La Calavera Mexicana:
Símbolo de Renacimiento
Por Alberto Espinosa
Orozco
A un Reloj de Arena
“Bien sé que soy aliento fugitivo,
“Bien sé que soy aliento fugitivo,
ya sé, ya
temo, ya también espero,
que he de
ser polvo, como tú, si muero,
y que soy
vidrio, como tú, si vivo.”
Miguel Ángel de Quevedo
“La ley se
introdujo para que abundara el pecado;
pero
cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia.”
Romanos, 5:20
I
Pocos
símbolos hay tan mexicanos como el de la calavera de azúcar. Igual que el reloj
de arena y la rosa, la calavera es emblema
universal de la transitoriedad de la vida y de su finitud, pero también
de conocimiento y liberación. La estética barroca lo convirtió en tema de
reflexión en el género del Memento Mori,
que versa sobre la ilusión de los bienes terrenos, el desengaño del mundo y la
caducidad de la existencia. La dulce calavera mexicana, en cambio, claramente
sitúa el símbolo en la constelación de valores muerte-renacimiento, que es el
de la reflexión sobre el fin de un ciclo e inicio de otro, el del comienzo de
una nueva etapa de la vida, siendo entonces un emblema de iniciación
espiritual.
La
calavera es la figura de una transposición o metonimia elemental, que toma la
parte para representar al todo, siento por tanto imagen del esqueleto y símbolo
de la muerte. Como símbolo de la conversión iniciática se sitúa en la rica
dialéctica del hombre viejo y el hombre nuevo, estando asociado entonces al
Arcano Mayor #13 del Tarot, donde aparece el esqueleto como símbolo de las
fuerzas regresivas de la noche pero, sobre todo, como del fin de un ciclo, en
el sentido de un cambio interior positivo de la persona o de la sociedad, de
una regeneración y limpieza profunda, de una renovación y una transformación
radical, preparando el campo, al fin del invierno, para el surgimiento de
nuevas ideas, actitudes y florescencias.
La
palabra calavera, en referencia al cráneo o diferentes huesos unidos de la
cabeza descarnada y sin piel, deriva del latín “calvaria”, de donde se derivan expresiones como calva o calvario.
Por su parte, la palabra calvario deriva del latín “calvarium”, en el sentido de osario o de lugar donde se amontonan
los cadáveres, pero también como serie de sufrimientos o adversidades, por
referencia al Viacrucis y al lugar de la crucifixión de Jesús, también conocido
como “Calvarie Locus” o “Lugar de la
Calavera” (“Kraniou Topos” en
griego). Es el Gólgota, el lugar del cráneo o de la calavera, que en griego se
dice “Golgothá”, en hebreo “Golgoleth” y en arameo “Gulgota”. Dicho lugar es citado por los
cuatro evangelistas: Mateo, 27:33; Marcos, 12:22; Lucas, 22: 33, y; Juan,
19:17.
