miércoles, 30 de noviembre de 2016

La Calavera Mexicana: Símbolo de Renacimiento Por Alberto Espinosa Orozco

La Calavera Mexicana: Símbolo de Renacimiento
Por Alberto Espinosa Orozco

A un Reloj de Arena
Bien sé que soy aliento fugitivo,
ya sé, ya temo, ya también espero,
que he de ser polvo, como tú, si muero,
y que soy vidrio, como tú, si vivo.”
 Miguel Ángel de Quevedo

“La ley se introdujo para que abundara el pecado;
pero cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia.”
Romanos, 5:20
  


I
         Pocos símbolos hay tan mexicanos como el de la calavera de azúcar. Igual que el reloj de arena y la rosa, la calavera es emblema  universal de la transitoriedad de la vida y de su finitud, pero también de conocimiento y liberación. La estética barroca lo convirtió en tema de reflexión en el género del Memento Mori, que versa sobre la ilusión de los bienes terrenos, el desengaño del mundo y la caducidad de la existencia. La dulce calavera mexicana, en cambio, claramente sitúa el símbolo en la constelación de valores muerte-renacimiento, que es el de la reflexión sobre el fin de un ciclo e inicio de otro, el del comienzo de una nueva etapa de la vida, siendo entonces un emblema de iniciación espiritual.
         La calavera es la figura de una transposición o metonimia elemental, que toma la parte para representar al todo, siento por tanto imagen del esqueleto y símbolo de la muerte. Como símbolo de la conversión iniciática se sitúa en la rica dialéctica del hombre viejo y el hombre nuevo, estando asociado entonces al Arcano Mayor #13 del Tarot, donde aparece el esqueleto como símbolo de las fuerzas regresivas de la noche pero, sobre todo, como del fin de un ciclo, en el sentido de un cambio interior positivo de la persona o de la sociedad, de una regeneración y limpieza profunda, de una renovación y una transformación radical, preparando el campo, al fin del invierno, para el surgimiento de nuevas ideas, actitudes y florescencias.
         La palabra calavera, en referencia al cráneo o diferentes huesos unidos de la cabeza descarnada y sin piel, deriva del latín “calvaria”, de donde se derivan expresiones como calva o calvario. Por su parte, la palabra calvario deriva del latín “calvarium”, en el sentido de osario o de lugar donde se amontonan los cadáveres, pero también como serie de sufrimientos o adversidades, por referencia al Viacrucis y al lugar de la crucifixión de Jesús, también conocido como “Calvarie Locus” o “Lugar de la Calavera” (“Kraniou Topos” en griego). Es el Gólgota, el lugar del cráneo o de la calavera, que en griego se dice “Golgothá”, en hebreo “Golgoleth” y en arameo “Gulgota”. Dicho lugar es citado por los cuatro evangelistas: Mateo, 27:33; Marcos, 12:22; Lucas, 22: 33, y; Juan, 19:17.
Se le conoció como la Colina del Calvario por ser una colina, un paramo o un peñasco similar a la forma de un cráneo. Sitio situado al norte del monte Sinaí, cerca de la puerta de Jerusalén y fuera de sus murallas, del habla el profeta Jeremías en su descripción de Jerusalén como “goi go a tha”, con el significado de “lugar de ejecución”, también conocido como Goata, e incluso como la colina de Gareb (Jeremías, 31: 39).[1]
En el año 70 d. C., sobrevino el saqueo y la destrucción del Templo de Jerusalén y de sus murallas a manos de Tito, el hijo del recién nombrado emperador Vespasiano, al frente de 60 mil hombres, tras cinco meses de asedio y luego de 4 años de intensas revueltas en Judea, quedando la ciudad arrasada, dejando a su paso más de 250 mil damnificados. Ente 131 y 134 d. C., se produjo, luego de la rebelión contra la excesiva política de romanización del emperador Adriano, el largo exilio del pueblo judío conocido como la diáspora, que terminaría por dejar el territorio de Israel en manos de samaritanos y extranjeros. La ciudad de Jerusalén fue reconstruida, los lugares sagrados fueron destruidos o enterrados, erigiéndose en su lugar los templos consagrados a Zeus Capitolino y, sobre los vestigios del Gólgota, a la diosa del cielo, Venus o Afrodita, en la que había un ídolo o estatua. En el año de 325 d. C., por órdenes del emperador Constantino el Grande, a insistencia de su madre Helena, sobre el templo de Afrodita mandó construir la Iglesia del Santo Sepulcro, terminada en el año 355 d. C., que sería un lugar de peregrinación durante 700 años. La Iglesia del Santo Sepulcro  sobrevivió, hasta que fue destruida en el año de 1009, junto con todas las iglesias de Jerusalén, por el califa Al Jakim, hasta que casi un siglo más tarde, en el año 1099, empezó a ser reconstruida por los ejércitos cruzados, tardando un siglo más en erigirla nuevamente. En el complejo arquitectónico del Santo Sepulcro, que registra la acumulación de diversos periodos y la mezcla de fechas, gustos, estilos y calidades, se integra por una serie de capillas, entre las cuales destaca la Capilla del Calvario, donde se encuentra una roca de de 7 metros de largo por 3 de ancho y 4.8 de alto, que son los restos de la roca original del Gólgota, debajo de la cual se encuentra la tumba de Adán.


