sobre el alma, como es que es remedio que se lleva el pecado y que nos lava y cómo es  que así reconforta el interior de la persona, haciéndonos saber por último, no sólo lo que hay en el agua de sinsabor descolorido o estancado pozo, sino sobre de fuente y de agua viva, de fuerza torrencial y de palabra –abriendo con ello, a su manera, un manantial y un pozo de esperanza en las llanuras de ese país de la sed que es nuestro cuerpo.
   Reflexión, pues, sobre la soledad del hombre, sobre el terrible desamparo que es ser hombre, pero que a la vez y todo el tiempo muestra la presencia del agua cotidiana y bienhechora, el agua de la regeneración periódica y primordial de la vida, del amable líquido que nos purifica y que nos lava del insidioso polvo del tiempo y del terco hollín de la caverna. Pintura, pues, que se piensa y se refleja a sí misma en un arco líquido para volverse pensamiento y pausa, cuerpo detenido, pero también caricia, espejo, espuma.

Durango, 13 de febrero del 2013






sábado, 26 de noviembre de 2016

Ya Ceden Por Alberto Espinosa Orozco


Ya Ceden
Por Alberto Espinosa Orozco
                                                                       
                                     
                              

Ya ceden al día que se asoma
los vastos poderes de la Noche
y de Hypnos confundidos, como Plutón
y Mamón, en una caja; el manto suave
de luz se tiende como un soplo
sobre la superficie helada que en escarcha
la tierra adormecía y en la yerba muerta
que apenas ayer estaba viva;

Y se anuncia con los cantos del sol
del primer gallo el renovado asombro
de los rayos que hincharán su vigor
orquestal al mediodía... porque viene la Luz
despejando las tinieblas que, febriles,
agitaban el corazón de los serviles
-poniendo al vigilante por templanza
una huela de insomnio en la garganta.


martes, 22 de noviembre de 2016

Miguel Ángel Vega: el Pan de Lágrimas Por Alberto Espinosa Orozco

Miguel  Ángel Vega: el Pan de Lágrimas
Por Alberto Espinosa Orozco




I
La colección Reliquias, la más reciente exposición del maestro Miguel Ángel Vega Magallón (Guadalajara, Jalisco, 1982), es una muestra de la nueva etapa experimental de su trabajo artístico, notable por la limpidez de su visión, la impecable factura de su tratamiento plástico y la profundidad de sus preocupaciones estéticas y antropológicas.[1] Su obra, caracterizada por el buen gusto de la armonía cromática y por la belleza de las formas, ha sabido penetrar, a partir de una constante y rigurosa crítica de las apariencias sensibles, en lo que tienen las imágenes estéticas de encanto e ilusión, revelando detrás del engaño colorido del mundo, sin embargo, lo que hay en él de incoación de lo terrible.












En su brillante serie anterior titulada “La Colección”, iniciada en el año del 2008, el artista se ocupó de lo que hay en la mujer de símbolo cultural, encapsulada en su esfera vital de ambigua autonomía, cuya belleza la aísla del mundo por una capa de celofán o de cebolla, en la que hay algo de velo de novia, a manera de protección o engañoso blindaje, postulado a la vez como empaque de atractiva mercancía, de codiciado trofeo, pero también de objeto de disfrute y de consumo. En la presente serie “Reliquias” el artista jalisciense ahonda en su tarea, concentrándose en la abstracción de las formas y en los más sutiles efectos luminosos, en las insólitas refracciones de la luz y en las exquisitas transparencias, cuya riqueza cromática y calidad de pincelada da un paso más allá, en el sentido de un síntesis alegórica de nuestro tiempo, era o mundo. Concentración fenomenológica en la descripción visual del preciosismo de las formas, pues, que bajo el lente minucioso del artista se muestra en toda su complejidad, descubriendo diversos planos de significación y dimensiones ideológicas, reintegrando al arte lo que en esencia ha sido siempre: acto de contemplación y de reflexión, de interpretación y de meditación sobre lo que esencialmente somos.











El trabajo de Miguel Vega, premiado recientemente tanto en la XVI Bienal Rufino Tamayo (2014), como en la XI Bienal Joaquín Claussell (2015), pudiera clasificarse en su más reciente etapa bajo las categorías del minimalismo formal enmarcado en un purismo colorístico. Labor de concentración en la significación objetiva y emocional de la forma y el color, en efecto, que ha dado por resultado poderosas imágenes ingrávidas, a la vez aladas y evanescentes, en medio de cuyas inconsútiles atmósferas, sin embargo, se presiente el peso vertiginoso de la caída y la equívoca dislocación de las fronteras. 




