Distopía: Arte Actual Figurativo
Presentación
Presentación
Por Alberto Espinosa Orozco
“El atardecer es la hora de la
pintura.”
Tiziano
“Pintar es tantear atardeciendo
la orilla de un abismo con tu mano
temeroso a adentrarte en lo lejano
temerario tocar lo que vas viendo.
Pintar es asomarte a un precipicio,
entrar en una cueva, hablarle a un pozo
y que el agua responda desde abajo.”
Utopía y Distopía
son términos contrarios y polares: entre ambos se encuentra el territorio de la
anchurosa realidad. La utopía, ese sueño de la razón moderna, especificada en
el mecanicismo industrial y tecnológico de la prosperidad y el progreso, ha ido
mostrando a lo largo de su desarrollo
histórico lo que en sus sueños se escondía de monstruosa pesadilla.
En la exposición
“Distopía”
veintiún connotados artistas jóvenes mexicanos
se dan cita, en una muestra itinerante por diversos estados de la república, para pasar
revista a nuestro tiempo. Especie de
espejo de nuestro era, mundo o siglo en ruinas, que gira, a manera de un
portentoso caleidoscopio, para reflejar sus fragmentos desperdigados, dando
cuenta, simultáneamente, de la sensibilidad contemporánea a la altura de los
tiempos, que ha tomado la forma estética de una especie sui generis de “neorrealismo”, último gran movimiento vanguardista
que, por su extremismo, acaso constituya el capítulo final del llamado arte
moderno-contemporáneo.
Lo primero que salta a la vista
en la muestra es, por un lado, el altísimo nivel de refinamiento técnico
alcanzado en cada una de sus disímbolas propuestas; por el otro, el, estar
permeada la colección en su tono emocional por tinturas más bien sombrías y
hasta deprimentes, en donde se siente el desgaste repetitivo de los temas y la
final fatiga de las formas. Sensación de decepción, decadencia e incluso de
cortante amargura que, compensatoriamente, busca un refugio onírico o simbólico
en la ensoñación nostálgica, en la retrotopía, pues, que marcha en sentido inversa
o de visión hacia atrás, impregnada por
una incurable nostalgia del origen o por las huellas de un pasado grandioso… ya
perdido y que ya no volverá.
Escenificación del gran tema de
la estética contemporánea, que es el de nuestro tiempo o mundo convulsionado,
tendiente a la entropía de la desorganización y al caos, de la vuelta de todo
lo organizado a la materia muerta, y cuyo modo de representación tiende por sí
mismo hacia el manierismo tenebrista de los claroscuros, como si los artistas,
visionarios como son, presintieran el inevitable fin catastrófico de toda una
época histórica, la nuestra, que es también el anuncio de una era incógnita por
venir, puesto que algo debe morir cuando algo nace.
Figuración de la distopía, que marca a nuestro tiempo con los bajos estigmas
de la decepción y de la tensión exasperada, motivadas por el constante asecho
de la presión del futuro, de un tiempo que se nos echa literalmente encima, cargado
de negras y pajizas profecías apocalípticas, o que toma la forma de un mañana efímero
e incierto, que a su vez afecta profundamente lo social bajo la forma de la
fragilidad en los vínculos humanos. Temor del porvenir, es cierto, que mira el
futuro como una pantalla en la que proyectamos nuestras angustias y ansiedades.
Visión de la antiutopía, pues, de un mundo prefigurado como insatisfactorio y
amenazador, que aguarda a la vuelta de la esquina, reflejándose en los espejos
y vitrinas, llegando a todas partes e invadiendo la vida privada misma.
Figuración, neofiguración,
hiperrealismo fotográfico u onírico, realismo representativo o expresivo:
estilos avocados todos a retratan un mundo inestable, fluctuante, líquido,
cortado en añicos por el estilete del azar o disperso en el confeti de sus
volátiles fragmentos, en medio de una vida insatisfactoria, sumida en formas
vulgares de equilibrio, cuyos ideales positivos, supuestamente racionales, no
conducen al bienestar general, ni al desarrollo del espíritu, sino a un
sentimiento de insatisfacción, no solo moral, sino específicamente estética,
por más que se trate de las categorías negativas de la fealdad, de lo repelente
u obtuso, en el que se delata una especie de nihilismo universal en nuestra
edad, donde pululan el vicio, el vacío, la violencia o la nada. Estilos artísticos,
pues, en los que hay, sin embargo, una ser de soledad y contemplación, de
ascesis y purificación, que se deslinda e los hechos históricos por creer en
las significaciones, por buscar las esencias y los valores, las secuencias
orgánicas de los actos creadores, pues fin del arte es también el dar unidad a
los fragmentos inconexos, de atar los cabos sueltos para dar sentido incluso a
un mundo que parece no tenerlo, para encontrar la chispa de luz en las
tinieblas, la dignidad en lo que caído, o la riqueza en lo que ha sido
abandonado.
