José
Luis Ramírez: el Río Bañado
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
Meticuloso observador imperturbable, el
maestro José Luis Ramírez ha sabido enfrentar tato los complejos de la psique
humana como sus epifanías. Con las armas
estéticas de la reflexión el pintor se sumerge ahora en una doble reflexión, a
la vez profunda e impecable, la cual versa simultáneamente sobre la naturaleza
elemental del agua y sobre la naturaleza espiritual del alma humana. A partir
de la descripción pictórica concreta del cuerpo humano el artista ha ido
examinando detenidamente sus reacciones al tomar contacto con el agua, tanto en
su relación con la figura femenina y masculina, en una meditación sobre el alma
humana que se despliega entera a partir de la escena, solitaria y reflexiva, en
que el cuerpo mismo es purificado en la ducha.
Las escenas que el pintor nos pone
directamente ante los ojos reverberan entonces de un contenido a la vez
concreto y simbólico, presentándose el agua inmediatamente como espejo, como el
mágico lugar de las apariciones que nos llama para citarnos cotidianamente con
nosotros mismos –aislándonos y alejándonos, aunque sea por un momento, de los otros
y de la baraúnda del mundo, de sus dichas, desdichas y de sus desencantos, no
para hundirnos en la inmanencia del ser y de la inquietud existencial, ese
confinamiento que es olvido de la luz, sino para zambullirse en ella con el
alma entera y salir al mundo de nuevo otra vez fortificados.
El tiempo es un río que resbala por un cauce
inmutable de roca, que es lo eterno -sin embargo, en la contingencia de su
mortal carrera, el tiempo va dejando sobre la superficie del cuerpo las huellas
de su paso por la fricción del tropel de las arenas. Así, en los recovecos de
la psique humana quedan también grabada la memoria del agua detenida, lastrada
por el fango de la vida, por el lodo que se
mezcla en los actos del deseo terrenal, que estancan al alma en los pantanos
de las energías inconscientes, donde queda apresada por los excesos
destemplados, por las motivaciones secretas y desconocidas del vegetal dormido
o del demonio y el animal que nos habitan.
La reflexión es un tipo de pensamiento: es
hacer balance del día por así decirlo, o de una etapa de la vida; es poner
nuestras acciones en el centro, por medio del recuerdo y verlas en esa caja de
cristal reflejante, para juzgarlas; es en principio mirar reflexivamente
nuestro propio comportamiento. Lo importante entonces, como en todo
pensamiento, es dar con la formula justa, quitar la paja del grano, analizar,
dividir, aislar, y poner en términos claros una situación, o una acción. Es
poder decir: ah, así fue, fue por esto o por aquello que actué de tal o cual
manera -pero verlo con toda precisión, y entonces poder ver cómo es que pasó
tal o cual cosa, aceptándolo con toda objetividad.
La reflexión, es tipo de pensamiento donde
nos miramos a nosotros mismos para hacer un balance de las acciones del día o
de la vida, equivale entonces a un baño que nos purifica por el fuego, que nos
empapa enteros y que nos lava al mostrar lo que hay en nuestra pisque de tierra
reseca y resentida, de marisma, de estanque o de pantano, al contemplarnos a
partir de la frágil desnudez de nuestros cuerpos solitarios. Y así, sin
protección, ajenos otra vez a las vestiduras y a las galas, como fuimos una vez
en el origen y cual seremos al final de la carrera., nos encontramos a nosotros
mismos frente al espejo de nuestro propio pensamiento, completamente inermes,
desnudos de armaduras, de máscaras y afeites.
Reflexión cotidiana y diluida que pasa como sin querer frente al espejo
de los propios ojos y que de pronto, sin embargo, se vuelve colectiva por
virtud de los ojos del artista.
Y es así que nos volvemos a ver otra vez y
nos pensamos nuevamente al mirar de frente los tatuajes que imprime en la piel el tiempo vencedor.
