La
Cifra de las Horas y el Puente de los Años
La
Luz o las Tinieblas: Ricardo Milla
Por
Alberto Espinosa Orozco
(6ta
de 13 Partes)
VI.- La Luz o las
Tinieblas
Los escenarios e instalaciones minimalistas de Ricardo Milla nos sumergen
en una atmósfera donde pareciera converger todos los tiempos y, a la vez, rozar
lo intemporal, que es lo eterno. Su obra, así,
al remachar mil veces un mismo clavo, al destilar la categórica gota de
agua repetida, abre un pozo, un ámbito, propio para la reflexión conceptual
que, al penetrar por el espacio contrastante de las luces y las sombras, nos
remonta a las categorías básicas de la Creación y del espíritu. Sus mágicos
recintos se presentan así como la recreación de un espacio cosmológico y, a la
vez, como el ensayo en vitro de las manifestaciones simbólicas claves de la
metafísica que está a la base de nuestra cultura toda.
Así, al subir por un elevador decorado con imágenes de relojes navegando
entre celajes, sentimos, materialmente,
una elevación de espíritu que nos remota al cielo, a la manera de los ángeles, cumpliendo
la función de aludir a lo que es por siempre, refrescando nuestra intuición y
sentimiento de lo eterno, de lo inmutable, de lo que, aunque reprimido, sigue
siendo, recuperando de tal modo un saber largamente olvidado por la modernidad,
pero a la vez fundamental, por hablarnos de una realidad primera ligada
inextricablemente ya no digamos a nuestra cultura, sino a la esencia misma de
nuestro ser y destino todo como seres humanos.
Capítulo, pues, para reflexionar en el momento propiamente creador del
tiempo: el del fiat lux, que dijo
Dios, cuando en la tierra todo era caos y confusión, la oscuridad cubría el
abismo y un viento divino aleteando por encima de las aguas: “Que haya luz… y hubo luz. Y vio Dios que la
luz era buena, y separó la luz de las tinieblas; a la luz llamó día y a las
tinieblas noche. Atardeció y amaneció, Día primero.” (Génesis 1; 3-5).
Porque lo que hay al fondo del tiempo religioso es el misterio de esa
separación de la luz y las tinieblas, creadora de los tiempos y, a la vez, del
orden moral mismo del hombre –y que entraña paralelamente el misterio de la
caída.
La naturaleza divina, que es el sumo bien, es simple y por tanto es
inmutable. La naturaleza de Dios es la de la verdad y la luz, pues hay vida en
él, y en el él no hay ningunas tinieblas. Por su naturaleza simpe todo lo que
tiene eso mismo es, o no tiene algo que pudiera perder o que lo tiene. Por lo
que ni tienta a nadie ni puede por nadie ser tentado. El padre engendró al Hijo
unigénito, que es otro, pero no es otra sustancia, y ambos con el Espíritu
Santo, que es la santidad sustancial y consustancial de ambos, del mismo modo
inmutable y coeterno. Trinidad que es un solo Dios, de una sola cualidad o
esencia, que resulta superior al entendimiento, y por lo tanto esencialmente
incomprensible.
Así, en el principio Dios creó a los ángeles de la luz. Dios hizo la luz
porque era buena, porque el buen Dios hizo buenas obras. Y Dios aprobó la luz,
pero no así las tinieblas, de las que dividió a la luz. San Agustín ha visto en
tal aprobación un símbolo ontológico: que la luz significa la santa
congregación de los ángeles, que resplandece con el entendimiento de las cosas
inteligibles y de la verdad, hecha por Dios de luz para vivir sabia y
felizmente. Que fue separada de las contrarias tinieblas, que son aquellas
inteligencias abominables de los ángeles malos, que por su mala voluntad, por
su propia culpa, se desviaron de la luz
de la justicia. Lo que significa que los ángeles pecadores perdieron la luz al
desviarse la vida sabia y bienaventurada, al corromper la buena naturaleza por
obra de su mala voluntad, y cuyas almas privadas de la luz de la sabiduría se
oscurecen y se cubren y envuelven de tinieblas –que es el entenebrecimiento de
su entendimiento, en justo premio a su perversión. El castigo de la caída se
produjo entonces, por la malicia de los ángeles pecadores, que no perseveraron en
el bien, en la verdad, perdiendo por su voluntad aquella luz de suma bondad, y privándose
asimismo de la sociedad con los ángeles buenos.