II
El joven maestro Antonio
Charaud (1989) incursiona en el realismo expresivo y existencial desde una
perspectiva neoimpresionista que, a partir de los campos de color, explora el
combate mítico entre la alta luz con las bajezas de las sombras, persiguiendo
los efectos del claroscuro, los juegos de la contraluz y los caprichos de los
contornos. Pintura en cierto modo tenebrista, en la que se detecta la tendencia
universal del retorno de la materia a su estado inerte, en el que se disipa el
fragmento luminoso al ser invadido por las tinieblas de la noche inabarcable.
Sus espacios formales, enmarcados en escenas cotidianas, transitan así por
calles abandonadas, baños públicos, cuartos de hotel o centros comerciales, explorando la
excentricidad de lo marginal y la extrañeza de un mundo deteriorado, recorrido
por la vagancia, por lo engañoso, por lo réprobo o lo delincuencial. Su
interés, como en Edward Hopper, es la visión de la mezquindad social del drama urbano, en lo que tiene de cita clandestina o de indigna soledad.
Su arte ha encontrado su plenitud
en una compleja fórmula personal, no ajena al vértigo, de escurridos o drippings,
de manchas y acrílicos modificados con agua, de resinas, transferencias y
yuxtaposiciones, hasta lograr transportar sus mejores visiones al vaciado de la
escultura. Su obra se ha ido decantado así en una especie de realismo
naturalista, que va de la fría neutralidad de la representación mecánica a la
fuerza expresiva, para por fin escapar por el mar hacia el profundo abismo del
símbolo y el mito, por donde igual desfila Faetón que Casandra o el coro de las
ninfas marinas, especializándose en los Selkies, las Lamias y las Alagartas,
hasta por fin entronizar a la sirena Thalassa en las costas de Ensenada. En su
obra hay algo de la imaginación desmesurada del mar, de sus seres anfibios,
extraños y tortuosos, que sin embargo tienen el poder de la adivinación. Obra compleja,
densa, desigual, oscilante, inestable como la superficie del mar; obra diversa e
inquietante, de múltiples registros, en la que hay algo de exceso e hibridismo,
algo también de la magia del demiurgo permeado por las densas pasiones
submarinas.
El pintor y muralista Robie
Espinoza (1982) cultiva una especie de realismo selvático rico en connotaciones estéticas e influencias
modernas de la tradición, logrando tanto un convincente verismo en la
representación como una gran fuerza expresiva, añadiendo en ocasiones complejas
y sofisticadas abstracciones simbólicas en el arte del retrato, donde abunda el
uso de las simetrías y una original presentación contrastada de la carga
plástica pura. Su paleta colorida, en cierto modo festiva, a veces se impregna
de las reverberaciones y reflejos de la luz sobre los cuerpos producidos por
los espejos líquidos del agua, a la manera de Joaquín Sorolla. En otras
ocasiones, alcanzan los cuerpos la perfección clasicista y el sensualismo,
onírico y mexicanista, de Saturnino Herrán. Sus paisajes de playas y de selva
tropical revelan así una especie de salvajería en la naturaleza, cuya
abundancia se vuelve en cierto modo amenazante, de un perfume narcótico, venenoso
y tóxico, donde late una especie de indómito primitivismo exuberante.
Por su parte la artista Ninfa
Torres Lagunes (1982) práctica una difícil síntesis de estilos, donde se alternan
y yuxtaponen el surrealismo con el barroco, el academicismo con el collage, el
costumbrismo mexicanista con el expresionismo, el hiperrealismo del pop art con
el cinetismo futurista y la estética del márquetin. Su obra, caracterizada por
una fuerte saturación de color mezclada de tenebrismo, transita por los
espacios de la heterotópia, de la alteridad y la ilusión, por lo que
frecuentemente da la impresión de la extrañeza, de la fragmentación e incuso de
lo disperso. En sus retratos, autorretratos y naturalezas muertas, donde aplica
un amplio abanico de recursos plásticos, hay una tendencia hacia la densidad
simbólica de la diversidad, pero también hacia lo sombrío, siendo su humor, sin
embargo, el de la ironía y hasta el de la irreverencia. Ello se debe al intento
de radiografiar uno de las notas
características de la modernidad: el tratar lo sagrado como si fuera profano,
sacralizando a la vez el devenir, lo que no participa de ninguna realidad
trascendente. Nostalgia de la metafísica, en una palabra, que al ser abandonada
crea una especie de horror vacui,
inmediatamente llenado por las místicas inferiores, que trastocan la realidad
por el lado contrario a lo angélico, habiendo así en sus representaciones un
elemento sombrío y perturbador, donde el acento en la diferencia pone en riesgo
las coordenadas esenciales de la identidad.
