miércoles, 11 de mayo de 2016

El Ocaso de la Estética del Peligro: Aurora del Mañana Por Alberto Espinosa Orozco

El Ocaso de la Estética del Peligro: Aurora del Mañana
Por Alberto Espinosa Orozco

“Éramos los elegidos del sol
Y no nos dimos cuenta
Fuimos los elegidos de la más alta estrella
Y no supimos responder a su regalo
Angustia de impotencia
El agua nos amaba
La tierra nos amaba
Las selvas eran nuestras
El éxtasis era nuestro espacio propio
Tu mirada era el universo frente a frente
Tu belleza era el sonido del amanecer
La primavera amada por los árboles
Ahora somos una tristeza contagiosa
Una muerte antes de tiempo
El alma que no sabe en qué sitio se encuentra
El invierno en los huesos sin un relámpago”
Vicente Huidobro



I
   Una de las características más notables de los nuevos objetos estéticos del mundo moderno-contemporáneo, es la decidida alteración del sentimiento estético y el mismo sentido de belleza, que modifica por lo tanto el sentido del buen gusto asociado a él –dando a colación un mundo inestable de valores confusos y en muchos casos sombríos. Los nuevos objetos bellos, causantes del sentimiento de belleza o, sería mejor decir, de los complejos, diversos y ricos sentimientos estéticos, se han particularizado, al grado de expresar o espejear más que una idea del mundo con sus principios y valores universales  formulables, un punto de vista peculiar del hombre en el mundo: el de su relación libérrima con él, en cierto modo anárquica, donde se festina el permisivismo e, incluso, la transgresión de los normas, donde pareciera que todo vale o puede valer. Idea del mundo, más que guiada, succionada por el vértigo de la aceleración y por la aparición de la chispa “fulgurante” de la novedad, que al incendiarse en su efímera refulgencia pronto pasa y se agota, sin entibiar el pecho, que al otro instante se apaga,  para confundir luego sus cenizas con las densa tiniebla de la noche.
   Estética del conflicto, de la pugna contra la tradición y aún contra lo humano, que celebra la contra valoración y trasmutación de todos los valores, dando cuenta, más que nada, del paradójico trasfondo metafísico de nuestros días, que es su inmanentismo, donde las cosas humanas se muestran en lo que hay en ellas de azaroso y contingente, de mera temporalidad y devenir equívoco, de apariencia esquiva, cambiante, mutante y engañosa. Arte de lo meramente aparente, que al captar la película sensible de las cosas bajo el lente analógico de la percepción subjetiva, retiene lo que hay en su movimiento de cambio y mutación, de alteración y metamorfosis, celebrando con ello el carácter contradictorio de las cosas, resultando así sus representaciones tan fluidas e inasibles como el tiempo, fugaces, caprichosas, fantasmalmente evanescntes, en una especie de objetivismo irracionalista.
   Arte de la inmanencia, en conflicto con las esencias y la naturaleza propia y permanente del ser de las cosas –acosado y presionado desde fuera por el vértigo tecnológico de nuestro tiempo, por sus omnipresentes utensilios, herramientas, artefactos, máquinas y procedimientos, que dan eficiencia a nuestros movimientos, pero que al acelerarlos, desbocan los deseos y apremiantes apetitos de la subjetividad, detonándolos y dispersándolos en todas direcciones, para luego succionarlos en una especie de ambición circular, que no conoce el reposo, pero tampoco la meta –y en donde las estructuras y módulos temporales de la vida, pero también la idea misma del ser humano, quedan. finalmente, completamente desdibujados.
   Arte, pues, en que se alía la ilimitada confianza del ser humano en la infatigabilidad de sus movimientos con la reiteración de los valores de esta vida, sin cuidado, y hasta con menosprecio, desdén y mofa, por la otra vida, o sin ningún más allá en el horizonte. Estética, pues, en la que no puede sino darse cita la sobrevaloración de la nuda existencia y el sentimiento moderno de la libertad, en su sentido mínimo contractual, donde todo está permitido, con la consecuente exaltación de los valores dionisiacos, sensuales e inmediatos de la experiencia y de lo contingente, dejando pasar, y hasta arrojándose temerariamente, al azar, abrazando decididamente los caprichos y turbiedades del ahora. 