La división de la luz de las tinieblas significaría, así, que hay dos
compañías angélicas: la que goza de la visión intuitiva de Dios, que residen en
las sublimes moradas del cielo, que sin ser coeternos con Dios gozan de su
eterna y verdadera bienaventuranza, que vive tranquila y pacífica en la luz de
la verdad, mensajeros de la bondad divina que nos aconsejan y notifica de lo
que conviene a la voluntad divina, que nos favorecen con clemencia y castigan
con justicia, recogiendo piadosamente a los descaminados y peregrinos, y ; la
otra compañía, desesperada por su soberbia y humeando de altivez, alimentada
por la fuerza colérica de su naturaleza depravada, que camina turbada y
borrascosa en la tiniebla de sus apetitos, con insaciable deseo de sujetarnos y
hacernos daño, que anda reprimida y refrenada por al Altísimo para que no nos
cause tantos prejuicios como quisiera. Por lo que, siguiendo la interpretación de San Agustín, se entiende en
el Génesis bajo el nombre de luz y
tinieblas, esas dos compañías angélicas, diferentes y contrarias, la una de
naturaleza buena y de voluntad recta, la otra de naturaleza buena también, pero
de voluntad perversa.
La luz significa así también la imagen que ilustra la raíz del
entendimiento de las cosas inteligibles, del entendimiento propio del hombre
interior, con cuyo sentido distinguimos, sentimos, conocemos y diferenciamos lo
que son las cosas justas y las injustas –las justas por su especie inteligible
y las injustas por su privación. El hombre que ama lo bueno, sabe lo que es lo
bueno, y mientras más rectamente ama más ama. La luz y tinieblas se oponerse
también en el ámbito del amor, pues el amor que ama lo que debe amarse, con el
que vivimos bien, es aborrecido por el amor con que vivimos mal o que ama lo
que no debe amarse. A ésta oposición del entendimiento y del amor se refiere el
apóstol cuando dice: “Fuisteis alguna vez tinieblas, pero ahora
sois luz en el Señor.” Y También: “Mas
vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que el día os sorprenda como
ladrón; todos vosotros sois hijos de la luz e hijos de Dios, pues no lo somos
de la noche y de las tinieblas”.
Así, pues, cuando Dios crió la primera luz, crió a los ángeles y a los
espíritus santos, y los diferenció de los espíritus inmundos, privados de la
luz de la verdad, en razón de su tenebrosa y pavorosa soberbia. Empero, los
apetitos contrarios de los ángeles buenos y de los malos, deriva no de la
diferencia entre sus naturalezas y principios, sino de sus voluntades y deseos.
Porque en una compañía prevaleció constantemente en el bien común a todos, que
es el amor al mismo Dios en sus eternidad, siendo la causa de su eterna
bienaventuranza unirse a Dios, pues no hay otro bien con el que la criatura
racional e intelectual pueda ser feliz eternamente, y alcanzándolo son
eternamente felices, no por sí mismas, puesto que fueron creadas de la nada,
sino por el Señor por cuya mano poderosa fueron creadas, y no con otro bien
sino consigo mismos, puesto que no pueden a sí mismos perderse, gozando por
tanto en la inmutable luz de Dios incorruptible.
Los otros ángeles, en cambio, al ser rebeldes, deleitados y pagados de
su poder, como si ellos fueran su propio bien, se apartaron del bien superior,
beatífico y común a todos, volviéndose a sí mismos, teniendo como altísima
eternidad el ostentoso fausto de su altivez y la astucia de su vanidad por
verdad indefectible, así como la afición de su parcialidad en su caridad
individual, haciéndose soberbios, seductores y embusteros. Siendo por tanto la
causa de su miseria y su desgracia la caída, que significa el no poder ya unirse
a Dios, lo cual es un vicio dañino y contrario a su naturaleza, no pudiendo
llenar su vacío de creaturas, y casando en ellos los estragos de la mutación de
su naturaleza que deja en ellos las horrendas huellas de la fealdad, de la deformidad.