III
El arquitecto y
artista plástico Armando de la Garza Garza (1973), practica una vertiente del
realismo de carácter surreal relacionado
con el arte objeto, estando su búsqueda interesada en una estética conceptual
que borda sobre los temas del estilo y de la moda, pero también del lujo y la
excentricidad. Sus alabastros y porcelanas tatuadas al óleo o revestidas con
aplicaciones de plumas y cintas, pero también en sus construcciones óseas
alienígenas, donde se mezcla el lujo, la ironía y la sensualidad, tienen algo
propio del estilo barroco, algo también que recuerda la cornucopia de la diosa
Fortuna, ataviada de flores y frutos. Figuras que nos hace pensar en la riqueza
tomada como abundancia natural, pero también en el don de hacer reales los
deseos, con el consabido peligro que tal poder implica. Desde esa plataforma, sus
objetos exploran así el sentido del lujo, del trabajo fino, producido
cuidadosamente, que hace bienes preciosos, ligando en un mismo campo semántico
la escasez y la carestía, el precio y la belleza, dando con ello un sentido
estético global a lo suntuoso. El artista agrega entonces a las piezas una
dificultad o una oscuridad. En cierto modo se trata de agregar un misterio o un
enigma, oscureciendo el contenido, que apunta a la abundancia natural vista
como un edén de cristal paradisíaco, ligado a su vez a la exuberancia de la
naturaleza y a la prodigalidad de la tierra, pero sobre todo al despilfarro de
la riqueza, que en cierto modo la ennoblece, salvándola de la avaricia y
lavándola de la explotación del circuito económico del trabajo.
La estrategia conceptual del
artista es la de todo ready made: poner
el trabajo fuera, pasando directamente de la concepción a la realización de la
obra mediante la elección de un objeto. Las aplicaciones del artista, sin
embargo, van revelando algo más, que está escondido. No tanto el regodeo de la
confusión barroca en las meras apariencias sensibles o el sentido del
despilfarro con que se brinda la riqueza para encontrar una belleza libre, que
está más allá de lo económico. Se trata más bien de la trasmutación moderna de los
valores, en cuyo paso se oscurece no sólo el contenido sino la forma misma
mediante el oscurecimiento de la sintaxis, de la gramática o de la misma
estructura de la imagen. Garza Garza, en efecto, enmascara, disfraza o vuelve
extraña la forma, aludiendo con ello no sólo al arte de la prestidigitación, o
a la técnica del prestigio, sino más esencialmente aún a lo extravagante. Mundo
en donde la bella figura de Venus, pródiga y sensual, imagen a la vez de la
naturaleza, del impulso erótico y de la fortuna, deja ver la ambigüedad de su
rostro o cambia de sexo para volverse macho, comenzando con ello los “infortunios de la virtud” al infectar su
erotismo de extraño fetichismo o de siniestra destrucción, paralizando el
sentido en la osificación final de las estructuras, ya cadavéricas, como
reliquias de ominosas significaciones.
Su estética es, así, la de la
indiferencia, en donde la yuxtaposición de los elementos del cuadro se
neutralizan y late, sin embargo, en medio de la superficialidad de las formas,
una ausencia, una carencia: el agujero sin fondo donde el tiempo mismo pierde
consistencia. Arte del fragmento también, donde se condensa el espíritu de
nuestro tiempo, y cuyo equivalente existencial es el acto arbitrario,
espontáneo y gratuito. Mundo de sueños: de príncipes y hadas hechizadas, de
gente dormida en donde la comunicación queda suprimida y lo que reina es la
soledad y el silencio. Descenso a las regiones más recónditas del alma del
artista, en las que la imaginación visita los paraísos interiores que de pronto
amenazan en convertirse en los infiernos. Especie de mística en donde se sale
de la realidad para regresar a la unidad orgánica primordial, aislada e
impenetrable, como en el estado prenatal y embrionario, en el que la vida ni se
desperdicia ni se proyecta hacia afuera, sumergida en los grandes procesos
orgánicos de transformación y en los que
propiamente no existe ni el
pecado, ni la libertad, ni el drama. Experiencia de circuito cerrado, de
hibernación y éxtasis, donde se encuentra el paraíso de la creación onírica sin
conciencia, determinado por una fuerte vida orgánica. Obra, pues, que resulta
una imagen de la ambigua polivalencia de las culturas oníricas, históricas,
donde se perciben y juzgan las cosas según criterios oníricos, espontáneos e
incondicionados, en las que cada uno está mirando en exclusiva el mundo que le
es propio, ignorando la realidad universal, única, por la que transitan todos.
Dentro del campo del realismo
mágico tiene su refugio la obra de César Gustavo Méndez Torres (Oaxaca, 1982).