Se le conoció como la
Colina del Calvario por ser una colina, un paramo o un peñasco similar a la
forma de un cráneo. Sitio situado al norte del monte Sinaí, cerca de la puerta
de Jerusalén y fuera de sus murallas, del habla el profeta Jeremías en su
descripción de Jerusalén como “goi go a
tha”, con el significado de “lugar de ejecución”, también conocido como
Goata, e incluso como la colina de Gareb (Jeremías, 31: 39).[1]
En el año 70 d. C.,
sobrevino el saqueo y la destrucción del Templo de Jerusalén y de sus murallas
a manos de Tito, el hijo del recién nombrado emperador Vespasiano, al frente de
60 mil hombres, tras cinco meses de asedio y luego de 4 años de intensas
revueltas en Judea, quedando la ciudad arrasada, dejando a su paso más de 250
mil damnificados. Ente 131 y 134 d. C., se produjo, luego de la rebelión contra
la excesiva política de romanización del emperador Adriano, el largo exilio del
pueblo judío conocido como la diáspora, que terminaría por dejar el territorio de
Israel en manos de samaritanos y extranjeros. La ciudad de Jerusalén fue
reconstruida, los lugares sagrados fueron destruidos o enterrados, erigiéndose
en su lugar los templos consagrados a Zeus Capitolino y, sobre los vestigios
del Gólgota, a la diosa del cielo, Venus o Afrodita, en la que había un ídolo o
estatua. En el año de 325 d. C., por órdenes del emperador Constantino el
Grande, a insistencia de su madre Helena, sobre el templo de Afrodita mandó
construir la Iglesia del Santo Sepulcro, terminada en el año 355 d. C., que
sería un lugar de peregrinación durante 700 años. La Iglesia del Santo Sepulcro sobrevivió, hasta que fue destruida en el año de 1009,
junto con todas las iglesias de Jerusalén, por el califa Al Jakim, hasta que
casi un siglo más tarde, en el año 1099, empezó a ser reconstruida por los
ejércitos cruzados, tardando un siglo más en erigirla nuevamente. En el complejo arquitectónico del Santo
Sepulcro, que registra la acumulación de diversos periodos y la mezcla de
fechas, gustos, estilos y calidades, se integra por una serie de capillas,
entre las cuales destaca la Capilla del Calvario, donde se encuentra una roca
de de 7 metros de largo por 3 de ancho y 4.8 de alto, que son los restos de la roca original del Gólgota, debajo de la cual se encuentra la tumba de Adán.
II
Una antigua tradición
hebrea indica que el cráneo de Adán habría sido recuperado por Sem y el rey de
Salem, Mequesidec, de la Barca de Noé, quienes lo enterrarían en el Gólgota de
Jerusalén, junto con la cabeza de la serpiente del Edén, estableciendo así la
colina como el centro del Mundo.[2]
El gran artista alemán Alberto Durero (Núremberg 1471-Néremberg 1528), se
ocuparía en sus series xilográfícas repetidas veces con el tema de la pasión de
Cristo y de su muerte en la cruz, de 1496 cuando menos hasta 1514, estando en
la mayoría de ellas presente el símbolo de la calavera, en clara referencia al
Gólgota. Sin embargo destaca, entre otros muchos entablillados con el mismo
tema, la famosa estampa titulada “Gran Crucifixión” de 1496, sin su anagrama
característico, en la que puede apreciarse un cráneo al pie de la cruz,
probablemente en alusión a la calavera de Adán.
El grabado de Durero,
realizado con exquisitez miniaturista, dibuja a Cristo en medio de los
ladrones, Dimas y Gestas, en cuyo triángulo ha querido verse una repetición de
estructura respecto del nacimiento del Mesías, comparando al primero de ellos,
sumiso a la voluntad divina, con el buey del pesebre, mientras el otro,
insumiso, asemejado al burro. Del
costado de Cristo habría fluido la sangre divina hasta tocar el cráneo de Adán,
depositado en una caverna o gruta justo debajo de la cruz romana, para así
comunicarse y purificar las faltas del primer hombre.
El lugar de la
crucifixión sería entonces el ombligo cósmico o centro del mundo, simbolizando
de tal forma el Axis Mundi o Árbol
del Mundo (lingum vitae), eje del
mundo donde convergen y se comunican los reinos superiores e inferiores, donde
el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, que dio el fruto que provocó la
caída de la humanidad, se convierte, por el sacrificio de Nuestro Señor
Jesucristo, en el Árbol de la Vida, donde se restablece el orden y la justicia
cósmica y todas las cosas se reconcilian y unen nuevamente.
La imagen de la calavera
a los pies o a un lado del Cristo crucificado, presente en las estampas del
gótico grabador de Núremberg, simboliza a la muerte derrotada por la
resurrección del Hijo, primogénito de los muertos que, teniendo las llaves del
Hades, neutraliza el poder y el aguijón de la muerte. Sobre todo, tendría el
sentido inscrito en la teología de San Pablo, de que si todos los hombres
mueren por causa de Adán, todos pueden en cambio resucitar en Cristo. Pues así
como hay dos Alianzas, hay también dos Adánes: el primero de ellos que al ser
sacado de la tierra es terreno; el segundo, que viene del cielo y es celeste.
