martes, 8 de noviembre de 2016

Mictlán: Homenaje a Tomás C. Bringas Por Alberto Espinos Orozco (6ª Parte)

Mictlán: Homenaje a Tomás C. Bringas
Por Alberto Espinos Orozco
(6ª Parte)



VI
Tomás Bringas cumplió con la misión de dotar a Durango de una obra gráfica de alto nivel  y a la altura de los tiempos, no sólo por la extraordinaria calidad artística y estética de su obra, sino también por haber sido un infatigable impulsor del oficio de la estampa en su región, siendo formador del relevo generacional y de los nuevos talentos con personalidad propia, por lo que su nombre ocupa ya un lugar de honor en la historia del arte durangueño.
El hombre es un ser de imágenes porque estamos hechos de memoria. Tomás Bringas cultivó el arte de la memoria a través de la imaginación y de la fantasía creadora, concibiendo el arte de la estampa en una de sus formas más altas: como un arte campesino que abre el surco de a tierra para sembrar en ella sus semillas de memoria, levantando simultáneamente una casa común y compartida. Su tarea fue, así, la de levantar de nuevo el mundo de los valores al hacerlos arraigar en tierra, quemando necesariamente la hojarasca dejada por la simulación y superficialidad, por el excentricismo y el subjetivismo extremo, característicos de nuestro tiempo en ruinas. Arte crítico, pues, que combatió con actos positivos el vacío espiritual y moral de nuestro tiempo, causado por la dilatada negación que conlleva la pérdida o inversión de los valores.



Como el experto marinero sorteó los escollos dejados por el individualismo feroz, que a nombre de lo social pulveriza lo social en su raíz misma, creando desequilibrios de tal magnitud y alcance que vuelven a la superficie del camino inestable y fluctuante. Modernidad líquida, en efecto, doblemente desequilibrada, sin suelo estable donde poner la planta del pie, ni punto orientador al alcance de la palma de la mano. Tormenta axiológica de la modernidad, pues, donde, en medio de la aceleración tecnológica y del  vértigo informático, que dispersarse la atención en todas direcciones, fluctúan y zozobran los valores, hundiéndose en la bruma donde se vuelven indistinguibles de los contravalores, causando la ceguera moral generalizada (adiáfora), la insensibilidad respecto de la persona y la falta de discernimiento, la pasividad o indiferencia respecto del bien y el mal morales.
Ante tan intimidante panorama, Tomás Bringas tubo que herir con sus buriles y teñir con sus barnices la placa mineral hasta tocar el fondo, para que aparecieran las escorias y los escollos del trayecto y las sombras más densas y pesadas de la noche, poniendo en evidencia los falsos modos que tenemos de relacionarnos socialmente, lo mismo que nuestros atavismos y temores colectivos, purgado así las rémoras que nos impiden avanzar, para luego bruñir el espejo de cobre y dejar aparecer entre las carnes de algodón las luces más caras del espíritu. Labor crítica de autognosis, de conocimiento profundo de nosotros mismos como individuos y como nación, cuyo objeto constructivo fue el de llegar a la caridad de la conciencia de nuestra alma colectiva, revelando tanto los sueños, ideales y objetivos que tenemos como cultura, como los medios para realizarlos y potencializar nuestras posibilidades.    
El artista, guiado por la luz de su oficio, se ató entonces al timón de su barcaza, campeando la tormenta para fluir con la vida, sorteando la turbulencia axiológica contemporánea para llevar la nave a puerto seguro, concentrando luego su atención en el desarrollo de un arte campesino,  potente para fecundar la tierra. Su obra, todavía hoy en día poco valorada y que apenas comienza a ser reconocida, sorprende, vista un poco más de cerca, no sólo por el gran volumen e intensidad de su producción, sino por la altísima calidad y magnitud de sus resultados, realizados a partir de una energía que se antoja infatigable. Su arte puede calificarse así de campesino por acometer humildemente la tarea nada menor de activar valores y virtudes desarticulados y desacreditados por la modernidad triunfante, en una labor puesta fundamentalmente al servicio de su comunidad, íntimamente ligada al valor de la producción artesanal y el rescate de la dignidad de la persona.