   Estética existencialista fascinada por el ahora, pues, donde surge, como la Hidra de Lerma, el fenómeno del aplanamiento de los valores en la homologación de las existencias; donde no hay hombres ni valores más esenciales y necesarios que otros, pues empieza por no haber esencias -y que no puede sino concluir en un aparatoso nihilismo donde , por obra de la noche, todos los gatos resultan pardos, manifestando el más extremo y lúgubre relativismo axiológico que quepa imaginar, sin fundamento o razón de ser, en el que no hay más verdad que la pragmática de ser útil, benéfica, para alguien, que ya es el subjetivismo rampante. 






II
   Nihilismo donde la ausencia de jerarquías convoca al desorden de las emociones y al vacío de la informalidad, en una especie de negación de lo que es siempre idéntico a sí mismo (el Ser eterno), en franca rebeldía respecto de su carácter sobrenatural o en plenaria inconformidad y desemejanza con lo divino. Nueva estética, pues, por definición esencialmente mutante,  que se presenta a la vez como una estética del peligro: del peligro del hombre, que es el riesgo de dejar de ser humano, expresado en una especie de degradación de la imagen, causante de un extraño goce estético ante lo deforme físico o psíquico, que es más bien un padecer, y en lo que puede verse y sentirse una especie de caída mórbida y rebajamiento del gusto.
   Preferencia de lo moderno por lo inferior, por lo que compara al hombre con lo más bajo, haciéndolo oriundo de lo material, de la animalidad o de los impulsos eróticos del inconsciente;  derivación de la vida de la evolución espontánea de la materia sin vida, a cuya muerta materialidad a la vez tiende, la idea moderna del mundo se expresa en el arte contemporáneo bajo la forma de una realidad demetérica, cuyo nuevo simbolismo no puede ser otro que el guiado a tientas, oscuramente, por objetos que se manifiestan como receptáculos de fuerzas cósmicas de poder (kratofanías), o por formas que se presentan como excepcionales, infrecuentes o hibridas, singularizándose al máximo, tocando con ello los extremos de lo excéntrico o de lo extremoso. Difícil proceso de composición también, donde pareciera que lo deforme tiene que disolverse, que pasar por el vacío de lo informe, siendo afectado entonces por lo arbitrario o deficiente, incluso por lo meramente espectral, para así poder formarse, por decirlo así, en su deformidad.
    Arte, en una palabra, inconforme con el prodigio de la realidad vista como creación continua, y en la que quisiera intervenir, ya introduciendo una libertad abstracta y sin contenido real, ya sujeto a las fantasías de su capricho.  Expresiones, pues de una libertad sin inteligencia, ni pensamiento, ni sabiduría, puramente emotiva y a la vez artificial, en muchos casos fuertemente ligada a los procesos orgánicos del alma inferior, a su energía apremiante, tensa y opaca, acode todo ello con el inmoralismo e irracionalismo de nuestra era. 
   Estéticas de la existencia, cuyas proyecciones sentimentales, introafecciones y sistemas de asociaciones analógicos, presas de su libertad arbitraria, no solidaria del sentimiento de la unidad de la vida, están motivados por la las fragmentaciones de la conmoción, de la convulsión o de las disociaciones de la personalidad -por  cuyas estrías igual se infiltra el crudo y feroz facetismo de las perspectivas, que se mezclan los delirios hipnóticos del sobrerrealismo, el hibridismo de la yuxtaposición de los géneros o el mimetismo de la dislocación.
   Proyecciones de las emociones de la crueldad o el sobresalto, del dolor y el sufrimiento, de la frustración y la impotencia, en una gama de sentimientos sombríos que entretejen los desequilibrios e insatisfacciones de la personalidad con la vanidad, en una intento radical del hombre moderno de auto concebirse y auto trascenderse, prefiriendo, paradójicamente, lo inferior, lo que lo estraga, merma o enajena de sí mismo –sin principio de razón que valga, ni participación alguna en las esencias salvadoras.