II
Una antigua tradición hebrea indica que el cráneo de Adán habría sido recuperado por Sem y el rey de Salem, Mequesidec, de la Barca de Noé, quienes lo enterrarían en el Gólgota de Jerusalén, junto con la cabeza de la serpiente del Edén, estableciendo así la colina como el centro del Mundo.[2] El gran artista alemán Alberto Durero (Núremberg 1471-Néremberg 1528), se ocuparía en sus series xilográfícas repetidas veces con el tema de la pasión de Cristo y de su muerte en la cruz, de 1496 cuando menos hasta 1514, estando en la mayoría de ellas presente el símbolo de la calavera, en clara referencia al Gólgota. Sin embargo destaca, entre otros muchos entablillados con el mismo tema, la famosa estampa titulada “Gran Crucifixión” de 1496, sin su anagrama característico, en la que puede apreciarse un cráneo al pie de la cruz, probablemente en alusión a la calavera de Adán.
El grabado de Durero, realizado con exquisitez miniaturista, dibuja a Cristo en medio de los ladrones, Dimas y Gestas, en cuyo triángulo ha querido verse una repetición de estructura respecto del nacimiento del Mesías, comparando al primero de ellos, sumiso a la voluntad divina, con el buey del pesebre, mientras el otro, insumiso, asemejado al burro.  Del costado de Cristo habría fluido la sangre divina hasta tocar el cráneo de Adán, depositado en una caverna o gruta justo debajo de la cruz romana, para así comunicarse y purificar las faltas del primer hombre.