Artista fascinado por el misterio de la noche prenatal y, como Rafael Coronel y
Remedios Varo, por los laberintos de la interioridad humana. Realismo mágico de
la melancólica conciencia dolorida, que se duele por la ruptura de las
relaciones que nos ataban con el universo, y que entonces se da la tarea de registrar
los fragmentos encantados, desperdigados, de un sistema analógico de
correspondencias, que sin embargo ya no responden al hombre. Testimonio nostálgico
del hombre como un ojo que reflejaba los espacios estrellados, pero que ha
perdido sus elementales coordenadas de participación con los otros niveles
cósmicos, que antes daban gravedad a sus tareas y profundidad a su mirada.
Melancolía. que es también una crítica a la libertad moderna, en la que el
hombre ya no se pone triste según las fasces de la luna o jovial según la
rubicunda exaltación solar, donde ya no resuena el cosmos viviente, sino el eco
subjetivo de la prisión de plomo en que el alma inferior ha quedado entronizada.
El mundo de Gonzalo García (1985)
es el de lo excéntrico y perturbador. Artista que alía a su excelencia plástica la exploración
por el horror y lo monstruoso –reflejo de la sociedad contemporánea, que al
perder su centro de gravedad emocional lo busca en los márgenes, en el
extremismo o en la locura. Influenciado por el Pop Art y Francis Bacon, la obra
del pintor veracruzano describe minuciosamente la tendencia entrópica universal,
regresiva y disgregadora, que hay en todo lo vivo, a regresar al estado en
reposo de la materia muerta. Imaginación fantástica donde se da la licuefacción
de las formas, que deja la sensación de lo repugnante, de la humillación y de
la miseria. El drama narrativo de sus imágenes, vertiginoso a la vez que
sombrío, es el de la realidad decadente y brutal contemporánea, en la que los
sueños utópicos de una libertad indeterminada se convierten en pesadilla, donde
las segmentaciones, fragmentaciones y descomposiciones propias al hibridismo,
destilan una amarga toxicidad y acaban alimentándose de sangre. Arte donde el realismo,
fantástico y onirista, es llevado a su extremo, tocando las costas el
narcicismo primitivo, donde la identificación afectiva se vuelve ambivalente,
hasta el grado de querer incorporarse el objeto de deseo devorándolo.
En el pintor y dibujante Enrique Guillen (1983) se encuentra un magnífico paisajista y un fino observador de la naturaleza humana. Sus marinas y bosques sorprenden por su perfección. Conocedor de los elementos naturales, especialmente del viento y del agua, hay en el artista una visión profunda de la dialéctica del deseo y el erotismo, donde los cuerpos desnudos tienden a la licuefacción de las almas. Su técnica es un entramado en el que las superficies planas, de pronto, sufren un corrimiento visual, que da la sensación tanto de movimiento y flujo como de brumosa caída, en donde se presiente una especie de fatal fugacidad o de falta de consecuencia. Penetrante observador del desnudo humano femenino, su arte se caracteriza por la intensidad e identificación afectiva, en las que inevitablemente hay algo de la salvajería de la impudicia. Sus paisajes urbanos, por otra parte, parecieran estar anegados todo el tiempo por una terca bruma melancólica de la húmeda grisura. Complejo mundo interior, afectado por la pertinaz lluvia y las aguas quemantes del deseo, doblemente tironeado, lo mismo por la aspiración al ideal de los caballos blancos de Apolo que jalonan hacia arriba, que por los caballos negros de Vulcano, que frenéticamente galopan entre el humo y las violentas llamas del incendio.
El pintor y diseñador gráfico Gustavo Villegas (1976), explora las relaciones existentes entre la creatividad y la producción, llegando a una síntesis al cultivar el arte hiperrealista, en su faceta industrial y urbana, bajo la forma de una serie obsesiva de maquinales fotogramas sobre el tema de la estética del objeto utilitario en relación con destrucción. Sus famosos coches chocados nos hablan así de uno de los rasgos más notables del maquinismo de la modernidad: el accidente y su consiguiente cauda de desechos. Visión del gigantismo moderno, potenciador de los movimientos humanos por medio del maquinismo, en lo que tiene, y esencialmente, de contingentismo, de inesperado azar, de accidente huero sin aparente sentido. Espectáculo de la destrucción explosiva, que a su vez explota el sentimiento del sensacionalismo, de lo que resulta excepcional en virtud de la desproporción de las fuerzas siniestras que, de pronto, inopinadamente, se desatan, rompiendo e interrumpiendo el fluido natural del devenir cotidiano.