Ángeles apóstatas y enemigos de Dios, pues, cuya mala voluntad estriba
en eximirse de las leyes del justo Dios, rehusando guardar el orden de la
naturaleza, haciéndose por sus torpezas y pecados abominables en su propia
deformidad. Ángeles infieles, que contradicen y resisten a sus mandatos, no por
impulso de su naturaleza, sino por su voluntad de desobedecer y por sus vicios,
que por más que ofendan a Dios, sin embargo, no le pueden hacer mal alguno, por
ser Dios inmutable e incorruptible, sino que redunda en un mal para ellos
mismos, pues el vicio estraga lo que tiene de bueno su naturaleza –y siendo de
tan noble y pura la naturaleza de los ángeles infieles, que les resulta
sumamente dañino no unirse con Dios, causa de su gran miseria y desgracia.
Por lo que la soberbia aparece como el origen de todo pecado: no
queriendo referir a Dios, que es sumo, su fortaleza, sino que antes de
preferirle antepusieron lo que en realidad es menos –que es el primer vicio, el
primer error de la naturaleza angélica: volverle las espaldas a Dios, por lo
que vino a ser menos de lo que era y, por tanto, eternamente infeliz. Y tal es
el modelo de la mala voluntad: dejar lo superior y convertirse a los objetos
inferiores, apeteciendo desordenadamente la cosa inferior, siendo esa
conversión propiamente perversa. Razón de ser de que la causa de la mala
voluntad no sea eficiente, sino propiamente deficiente, no efecto, sino defecto.
Dejar la unión con lo que es sumo por lo que es menos, es así empezar ya
a tener mala voluntad. O, dicho de otra manera, cuando los seres creados,
formados de la nada, obran bien por causas eficientes; pero cuando faltan
tienen causas deficientes, obrando perversamente y no haciendo más que vanidades.
No siendo malos los malos por su naturaleza, que es buena y creada por el
Señor, sino por su propia voluntad mala, siendo la causa de lo malo el haberse
desviado y separado de lo bueno. Siendo, por lo contrario, lo propio y peculiar
de los ángeles y de los hombres buenos unirse con Dios, quien llena su vacío de
criaturas racionales, siendo su bien y su bienaventuranza, teniendo con el
Señor, con el que comunican y participan, con el que se unen, una compañía
santa, un templo vivo, que es la Ciudad de Dios –siendo la parte de los hombres
mortales peregrina en tierra en pos del Señor al que, según las Escrituras,
todas las gentes y naciones habrán de dar entero crédito y fe.
Los fotogramas de Ricardo Milla nos hacen así reflexionar sobre el
tiempo propio del templo, particularmente sobre el escenario trascendente del tiempo
eterno, que es sin tiempo o, mejor dicho, que es siempre y todo el tiempo.
Sobre lo que siempre es, incluso antes de la creación del tiempo, como
constitución primigenia de la que estamos hechos. Visón de otro orden, de otro
universo, que está sobre nosotros, que es el de la eternidad, y en donde el
tiempo es infinito o ilimitado. Mundo de lo sobrenatural, del más allá y los
espíritus puros, que resulta a la vez mayestático, parcialmente inteligible,
aunque incomprensible en su cabalidad.
Cifra, pues de la constitución misma de la eternidad de Dios y de su ley
perpetua, del ser que vive por siempre, lo que equivale a tener un tiempo
infinito, siendo infinito Él mismo y que sólo puede concebirse como luz y su
reino como iluminación. Lo eterno, el otro polo del tiempo, el tiempo
metafísico, resulta así el tiempo luminoso, que promete a los bienaventurados
una vida eterna, por siempre. Y así, el
sentido de la Creación es Dios mismo: pues por el Señor vinieron a ser las
cosas creadas de la nada, y si el Señor
las creó, son para el Señor.
Lo primero que viene a recordarnos las instalaciones de Ricardo Milla,
más allá del tenebrismo contemporáneo, es la dualidad, el claroscuro de las categorías
morales de la luz y las tinieblas, que impregna toda la historia del arte, como
impregna toda nuestra visión ético religiosa del mundo. Porque lo que en cierto
sentido pone el artista ante los ojos, directamente, es sus ejercicios
conceptuales, es el escenario de la lucha espiritual entre dos tipos de hombres
radicalmente diferentes: unos determinados por la aspiración a la Jerusalén
celestial, los hijos de Sión, los hijos de la luz, que aman el orden, la
tranquilidad y la paz, guiados por el mandamiento del bien, por la caridad y el
amor fraterno, que trabajan por la bondad, por la justicia y la verdad, que
serían los renacidos del espíritu o los hombres nuevos, y; los otros,
determinados por las tinieblas de los deseos de la carne, guiados por la
envidia y la vanagloria del mundo, ampulosos por el orgullo de su levadura, que
se aferran al paganismo del hombre viejo, a la rebeldía y desobediencia de los
mandatos y cuya naturaleza, desprendida de la comunicación con Dios, es roída
por el pecado y la zozobra, por la confusión y el caos, dado del predominio de
las tinieblas en ellos sobre la luz. Hijos del Sinaí, que aman al mundo y las
cosas del mundo, haciendo las obras infructuosas de las tinieblas, que no
pueden sino resolverse en vanidades.