El lugar de la crucifixión sería entonces el ombligo cósmico o centro del mundo, simbolizando de tal forma el Axis Mundi o Árbol del Mundo (lingum vitae), eje del mundo donde convergen y se comunican los reinos superiores e inferiores, donde el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, que dio el fruto que provocó la caída de la humanidad, se convierte, por el sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo, en el Árbol de la Vida, donde se restablece el orden y la justicia cósmica y todas las cosas se reconcilian y unen nuevamente.   
La imagen de la calavera a los pies o a un lado del Cristo crucificado, presente en las estampas del gótico grabador de Núremberg, simboliza a la muerte derrotada por la resurrección del Hijo, primogénito de los muertos que, teniendo las llaves del Hades, neutraliza el poder y el aguijón de la muerte. Sobre todo, tendría el sentido inscrito en la teología de San Pablo, de que si todos los hombres mueren por causa de Adán, todos pueden en cambio resucitar en Cristo. Pues así como hay dos Alianzas, hay también dos Adánes: el primero de ellos que al ser sacado de la tierra es terreno; el segundo, que viene del cielo y es celeste.
El primer Adán, imagen del que habría de venir (Cristo), es la impronta no sólo del primer hombre, sino de la original desobediencia al Creador, puesto que fue Adán quien, al comer el fruto prohibido, introdujo el pecado en el mundo y junto con él las enfermedades, la corrupción, la vejez, la decrepitud y finalmente la muerte. Pues aunque Eva fue la primera que, engañada por Lucifer, comió del fruto prohibido, fue Adán quien, por ser cabeza de la familia terrenal, se hizo responsable del pecado, sufriendo ambos la fatal sentencia de condenación a muerte del juicio divino.
En cambio, el segundo Adán es Cristo, quien no sólo no codició ser igual a Dios, sino que humillándose y tomando la forma de hombre  se desposeyó incuso de sí mismo, obediente del Padre hasta la muerte, y muerte de cruz –por lo que fue restaurado por la gloria eterna exaltándolo hasta lo sumo, con un nombre superior a todo nombre, en el cielo, en la tierra y debajo de la tierra, para que toda rodilla se doble y toda lengua confiese que Jesús es el Señor (Filipenses, 2:6). Obediencia y abnegación del Hijo, símbolo de su amor incondicional al Padre, que muestra en la generación perversa y maligna de quienes se le oponen un indicio de perdición, mientras en quienes lo confiesan y les son obedientes, sin murmuraciones ni contiendas, una seña de salvación, cuando se está en conformidad con su voluntad eterna.
El primer Adán, cabeza de la familia humana, es hecho de tierra, es terrenal, material y, por tanto, corruptible. Mientras que el segundo Adán, Cristo, cabeza de la familia de Dios, que es la Iglesia, es de cielo, espíritu celeste e incorruptible que, muriendo en sacrificio por nuestros pecados, da vida. Adán es pues jefe de la familia terrenal, condenada a morir debido al primer pecado original. Se trata no sólo de la muerte física, de la separación del alma del cuerpo, sino también implica la muerte espiritual, que es la separación del alma de Dios. Que es el extremo de la segunda muerte, reservada a los inicuos por haberse separados eternamente de la presencia de Dios, por andar en sus veredas torcidas y en la oscuridad, sin buscar a Dios, sin paz ni derecho ni justicia ni rectitud, cometiendo maldades y deteniendo a la verdad. Por andar muertos en sus delitos y pecados siguiendo la corriente del mundo, siendo hijos de la ira y de la desobediencia, sumidos en los deseos y pensamientos de la carne, siguiendo al príncipe de la potestad del viento, sin esperanzas y sin Dios.
Por su parte Cristo, el segundo Adán, revierte el pecado del primer Adán y nos reconcilia con el Padre. Y así como el Padre, que tiene vida en sí mismo, Jesús tiene vida en sí mismo, por lo que, como el Padre que levanta a los muertos y les da vida, el Hijo a los que quiere da vida, dando vida eterna a los que oyen su palabra y creen en el Padre, no viniendo a condenación, sino pasando de muerte a vida (Juan, 5:21-26).  Símbolo que nos recuerda también que todos seremos transformados en el último toque de la trompeta, cundo se de la resurrección de los muertos y advenga la vida del mundo futuro; cuando los que hicieron lo bueno saldrán para resurrección de vida y el cuerpo natural adquiera su naturaleza incorruptible, más los que hicieron lo malo a resurrección de condenación -capítulo perteneciente al misterio de  la compleja y rica escatología de la transformación.