El primer Adán, imagen
del que habría de venir (Cristo), es la impronta no sólo del primer hombre,
sino de la original desobediencia al Creador, puesto que fue Adán quien, al
comer el fruto prohibido, introdujo el pecado en el mundo y junto con él las
enfermedades, la corrupción, la vejez, la decrepitud y finalmente la muerte.
Pues aunque Eva fue la primera que, engañada por Lucifer, comió del fruto
prohibido, fue Adán quien, por ser cabeza de la familia terrenal, se hizo
responsable del pecado, sufriendo ambos la fatal sentencia de condenación a muerte
del juicio divino.
En cambio, el segundo
Adán es Cristo, quien no sólo no codició ser igual a Dios, sino que
humillándose y tomando la forma de hombre se desposeyó incuso de sí mismo, obediente del
Padre hasta la muerte, y muerte de cruz –por lo que fue restaurado por la
gloria eterna exaltándolo hasta lo sumo, con un nombre superior a todo nombre, en
el cielo, en la tierra y debajo de la tierra, para que toda rodilla se doble y
toda lengua confiese que Jesús es el Señor (Filipenses, 2:6). Obediencia y
abnegación del Hijo, símbolo de su amor incondicional al Padre, que muestra en
la generación perversa y maligna de quienes se le oponen un indicio de
perdición, mientras en quienes lo confiesan y les son obedientes, sin
murmuraciones ni contiendas, una seña de salvación, cuando se está en
conformidad con su voluntad eterna.
El primer Adán, cabeza
de la familia humana, es hecho de tierra, es terrenal, material y, por tanto,
corruptible. Mientras que el segundo Adán, Cristo, cabeza de la familia de
Dios, que es la Iglesia, es de cielo, espíritu celeste e incorruptible que, muriendo
en sacrificio por nuestros pecados, da vida. Adán es pues jefe de la familia
terrenal, condenada a morir debido al primer pecado original. Se trata no sólo
de la muerte física, de la separación del alma del cuerpo, sino también implica
la muerte espiritual, que es la separación del alma de Dios. Que es el extremo
de la segunda muerte, reservada a los inicuos por haberse separados eternamente
de la presencia de Dios, por andar en sus veredas torcidas y en la oscuridad,
sin buscar a Dios, sin paz ni derecho ni justicia ni rectitud, cometiendo
maldades y deteniendo a la verdad. Por andar muertos en sus delitos y pecados
siguiendo la corriente del mundo, siendo hijos de la ira y de la desobediencia,
sumidos en los deseos y pensamientos de la carne, siguiendo al príncipe de la
potestad del viento, sin esperanzas y sin Dios.
Por su parte Cristo, el
segundo Adán, revierte el pecado del primer Adán y nos reconcilia con el Padre.
Y así como el Padre, que tiene vida en sí mismo, Jesús tiene vida en sí mismo,
por lo que, como el Padre que levanta a los muertos y les da vida, el Hijo a
los que quiere da vida, dando vida eterna a los que oyen su palabra y creen en
el Padre, no viniendo a condenación, sino pasando de muerte a vida (Juan,
5:21-26). Símbolo que nos recuerda
también que todos seremos transformados en el último toque de la trompeta,
cundo se de la resurrección de los muertos y advenga la vida del mundo futuro;
cuando los que hicieron lo bueno saldrán para resurrección de vida y el cuerpo
natural adquiera su naturaleza incorruptible, más los que hicieron lo malo a
resurrección de condenación -capítulo perteneciente al misterio de la compleja y rica escatología de la
transformación.
Así
como el pecado entró al mundo por un hombre (Adán), y la muerte por el pecado,
así también la muerte se extendió a todos los hombres, porque todos pecaron
(Romanos, 5: 12-14). Pero si por un hombre entró el pecado al mundo (Adán),
también por un hombre entró la resurrección de los muertos, porque así como en
Adán todos mueren, también en Cristo, todos los que son de Cristo, serán
vivificados en su venida (1 Corintios, 15: 21-23).