Porque son hijos de las tinieblas los hombres que se aman a sí mismos y
se exaltan a sí mismos antes que a Dios, y que por su espíritu de rebeldía
viven en el error y andan en tinieblas: en los deseos de la carne, en la concupiscencia
y la corrupción del mundo. Hijos de las tinieblas, pues, que tienen
cegados los ojos para el amor y la verdad, consumiendo su tiempo en vanidades y frivolidades de la vida. Hombres incrédulos también, destinados a una eterna
separación de Dios. Almas esclavas de sus pasiones, sensuales, que no tienen al Espíritu Santo, sin verdadera libertad, que
andan con el entendimiento entenebrecido, incapaces de distinguir ni el bien ni
la justicia, y que son quienes causan divisiones entre los hermanos, siendo murmuradores y querellosos, blasfemos y negadores de Dios, que sin saber a dónde van son como nubes sin agua empujadas
por la tormenta, como fuentes secas, como estrellas errantes proyectados a la negra oscuridad, o como árboles secos que dan frutos escasos y amargos. Porque lo que significan las tinieblas es estar cegados para el bien, cegados por la mentira y el pecado, por el deseo de la carne y de los ojos, por amar más a los cuerpos que al espíritu, volviéndose así esclavos de la pasiones, dominados por el alma inferior, que no participa de la luz, ni del amor, ni del bien.
Los que habitan en la luz, en cambio, son quienes hacen la voluntad del
Padre, los que aman al hermano y que procuran andar como Jesús anduvo,
siguiendo su ejemplo de fraternidad y santidad. Quienes por medio de la contrición
y el arrepentimiento de sus faltas procuran andar limpios de toda maldad, reconociendo,
pues, las faltas, y purgando y expiando las culpas, desterrando las sombras del
corazón y el pensamiento alejándose de toda maldad. Porque son tales los hijos
de la luz, que dan frutos dulces, siendo amables, aspirando a las cosas
elevadas, teniendo en ellos la fuerza santa, celestial, misericordiosa, siendo
obedientes, mansos y justos. Porque estar en la luz es perseverar en la verdad,
guardar los mandamientos, confesar nuestros pecados y, sobre todo, amar al
hermano, al prójimo, para tener comunicación unos con otros, participando de la verdad del Padre y del Hijo y en la gracia del Espíritu Santo. O dicho en una expresión: estar en la luz es cumplir los mandamientos, de esforzarse en no pecar y practicar la verdad, siendo fuertes para vencer al maligno. En una palabra: de seer espirituales y sin mancha, siendo guiados por el espíritu de verdad, del espíritu de Dios, que es luz y que es desde el principio.
Visión de lo eterno que reina sobre lo temporal, que es la ley de Dios, que es la ley y Dios eterno, como el otro polo de la mundanidad, de la temporalidad, sin lo cual no se entiende la moralidad ni, propiamente hablando, todo el conjunto espiritual de las significaciones humanas. Vuelta del tiempo, pues, a sus orígenes que, a la vez, perfila la forma del futuro inmediato: la del renacimiento de una sociedad de fe trascendente en donde se cifra la salud moral del hombre y la luz del mundo: la luz del amor, el perdón, la esperanza y la alegría, que ya despuntan, como en una alborada, en el horizonte del porvenir.
Visión de lo eterno que reina sobre lo temporal, que es la ley de Dios, que es la ley y Dios eterno, como el otro polo de la mundanidad, de la temporalidad, sin lo cual no se entiende la moralidad ni, propiamente hablando, todo el conjunto espiritual de las significaciones humanas. Vuelta del tiempo, pues, a sus orígenes que, a la vez, perfila la forma del futuro inmediato: la del renacimiento de una sociedad de fe trascendente en donde se cifra la salud moral del hombre y la luz del mundo: la luz del amor, el perdón, la esperanza y la alegría, que ya despuntan, como en una alborada, en el horizonte del porvenir.
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