III
         Así como el pecado entró al mundo por un hombre (Adán), y la muerte por el pecado, así también la muerte se extendió a todos los hombres, porque todos pecaron (Romanos, 5: 12-14). Pero si por un hombre entró el pecado al mundo (Adán), también por un hombre entró la resurrección de los muertos, porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo, todos los que son de Cristo, serán vivificados en su venida (1 Corintios, 15: 21-23).
Sin embargo, dicho con el apóstol Pablo: lo que se siembra no se vivifica si no muere antes, y lo que se siembra no es el cuerpo que ha de salir, sino el grano desudo, de trigo o de otro grano; porque cada semilla tiene su propio cuerpo y es diferente la carne de bestia de la del pez o la del ave; ni son los mismos los cuerpos siderales, del sol, la luna y las estrellas, que los cuerpos terrenales, pues cada uno tiene su gloria. Así también con la resurrección de los muertos, pues se siembra en corrupción, deshonra, debilidad y cuerpo animal, pero se resucita en incorrupción, poder, gloria y cuerpo espiritual. Porque lo espiritual no es lo primero, sino lo natural, lo animal, y luego viene lo espiritual (1 Corintios 15: 37-46).
         Así, si el primer hombre, Adán, figura del que habría de venir, fue hecho alma viviente, el postrer Adán, que es el Señor, espíritu vivificante. Porque Dios dio forma al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz el hálito de vida, y fue el hombre un ser viviente (Génesis, 2:7). Antiguas tradiciones hablan de Adán como “el rojo”, por traducir su nombre como “tierra roja”, por estar hecho de arcilla, sangre y aliento divino –mientras que hablan de Eva (Tava) como la “vida”. Y así como el primer Adán es de la tierra y por tanto terrenal, y cual el terrenal también los terrenales, el segundo Adán es celestial, y cual el celestial los celestiales (1 Corintios 15 47-48).
Los terrenales, los que viven conforme a la carne, que piensan y se ocupan de la carne, que obran con codicia o por concupiscencia, viviendo con temor y espíritu de esclavitud, están atados al pecado y a la muerte, porque el pecado mata, sin poder tampoco agradar a Dios, estando enemistados con Él al no sujetarse a su ley. En cambio, los que viven conforme al espíritu hacen morir las obras de la carne, no viven conforme a la carne, librándose del pecado y de la muerte al amar y hacer la ley y la voluntad de Dios, superando por la ley del espíritu de vida en Cristo Jesús las debilidades del hombre viejo y de la carne, sujetas a la ley del pecado y de la muerte, y fortificando al hombre interior, que es el hombre nuevo, que hace morir las obras de la carne por el espíritu de Dios y cuyo espíritu, que mora en nosotros, vivificará a nuestros cuerpos mortales, adoptándonos también como hijos y herederos suyos (Romanos 8: 11-15).
         Se requiere, pues, destruir al hombre viejo, que es el cuerpo del pecado, para liberarse y no servir más al pecado y para que no reine el pecado, como en Sodoma y Gomorra, que es la inmundicia de la concupiscencia y la inseguridad de la iniquidad; se requiere entrar bajo el nuevo régimen del espíritu y, estando bajo la gracia, obedecer para justicia. Morir al pecado, en una palabra, y andar plantados en una vida nueva, morir con Cristo crucificando la carne del pecado, para vivir con Él para Dios, liberados de la potestad de las tinieblas y de la muerte.
Es Cristo, pues, que por su sacrificio voluntario en la cruz levanta y da vida a los muertos. Es el pan de Dios, que bajado del cielo da vida al mundo y es a luz de los hombres. Es también el vino, la sangre de Cristo, que por su espíritu eterno de vida por su sacrifico voluntario en la cruz, purifica nuestra conciencia de las obras muertas (Hechos, 9:14). Así, si por la transgresión de uno reino la muerte desde Adán hasta Moisés, aún en quienes fue la transgresión diferente a la de Adán, mucho más reinará la vida por medio de uno, Jesucristo, que libera del la ley del pecado y de la muerte a los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia (Romanos, 8:2).
Porque el don no fue como la transgresión; porque si por la transgresión de uno sólo, del primer Adán, vino el juicio de la condenación a todos los hombres, constituidos pecadores, y reinó la muerte y murieron muchos; pero la gracia y el don de la justicia de Dios vino a causa de muchas transgresiones de muchos para su justificación, abundando la gracia mucho más para los muchos, pues por la gracia, obediencia y justicia de uno, Jesucristo, vino a todos los hombres la justificación de vida, y muchos serán constituidos justos, para que la gracia reine por la justicia para vida eterna mediante el segundo Adán, que es Jesucristo Nuestro Señor (Romanos, 5: 16-23).
Y es así que por gracia es la fe en Dios contada por justicia. Fe fortalecida en la creencia en que es Dios poderoso para hacer todo lo que ha prometido a sus herederos, que da vida a los muertos, puesto que llama a las cosas que no son como si fuesen, y que levantó de los muertos a Jesucristo Señor Nuestro. Fe también en Cristo, pues, quien fue entregado por nuestras trasgresiones y que murió por nosotros, aún siendo pecadores, pero que fue resucitado para nuestra justificación. Justificación por la fe, que nos reconcilia y da paz para con Dios, puesto que fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, entrando por la fe en la gracia de la esperanza de la gloria de Dios, siendo salvos por su resurrección de la ira de Dios al estar justificados en su sangre (Romanos, 5: 8-9). 
Esperanza, pues, en la redención de nuestros cuerpos en la gloria venidera, en la liberación gloriosa de los hijos de Dios, junto con la liberación de la esclavitud de corrupción de la creación misma, también sujeta a vanidad, que con gemidos y dolores de parto aguarda la glorificación del primogénito de los hermanos, cuyo espíritu  intercede por nosotros y nos mantiene unidos al amor de Dios. Esperanza en la venida del segundo Adán, pues, el primogénito de muchos hermanos hechos a su imagen, quien fue creado antes de todas las cosas y por quien todo fue creado, por medio de él y para él, que ofrendó su sangre para el perdón de nuestros pecados, y por quien tenemos redención siendo todo en todos.