Sentimiento de lo grandioso, en
lo que tiene de siniestro y terrorífico, cuyo exceso de potencia explosiva e
incendiaria detonada por el accidente nos habla del inexplicable reparto de la
desdicha por el mal agüero o por la fortuna. Espectáculo, pues, de la
destrucción, cuya ambigua belleza trágica toca uno de los más hirientes ángulos
de la modernidad: la posibilidad latente de su propia destrucción, de la
pérdida del control de las gigantes fuerzas que encierra, siendo así la obra de
Villegas una alegoría de la autodestrucción del hombre moderno a manos de sus propias
creaciones. Su riesgo estético, el convertir el estilo en mera ilustración, y
la expresión en mera fórmula técnica. Estética del objeto utilitario, a la vez
siniestra y edulcorada, que exalta abiertamente la belleza de la máquina
(futurismo), cuyo ambiguo homenaje a la eficacia de la técnica se alía al imperio
del mercado, pero también al azar y a la violencia. Poderosas fuerzas, en
cierto modo impersonales, que el artista, sin embargo, ha sabido suavizar en la
práctica y magisterio del arte del retrato.
Guillermo
Mollinedo (1979) y Moisés Cervantes (1987) participan de una estética común,
marchando ambos por caminos semejantes, cultivando una especie de hiperrealismo
de connotaciones surrealistas. Sus imágenes del desnudo femenino parecieran una
crítica al hartazgo de los satisfechos, lo mismo si derraman sus carnes en
arrumbadas atmósferas humedecidas que en los plásticos y asépticos recintos de fat foods, cultivando ambos el horror
híbrido de la belleza convulsiva. Artistas de vastísimos recursos técnicos y
formales, tentados por la imaginación pura y abstracta, cuya fantasía
desbordada pareciera con el poder de llegar a todas partes y de tocarlo todo,
dando a sus obras, sin embargo, una sensación de fantasmagórica
irrealidad. Estética de la diferencia, en la que hay algo del auge
postmoderno del pluriculturalismo, pero también de extravío de la imaginación en
los espacios infinitos, que resultan desconcertantes y por tanto inabordables,
donde lo mismo surge la escultura ajada de una olvidad civilización abandonada,
que un bodegón de la escuela flamenca por el que flotan extraños lipomas
cancerosos o insospechadas piezas tecnológicas. La representación de sus
talleres o espacios interiores de trabajo, tiene en Mollinedo, sin embargo, el
carácter no menos de la maravilla que del desorden, en donde la mirada se
pierde o extasía lo mismo en la reminiscencia de un dibujo anatómico
leonardesco que en la inversión espacial de las mesas y sillas postmodernas,
alcanzando por su parte en Cervantes la aséptica pulcritud del proyectista
gráfico. Pintores sensibles a los dictados de los códigos estéticos de la
actualidad, influenciando el rumbo de los artistas jóvenes, como Gabriela
Cortez (1991) quien, por otra parte, se deja llevar por la vertiente tenebrista
del realismo contemporáneo, extrayendo su prodigioso preciosismo de las intrincadas calidades y
magistrales claroscuros del maestro pintor Arturo Rivera.
A partir de una diáfana
concepción estética, el dibujante, fotógrafo, grabador y pintor Ramón Miranda
(1973), ha ido desarrollando una obra cuidadosa, haciendo de la frugalidad de
sus símbolos una elegante riqueza y una fertilidad. La maestría en el oficio
del dibujo le ha permitido el logro de una serie de retratos de gran
concentración expresiva y rara perfección. Finísimo observador de sí mismo, de
las cicatrices guardadas por el tiempo y de las vicisitudes del camino, sus
obras frecuentemente conservan una especie de huella de memoria, que se muestra
en la profundidad a la manera de sutiles intaglios y gofrados.
Tocado por la redonda sensualidad
de la ganada, de la caída del alma entre la carne o en los placeres efímeros,
el magnífico dibujante agrega sutiles coloraturas a su obra, como si con ello
quisiera notificar de alguna culpa o estado de ánimo contrariado. Como grabador
ha realizado preciosos libros objetos de arte, estando su estética pictórica
sometida al rigor de una paleta restringida a los tonos ocres y amarillos. Obra
de concentrado lirismo por la que flota el espíritu tradicional de la metafísica y de
los profundos misterios del amor y el cocimiento, resolviendo sus contenidos en
una tendencia expresiva, de mesurado clasicismo, cuyas normas le permite
pararse en sitio, sin ir más allá del límite, pudiendo así apreciar el esplendor de los signos y de rotundidad
redonda de las formas.