Sin embargo, dicho con
el apóstol Pablo: lo que se siembra no se vivifica si no muere antes, y lo que
se siembra no es el cuerpo que ha de salir, sino el grano desudo, de trigo o de
otro grano; porque cada semilla tiene su propio cuerpo y es diferente la carne
de bestia de la del pez o la del ave; ni son los mismos los cuerpos siderales,
del sol, la luna y las estrellas, que los cuerpos terrenales, pues cada uno
tiene su gloria. Así también con la resurrección de los muertos, pues se
siembra en corrupción, deshonra, debilidad y cuerpo animal, pero se resucita en
incorrupción, poder, gloria y cuerpo espiritual. Porque lo espiritual no es lo
primero, sino lo natural, lo animal, y luego viene lo espiritual (1 Corintios
15: 37-46).
Así,
si el primer hombre, Adán, figura del que habría de venir, fue hecho alma
viviente, el postrer Adán, que es el Señor, espíritu vivificante. Porque Dios
dio forma al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz el hálito de
vida, y fue el hombre un ser viviente (Génesis, 2:7). Antiguas tradiciones
hablan de Adán como “el rojo”, por traducir su nombre como “tierra roja”, por
estar hecho de arcilla, sangre y aliento divino –mientras que hablan de Eva
(Tava) como la “vida”. Y así como el primer Adán es de la tierra y por tanto
terrenal, y cual el terrenal también los terrenales, el segundo Adán es
celestial, y cual el celestial los celestiales (1 Corintios 15 47-48).
Los terrenales, los que
viven conforme a la carne, que piensan y se ocupan de la carne, que obran con
codicia o por concupiscencia, viviendo con temor y espíritu de esclavitud,
están atados al pecado y a la muerte, porque el pecado mata, sin poder tampoco
agradar a Dios, estando enemistados con Él al no sujetarse a su ley. En cambio,
los que viven conforme al espíritu hacen morir las obras de la carne, no viven
conforme a la carne, librándose del pecado y de la muerte al amar y hacer la
ley y la voluntad de Dios, superando por la ley del espíritu de vida en Cristo
Jesús las debilidades del hombre viejo y de la carne, sujetas a la ley del
pecado y de la muerte, y fortificando al hombre interior, que es el hombre
nuevo, que hace morir las obras de la carne por el espíritu de Dios y cuyo
espíritu, que mora en nosotros, vivificará a nuestros cuerpos mortales, adoptándonos
también como hijos y herederos suyos (Romanos 8: 11-15).
Se
requiere, pues, destruir al hombre viejo, que es el cuerpo del pecado, para
liberarse y no servir más al pecado y para que no reine el pecado, como en
Sodoma y Gomorra, que es la inmundicia de la concupiscencia y la inseguridad de
la iniquidad; se requiere entrar bajo el nuevo régimen del espíritu y, estando
bajo la gracia, obedecer para justicia. Morir al pecado, en una palabra, y
andar plantados en una vida nueva, morir con Cristo crucificando la carne del
pecado, para vivir con Él para Dios, liberados de la potestad de las tinieblas
y de la muerte.
Es Cristo, pues, que por
su sacrificio voluntario en la cruz levanta y da vida a los muertos. Es el pan
de Dios, que bajado del cielo da vida al mundo y es a luz de los hombres. Es
también el vino, la sangre de Cristo, que por su espíritu eterno de vida por su
sacrifico voluntario en la cruz, purifica nuestra conciencia de las obras
muertas (Hechos, 9:14). Así, si por la transgresión de uno reino la muerte
desde Adán hasta Moisés, aún en quienes fue la transgresión diferente a la de
Adán, mucho más reinará la vida por medio de uno, Jesucristo, que libera del la
ley del pecado y de la muerte a los que reciben la abundancia de la gracia y el
don de la justicia (Romanos, 8:2).