II
Lo que en principio se presenta como una obra ligera o aérea, casi se diría que neutral y meramente decorativa, invitando al disfrute de las formas envueltas en suaves atmósferas edulcoradas, pronto se desdobla en la reflexión, mostrando las tensiones, choques y altos contrastes de los extremos ontológicos y meontológicos de nuestro tiempo. Así, luego de la presentación de unas cuantas figuras aparentemente inocuas en suaves tonos emocionales  acaramelados, “pastel” y “color de rosa”, la obra sin embargo sigue adelante, profundizando en las significaciones, hasta ahondar en el crítico vacío abismal de nuestro tiempo. Labor analítica y quirúrgica, pues, cuya ciencia experimental descubre, debajo de la engañosa suavidad de las superficies y la bondad de las cromatizaciones, las capas más profundas de las apariencias sensibles, revelando así, en medio de los filtros cromáticos de las formas y las atmósferas, las choques, conflictos y contrariedades más íntimas de nuestro mundo, postulando su obra como una punzante reflexión sobre el meollo de los desequilibrios existenciales de la realidad moderno-contemporánea o tardomoderna.
Así, a partir de una serie de modelos plásticos de juguetes  rescatados en la periferia o de la basura, en una exploración de arqueología suburbana, Miguel Ángel Vega procede, por un lado, al examen de los elementos constitutivos de la figura humana, como son el cuerpo y la cabeza que, analizados por separado, equivalen a la dislocación de su unidad, simbolizando entonces la pérdida consistencia y fragmentación del mundo en torno. Por el otro, a la tarea de abstracción en las cualidades cromáticas del color que duermen en sus objetos, de fijación de sus valores tonales, de sus innumerables caprichos, refracciones y rarefacciones, de sus reflejos y matizaciones, hasta llegar al registro de las temperaturas emocionales y las vibraciones hápticas que hay en las oscilaciones luminosas de sus objetos. Por último, síntesis de los elementos formales y colorísticos, logrando en la conjunción atmosférica una especie de plenitud expresiva, hecha de punzantes contradicciones, en cuya riqueza de opuestas significaciones se conjugan los sentimientos nostálgicos del perdido paraíso de la infancia con las hirientes sensaciones, succionantes e intimidantes, de angustia y de vacío, de destrucción y de bagazo, propias del nihilismo contemporáneo.






Los modelos del artista son así cabezas desmembradas y cuerpos decapitados de muñecos infantiles, que al ir componiendo el repertorio plástico del artista sirven a su vez de modelos teóricos o alegorías de una humanidad doliente. Fragmentos del dilatado imperio del mundo tecnológico, originados por la industria del entretenimiento infantil, que parecieran haber sufrido, ya no digamos sólo los estragos del tiempo y del desgaste propio de su uso y manipulación, sino de llevar incluso como estigmas las huellas del abuso y el mal trato o de haber procedido o torpe o brutalmente con ellos. Productos del mercado, hechos no para durar, sino para ser manipulados apenas un momento y desecharse, que son tomados por artista como tepalcates de goma o pedacería del inconsciente para, a partir de ellos, reconstruir la visión de la totalidad de un mundo agónico y en ruinas.
Los modelos de los que sirve Miguel Vega son, en efecto, la cuidadosa selección de unos cuantos residuos de objetos producidos por la maquinaria moderna, que llevan en sí mismos algo de la aceleración y el vértigo de la producción en serie, acelerada y en masa del aparato industrial. Muñecos que comienzan por evocar la inocencia de la infancia y su ignorancia respecto de las manchas psíquicas y perturbaciones del mundo pero que, de pronto,  se disipan en el vaho de la tarde o salen despedidos hacia un espacio abstracto e ingrávido donde no habita nadie.




