El
Espejo de la Muerte: Vanitas de Tomás Mondragón
Por
Alberto Espinosa Orozco
1a
Parte
I
A
partir del Siglo XVI se empezó a desarrollar en Holanda un estilo artístico,
compuesto inicialmente básicamente por bodegones, al que se le dio el nombre de
“Vanitas”, en alusión a la idea central del Eclesiastés:
que las obras del hombre son vanidad, un correr tras el viento (“Vanitas vanitatum, et omnia vanitas”).
Muchas de las obras del barroco holandés que caen dentro de ese género son de
un gran refinamiento y de un realismo extremo, que prácticamente, de acuerdo a
las modas contemporáneas, podríamos anacrónicamente denominar hiperrealistas. Sin
embargo, a diferencia de las obras planas de día de hoy, los Vanitas de ayer
tienen un trasfondo claro metafísico: recordarnos que en el mundo las riquezas,
el poder, los placeres, el goce de la belleza, la vanagloria y los honores, en
realidad nada valen, pues se esfuman tras la muerte; que la lucha por conseguir
los bienes terrenales, que es la idolatría de Mamón, al alejarnos de Dios y de
la verdad nos introduce en un hermoso sueño, engañoso… pues su despertar es sin
embargo la muerte. Vanidad, pues, tanto en el sentido de orgullo y de soberbia,
que por altivez o sentimiento de superioridad lleva a tratar a otras personas de forma abusiva,
despectiva o desconsideradamente, como con
el significado de la nada o de la insignificancia, pues el lujo, la riqueza o
el poder, apetecibles como son, carecen de valor moral. Sus objetos son así
aquellos que son propios de la vanidad: espejos, peines, maquillajes, vestidos
lujosos, sedas, perfumes, embriagantes flores y opimos frutos perecederos,
entreverados con la imagen de los huesos finales, con o cráneos y calaveras. Los cuadros, de riquísimo simbolismo, invitan
así de suyo a reflexionar, a meditar sobre la fragilidad y la brevedad de la
vida, de nuestro tiempo finito, de nuestro ser mortales los seres humanos,
recordando que, creados de la nada, a diferencia del Ser Supremo que tiene en
sí el ser y la vida, nosotros somos
hechura del Creador, confeccionados con el barro de la tierra, teniendo el aliento
de la vida en las narices, y que sí, surgidos de la materia, que es polvo, en
polvo, en ceniza, en nada nos convertiremos cuando se cierre la cuenta de
nuestros días llegado a su finitud.
O dicho en resumen: que perseguir las riquezas
de este mundo o agradar a Dios son dos caminos opuestos, pues que son dos opuestos
señores, pues uno va al occidente del Infierno, mientras que el otro al Oriente
de la Cruz y del culto, senda de la humildad y de la caridad cristiana por la
que se llega al Cielo.
II
Entre las más de 450 obras atesoradas por la
Pinacoteca del Templo de “La Profesa”, en la Calle de Ignacio Madero del Centro
Histórico, se encuentra una fabulosa pintura de Tomás Mondragón, que pertenece
al género del Vanitas, en una de sus derivaciones conocidas como “Memento Mori”,
que consagra la idea del “acuérdate que vas a morir”, conocida como “Alegoría de la Muerte” o “Espejo de la Vida”. El hermoso oleo, con
grandes letras en el primer plano, consigna la leyenda: “Éste es el espejo que no te engaña”.
La obra consigna la fragilidad de la belleza
mundana y la futilidad de la vanidad de la tierra. El cuadro se encuentra
dividido en tres secciones. A la derecha, sobre un tercio de la superficie,
aparece, como recortada, la mitad de la imagen de una hermosa joven, de carne
fresca y lozana, vista de frente, ricamente ataviada a la usanza novohispana, en medio de un recinto de gran ostentación, que
lleva su brazo derecho, doblado o en actitud de descanso, de indolencia, de
despreocupación, hacia un tocador en el que se encuentra el espejo, apenas visible. Imagen de la doncella cortesana dispuesta a abrazar los bienes mundanos de
los vivos, luciendo gemas y joyas en los dedos de su mano. A la izquierda,
ocupando dos tercios de la tela, la otra parte de la imagen de la figura femenina,
cuyos vestidos han sido roídos por el tiempo y ya en harapos, donde la carne
pútrida deja ver el mondo esqueleto, los huesos atacados por el moho y los
gusanos, y cuyo brazo se prolonga recto señalando el paisaje del camposanto,
azotado por la tormenta, que se ahonda hasta perderse en un paisaje de cruces mortuorias
y montañas moradas que se alejan, entre los ocres, a la distancia, Arriba, cargado hacia la derecha, en una
tercera sección, se abre entre nubes celestiales , dejando ver la mano
del Señor, en actitud de cortar el hilo con unas tijeras, partiendo en dos la línea entre la vida y la muerte, que simbólicamente divide a las dos facetas de la
imagen femenina.
El símbolo de la calavera, del esqueleto,
que en otros casos cumplía la figura del difundo; o, mejor dio, de la mitad del
esqueleto representado, tiene como función servir de antídoto contra la vanidad
y nihilidad del mundo, al hacernos reflexionar sobre la horrorosa muerte o la
finitud de la vida. Su propósito, en efecto, es el de causar horror en el
espectador, despertando sus sentimientos de culpa por los excesos de la
mundanidad cometida, llamándolo así y conminándolo a la salvadora conciencia
del arrepentimiento, de la humildad, del amor trascendente de la caridad
cristina que es a la vez justicia, búsqueda del reino de Dios en este mundo,
desde este mundo –antes de volver como amarga ceniza a la tierra de la que
fuimos hechos. Pavor de los ojos por la visión del horror de la muerte, del
agotamiento de ésta vida, por el poder devastador, ineludible, de la muerte –que
nos invita así una rectificación de la conducta, en advertencia de su pecaminiosidad,
para así poder gozar de la salvación de nuestras almas, gozando de la bienaventuranza
de la vida eterna, por participación en la suma felicidad de la luz y la bondad
divina.
Del misterioso artista Tomás Mondragón poco
o nada sabemos, aparte de su obra ejemplar, firmada en el tardío año de 1859. Puede
decirse, empero, que debió haber sido contemporáneo
del gran pintor catalán y director de la Academia de Pintura de San Carlos Pelegrin
Clave, así como del escultor Manuel Vilar, quienes se habían formado en Roma,
en la escuela de Nazarenos, cuyo purismo, de ambiciones murales, fue impulsado decididamente
por el gran Overbeck, con la intención de purgar a la escuela renacentista de
sus maculas paganas. Una nota más puede arrimarse a esta ascua: la fecha de
elaboración de la tela, del año 1859, ya no corresponde a ningún periodo virreinal,
bien entrada la Independencia de la
nación en el siglo XIX, justo en el momento en que se proyecta la secularización
e incautación liberal de los bienes de la Iglesia por las Leyes de Reforma,
promulgadas por Don Benito Juárez García, benemérito de la Américas – y por
cuyo lance se granjeó la animosidad del papa Pio IX, quien no tuvo más alternativa
que excomulgarlo para siempre de la Iglesia Católica y Apostólica Romana.
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