En una órbita
semejante, pero acaso de signo contrario, se desenvuelve el trabajo del
dibujante y pintor regiomontano, avecindado en Querétaro, Rafael Rodríguez (1977). Imágenes poderosas que obedecen al
irracionalismo objetivista contemporáneo del que habla Jorge Cuesta, su estética realista
pone el acento en la representación y en las normas academicistas, girando sin
embargo sus espléndidos retratos sobre
un gozne dialéctico, que va de de la simpatía y empatía por sus modelos,
frecuentemente afectados por los estigmas de la gravedad, del dolor, de la
enfermedad o de la muerte, a un sentimiento de distancia y conmoción
espiritual. Fluctuación emocional, pues, que va de
la atracción a la repulsión y que se estabiliza en una especie de
frialdad quirúrgica, no carente de filosa insensiblidad ni por lo tanto de dureza. Visión y revelación de
las miradas que, sin embargo, está a medio camino de la ocultación y de la
ceguera, fluctuando así su arco expresivo de la sensibilidad a la indiferencia.
Contraste entre claridad expresiva de la realización formal y la complejidad
del contenido latente, donde se da el quebranto o el temblor de la forma, la
cual se expone a los vendavales de la intemperie o se vacía en las asépticas
apariencias de la realidad fenoménica, quedando por fin presa en la delgada
película de lo superficial, en una especie de tránsito sutil entre lo necesario y
el accidente, o que va de la fenoménica transparencia de la luz, lo mismo al insípido corazón del drama que a la oscuridad invisible del espectro. Sus cuadros son así, más que nada, detenidas
meditaciones plásticas, teniendo su lenguaje el peso natural del rigor y de la gravedad, no exentos de la sobriedad de carácter ni del vuelo alado de la poesía.
IV
El grabador, dibujante y pintor
Edgar Cano López (1977) combina la técnica hiperrealista con el misterio de lo
real maravilloso. Estilo ecléctico que se mueve entre el azar y la contingencia
con la gracia del equilibrista y la sonrisa del humorista. En sus escenas
barrocas, de compleja composición formal,
hay un elemento bizarro y perturbador, disparatado o descompuesto, cuya
yuxtaposición obliga al espectador a tomar distancia, produciendo una sensación
de absurdo o irrealidad, como si algo oscuro latiese, amenazador, del otro
lado. Artista reflexivo e introvertido, en cierto modo onírico, en el que hay
una suerte de desmesura o hybris, de transgresión de límites o fronteras, de
confusión entre el esse y el non esse, entre la plenitud y el vacío,
entre la vida y la muerte. Mundo abigarrado, hechizado por ángeles caídos, desbordado
como un caudaloso río, poblado de extraños símbolos y de caprichosos reflejos,
cuyas imágenes originales dan una sensación de densidad e, incluso, de
extremosidad y pesadumbre. Lugar de la fascinación, del encanto y la herejía, su
universo es el de un inmenso pudridero de maravillas obsoletas que se filtran
en medio de lo cotidiano. En sus densos jardines interiores, atravesados por
rudas ninfas morenas e intelectuales sirenas pálidas, la realidad se vuelve cortante
y fría, como la del espejo, o un evanescente juego de reflejos que se disipa
como el vaho. Artista visionario, sensible a las conglomeraciones suburbanas,
en cuyos paisajes hay algo del movimiento masivo de las aguas, algo también de
las grandes migraciones épicas determinadas por la historia.
El realismo expresivo y mágico de
José Luis Ramírez (1981), agrega a sus inusitadas visiones las notas del color
y del humor, a veces ácido, cáustico y morado, en medio de la tormenta
contemporánea de la contingencia. Su incesante búsqueda de secuencias
orgánicas, de hechos esenciales o significativos, apuntan siempre en dirección
de la plenitud y de la fertilidad. Su crítica feroz a las apariencias sensibles
puede verse entonces como una forma de ascesis, cuyo objeto es disolver los
estados de fácil comodidad, desgastando los equilibrios de la vulgaridad
profunda, poniendo de manifiesto lo que la libertad moderna tiene de arbitrario
y de aislamiento anárquico que separa del resto del mundo en medio de un cosmos
viviente. Libertad de perderse y consumirse o de abandonarse a la combustión de
las pasiones, que de pronto arden, inconteniblemente, como perros de paja. Crítica
al instinto de perdición de la libertad moderna, que tan fácilmente cede a la
miseria física o espiritual, y ante la cual no cabe sino buscar los despojos
encantados que nos atan al resto del universo, para imantarlos y jalar sus
hilos obligando a que nos respondan, para que nos digan de las cosas
inimaginables que allá arriba se están dando. Su arte es así el de una mágica llave
que nos permite entrar de lleno en las cosas del mundo, limpiada ya la visión
de la arbitrariedad o de la herrumbre. Pintor genuino, el arte de Ramírez,
afectado por cierta nostalgia incurable del origen, es el de una constante
búsqueda de diafanidad y de transparencia. Sed de ser, cuyo realismo se impone
siempre sobre el azar y la contingencia, para hacernos notar, detrás de sus
imponentes alegorías, lo que en el fondo de las cosas en realidad está pasando.