III
El artista comienza así por detenerse en la representación de la figura del cuerpo femenino, encontrando uno de los modelos más acabados de su forma pura en los residuos callejeros de la plástica muñeca industrial. Examen formal del cuerpo femenino y, simultáneamente, alegoría de la carne, que es iluminación de su lado existencial: de sus deseos, apetitos y deleites, de sus movimientos injustos y de las liviandades de la libido. Así, la abstracción en la visión del preciosismo de la forma femenina deja ver lo que hay en ella de modelo para la imaginación y de escultura, de objeto del deseo y de perfección de la forma; también lo que tiene de emblemática estatua de una libertad sin ataduras, sin  auriga ni riendas, cuyo cuello acéfalo, roto, muestra los quebradizos fragmentos geométricos de sus materiales de vinil o goma, a manera de una corona trunca y degradada, símbolo a su vez de lo quebradizo e incompleto, pero también de lo ausencia de reflexión o de su oposición a la cabeza.    
La forma del cuerpo solo, bajo el imperio de los deseos de la carne, pero sobre todo de la sexualidad, se representa así como  una figura suelta a su albedrío, pero a la deriva, siendo entonces imagen del apetito carnal que se apodera de la voluntad, rebajando el querer a los impulsos, a las tendencias y a los instintos. La figura fascinante del cuerpo femenino pareciera entonces, al perder la gravedad del espíritu, ser presa de las sensaciones más superficiales y por lo tanto sujeta al primario sentido del tacto, deteniéndose el artista entonces en las texturas de la pasta plástica, en las variaciones cromáticas y en el brillo de las superficies encarnadas, registrando simultáneamente los tonos emocionales del cuerpo mismo o sus tinturas psíquicas (aura). Así, al rasgo de la superficialidad psíquica, meramente háptica, se suma el de la ligereza o liviandad moral, cuyo permisivismo consensuado lleva a la figura a arrojarse frívolamente en el vacío.
En una serie de tomas fijas, presa de un espacio abstracto, la figura femenina empieza entonces a rotar en el espacio, en una especie de danza suspendida, cuyas atmósferas a su vez van pasando de la gama tierna de los encarnados rosas, a la descansada placidez del verde prado y su frescura, para luego entrar en las gamas azul cielo, saturándose y variando de pronto hacia las profundas intensidades de los marinos.
Emblemas, pues, de la superficialidad del río de la conciencia meramente sensorial, prácticamente aptica, donde se registran las temperaturas y caprichosas variaciones emotivas del cuerpo que, ya sin peso, se extravía flotando en el espacio, hasta ser del todo ingrávido, desplazándose como un satélite artificial o como un globo, moviéndose al capricho de los vientos. El registro de las oscilaciones cromáticas y de las mutaciones termográficas de la carne, por un lado, se va conjugando entonces con la variable luminosidad y cromaticidad de los espacios, por otro, llevándonos así, en el encaje de su fatal mecanismo cromático, a una atmósfera sensorial extraña, artificial e irreal a la vez que delirante. Por un lado, metáfora de la superficialidad psíquica, de la perdida neumática de la libertad o de la dispersión y de la distracción, de la falta de atención o de fijeza; por el otro, alegoría de la prisa y vértigo del mundo moderno que gira en torno, donde las personas son, como las cosas, llevadas de un lugar a otro por el irresistible flujo y presión de la aceleración vehicular.















También trasmutación de un mundo y sus valores, que en primera instancia aparecían dulcificados, y que de pronto varían, se intensifican, mutan, tornasolándose al girar de la figura humana, en un crescendo de intensos tonos cromáticos, hasta sumirse finalmente en el abismo. Girar, pues, que es una distracción, un dejarse llevar sin mente y en complicidad con los impulsos egoístas, en una circulación sin sentido, guiada por las fuerzas inconscientes del alma inferior, que concluye por abrir un boquete en el espacio, que es el hueco abstracto de la inconsciencia, pero también de la desolación. Figuras que se pierden en el limbo de lo abstracto, pues, que se extravían –siendo luego succionadas por el túnel que va a dar al incendiado charco del naufragio.
Mundo acaramelado en un principio, es cierto, donde comienza como sin saber, inocentemente, el goce de los sentidos y de la corporalidad, como en un juego, para luego continuar en la fuga de la reiteración hedonista del placer bajo el imperio de las leyes de la carne, concluyendo finalmente en el naufragio solferino, que incendia el cuerpo o lo derrite, hasta llegar a la consunción. Girar ingrávido del cuerpo por el aire, que va variando de color en razón de su termografía, sumiéndose cada vez más hondo en atmósferas narcóticas de hechizo: imagen expresiva del apetito sexual desenfrenado, conducente a la insensible fuga de sí mismo, a la disolución en la fusión de los cuerpos a altas temperaturas, en donde se socializa con otros sexualmente con el objeto de desindividualizarse, perdiendo la conciencia de sí, embotando la vigilia y la agudeza del entendimiento.
La representación pictórica pasa así al modelo plástico del diminuto maniquí, donde se vuelven patentes las genuflexiones del cuerpo y las contorsiones del deseo: es la danza pagana sodomita, el bizarro baile acéfalo del cuerpo, donde las palmas de las manos y las plantas de los pies tocan el suelo curvando el cuerpo hacia arriba hasta presentar el sexo en primer plano (”Incendio”). Caída a tierra de la sexualidad, en síntesis, donde el cuerpo sujeto a altísimas temperatura termina por  incendiarse al rojo blanco, para luego quedar carbonizado. Imagen dantesca donde la carne humana es movida por el deseo en contra de la razón y del espíritu, y donde el sexo babilónico, postulado por arriba de la cabeza, exhibiéndose impúdicamente, se vuelve símbolo de la magia y el hechizo que fascina a los habitantes de la tierra.










