Ricardo
Milla: la Cifra de las Horas y el Puente de los Años
Los
Tres Tiempos: el Tiempo Religioso
Por
Alberto Espinosa Orozco
(4a
de 13 Partes)
IV.- Los Tres
Tiempos: el Tiempo Religioso
En una tercera estación el artista Milla se detiene con el tiempo
religioso, realizando una serie fotográfica del Reloj del Templo de Analco, de
la ciudad de Durango, cuyo mecanismo se detuvo poco antes de marcar las la
segunda hora del cuadrante. El experimento, realizado en el cierre del año 2012
y los primeros albores del 2013, enlaza nuevamente la juntura de dos años
sucesivos al realizar 24 fotografías fijas, una por cada hora del día, del
reloj detenido, adornado con roleos barrocos, que impávido se ostenta en el
antepecho de la puerta principal del templo. Así, lo primero que comprobamos en
los fotogramas del artista es la supremacía de la luz sobre las tinieblas, pues
a las doce horas del día se suman dos horas indecisas del ocaso y las 10 horas
nocturnas. Sobre ese fondo, las modificaciones e iridiscencias de la luz en
juego con las sombras: las mutaciones del tiempo. Lo que afecta al tiempo o es
tiempo o en el tiempo: la lucha de la luz con el laberinto de tinieblas, que
dividen al claro día de la solemne noche, y que separan al cielo de la tierra.
Tiempo, pues, que divide lo sagrado de lo profano; lo que no es Dios, lo
que se pierde (que es el pecado), de lo que es Dios (que es lo eterno). Tiempo
religioso, que marca también la hora para la asamblea de los fieles, para los
predestinados a la salvación y a la bienaventuranza, para los hijos de la luz
que han abandonado las tinieblas mediante el arrepentimiento de las faltas y la
reconciliación con el Padre, que es el Creador. Tiempo que llama a la unión del
pueblo elegido, al pueblo de los gentiles injertado al tronco del pueblo
llamado por el Eterno a ser santo. Tiempo, pues, donde se junta la historia y
lo intemporal, el mundo natural del hombre, sujeto a la mortalidad, y mundo de
lo sobrenatural, de los espíritus puros y de Dios, que es también el tiempo del
más allá, de lo sobrenatural y del misterio.
Y, sin embargo, es el nuestro un tiempo sin tiempo religioso: mundo del
inmanentismo y del materialismo contemporáneo por cuyo hoyo en la conciencia se
filtra un oscuro paganismo. Cultura de la muerte que, por doquier, roe las
conciencias, esgrimiendo empero la idea de que, luego de la muerte de Dios,
todo está permitido –sin restricción alguna. Siglo que, paralelamente al
proceso de secularización de la sociedad, que es el de su creciente
tecnificación y aceleración, se ha vuelto indiferente en materia de religión,
donde literalmente Dios no les preocupa. Sustitución, pues, de Dios por una
confusa creencia en la evolución de la materia per se, donde queda abolida toda idea de pecado, de tentación y de
culpa, quedando la conciencia del hombre determinada por su ser económico
social, no como individuo, sino como clase, y en última instancia como masa.
Donde el ideal de la justicia social, de la justa repartición de la riqueza, de
la igualdad, ha quedado vacía de contenido desde el principio por la imposición
de una nueva tiranía: la del miedo a los hombres: a lo numérico, a la mayoría,
al pueblo, la nación. Caminos de la desolación que han puesto en peligro todo
lo supremo: lo espiritual y lo eterno en el hombre, junto con la creencia y la
obediencia a Dios –que es lo que salva de raíz a los hombres y a las naciones.
Empresas socializadoras del hombre, que al pelear por los derechos del hombre
han echado abajo, sin embargo, los valores supremos y las tareas más nobles en
el corazón del pueblo, convertido en una masa sin tradición ni sustancia
individual, bajo el dogma banal de la redención del proletariado.
Por un lado, primado de la idea
del hombre natural del mundo inmanentista contemporáneo, donde no hay más
reino que el de este mundo, o sin mundo sobrenatural alguno, cuya consecuencia
existencial última no puede sino ser la del hombre como un ser para la muerte.