Reflexión pictórica, pues, que desde la ducha exhibe lo que hay en el cuerpo
solitario de voluminosa pesantez, de dura tierra, de plomiza piedra que el
pecado herrumbra y el silencio domestica, de erosionado desgaste pertinaz donde
se marca el declinar de sus turgencias, su pérdida de energía, su fatal
agostamiento, esas pruebas del tiempo y materia que menguan y humillan la
condición humana. Pensamiento también que revela el espacio donde se muestran
nuestras alas y las posibilidades de nuestro espíritu en lo que hay en él de
ingravidez y de vaporoso vuelo aéreo. Pintura compleja de la José Luís Ramírez caracterizada por su amplia gama de matices,
que exhibe también lo que en el cuerpo humano hay de acción por medio de la
representación de la luz del calor corporal. Baño de fuego, pues, que condensa
en los ojos del artista lo que hay en su ablución de energía viril, de rayo o
del relámpago, para traer vida y salud. Baño estético redentor también, pues el
agua que cae de sus cuadros como la lluvia que al mojarnos nos humecta pasa,
llevándose del cuerpo el polvo de los días, para así rejuvenecernos al borrar
en su fluir nuestras angustias.
II
Así, el agua que fluye, densa, desde arriba,
es detenida y suavizada en la visión del pintor, quien nos muestra con detalle
su peculiar naturaleza a la vez elemental y envolvente, líquida y masiva, que
recorre humectando el cuerpo no menos que la psique humana para dejar al paso
de su rítmica carrera el recuerdo de un centro de paz y de una estela de luz,
la memoria de la fuente primordial y del manantial primero de donde todo nace,
para rejuvenecidos volver nuevamente a la vida. Todo ello por virtud de la
reflexión del pintor, donde se combinan sin confundirse la doble naturaleza
simbólica del agua, desplegada en dos vertientes rigurosamente opuestas que se
entreveran en dos planos simultáneos. Por un lado, la visión del agua como voz
y lluvia poderosa, que fluye desde
arriba, como una semilla uránica tocada por la luz ígnea del cielo, adoptando
por ello el valor potencial del pensamiento, del fértil logos, del verbo
generador, apareciendo entonces como un agua seca y de luz que conlleva las
virtudes purificadoras del entusiasmo y del valor, de la audacia, de la
generosidad y de la nobleza: es agua fecundante, en cuya fuerza primaveral se
detecta su búsqueda insaciable del agua húmeda, del agua fértil de la creación,
para ser engendradora –limpiándonos con ello de la ira, del odio y la crueldad,
de la venganza y de la fuerza despótica. Por el otro costado, aparece a su vez
el agua blanca, tocada por la luna, que nace de la tierra para asegurar la
fecundidad, que se vuelve solidaria de las energías femeninas de lo envolvente
y pasivo: es el agua quieta, cariciosa y sentimental, ligada por tanto a los
placeres sensuales que promueven la ternura y la receptividad, pero también la
compasión y el perdón –lavándonos con ello de los vicios de lo indiferenciado,
del fanatismo, de la desidia e inmoralidad que conllevan sus fuerzas
inferiores.
La ambivalencia simbólica del agua aparece
entonces en la reflexión del artista bajo el diapasón de las expresiones
psíquicas de pesar o turbiedad, pues el agua que es lavada por el agua también
purifica a la figura masculina del vértigo que engendran las fuerzas ígneas y
volátiles del pensamiento, de la ceguera que las extravía en lo informal, en
las posibilidades de lo meramente virtual, en la infinitud inane de lo ideal,
donde al conjuntarse todas las promesas de desarrollo sobre la masa
indiferenciada del cuerpo amenazan en su onanismo con la reabsorción del
hombre, con disolverlo totalmente en el contingentismo de lo meramente posible,
sucumbiendo entonces por ardor bajo el poder del agua quemada o del volumen
transparente.
El agua fluida afecta por su parte a la
figura femenina por medio de la psique inferior, tendiendo a la disolución del río que al
derramarse solamente hacia la altura del abismo, se pierde en el mar. Doble
riesgo, pues el agua homogénea tiende a extenderse horizontalmente y a reposar
pasiva, volviéndose así entonces cárcel envolvente que sujeta a su presa para
apropiársela; o que cae en la molicie del cuerpo, por amor de la pura sustancia
transcursiva o de la mera exterioridad de las arenas, para coagularse entonces
en las aguas ancladas y añubladas del estanque. Materia prima, poder cósmico
del océano de los orígenes, el agua entraña así el peligro de perdernos en el
caos sin cubre de la indistinción primera.