IV
Por otra parte, al artista analiza la forma de la cabeza humana tomando como modelo un muñeco de expresión sonriente, pero  cuyos ojos en blanco están vacíos, siendo símbolo de la ceguera moral. Sede de las facultades superiores, de la razón y de la palabra, de la visión que discrimina y de la escucha, pero también del entendimiento, la cabeza es la corona del cuerpo humano en lo alto de su posición vertical. La cabeza del muñeco, sin embargo, se presenta con una expresión de risa, que de pronto pareciera burlona al combinarse con su mirada ausente, dando la impresión así de enajenación mental y, por tanto, de la excentricidad. Contradictoria imagen de una cabeza sin mente ni mirada, pues, que rodeada por una atmósfera de magentas y verdes azulados, deja asomar en su frente los brotes de dos pequeñas protuberancias, a manera de nacientes cuernos, dando entonces la impresión de sufrir de una extraña posesión, expresando con su gesto no sólo la mutilación de la esencia humana, sino la de ser un maligno artilugio que se proyecta en la ambigua atmosfera dulcificada como un fetiche fantasmal que de pronto se evapora para anidar en el inconsciente, imagen en la que hay algo del horror de las casas de espantos o del vaho exhalado por la marmita del brujo.








El modelo de la cabeza infantil separada del cuerpo y del antebrazo espacial nos hablan no sólo del vértigo tecnológico de la robótica producción industrial o del imperio mercadotécnico de la novedad de novedades, sino también, yendo más lejos, del catastrófico intento moderno e ilustrado de guiarse por la propia razón, separándose de tal manera de la ley eterna y en última instancia del Creador mismo. También del hombre emancipado, que ya no es hijo de la tierra sino de la fortuna, hijo de sus obras o de sí mismo, y que carente de legitimidad y sin origen se dispone a ser el mercenario del cosmos. Imagen, pues de la orfandad metafísica y de la ceguera ontológica de nuestro tiempo, oriunda de la fuente envenenada de la soberbia. Imagen burlona, pues, que remite a la maligna altanería de querer hacer que el alma sea principio de sí misma, abandonando el principio de Aquel a quien debía estar unida, y sobre todo, emblema del vicio primigenio de la complacencia en sí mismo, que por preferirse a sí declina y deja al bien inmutable, teniendo como recompensa la ceguera de los ojos sin luz y el alma helada y sin amor, pues el Bien Eterno no puede ya encenderla para amar, ni iluminarla para vivir.
Las obras de pequeño formato, como “Paisaje” o “Evolución”, completan el cuadro, al llamarnos desde el otro lado del muro, que se filtran bajo la forma de brazos colectivos o de manos y rostros anónimos, dando cuenta con ello no sólo de la socialización excesiva de nuestro tiempo y de su maquinal robotización, sino también de la codicia del tacto omnipresente, del afán de tocar y poseerlo todo, que se destila como un veneno de consumismo en el medio ambiente, asomando asimismo como figuras de la tentación demoniaca, de las presencias invisibles que llaman al frenesí de los sentidos y al festín de los apetitos carnales y de los deleites. Escenarios goyescos, cuyas manos salen al asecho para perturbarnos en la noche helada o para robarse las conciencias, a la manera de las brujas, los sapos y fantasmas del genial grabador español.