IV
         Por otra parte, la cruz de San Andrés se representa bajo la forma de dos tibias cruzadas y aparece en los panes del día de muertos de las tradiciones mexicanas, aludiendo así a San Andrés apóstol. Andrés fue hermano de Pedro (Cefas o Simón, que significa “roca”), hijos de Jonás, oriundos, como Felipe, de Betsaida, junto al mar de Galilea, en donde eran pescadores a orillas del lago Genesaret. Andrés, que en lengua griega quiere decir “valiente”, fue conocido como “Protocléto”, por ser el primero en ser llamado por Cristo Jesús, pues siendo discípulo de Juan el Bautista con una señal le hizo saber que era “el Cordero de Dios”. Le dijo a su hermano Pedro que había encontrado la Mesías y lo llevó con Él. Predicó hasta el fin del mundo, llegado a Escitia, Ucrania, cerca del Mar Negro, y a Kiev (Rusia), viajando luego a Bizancio (Constantinopla), Tracia, Tesalia y Acaya. Personaje muy cercano a Cristo de gran autoridad que estuvo presente en el prodigio de la multiplicación de los panes y en la última cena.
Fue crucificado en Patrás, provincia de Acaya, en Grecia, en una cruz caída o en forma de “x”, en donde posteriormente se levantó la majestuosa Catedral del San Andrés. Se cuenta que el Procónsul de Patrás, de nombre Egeas, lo encarceló por no rendir culto a los dioses paganos y por convertir a su esposa Maximilia, junto a miles de seguidores. Finalmente lo mandó azotar por siete hombres por tres ocasiones, para luego dar la orden de crucificarlo, sin perforarle las piernas, sino atado, para prolongar el suplicio, el cual duró tres días, tiempo que el valiente apóstol aprovechó para predicar la religión a quienes se le acercaban. Egeas intentó indultarlo, pero Andrés lo rechazó, quedando paralizados todos aquellos que tocaban la cruz. A su muerte, la cruz permaneció iluminada por más de media hora. El Procónsul Egeas se suicidó luego de comprobar que Maximilia su esposa lo había abandonado y ante la amenazante furia popular.  
El emblema de San Andrés es una cruz formada por dos tibias cruzadas, llamada Cruz de San Andrés, es así símbolo de humildad y sufrimiento, pero también imagen del descuartizamiento de la naturaleza bajo el predominio del espíritu y del caudillo espiritual invicto en combate. Se le considera patriarca de la Iglesia Ortodoxa y por tradición su sucesor es el Patriarca de Constantinopla, lugar en el que predicó en el año 38 d. de C. Se conocen los Hechos de Andrés, especie de evangelio apócrifo de carácter gnóstico muy fragmentado. En heráldica aparece bajo el emblema de una cruz con forma de aspa o hélice (de dos ángulos agudos y dos obtusos), presente en los escudos de Vizcaya, España (de donde Durango tomó el suyo), de Ámsterdam, en Holanda, y de Guadalajara, en México. También aparece en las banderas de Escocia y del Imperio Español.[3] 

