Javier
Arizabalo: un Cuadro, un Hombre
Por
Alberto Espinosa Orozco
El
artista da razón de ser pintando. Sus obras son así argumentos visuales...
cuando los tiene. Pensemos en José Clemente Orozco cuando habla, porque nos
habla, de la justicia, en la Preparatoria de San Ildefonso (para no ir tan
lejos como el Palacio de Justicia, poco vistos, o en el Apocalipsis de Jesús
Nazareno, desconocidos). La justicia es arrastrada por un político borracho al
lodazal de la juerga. La imagen dista de ser bella, es más bien una sátira, con
lo cual nos habla más bien de una verdad que de un concepto estético: es una
denuncia de la política nacional y una sangrienta crítica, un poco
caricaturesca y un mucho cáustica, de la realidad social mexicana, de su
profundo desorden e iniquidad. La pintura es así una crítica mordaz del poder
judicial, habla de la corrupción del poder y todo ello es a su vez explicativo
de la realidad nacional, de un país dolorido, enviciado, envilecido desde sus
cúpulas. Es más un argumento de la verdad que de la belleza, pero con ello
apunta, por negativamente que sea, a un ideal del bien, a una idea, a un valor
por realizar.
Algo
similar sucede con el conmovedor oleo de Javier Arizabalo, cuyo hiperrealismo
no lo vuelca a la unidimensionalidad del estilo, a la planicie fotográfica,
sino que expresa con gran sensibilidad el dolor del ser humano desechado, por
el rampante desconocimiento práctico de la persona humana que campea en nuestro
tiempo de postmodernidad. El oleo nos habla de una sociedad indiferente, por
razón de la dictadura del relativismo actual, donde todo se homologa, que igual
tira a la basura chamarras de cuero y pantalones de pana que personas, las
cuales van a dar al inmenso pudridero de las maravillas obsoletas, y el hombre
cosificado, lastimado íntimamente, en su dignidad de persona, a rodar junto con
ellas.
Llama
la atención las manos enlazadas del modelo, un inmigrante rumano, como
encadenadas, como encandenándolo, por lo que se enfatiza que se trata de un
desempleado, de un parado. La mirada y en general la expresión del rostro en su
totalidad, dan idea de un sufrimiento que por más que quiere ser reflexivo, por
más que profundiza en la propia culpa, en la propia falta, nada ve, nada
resuelve, sumiéndose así en un doble desconsuelo. Habría que resaltar en la
figura total del cuerpo humano una especie de presión que lo reduce, que lo
enjuta, que lo oprime y estruja y lo angustia entero hasta encorvarlo. Ya no se
trata de un esclavo que espera las sangrantes púas del feroz latigazo, sino del
hombre humillado, excluido, desechado, reducido a mendigar, a medrar, a
humillarse, a pedir limosna tal vez. Es la imagen sólita del hombre perdido en
la jungla asfáltica de una gran metrópoli, abandonado a su mezquina suerte, a
la deriva entre un mar de hombres encerrados, confinados en sí mismos,
encerrados dentro de sus peculiares subjetividades, naufragado cada uno y en
conjunto en el río más contaminado del mundo: el de las miradas, el río del
tedio.
Es
el mundo de la sociedad postmoderna, es nuestro mundo, donde el hombre no sólo
ha descreído del hombre, del prójimo, sino hasta del destino mismo de la
humanidad, que ya no cree en la especie humana como tal y ni propone ni
visualiza una patria humana para el hombre. Sociedad dominada por lo numérico
abstracto, por la ambición del número, de la cifra, del dígito que aumenta que
engorda geométricamente al gran cero; por lo meramente cuantitativo de la vida,
pues y su relación con las superficies sensibles, con las positivistas
partículas de la impresión retiniana y sensible en general, que sobre ese campo
verde de verdura y desnudez estrafalaria se atreve llanamente a desconocer a la
persona humana, en un desconocimiento no sólo epistémico, teórico, sino
fundamentalmente estimativo y práctico -pero ajena, en cambio, al número
absoluto de la persona humana (o divina), que se realizaría en que cada uno sea
sí mismo, sin residuos de enajenación, desesperación o desesperanza, y en el
contar con uno, con uno u otro, con uno mismo o con el prójimo. Sociedad, pues,
donde falla el prójimo, la gente, en una crisis que se expresa en los clamores,
sordos, apagados, vencidos, de toda la realidad en torno.