La tierra es fría como el agua y seca
como el fuego; el aire es húmedo como el agua y caliente como el fuego. El agua
en cambio es fría y húmeda, pero tiene algo del aire y algo de la tierra; del
aire cuando adopta al fuego para ir al cielo, de la tierra cuando el agua le da
su humedad para que de la vida -porque los elementos participan unos de otros y
girando están en continua rotación. Río bañado, pues, donde se alían el agua de
fuego con el agua de la tierra para hacer descender la gracia de las aguas
superiores y elevarnos luego hacia las nubes, y para estabilizarnos también al
aterrizar en las posibilidades formales de la concepción, desembocando los ríos
en los lagos femeninos, cuyos frutos de fertilidad y pureza son también los
paisajes de la sabiduría, de la gracia y la virtud. Pintura, pues, que como el
agua del caos y del principio nos lleva por un momento a las fases pasajeras de
regresión y desintegración del cuerpo, pero que conduce finalmente en su proceso
a un estadio progresivo de reintegración del cuerpo y regeneración del alma
humana.
Así, el arte de José Luis Ramírez nos
conduce también por una serie de sensaciones agradables al conectar con el
fluir dichoso de los movimientos internos corporales, reavivando el invisible
mar que nos habita con todas las fluctuaciones de sus deseos y sentimientos. El
agua aparece entonces como fuente de fecundación del alma que anima el río
interior de la existencia humana –para entibiar el hielo duro y la falta de
calor del alma dura y estancada, ausente
del sentimiento vivificante y creador.
Pasaje momentáneo también por la oxidación
del cuerpo seco y por sus impurezas, por las vergüenzas del cuerpo y sus
arrugas, manchado por el error, la imperfección y la inconsciencia del
espíritu, y que nos hace buscar, por la angustia ante las tinieblas del mar
profundo y las aguas inferiores del reino de lo inconsciente, el agua de vida y
la sabiduría regeneradora. Inmersión, pues, en las aguas redentoras, que simultáneamente
es muerte y vida, que al borrar la historia da la muerte al hombre viejo
regenerando al ser y nos prepara así para un nuevo nacimiento.
Pintura, efectivamente, a la vez realista y
simbólica, que en la narración de una serie de imágenes concretas nos conduce
por el camino de una suave inmersión en la cascada con que comienza el día, por
esa agua de lluvia que tiene algo de rocío y de retozo -pero también de muerte
simbólica y de bebida saludable. Agua que combina la semilla del cielo y la
sabia de la vida: el agua de fuego con el agua purificante que es espuma.
III
Arte el de José Luis Ramírez que manifiesta
una gran sed por lo concreto, pero que no por ello deja de ser extraordinario y
manifestar lo trascendente. Arte, pues, que al sumergirse en la profunda
observación de la psicología humana infatigablemente ha buscado un claro
criterio de contemplación del mundo que se tambalea en nuestro entorno,
alejándose de las económicas abstracciones generalizadoras. Riguroso oficio que
en labor de ascesis, de maceración del cuerpo y purificación de la carne,
desemboca en una pintura que revela bajo el claro prisma y crisol de su mirada,
a través de la descripción narrativa de las figuras más inmediatas, todo lo que
hay en ellas de epifanía y de comunión con la naturaleza de los elementos y con
la vida toda que nos rodea.
Es así que la función vivificadora del agua
es retratada por los oleos del pintor para volverla a impregnar de luz,
convocando a los sueños vaporosos y evanescentes de la infancia, pero también
para convertirla en carne animada por el logos del espíritu y por la
orientación del sentido. Pintura que realiza una minuciosa descripción del
cuerpo bañado por el agua, que nos lo hace ver reflexivamente al rebotar el
pensamiento sobre el espejo de la psicología, haciéndonos ver el alma humana
con todo lo que hay en ella de vida, de fuerza y de pureza, sintiendo así y
haciéndonos sentir como es el agua cascada que cae sobre el alma, como es que
es remedio que se lleva el pecado y que nos lava y cómo es que así reconforta el interior de la persona,
haciéndonos saber por último, no sólo lo que hay en el agua de sinsabor
descolorido o estancado pozo, sino sobre de fuente y de agua viva, de fuerza
torrencial y de palabra –abriendo con ello, a su manera, un manantial y un pozo
de esperanza en las llanuras de ese país de la sed que es nuestro cuerpo.
Reflexión, pues, sobre la soledad del
hombre, sobre el terrible desamparo que es ser hombre, pero que a la vez y todo
el tiempo muestra la presencia del agua cotidiana y bienhechora, el agua de la
regeneración periódica y primordial de la vida, del amable líquido que nos
purifica y que nos lava del insidioso polvo del tiempo y del terco hollín de la
caverna. Pintura, pues, que se piensa y se refleja a sí misma en un arco
líquido para volverse pensamiento y pausa, cuerpo detenido, pero también
caricia, espejo, espuma.
Durango, 13 de febrero
del 2013
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