San Andrés, Murillo, 1675-1682

V
Tal constelación de valores religiosos e iniciáticos, junto con su espesor tradicional, orienta el simbolismo del cráneo en el sentido de la muerte del hombre viejo, de la extinción del primer Adán, en el foro de un singular combate espiritual, que lucha para vencer a los poderes tenebrosos del pecado y de la muerte, confiándose en la fe, uniéndose en amor y consolando corazones. El cráneo aparece entonces ya no bajo la forma de la tierra maldita (caput mortum), sino del crisol alquímico, donde el hombre viejo se reduce a nada y se transmuta en el hombre nuevo, saliendo del crisol regenerado y perfeccionado tanto psíquica como espiritualmente.
La amargura del cráneo como símbolo de la muerte, con todo su venenoso poder y su aguijón letal, se purifica, blanquea y trasfigura entonces en la mexicanísima calavera de azúcar, que abre un horizonte cristalino a la fuente de agua viva, a la redención de los pecados y a la esperanza en la gloria de la vida futura –cerrando el ciclo de la prisión del cuerpo material, de sus deseos carnales y codiciosas injusticias, transportándonos a ese recinto escarchado de memoria, donde aún late la colorida atmósfera de luz y de aire transparente de nuestros imperecederos orígenes divinos.



Durango, 28 de noviembre del 2016





[1] El Apóstol Pablo hace hincapié en que  el lugar de la  crucifixión de Cristo estaba fuera de la cuidad, que padeció fuera de la puerta, y va más allá, recordando que, vituperado por muerte de cruz, ofreció su sangre para justificar a su pueblo como ofrenda, como los animales sacrificados quemados fuera del campamento, exhortando así el fabulosos evangelista de los gentiles a salir a él, fuera del campamento, a la manera del peregrino, pues no tenemos aquí patria permanente, sino que buscamos la por venir  (Hebreos, 13:12). Y poco antes, nos recuerda que Cristo ofreció su sangre sin mancha a Dios para purificar nuestra conciencia de las obras muertas (Hebreos, 9:14). Por otro lado, pudiera ser que el Gólgota fuera el mismo peñasco por el que los judías quisieron una vez precipitar a Jesús (Lucas, 4:29).
[2] Tradición muy conocida, respetada por Orígenes y Eusebio de Cesárea, y difundida por el Libro de Adán y Eva y La Cueva de los Tesoros.
[3] Las dos tibias cruzadas son, sin embargo, un símbolo de significación ambivalente o equívoca, puesto que ha sido utilizada también por los piratas ingleses en el Siglo XVIII y, posteriormente, por las sociedades secretas Masónicas de los Iluminati asociado a una calavera y al número 322. 





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