III
   Experiencia de pasmo, de paso por el abismo y por la muerte es el arte contemporáneo, donde se revela la fragilidad de la vida y la caducidad de las formas, pero también la irrefrenada corrupción de la existencia. La estética tardomoderna lleva así como estigmas los impactos de los caracteres dominantes de nuestra  edad, manifiestos en los contenidos y formas del arte como una yaga. Algunos ínsitos a su propia estructura, como son el esteticismo, el purismo y el formalismo, del arte por el arte, del arte puro, del abstraccionismo; otros más que, a manera de ingredientes, no deja de constituirlo, o de los que sufre sus presiones, como el totalitarismo, la tecnocracia, el publicismo, el existencialismo, el materialismo y el inmanentismo de nuestra edad. En cualquier caso, el arte contemporáneo revela en gran volumen una serie de sentimientos o estados mórbidos, prácticamente sado-masoquistas o de confinamiento existencial, en una estética del conflicto, como repito, expresante de la altura histórica de nuestro tiempo.
     Estado crítico de la crisis de la modernidad contemporánea, agudizada al extremo en el mundo del arte, dominado por valores sombríos y caracterizado por su falta de principios, no sólo estéticos, sino también morales e intelectuales, o sin principio de razón que valga, correlativo de la tendencia impulsiva, de la preferencia violenta por otra cosa, por el goce del frenesí de la victoria de lo irracional y material, de suyo menos valioso, sobre lo más valioso y espiritual. Estado expresivo también de la convergencia de potencias y fuerzas inhumanas del mundo actual que concurren conjuntamente en un punto, dándole en definitiva a nuestro tiempo su falta de brillo y fatal tono tenebrista: el desconocimiento de la persona humana en cuanto tal; desconocimiento sobre todo estimativo y práctico, de falta de sensibilidad fundamental para la persona y la existencia humana; que no es solo el mero sufrir ignorancia, hacer caso omiso o indiferencia para su valor, su ser y su existencia misma, sino un menosprecio activo, de atropellarla y proceder brutalmente con ella –dándose correlativamente en la persona, reactivamente, una serie de fenómenos de perturbación e insatisfacción crecientes.
   Irracionalismo y falta de principios que en el mundo del arte se revela también como preferencia por el presente puro, concebido como una serie de instantes discontinuos, cada uno de ellos sin razón de ser -a su vez acosados por el abismo de la irracional contingencia de todo. Lo que da a colación un tipo de artista que, viviendo en las nubes, navega en la inestabilidad por entre el ser y el no ser; como un ser, pues, fluctuante, escaso, que flota sobre el vacío encrespado de dejar de ser, angustiado en la tormenta por la inminencia de no ser –no solo por la posibilidad de morir, sino de ser aniquilado por la nada. Alejado del Bien y sin divina gracia salvadora, donde hay puro ser y nada de no ser, empecinado en su voluntarismo y empeñado en la autosuficiencia del hombre moderno que vive como si Dios no existiera, que camina por las sendas tortuosas negadoras de la esencial necesidad de las esencias y se afirma, en cambio, en la sola existencia y contingencia de todo, donde el ser es pudiendo no ser, entrañando el no ser, puramente, de hecho, sin razón de ser –que es la invención del sin sentido.