La obra
del artista Javier Arizábalo siente, pero al hacerlo también nos hace sentir,
ese desamparo del hombre contemporáneo, solitario, arrojado a su suerte como
decimos, constituyendo el retrato una verdadera alegoría de la ceguera humana
contemporánea en la sociedad postmoderna. La mirada desolada, hueca, del
modelo, nos hace sentir así una culpa ácida, ligada acaso al mismo pecado de
haber nacido, a una culpa original; manifiesta entonces nuestra fragilidad,
nuestra pequeñez. Pero ¿en relación a qué, si Dios ha sido jubilado de la
conciencia moderna, si la conciencia moderna consiste muy precisamente en vivir
de espaldas a Dios, en… en…. en haberlo matado, en haberle dado muerte con el
puño ideicida del materialismo? En relación al hombre mismo, medida ahora de
todas las cosas, donde el hombre es presa del hombre, donde el hombre en su
mayor parte ha sido vencido por la delirante predación de la eficiencia
competitiva.
El
cuadro resuelve una imagen que mueve a indignación. No es bello, qué duda cabe,
sino expresivo, expresante de un hecho nudo que es más verdadero que bello, que
no es bello: de un hecho crudo de nuestra histórica condición humana, de
nuestra trágica miseria humana, modelada por el tiempo de la postmodernidad. Expresa
también la indignidad del modelo, no menos que su estupefacción ante el hecho
crudo, nudo, brutal de la vida moderno-contemporánea… y ante el hombre, ante
los otros, ante la sociedad misma. Todo lo cual se resuelve en la amargura del
hombre moderno, que no tiene más el refugio de la trascendencia, la esperanza
en algún dios salvador, redentor, en un más allá, en otra vida, ni tampoco utopía,
otro mundo en el cual vivir –viniendo a ser con ello y en todo el hombre del
existencialismo, el del ser arrojado ahí, el dashein, el ser que ya no tiene
esencia humana, sino sólo historia, y que por tanto viene a ser una y la misma
cosa que el ser… para la muerte.
Por un
lado, el hombre que vive de hecho, desplegándose y a sus anchas alegremente por
el campo impoluto de la historia, sin apelar ya a la justificación de ninguna
naturaleza, humana o incluso trascendente, ya dentro de la comunidad o de la
historia, puramente de hecho, sin razón de ser, a quien le estorba toda esencia
y toda naturaleza le parece extraña, odiador de las esencias, pues, y por tanto
de la filosofía misma; por el otro lado, el hombre, pasto del hombre, que vive
de hecho, frustrado de sus anhelos y aspiraciones, decepcionado de la vida y de
su suerte ontológica, sin sentido y sin razón de ser.
El
cuadro así conmueve al espectador al contemplar la imagen del hombre afligido,
profundamente acongojado, caduco, confundido hasta la médula, ciego, sin luz
interior, y por su expresividad y pertinencia conmueve también nuestra idea de
la sociedad global en que vivimos, conmoviendo con ello nuestras certezas sobre
la sociedad de beneficio y el mismo ideal de los derechos humanos y de la
justicia social, promovidos día con día por los medios masivos de comunicación
en la sociedad postmoderna (que poco o nada hablan en cambio de la deuda
social, de la hipoteca social que han contraído los hombres de las decisiones y
de los privilegios, agravados en sus puestos por esa responsabilidad).