Porque el don no fue
como la transgresión; porque si por la transgresión de uno sólo, del primer Adán,
vino el juicio de la condenación a todos los hombres, constituidos pecadores, y
reinó la muerte y murieron muchos; pero la gracia y el don de la justicia de
Dios vino a causa de muchas transgresiones de muchos para su justificación, abundando
la gracia mucho más para los muchos, pues por la gracia, obediencia y justicia
de uno, Jesucristo, vino a todos los hombres la justificación de vida, y muchos
serán constituidos justos, para que la gracia reine por la justicia para vida
eterna mediante el segundo Adán, que es Jesucristo Nuestro Señor (Romanos, 5:
16-23).
Y es así que por gracia
es la fe en Dios contada por justicia. Fe fortalecida en la creencia en que es
Dios poderoso para hacer todo lo que ha prometido a sus herederos, que da vida
a los muertos, puesto que llama a las cosas que no son como si fuesen, y que
levantó de los muertos a Jesucristo Señor Nuestro. Fe también en Cristo, pues,
quien fue entregado por nuestras trasgresiones y que murió por nosotros, aún
siendo pecadores, pero que fue resucitado para nuestra justificación.
Justificación por la fe, que nos reconcilia y da paz para con Dios, puesto que
fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, entrando por la fe en
la gracia de la esperanza de la gloria de Dios, siendo salvos por su
resurrección de la ira de Dios al estar justificados en su sangre (Romanos, 5:
8-9).
Esperanza, pues, en la redención
de nuestros cuerpos en la gloria venidera, en la liberación gloriosa de los
hijos de Dios, junto con la liberación de la esclavitud de corrupción de la
creación misma, también sujeta a vanidad, que con gemidos y dolores de parto
aguarda la glorificación del primogénito de los hermanos, cuyo espíritu intercede por nosotros y nos mantiene unidos
al amor de Dios. Esperanza en la venida del segundo Adán, pues, el primogénito
de muchos hermanos hechos a su imagen, quien fue creado antes de todas las
cosas y por quien todo fue creado, por medio de él y para él, que ofrendó su
sangre para el perdón de nuestros pecados, y por quien tenemos redención siendo
todo en todos.
IV
Por
otra parte, la cruz de San Andrés se representa bajo la forma de dos tibias
cruzadas y aparece en los panes del día de muertos de las tradiciones
mexicanas, aludiendo así a San Andrés apóstol. Andrés fue hermano de Pedro
(Cefas o Simón, que significa “roca”), hijos de Jonás, oriundos, como Felipe, de
Betsaida, junto al mar de Galilea, en donde eran pescadores a orillas del lago
Genesaret. Andrés, que en lengua griega quiere decir “valiente”, fue conocido
como “Protocléto”, por ser el primero en ser llamado por Cristo Jesús, pues
siendo discípulo de Juan el Bautista con una señal le hizo saber que era “el
Cordero de Dios”. Le dijo a su hermano Pedro que había encontrado la Mesías y
lo llevó con Él. Predicó hasta el fin del mundo, llegado a Escitia, Ucrania,
cerca del Mar Negro, y a Kiev (Rusia), viajando luego a Bizancio
(Constantinopla), Tracia, Tesalia y Acaya. Personaje muy cercano a Cristo de
gran autoridad que estuvo presente en el prodigio de la multiplicación de los
panes y en la última cena.
Fue crucificado en
Patrás, provincia de Acaya, en Grecia, en una cruz caída o en forma de “x”, en
donde posteriormente se levantó la majestuosa Catedral del San Andrés. Se
cuenta que el Procónsul de Patrás, de nombre Egeas, lo encarceló por no rendir
culto a los dioses paganos y por convertir a su esposa Maximilia, junto a miles
de seguidores. Finalmente lo mandó azotar por siete hombres por tres ocasiones,
para luego dar la orden de crucificarlo, sin perforarle las piernas, sino
atado, para prolongar el suplicio, el cual duró tres días, tiempo que el valiente
apóstol aprovechó para predicar la religión a quienes se le acercaban. Egeas
intentó indultarlo, pero Andrés lo rechazó, quedando paralizados todos aquellos
que tocaban la cruz. A su muerte, la cruz permaneció iluminada por más de media
hora. El Procónsul Egeas se suicidó luego de comprobar que Maximilia su esposa
lo había abandonado y ante la amenazante furia popular.