    Hecho de instantes discontinuos, sin razón de ser cada uno en el anterior o en el siguiente, frágil, fragmentado en el tiempo, constitutivamente angustiado, el artista contemporáneo tardomoderno, se asume así como pura existencia: como ser finito y contingente, afirmando la nuda facticidad de todo, de todas las cosas, que aparecen congruentemente de hecho y sin razón de ser –presentándose él mismo, en su esencialidad de ser mera existencia, como un ser insustante en sí, como vacío, como nada de ser o pura nada. Hinchado de vacío, sin esencia alguna espiritual salvadora, sin pertenencia incluso a un género que lo defina, como ser en vilo en medio del no ser, el artista moderno violentamente se aferra a su existencia, a su propio ser, a su mera temporalidad, afirmando, sin embargo, con ello, la nihilidad de todo: del mundo, que se presenta sin armonía, sin orden, sin jerarquía, sin gracia salvadora, roto el hilo que lo unía a las esencias, sin divina mano sustentante, caído al abismo de la nada, y por tanto como acosmismo. Arte postmoderno: invocación a la nada. Arte conflictivo, constitutivamente angustioso y angustiante, entrañarte de un peligro radical, ontológico: el de dejar de ser cuando se es solo de hecho, cuando se es sólo en sí y para sí, sin razón de ser, cuando se es pudiendo ser de otra manera o como un ser de inesenciales atributos, como un ser que es… pudiendo realmente no ser.
   Porqué lo que hay al fondo del inmanentismo contemporáneo es un contingentismo extremo, afirmado sin restricciones, absoluto. Invención del abismo dentro de la nuda facticidad, donde se da la individuación y singularidad absoluta del sujeto por virtud del tiempo, viviendo en una sucesión de instantes discontinuos y en la innecesidad de su nuda facticidad. Autosuficiencia de hecho, es cierto, pero en el fondo agonía del hombre en el antagonismo dialéctico entre el ser y el no ser.
   Singularizado al extremo por el tiempo, sin participación en el género, ensimismado, confinado en sí mismo, el artista se expresa en su obra: expresa el tiempo, su tiempo, siendo indiferente incluso al destino de sus semejantes, que así dejan de serlo, y al destino mismo de la humanidad, de la que así deja de participar. Hombre más de la técnica que del mundo espiritual del arte, hijo de la técnica, homo faber,  que manipula útiles, objetos a la mano, montado sobre la fuerte voluntad del tiempo, pero en sí mismo débil, sin resistencia, en conformidad y complicidad con la pura facticidad. Que es la abyección, el ser  sin sentido, cuando se es sólo en el tiempo, cuando no se es esencialmente nada humano y se es sólo en función de la muerte.











IV
   Estética del conflicto con el ser, cómplice de su tiempo, es la estética de un arte que con el tiempo en polvo, en nada se convertirá. Arte existencial, pues, que refleja o espejea la esencial innecesidad de todo, donde incuso el arte mismo deja de causar el armónico sentimiento de lo bello y se presenta, de hecho, como una promesa de infelicidad, y donde la buenas costumbres dejan de ser buenas en una especie de naturalización de la vulgaridad o del cinismo.
   Capítulo del arte moderno, mortalmente hostil a las esencias, que ha dejado de creer  en el espíritu, en la razón, en los principios, que todo lo mira como puros hechos sin razón de ser, urdido en la trama que excluye toda esencia, en el irracionalismo extremo que, por contrariedad, excluye toda esencia en medio de las existencias insustantes, sin razón de ser, y de los puros hechos sin sentido.
   Arte desesperado, mudo, silente, asignificativo o insignificante, excéntrico, extremista, internado en la caverna donde no hay causas eficientes del sentido, sino deficientes; donde empieza a no haber luz o se empieza a no ver, donde el oído mismo empieza a no oir y se vuelve una sordera. Arte que, inevitablemente, apela a los valores sombríos de la existencia y a su dejar de ser, que comunica movimientos del ánimo enteramente subjetivos, llevados por el viento y sin posible criterio unificador.
   Estéticas en las que cada uno encuentra bueno su camino, pero no se encuentra al artista verdadero. Debilidad del espíritu; ambigüedad de las formas; originalidad unánime y uniformidad de la excepción. Arte en el que cada quien se hunde por las veredas oscuras del bosque, guiado por su propia prudencia, pero empujado por las mismas presiones, obsesiones y manías del devenir, y donde todos se vuelven inencontrables o se pierden.  