 Extraordinaria fertilidad creativa, pues, que manaba del centro radial de su personalidad, a la vez sarcástica y optimista, crítica y alegre, punzante y plena de generosidad, afable y no exenta de ternura. Espíritu eudemonológico fue el suyo, cuyo genio tenía como fuente inagotable de energía el deseo puro: el querer fervientemente el bien de su comunidad, a partir del cual su trabajo e imaginación creativa manaban naturalmente y sin esfuerzo. Energía hecha de entrega y de abnegación, es cierto, donde  fluir con la vida no era otra cosa que una actitud de apertura, a partir de la cual crear un espacio en blanco para dejar aparecer a la verdad. Hombre abierto y transparente, pues, que por la fe en la promesa del espíritu y la vislumbre de un horizonte futuro, halló el centro de gravedad en la autenticidad. De lo cual no podía sino desprenderse un arte esencialmente antropológico, cuya tarea fue la de cultivar el huerto de memoria, de hundirse en sus aguas superiores para traer de  sus pesquisas fabulosas sus más caras perlas y semillas prodigiosas, para luego con su arado sembrarlas y fertilizar la tierra, esperando su humedad para hacerla fecunda, hundiendo junto con ellas sus raíces hasta el fondo, para arraigar en un suelo firme como el suelo y así poder fundar la casa compartida, para en ella habitar, permanecer, para en ella morar y detenerse, participando luego en la contemplación del paisaje y en la germinación renovada de la vida.
Así, al multiplicar la semilla del grabado, que a partir de una matriz da al vente, al cincuenta o al cien por uno, gracias a la incomparable magia de la estampa, Tomás Bringas desarrolló un arte popular y campesino, potente para hace llegar sus obras originales a bajísimos costos al mayor número posible de personas, contribuyendo así a desarrollar su sensibilidad y su buen gusto. Arte popular y campesino, pues, que incorporó a su visión estética los valores tradicionales del oficio de grabador, lo que se especificó en su obra como una serie de valores eminentemente artesanales.
En principio, el inestimable valor de la maestría del oficio, esa verdadera autoridad ganada con el paciente aprendizaje y la modesta práctica, cuyos productos están bien hechos, porque están hechos lentamente y a conciencia. Todo lo cual implica un servicio y una moral: es decir, una racionalidad como valor. Porque el valor artesanal del objeto se mide entonces, no por la eficacia de la producción y la ganancia, sino por su participación en un mundo humano, al estar la obra pendiente de su fundamento: porque nos responde y corresponde, porque es responsable y se aviene a explicarse, a dar razón de su hechura, de su producción y de su sentido. Porque la obra de arte artesanal, al incorporar la duración y reflejar las condiciones en que fue hecha, al registrar que su existencia está ligada a la tierra y al trabajo del hombre, a los materiales y herramientas a la mano con que fue elaborada, expresa que no está hecha para consumirse y ser tirada, o para su uso y destrucción, sino fundamentalmente para ser amada.
Visión antropológica, poética y romántica del arte, que al incorporar los calideces artesanales a la obra es capaz de unir la apreciación estética a la caricia, y el buen gusto al realismo profundo donde, a partir del trato paciente y amoroso con la materia, puede extraerse de lo ríspido e hirsuto una dulzura, de lo agreste una suavidad y de lo lejano una proximidad. Trasmutación de los valores, pues, potente para hacer de la frugalidad una abundancia, de la restricción una norma niveladora, de la debilidad una fortaleza y de la pobreza una generosidad.  Racionalidad no de la jauría de la eficiencia competitiva, sino del valor, que destaca la excelencia de la manufactura ligada a las propiedades naturales del objeto, hecho para ser apreciado y conservado, acariciado y atesorado en nuestro corazón.   



Porque la práctica artesanal del grabado, consistente en hacer las cosas manualmente, en una labor a medio camino entre la técnica y la artesanía y entre el conocimiento y el don, implica la maestría del oficio y una idea moral del trabajo. Moral del oficio artesanal, cuyo valor de la maestría consiste en hacer las cosas a conciencia, despacio y bien, llevando tiempo su elaboración y reduciendo las ganancias a un mínimo, transformando lo que pierde por un lado en valores que ganar por el otro. El artista asumió así el contexto histórico del arte del grabado, que al sujetarse a la práctica tradicional del oficio artesanal impone por sus propios procedimientos una limitación y una traba, una dificultad y hasta una servidumbre, lo que implica una moral y una responsabilidad. Porque la obra de arte artesanal responde de su hechura, porque no está hecha para consumirse y luego tirarse, sino que está hecha para  servir: para ser contemplada y para ser amada.  Porque responde a los valores que intenta realizar, de servicio o de belleza, incorporados como valores naturales del objeto, en donde se registran las condiciones y limitaciones de su producción.