Arte crítico, es cierto, que busca más
la verdad que la belleza, verdades incómodas, punzantes, hirientes, incluso
mórbidas –resuelto, sin embargo, en una especie de esteticismo apráctico, y que
por ello resulta no más que una expresión más de la decadencia del tiempo, del
generalizado caos y periclitar del mundo en torno. Pintura, pues, que perturba
al espectador, que nos aflige, que nos preocupa, pero que nada propone como
ideal a la bondad –esa forma cumplida, lograda, gloriosa, de la belleza.
Alegoría,
pues, del hombre de nuestro tiempo; doblemente ciego, que no ve por donde va o
que no sabe que es lo que mira; donde tanto modelo como espectador están arrojados
fuera del centro auténtico de la persona, donde por la vertiginosa circulación
de las mercancías, por la aceleración los bienes materiales y sus preciadas satisfacciones, resultan los
hombres incapacitados congénitamente, culturalmente, para dejar
asentar el polvo cósmico nebuloso de las expresiones estéticas en una verdadera
constelación de valores, donde no hay centro axiológico, sistema solar de
valores, y donde el artista es sólo un intermediario más, sujeto a las
especulaciones y tiranías del mercado, en esa rueda sin fin y sin sentido de
las exhorbitaciones colectivas del consumo –en las variopintas e innúmeras
formas de sus ídolos de barro, de riqueza, de poder, de placer efímero, cuya corona no puede ser otra que la del tedio.
El
cuadro de Arizabalo no explica nada ni demuestra, en cambio muestra, es una evidencia –de
nuestro tiempo, del artista, de nosotros como contempladores. Pero aún así nos
habla: habla del desconocimiento de la persona humana, no sólo en el sentido de
no tener, ni querer tener nociones adecuadas de la persona, sino de su abierto
desconocimiento, estimativo y práctico; también del arte como refugio, como un
contraveneno que nos permite mirar e incluso admirar esa realidad, dejando abierta la posibilidad de contemplarlo pero ya en
un sentido no solamente apráctico, sino incluso en el sentido mórbido de la expresión, que
nos conmueve, es verdad, pero que a la vez sacraliza o se regodea en las formas simbólicas
socialmente aceptadas de agresión al prójimo, que van de la indiferencia a la soterrada burla, y de ahí a la intimidación, pasando por el omnipresente chantaje.
Ante
todo lo cual la estética de las vanguardias modernas y sus estrambóticos refociles
conceptuales y realizativos circenses no sólo no explica, sino que tiene que
ser explicada, pues no ha hecho sino inventar, muy conceptualmente y a su
subjetivísima manera, un endeble asidero: el de la “belleza convulsiva”. Una
belleza contradictoria y degradada, pues, que más cualquier otra cosa resulta una frivolidad, aparejada, uncida al yugo de una verdad menor y sobre ello morbosa, envilecida, de una bondad menor, pues, cercana a la de los insolentes fariseos que, escandalizados por el
mosquito que cuelan, dejan pasar alegremente al camello, conformando malamente el
mundo existencial de ese ser ahí, al que tal vez ya no se le pueda llamar
hombre, dispensado de toda moral, de toda filosofía y hasta de toda estética.
Porque
no todo el arte tiene la intención ni de explicar ni de poder ser explicado. Ya
el joven Picasso decía que el arte no era sino una cuestión de gusto, de mero
gusto, como sucede con el gusto por las almejas, que él no entendía, pero que… sin duda le
gustaban –el joven y eterno Picasso,… el joven Picasso… el viejo.
29 de abril de 2013
JAVIER ARIZABALO, OLEO sobre lienzo, 65x81cm
MODELO, Nedelku-Marian
Excelente Obra hiperealista,Soloque la narrativa de la bra,me pareceDemasiado pero demasiado hiperdescriptiva !Se pierde lo esencial.Felicidades.atte Salvador Galarza
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