 Arte que expresa la singular caída hacia lo mórbido y el masoquismo trascendental del hombre moderno-contemporáneo, sin posible trascendencia metafísica, donde la bestia cupidísima rerum novarum, el animal amantísimo de las cosas nuevas, busca las cosas distintas de sí mismo, lo otro, que él no es, por temeroso de sí, en movimientos excéntricos y tangenciales de fuga de sí,  que es la caída, o dejándose arrastrar por aquello que ajea del centro más estable de la persona. Huida de sí, pues, que se revela, en un volumen considerable de las proyecciones sentimentales de los objetos estéticos del arte contemporáneo, como causantes de un extraño sentimiento, que no es de goce, sino más bien un padecimiento, por ser  expresiones que revelan la desnaturalización de lo humano, o su infrahumanidad, que es equivalente de lo feo.
   Representaciones, pues, de la maldad, del vicio, de lo malsano, de todo aquello que estraga a la belleza interior de la persona o socava la hermosura del cuerpo y que concluye, finalmente, en la celebración de lo monstruoso. O simplemente en la expresión automática del tiempo, que pasa, con el que se identifica, sin preguntas ni reflexión creadora, para volverse nada.  
   Goce estético que no gaza, que es más bien un dolor o un padecimiento, que es la consecuencia de querer ver, reiterada, empecinadamente, en el hombre un ser sólo natural, regido por tanto por la finitud y la contingencia, vaciado en la fugacidad del instante. Extraviado por los inacabables laberintos y los sótanos sombríos que horadan el reino del inmanentismo, presionado por las fuerzas y potencias hostiles a lo humano y a las ciencias del espíritu, desbocado por los aparatos que aceleran los movimientos del hombre, lo que el arte moderno retrata es, en realidad, la mutilación de la propia naturaleza humana, causante de una especie de insensibilidad moral y de una indolencia estética.
   Peculiar inversión axiológica, donde se modifica y muta el gusto mismo. Caída en tierra de los valores estéticos, pues, conducente a un horrible forma de relativismo extremo de los bienes estéticos, que no benefician a nadie sino que más bien malefician, contaminan o intoxican, y que deben su exaltación y acuerdo en su valor, convencionalmente admitido,  por ser símbolos o imágenes de la libertad individual moderna, perfectamente irresponsable y vista como mero derecho de paso, que en nada compromete, vacía y que en sí misma nada significa. Libertad en falta, pues, que bajo sus angustiosas posturas ampulosas revela su falta de libertad, su esclavitud hacia aquella voluntad más fuerte, superior, que la venció. Libertad mermada, reducida a la nada de su temporalidad o a las materias de sus apetitos, profundamente hostil a lo humano y sin ninguna trascendencia metafísica.
   Valoración de la novedad, del ahora, del vértigo de la velocidad, pero también de la contradicción y de la mutación, que no puede dar por resultado sino una belleza huraña, exasperada, convulsiva, hija del tiempo, que al beber de la fuente tóxica de la inmanencia ni regenera, ni trasfigura, ni transforma, ni purga, sino que provoca una incómoda inquietud y un escozor: que irrita, que pasma, que duele. Que revela también las yagas que nos pueblan: el empecinamiento del hombre viejo por perdurar e imponerse; cuyos dioses no mueren, pero que al ser en el tiempo con el tiempo envejecen y mutan, adoptando las formas más grotescas y horrendas de la decadencia, de la debilidad y de la decrepitud -revelando también la rebeldía de la materia, que rechaza el valor superior que quiere incorporarse a ella, en donde en cambio triunfa el impulso de muerte, de lo efímero o de lo caduco.
   Drama final del desarrollo del arte, que ha llegado, dentro de lo estético, a la total eliminación de lo estético en los objetos artísticos. Contradicción última, ya insuperable. Experiencia singular, en efecto, de la estética contemporánea: la desaparición de lo humano en el ser humano y por tanto en la forma más alta de la expresión de su espíritu. Experiencia de la fealdad, pues, que es ya una calificación de inhumanidad o infrahumanidad, y que dentro de lo estético ha llegado, en su insaciable afán de novedades, al límite insuperable de lo antiestético, y en lo artístico, al límite, infranqueable ya, de lo antiartístico –amenazando otras de sus expresiones, bajo el anémico manto del esteticismo y del abstraccionismo, en convertirse en sirvientas cínicas del arte útil o en aparatosos símbolos robotizados de la tecnocracia.