               Obras que, al preocuparse por su hechura, responden de su legitimidad o fundamento y se comunican  con nosotros, y que al realizar los valores de la maestría y de la tradición se explican y se dejan comprender, pidiendo a la vez abiertamente una comunión con nosotros. Servidumbre artesanal del oficio del grabado, que visiblemente trabaja para nosotros, cuyos valores han quedado relegados por la industria de las artes plásticas contemporáneas, desacreditados  por la técnica moderna y al vértigo del mercado, cuyos valores dominantes se orientan guiados por la eficiencia productiva o por el éxito artístico. Porque las obras artesanales no buscan la eficacia del vertiginoso aparato productivo, que en vistas aumento de las ventas y de las ganancias nos proveen de multitud bienes materiales para su consumo, a costa de  manipular la demanda sin preocuparse de su fundamento. Tampoco se preocupa por la genialidad u originalidad de sus obras o por el éxito comercial, que desdeñando la moral y servidumbre del oficio abren de par en par las puertas a la rebeldía contra las normas del oficio y la excepción de las reglas estéticas del arte, quitando la traba a la responsabilidad fundamental de su trabajo, que ya no se aviene a comunicarse, ni a explicarse o a servir, con una clara pérdida de algo esencial, ya no digamos al arte, sino al hombre mismo.
Direcciones equívocas de los valores sociales, que han dado por resultado ya seres excéntricos o salidos del centro interior de la persona -cuyos afanes de poder marchar al par con sus afanes de consumo, dejando a su paso un inmenso pudridero de detritus mezclados con los fragmentos diseminados de maravillas obsoletas-; ya artistas geniales, que con marcados déficits en materia de oficio y difíciles productos plásticos ininteligibles, desarrollan las estéticas convulsivas del gusto mórbido, que bien a bien no gusta, o del gozo formal y meramente abstraccionista que, al encerrarse sobre sí mismo e incurrir en la hedonista caída de hacia adelante de la libertad descendente, propiamente no goza. Racionalidad como eficiencia y operatividad de la originalidad, a cuya frivolidad y aceleración claramente se opone una racionalidad como valor espiritual, donde la humanidad entra en contacto consigo para comunicarse a sí misma como especie.





Valor del arte artesanal, que no sólo responde de si, sino que nos corresponde como un arte de servicio, dispuesto a trabajar para nosotros. Un arte abierto, pues, responsable, dispuesto a explicarse, a comunicarse e, incluso, a ponerse abnegadamente al servicio de nosotros. Vertiente estética cultivada pacientemente por Tomás Bringas y que halló su expresión más propia y la plenitud de su sentido tanto en la fundación de talleres como en la enseñanza del oficio, culminando su propuesta practica en la elaboración de hermosas carpetas de grabado y de libros objeto de arte. Arte campesino, de servicio, a la vez creativo y pedagógico que, a partir de la racionalidad como valor y de la servidumbre del oficio, permitió al artista incorporar una serie de valores superiores, espirituales, en la articulación de situaciones de convivencia estética y formativa.
Porque la obra de arte artesanal del grabado, al preocuparse por el fundamento y legitimidad de la obra, se interesa esencialmente también por el diálogo con las obras de arte de otros tiempos, que no remiten a tanto a su pasado, sino a su permanencia, es decir, a su ser tradicional. Tradición que no es así una traba para la renovación, el cambio o el progreso estético y moral, sino la condición misma que posibilita su existencia. Tradición que no nos necesita, puesto que puede tranquilamente sobrevive sin nuestro auxilio, depositada como una semilla árida en las obras de la cultura, que sólo necesita del agua y la tierra para su germinación; pero que, en cambio, es necesitada por nosotros, por ser el borbotón de donde nace la memoria, la legitimación de nuestro ser y la posibilidad misma de nuestra subsistencia como especie.



Así, a partir del centro radial de su rica personalidad, Tomás Bringas expandió los rayos de un arte completo y de ricas resonancias poéticas y culturales, siendo a la vez un arte campesino y artesanal, pero también misionero y pedagógico. Arte campesino, por buscar en su propio suelo ser hijo de la tierra, bebiendo de la tradición cultural de su entorno y adaptándose con total entrega a las condiciones exiguas y de aislamiento de su medio. Búsqueda también de la patria perdida, es cierto, que a través del amor a la tierra y a la cultura en la que le tocó en suerte crecer, se especificó como un amor concreto a su comunidad, pueblo, raza y nación.  Arte trascendente, quiero decir, que en el reconocimiento de una madre-patria se encontró con la evidencia de estar los hombres hechos de tiempo, de tradición y de memoria: lugar propio de la cultura al que se entra, como a una estancia, identificándose el artista hasta la raíz con esa alma colectiva, a la que sin residuos quiso servir para pertenecerle plenamente. 




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