En todo caso, hombre absorbido en la vida pública, política, laboral, de
aceleración creciente, con notable reducción de su vida íntima y privada –en la
que la congregación más que de los aristócratas, destruidas por sus mismos
vicios, de las oligarquías burocráticas, bien dispuestas a esclavizar a los de
abajo que, ligadas a las clases privilegiadas, articulan la lucha a favor de
los proletarios, a favor del hombre número, de las masas, mediante la
institución de un estado social nuevo, que salva al individuo sin rumbo
injurgitándolo, y que redime a las masas, por la fuerza si es necesario, mediante
la instauración de una sociedad disciplinada y ordenada, mediante un sistema
cerrado, dispuesto a excluir y destruir a cuantos se le opongan, trabado a
partir de un principio único y claro: la primacía de los factores económicos en
la determinación de la conducta humana y de la historia. Nueva fe, pues, depositada
en un realismo autoritario, autoritario y fanático, cuyo empirismo no es otro que el del hombre de
la técnica, el hombre de poder moderno, que percibe la importancia de los trabajadores
en el nuevo estado industrial y que mediante un partido revolucionario logra el
control estatal de la explotación y de la plusvalía. Nueva fe, a la que le es
sin embargo esencial, la ruptura drástica con el pasado.
Crítica a la sociedad burguesa, capitalista, pero por no ser suficientemente
individualista y radical en cuanto a sus fines, que son los fines absolutamente
reaccionarios, despóticos, de una sociedad ideal gobernada por un solo individuo,
puro, identificado como única realidad o al que le es inherente la realidad de
cada uno, o legislado por una sola conciencia, por la voluntad sola de un
individuo solo, por la singularidad más radical de un individuo, que es ya el
colmo del individualismo y del subjetivismo contemporáneo. Ya en germen en la
teorías marxistas motivadas fundamentalmente por el espíritu de la soberbia. Porque,
en efecto, el gran poder de seducción que presenta la teoría marxistas es la de
presentar el perfil de ese hombre nuevo que se estaba configurando desde la
Ilustración, hijo de sus obras o de sí mismo, fundamentalmente hijo de la técnica
y producto de su tiempo, mercenario del cosmos esencialmente enemigo del
humanismo, de la tolerancia, de ayuda mutua entre los hombres y de la
democracia. Qué clase de filosofía se elige depende de qué clase de hombre se
es, sentenciaba Fichte. Se puede elegir, así, una filosofía falsa, una falsa y
dañina doctrina, no tanto por creer lo falso, sino por una segunda forma de la
mentira: no creer lo verdadero. Así, se parte de un error fundamental, motivo
de la soberbia, que ensombrece completamente al entendimiento, que lleva, en
medio de un pensamiento mediocre, estrecho y sin verdadera inteligencia, al confinamiento en sí mismo de la persona y,
por tanto, a no tolerar la diversidad del pensamiento, en un inútil esfuerzo de
auto divinización de sí. Entre los enormes poderes de seducción de la obra de
Marx está, en efecto, un impuso anejo a la época contemporánea: divinizar la
materia, en una especie de mística de la inmanencia, para inmediatamente pasar
a destruir, no sin una especie de feroz sed de olvido, la memoria, la tradición,
la metafísica. Y, a pasos contados, un poco más allá pasar a ser un profeta de
sí mismo que inmediatamente se dispone a construir otra metafísica, notable
inferior, roída por los estigmas del luciferismo, que son la simulación y a
fachada. Místicos de sí mismos que toman entonces su modelo de Marx para
sostener su radical subjetivismo, su individualismo reaccionario extremo, del
que son lo mismo eco que protagonistas: el pensamiento tiránico, pertinaz,
estrecho, carente de sentido crítico, en lo absoluto ciego a sus
contradicciones, enérgicamente intolerante, inflexiblemente imperativo, duramente
autoritario, constituyendo un estilo de ser cortante, sin adornos, chocante y altivo, tras de lo cual,
frecuentemente, no se encuentra otra cosa que la charlatanería vacía del farsante
y los valores invertidos del resentimiento.
Tiempo religioso suspendido, en una palabra, por consecuencia de empirismos
contemporáneos, pues, donde convergen las ideologías dominantes del mundo
moderno-contemporáneo, de las potencias hegemónicas del materialismo histórico
de del neopositivismo, que de cualquier forma luego de la negativa a la metafísica,
concluyen en la erección de lamentables místicas inferiores, entre las que debe
contarse el de la socialización misma del ideal de la felicidad, de justicia
social para las masas, ideada como confort, como bienestar material –para los
prosélitos. Inversión, pues, de la idea
clásica y cristiana de que las causas de la felicidad radican en el individuo –sujeto
a la intervención divina. Ideales divergentes, pues, que se encuentra opuestos
entre sí, o en razón inversa la amplitud social de aquella, meramente material,
superficial, trivial, banal, con la hondura íntima de ésta –pero que por la
fuerza misma de la presión social y sus potencias, amenaza al individuo con el
destierro en ese mundo, como ser “incomprendido”, aislado y solitario.