V
 Imágenes de juguetes infantiles fragmentados, pues, cuya padecería remite a la idea abúlica del hombre contemporáneo, como un ser “echado ahí”,  arrojado ahí, al mundo y al devenir histórico de la existencia, y arrojado como no teniendo una esencia o naturaleza propia que respetar o validar, o con falta de cuidado y hasta desdén por su persona. Tarea de arqueología estética, pues, donde a partir de unos cuantos pedazos se reconstruye el todo  del  abstraccionismo sociológico y del ansioso productivismo utópico de la tecnocrática idea del mundo contemporáneo, basado en el sobresaliente desconocimiento estimativo y práctico de la persona humana, en su hacer caso omiso de ella en cuanto tal y hasta el proceder brutalmente con ella, delatores de la falta de sensibilidad para todo lo que es, ya no digamos espiritual, superior o poético, sino meramente personal y humano. Mundo vertiginoso, abstracto, que deja tras de sí un montón fragmentado de maravillas obsoletas, de desechos arrojados al pudridero del olvido o a la hoguera de las cenizas, en cuyos hirientes rescoldos sobrevive una sorda sensación de desolación y desamparo.
Metáforas de nuestro tiempo en ruinas, pues, donde Miguel Ángel Vega  deja sentir una sensación angustiosa de desorientación y asfixia, de apoplejía y de mofa, en razón directa a la presión histórica del futuro -agudizada en nuestro tiempo en razón al aumento proporcional de la doble presión histórica y generacional, por acumulación de la pecaminosidad sobre la existencia,  de la que hablaba Kierkegaard. Porque tras las fachadas de tranquilidad y de optimismo, debajo de los tonos edulcorados de nostalgia y de melancolía, y bajo la máscara de lo old fashion, se deja sentir en los tonos cromáticos lo que tienen de de dulce hechizo empalagoso y de mortal veneno, mostrando lo que hay en ellos de agostados y estériles bagazos y fondos abismados. Así, a partir de los sentimientos sensibles de disfrute, tranquilidad y transparencia, el abanico estético se abre hasta tocar los sentimientos opuestos de la perturbación y el desasosiego. Por un lado, reminiscencias del mundo infantil, que llevan a la nostalgia, de vaga melancolía por el pasado de la infancia;  por el otro, fijación de una atmósfera engañosas que incomoda, que llama a la ansiedad al abrir el espectro a lo mórbido y a lo desconocido, transformando el gusto dulce en amargura y las sensaciones plácidas en chirriantes yagas o en pústulas quemadas por las llamas.
Arqueología de la novedad, pues, que por debajo de sus epifanías fulgurantes deja ver lo que hay en ellas de vertiginosa caducidad, de espejismo y de rescoldo de cenizas avivadas por la angustia. Alegorías de la infancia, del placer y el juego, del goce sexual y la delicia, pero cuyo disfrute hedonista, por más que reiterado, resulta efímero y evanescente, dejando como saldo las sensaciones de vacío, finitud y precariedad ontológica. Minuciosa escenografía de la caída a tierra de los valores, pues, que pone de manifiesto el desequilibrio característico de nuestro tiempo hacia el extremo polar de lo meramente existencial,  histórico o narrativo, por más que mortal, con exacerbación de lo meramente superficial y excéntrico, en detrimento de la esencia, de la consistencia de la naturaleza humana y, por tanto, de la moralidad del ser.
La obra reciente de Miguel Ángel Vega puede considerarse una dilatada alegoría de la caída de la moralidad contemporánea en el subjetivismo acéfalo, caprichoso o capcioso, guiado por la emotividad de los impulsos, tendencias e instintos del alma inferior. También como una expresión patente del peligro radical del hombre contemporáneo de dejar de ser lo que es, de deshumanizarse por el lado abstracto de lo inhabitable; que lo rebaja por el lado de la esencias, que lo vuelve un ser no sólo insustancial, una forma vacía o un hueco en la conciencia, sino también un ser sin alma, sin identidad o mundo al cual pertenecer, interiormente deshabitado, expuesto a la intemperie o sin intimidad propia, como reflejo fiel del lento invento moderno-contemporáneo, novedad de novedades, de la orfandad del hombre.  








22 de noviembre del 2016






[1] Miguel Ángel Vega, Reliquias. Museo Palacio de los Gurza. ICED. 25 de agosto 19 de octubre de 2016.