En el finísimo realismo mágico de
Luis Leonardo Ortega (1992) se da una curiosa conjunción entre innata sabiduría
del oficio de pintor, de orientación clasicista, y un progresivo develamiento de
la realidad. Su minucioso realismo, pleno de “saber hacer”, es un esfuerzo por
disolver las sombras góticas que impiden el paso franco de la luz del día. Los
fantasmas que rondan por su obra son así vistos de frente hasta convertirse en
objetos concretos: muñecas viejas escarchadas por el hielo, maniquís que innoblemente
ruedan destrozados por el tiempo, máscaras de madera enmudecidas por la
liturgia sorda, manos de pasta desgastadas por el poroso moho que las
habita o estatuas de piedra erosionadas
por la abrazadora incredulidad atrabiliaria. Los cuidadosos empastes,
veladuras, tersos oleos, finos carboncillos van urdiendo orquestadamente así la lucha franca contra
las pesadas tinturas de la noche y sus corrosivos vapores de sopor y melancolía.
Paso, pues, de la imagen del sueño y su rigores de luto e inamovible pesadilla,
de inerte molicie y gratuita fantasía,
al profundo misterio de la germinación, donde por obra del agua y del espíritu
se rompe la semilla aislada, que tiene que morir para que de ella surja la
planta cubierta de verdura, para que el modelo, deslumbrado y ciego en su vitrina de reflejos, encarne, en una
carne concreta como un rostro. Probado virtuosismo de la especie de la templanza,
que se manifiesta como iniciación en los misterios de natura: en querer ser de
luz y de la luz de aquí, de luz de tierra.
En Omar Ortiz Hernández
(1984) tiene Durango a uno de sus más poderosos pinceles realistas, junto con Ricardo
Fernández, Luis Leonardo Ortega, Enrique Salinas, Eduardo Alaníz y Christian de
Jesús Castro. Especialista en el arte del retrato, OH Ortiz cultiva un realismo
profundo, determinado por la limpia emoción que hay en los momentos iniciales y terminales
de la obra, debido a que está siempre interesado, no en el verismo mimético de
la imagen, sino en sus significaciones. Autor de gran poder sintético, en cuya
obra marchan entreverándose y de forma paralela la fuerza y la forma, sus
imágenes son una especie de sublimación de lo cotidiano, que así se potencia a
nivel de símbolo de la condición humana, donde tienen plenamente su universalidad.
Su estilo minucioso e hiperrealista nos habla entonces de otra grandeza: la de
lo pequeño, de lo sencillo y humilde, de lo que nos es común a todos y corre
como una sabia profunda por los ríos interiores de la humanidad. Sus certeras
expresiones, no carentes de sarcasmo e ironía, son en realidad chisporroteantes
alegorías de las actitudes humanas fundamentales, tocadas por la gracia del
humor, sin dejar de ser por ello en muchas ocasiones inquietantes. Su lenguaje
es el de la cualidad y del valor, el de la entrega y el sentido, por perseguir
siempre su obra un telos, un
horizonte o finalidad propiamente humana. Actitud más moral que estética que,
rechazando todo conformismo embrutecedor, sostiene el realismo de recordar, de
acordarse de la esencia misma que nos constituye, para concordar, para llegar a
un acurdo, a ser concorde con los filamentos de la vida, pudiendo contemplarse
en su obra la dignidad de lo que está caído y la altura de lo que ha sido
rebajado.
Por su parte Ramón
Eguira Román (1980) ha seguido fielmente su vocación de grabador, alcanzando la
maestría en el oficio, lo que le ha permitido desarrollar un arte completo,
ahondando en las vertientes propias de la estampa, que van de las taxonomías
naturalistas a los juegos tipográficos, y de la preciosa ornamentación a la
confección de preciosos libros objeto. Artista riguroso cuya solidaridad con la
vida lo ha llevado a habitar el alma de
las cosas, participando de los ritmos de la naturaleza. Dueño de un lenguaje
cada vez más propio y más moderno, afectado por el hibridismo de las
yuxtaposiciones y las metamorfosis, pero también del esteticismo formalista de
la edad, sus símbolos son sobre todo los de la libertad, la belleza y la
muerte. Preciosas alegorías que interrogan sobre las condiciones de posibilidad
de la armonía, de romper la prisión de la materia para elevarse al alma superior,
y en las que puede oírse el rumoroso batallar con el que rompe del canto del
espíritu.