Por un lado, así, el ideal del bienestar material universal, que en su
economicismo y productivismo, empeñado en la tarea hercúlea de construir una
sociedad sin clases, no logra liberar al hombre de la enajenación de su propia
humanidad al ser reducido al valor de la mercancía, sino que cae de bruces en
las violencias y sufrimientos de construir una sociedad tecnocrática del
bienestar material, fuertemente mecanicista, economicista y productivista, como repito, que
amenaza más radicalmente con acabar con el ideal de la felicidad como fruición
íntima o privada, en una especie de condenación fatal del ideal mismo de la
felicidad o negación de la felicidad como fin del hombre –en una especie de
inversión de los términos y trasmutación de los valores, que por el
resentimiento de las clases inferiores sobre las superiores, pero también del
individuo culpable sobre el espiritual, buscan culpar a la metafísica, a la
religión y a la moralidad de sus pesares, para luego sumirse en las místicas
inferiores del inmanentismo –que lejos de buscar en la virtud la felicidad (identificada
sólo en la mente de algunos infelices filósofos), se atraviesan a procurarla
descaradamente en el vicio, con flagrante autonomía respecto toda moral y
segregada de los vínculos con la virtud.
Su resultado: corazones endurecidos, alejados de Dios, en síntesis, que
fácilmente confunden el bien con el mal, colonizados ideológicamente por
locuras socialmente cultivadas y por el condicionamiento social de doctrinas
que, bajo la máscara del progreso científico y tecnológico, sólo buscan
intereses económicos, destilando los poderosos venenos del egoísmo y la
mentira.
Por lo que no resta sino volver a la metafísica, a la realidad de la
naturaleza humana, imposible de reducir a un nudo naturalismo, a un insolente existencialismo;
al espíritu de la Eudemonología, a la idea de la felicidad como una fruición
íntima asociada a la vida privada, no menos ligada a la idea de la excelencia
natural, a la idea de la virtud que se adquiere y consolida por el habito, por
el ejercicio y por la práctica (areté), o forjadora del carácter (éthos), en
lucha contra la dejadez, los desmayos, la descomposición y la decadencia de la
tormenta contemporánea; no menos ligada, decía, que a la idea tradicional de
que bien y mal radican en el individuo, que es el único agente de su propio
bien cuando se reforma para ser feliz, cuando procura las buenas acciones que
destierran los deseos deshonestos del corazón –sin por ello negar que para la
realización de la felicidad individuo se requiere la conjunción con la
realización de valores compartidos de integración social cuando sus sendas
corren por la vía de la clara libertad de los hombres, inspirada en las aguas
vivas de la verdad en conexión con el Espíritu Santo.
Tiempo de los falsos profetas y de los falsos maestros ha sido el
nuestro, que bajo sus promesas de libertad encumbren doctrinas dañinas, siendo
ellos mismos esclavos de servidumbre. Tiempo de la apostasía generalizada
también, de sustitución de la religión por programas sociales no regeneradores
del hombre o por místicas inferiores que incluso han intentado, sin fundamento
alguno antropológico, cambiar la Ley Eterna –deseando inútilmente que nos
pertenezca la Ley por la cual pertenecemos, que no hacen los hombres, que viene
de otro tiempo, de la eternidad, para hacernos hombres.
Tiempo que así no puede sino desembocar en una extremada confusión de
los valores, en donde se da el primado del hombre moderno como ser natural, en
una vida caracterizada por su tecnificación y aceleración creciente, de primado
de la dispersión y la vacuidad, promovida abiertamente por la publicidad y la absorción
de las actividades humanas en la vida pública, en la que, por mor de los
tiempos y los procedimientos, en hombre decide cada vez menos en cuanto individuo.
Pero, sobre todo, tiempo, de hecho, negador
de Dios, que es el bien sumo, el bien en sí, y al que habrá que volver como
nuestro verdadero origen, una vez reconocido como nuestro Padre que está en el cielo, de cuya roca
alguna vez fuimos desprendidos, dejando en su cantera el nicho y la huella de nuestra
procedencia. Tiempo, pues, de recordar el tiempo religioso, que es sobre todo
el tiempo del deber: del deber de amor –contrario al existencialismo del hombre
moderno, que desconoce flagrantemente el amor mandado. Tiempo pues de recordar
que el amor es un deber porque el amor es, esencialmente, entrega y sacrificio,
negación de sí, abnegación del amor propio.