El emblema de San Andrés
es una cruz formada por dos tibias cruzadas, llamada Cruz de San Andrés, es así
símbolo de humildad y sufrimiento, pero también imagen del descuartizamiento de
la naturaleza bajo el predominio del espíritu y del caudillo espiritual invicto
en combate. Se le considera patriarca de la Iglesia Ortodoxa y por tradición su
sucesor es el Patriarca de Constantinopla, lugar en el que predicó en el año 38
d. de C. Se conocen los Hechos de Andrés,
especie de evangelio apócrifo de carácter gnóstico muy fragmentado. En
heráldica aparece bajo el emblema de una cruz con forma de aspa o hélice (de
dos ángulos agudos y dos obtusos), presente en los escudos de Vizcaya, España
(de donde Durango tomó el suyo), de Ámsterdam, en Holanda, y de Guadalajara, en
México. También aparece en las banderas de Escocia y del Imperio Español.[3]
V
Tal
constelación de valores religiosos e iniciáticos, junto con su espesor
tradicional, orienta el simbolismo del cráneo en el sentido de la muerte del
hombre viejo, de la extinción del primer Adán, en el foro de un singular
combate espiritual, que lucha para vencer a los poderes tenebrosos del pecado y
de la muerte, confiándose en la fe, uniéndose en amor y consolando corazones.
El cráneo aparece entonces ya no bajo la forma de la tierra maldita (caput
mortum), sino del crisol alquímico, donde el hombre viejo se reduce a nada y se
transmuta en el hombre nuevo, saliendo del crisol regenerado y perfeccionado
tanto psíquica como espiritualmente.
La
amargura del cráneo como símbolo de la muerte, con todo su venenoso poder y su
aguijón letal, se purifica, blanquea y trasfigura entonces en la mexicanísima
calavera de azúcar, que abre un horizonte cristalino a la fuente de agua viva,
a la redención de los pecados y a la esperanza en la gloria de la vida futura
–cerrando el ciclo de la prisión del cuerpo material, de sus deseos carnales y
codiciosas injusticias, transportándonos a ese recinto escarchado de memoria,
donde aún late la colorida atmósfera de luz y de aire transparente de nuestros
imperecederos orígenes divinos.
Durango, 28 de noviembre
del 2016
[1] El Apóstol Pablo hace
hincapié en que el lugar de la crucifixión de Cristo estaba fuera de la
cuidad, que padeció fuera de la puerta, y va más allá, recordando que,
vituperado por muerte de cruz, ofreció su sangre para justificar a su pueblo
como ofrenda, como los animales sacrificados quemados fuera del campamento,
exhortando así el fabulosos evangelista de los gentiles a salir a él, fuera del
campamento, a la manera del peregrino, pues no tenemos aquí patria permanente,
sino que buscamos la por venir (Hebreos,
13:12). Y poco antes, nos recuerda que Cristo ofreció su sangre sin mancha a
Dios para purificar nuestra conciencia de las obras muertas (Hebreos, 9:14).
Por otro lado, pudiera ser que el Gólgota fuera el mismo peñasco por el que los
judías quisieron una vez precipitar a Jesús (Lucas, 4:29).
[2] Tradición muy conocida,
respetada por Orígenes y Eusebio de Cesárea, y difundida por el Libro de Adán y Eva y La Cueva de los Tesoros.
[3] Las dos tibias cruzadas
son, sin embargo, un símbolo de significación ambivalente o equívoca, puesto
que ha sido utilizada también por los piratas ingleses en el Siglo XVIII y,
posteriormente, por las sociedades secretas Masónicas de los Iluminati asociado
a una calavera y al número 322.
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