Artista
visionario, Joaquín Flores (1989) ha sabido combinar el oficio de fotógrafo con
las largas caminas por los márgenes urbanos, en busca de paisajes idóneos para
integrarlos a la composición de sus exploraciones estéticas. Inclinado hacia la
representación de la pelada luz solar que pega sin piedad en los paisajes solitarios,
en los que apenas aparecen, entre las pocilgas desvencijadas, las escuálidas
lagartijas, los perros famélicos y los anémicos niños desdentados, el artista
se ha ido especializando en la representación de la pura naturaleza inanimada,
donde sólo aparecen arcaicos menhires, escombros de antiguas edificaciones
hechas polvo, rocas y pedruscos cuya masa inerte, filosa o de aplanadas lajas,
reposa confundida entre la arena. Paisajes desérticos, castigados por el
sofocante calor y por el abrasivo viento, de inequívoca significación
postapocalíptica. No la abigarrada representación de la infrahumanidad
inherente a la decadencia del mundo contemporáneo, sino la simpleza lapidaria y sobria de su
resultado final, en el que puede sentirse un hiriente rastro de desolación
catastrófica, de caos y vacío, donde apenas queda el vestigio o seña de un
olvidado altar, en el que sobrevive el crucificado signo de la verdad eterna.
Frugalidad simbólica, que es signo
de elegancia, no ajena a la profundidad significativa. Porque los paisajes
desérticos de Joaquín Flores son también la proyección del alma abierta al
silencio y a la serenidad de la conciencia vuelta escucha, al sitio donde se
posible hacerse diáfano como el desierto y el que la aridez de estar expuestos
a los elementos y a los rayos del sol obliga a perder la candidez, trasportando
una actitud espiritual reflexiva, de ascesis y de penitencia, para poder volverse
del todo trasparente. Imágenes de los lugares expuestos, es cierto, por donde
pasea la serpiente maligna y portentosa, pronta a engañarnos con las delirantes
fantasías del deseo, pero también sitio último, y otra vez primero, en el que
recordar la cantera primordial de la que fuimos en el comienzo desprendidos.
V
La
magna exposición “Distopía”, más allá de ser un soberbio escaparate de los
jóvenes maestros de la pintura mexicana contemporánea, resulta una
pormenorizada meditación de la estética de nuestro tiempo tardomoderno, en el
que las vanguardias han sido convertidas ya en técnicas de representación. Termómetro
y barómetro de nuestro tiempo, la exhibición colectiva registra así la presión
atmosférica y el clima de la estética actual desde la posición figurativa del
realismo, para observar atentamente los estertores finales de la fábrica del
mundo contemporáneo. Formas estéticas realistas, es verdad, que sin embargo
muchas veces suscitan un sentimiento de lo bello contrariado, mezclado de
penumbra e incluso de convulsión y horror, donde se produce una especie de placer…
pero que no place, de un gusto moderno
tardomoderno… pero que no gusta, dejando entre los labios un regusto amargo de
disgusto, que sólo puede explicarse en el marco de esa especie de masoquismo
trascendental producido por nuestra era maquinal, tecnocrática, donde reina una
idea pesimista de lo humano y se exige una inhumana adaptación a la aceleración
propulsada por aparatos y procedimientos, creándose por tanto la necesidad
paralela de experimentar la realidad en sus aspectos más densos, más pesados,
más tectónicos –con un consecuente alejamiento de toda estética del retardo, de
la serenidad o de la sencillez, en una especie de paradójico temor a lo que es
puro, simple o angélico.
Como la estatua de mármol
cubierta de arena en el desierto, fácilmente se olvida la verdad de que el
artista se distingue de otros hombres esencialmente por profundizar en su
experiencia personal, por buscar las significaciones más hondas de la vida y
la mejor forma de expresarlas, así como por su autonomía espiritual. También que ser
artista significa estar ligado a una
tradición solidaria de los esfuerzos humanos en dirección del saber y la
nobleza humana. Porque el hacer artístico es una exigencia y un rigor
universal, una necesidad del espíritu, que obliga a creer en las significaciones
y en las esencias, y cuyos actos creadores sólo retienen de la multitud de
hechos aleatorios, contingentes y gratuitos, los que son capaces de convertirse
en secuencias orgánicas, capaces de fertilidad, de germinación y
crecimiento.
Exposición que si nos deja con un
sentimiento de incomodidad y hasta de pesadumbre, por la representación crítica
de un mundo sembrado de horror, hoyado de tenebrismo y tentado de hibridismo,
extremadamente desordenado, confuso y decadente, donde pareciera faltar la luz
del espíritu, ello se debe a que se trata de momento de pasmo, de paso por el
abismo de la muerte, de travesía por la noche oscura del alma. Muestra
colectiva que es así también un puente entre las sombras de una cultura que
declina entre estertores y el brumoso amanecer de otra orilla que, con sus rosáceos
dedos y sus tibios rayos de luz blanda se perfila, desentumiendo las hojas y
disolviendo las escarchas, despuntando ya en el horizonte.
Durango, Durango, 23 de junio de
2017
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