Tiempo de volver a buscar primero el Reino de Dios y su justicia, que es
la justicia del amor, dadora de la gracia y de la felicidad suma. Tiempo de
desechar la vanidad, cuyo resultado no es el de las obras del amor, para volver
al amor del prójimo –que es algo diferente
a la fraternidad, a la beneficencia o a los derechos humanos.
Tiempo, pues, de dejar atrás el abandono de Dios, al sentir una profunda
tristeza respecto de nuestra ajada modernidad en ruinas, con nuestra
proletarizada intimidad, al descubrir que, en realidad, no tenemos dentro de sí
ningún amor, hallando nuestros frutos amargos: en la torcida burla, en el cortante
racionalismo, en el venenoso espíritu desconfiado,, en la mordiente frialdad
del egoísmo, en el corazón endurecido, vanidoso de sí, pero sin alma,
desalmado, a fuerza de ya poder pertenecer a nada. Tiempo, pues, de volver los
ojos hacia el cielo, de recordar la verdad de la eternidad: que es el amor, el
lazo que une lo temporal con lo eterno –que son cosas absolutamente heterogéneas,
pero que en el lazo de amor pone medida en lo que no tiene común medida. Porque
el amor existe desde antes de que existan las cosas y subsistirá cuando ya todo
haya pasado –pero que está enlazado a lo más íntimo del corazón del hombre y en
armonía con la totalidad de la existencia.
Volver, pues, a la vida y al mandamiento que entraña la eternidad, a la
intimidad más oculta e insondable del corazón del hombre, que se encuentra
siempre sereno y a la vez en constante flujo y movimiento, con su murmullo
bullicioso, desde su manantial secreto. Amor que habita en lo oculto y en lo
más íntimo del hombre, que es fe que se desarrolla en lo más profundo e
insondable en armonía con la totalidad de cuento existe, cuya tranquilidad no
es otra que la gracia que empuja, cada vez más hondamente, a amar a Dios.
Porque la vida secreta del corazón del hombre no se apoya en sí, sino en otro
sitio, que es su alma: que el amor de Dios, que como un manantial secreto entraña
la eternidad.
Dejar atrás así el amor mundano, los árboles sin fruto del débil abandono,
de la blandenguería degradada, de la dañosa asociación, del soborno lisonjero,
que son fenómenos del momento o lazos de la temporalidad, cuyo murmullo es el
rumor indeterminado de las hojas o el de las fuentes secas. Para amarse en
cambio auténticamente a uno mismo, en el amor que vale la pena, que dignifica
al hombre, no en el banal amor egoísta a sí mismo, sino en el deber, en la deuda,
en la obligación, el mandato de amar, de la ley regia: que es el manifestar el
amor al prójimo, al cercano, al inmediato, con el que tengo un deber; que también
es la confirmación de que uno es el prójimo del otro, que está cercano.
Por último, puede decirse que lo que recorta y atraviesa los tres
escenarios y trabajos especulativos propuestos en las espectaculares instalaciones
de Ricardo Milla es la presentación reiterada. Exasperada, del tiempo
absorbente y a la vez estanco del inmanentismo contemporáneo, hijo directo de
la aceleración de los movimientos mecánicos del hombre moderno, el cual resulta
profundamente subjetivo, irracional y voluntarista, disociado del pensamiento y
de la significación incluso, el cual afecta, trastorna, modifica y desvirtúa
todos casos y módulos cronológicos de la vida, paralizando en su vorágine, en
su desenfrenado vértigo y dinamismo centrífugo, paradójicamente, los tres
tiempos que nos constituyen como humanos, tanto en la esfera social, como
íntima, y más hondamente aun, religiosa. Tiempo, sobre todo, de las místicas y máscaras del inmanentismo,
detrás de las cuales renacen las viejas supercherías e idolatrías del hombre viejo, quien por no adorar al creador
adora a la criatura. Tiempo de falsas superioridades, de aristocracia
degenerada y de desvirtuada burguesía por el abandono de su función original de
educar y elevar a la plebe; tiempo de debilidad de instituciones sin prestigio,
dignidad y eficacia también; de embotarse y abotagarse en un mundo subjetivo,
consigo solos, en medio de una sociedad cuyos prestigios liberales han
enfermado, roídos por la corrupción, la impunidad y la opacidad en sus tareas.
Tiempo de cierre de un ciclo y de acabamiento, pues: tiempo de vuelta al
sentido primigenio de la urbe, de reunir las casas, de habitar juntos, en una
lucha común por no dejar de ser lo que hemos sido, para reedificar sobre las
viejas piedras amadas lo que hemos construido, y que llevamos impreso ya
indeleblemente en nuestros corazones.
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