V
   La belleza es una forma derivada del bien -siendo su relación la de una especie con respecto a un  género, mayor, que la abarca -por lo que es materialmente imposible a la estética escapar a lo moral, que es un a-priori del ser humano, más radical, más fundamental, definitorio, o en mayor grado que otros que se pudieran encontrar. Lo bello es creación, por tanto, gracia, armonía, orden, jerarquía, distinción, incluso contraste y por tanto elegancia -notas de las que se deriva la alegría y cierta promesa de felicidad y de transparencia.
   Lo feo, en cambio, es ya una calificación de desequilibrio, de insatisfacción, de malestar o maldad, de inhumanidad o infrahumanidad. Toda obra de arte, así, expresa, por indirectamente que se quiera, una metafísica personal -patente en la contemplación artística, que es a todas luces reflexión, máximamente visible en la relación, que es estrechísima, entre los valores estéticos y morales. El intento de escapar de lo moral mediante una emancipación de la estética, ya sea por el lado de las vanguardias, del arte por el arte, del arte puro, por los costados de los diversos geometrismos, ya por los escorzos del formalismo o del esteticismo, ha dado, en las mayoría de la veces, un are mudo o a-significativo, cuando no horrido y tóxico -confundiendo frívolamente todo, ya en pleno delirio mercantilista, con lo sagrado.
    No sólo arte existencial, que es facticismo, inquietud, sin-sentido y acosmismo; no sólo celebración o padecimiento de la inmanencia o simple ateísmo; sino activa apostasía, en conflicto con lo sagrado, que es en función y adoración de la muerte: tanatismo.
   Era de oscurantismo estético es la nuestra, de confianza en la auto suficiencia del hombre viejo en sus propias potencias que, sin embargo, en nuestra edad tardomoderna, ha llegado incluso a regodearse estéticamente en esa disociación de elementos propia de la corrupción –y cuya vergüenza, en la que ya no podremos reconocernos, ha de quedar en el pasado, pareciendo en el mañana incomprensible.
   Tiempo crítico, terminal, en el proceso de aguada crisis de la modernidad, de extrema gravedad, que nos brinda empero una oportunidad, por medio de un extraño rodeo. Que al poner al descubierto y dejar ver los huesos descarnados en el cuerpo y las pútridas fisuras de carroña entre la carne, nos impulsa también a la búsqueda de una verdad latente y luminosa al explorar el verdadero sentido, sobrenatural, del hombre.
   Verdad y sentido que es un rescate y que sólo en la búsqueda se da, que se presenta como una renovada opción estética al hombre y al artista contemporáneo. Que al tocar el límite extremo, ya excéntrico e infranqueable de la condición humana,  nos impulsa a volver, a ir de vuelta, a recentrarse, adoptando un término medio, entre los extremos polares en que oscila la naturaleza humana, alcanzando un punto más estable de la persona desde el cual poder parar en sitio, detenerse, para contemplar las formas eternas, más diáfanas, de la belleza.
   Porque el hombre, arrojado a su soledad, enfrentado al horror de su individuación frente al cosmos, encuentra también al interior de esa caída, que por virtud del tiempo se abre ya, al interior de un fruto maduro, la semilla y los gérmenes de una nueva vida, en donde redimirse de los delirantes extremos y punzantes extravíos de la modernidad, para resucitar así a los valores eternos y renacer, dentro de una nueva comunidad de fe trascendente, en la esperada aurora que despunta, descorriendo los velos de la noche y abriendo sobre la línea del horizonte, con sus dedos rosados, la puerta del nuevo día que comienza.

Durango, Dgo.Durango, Dgo.
22-24 de abril del 2016





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