viernes, 24 de junio de 2016

Filosofía y Educación Por Alberto Espinosa Orozco

Filosofía y Educación
Por Alberto Espinosa Orozco



La filosofía es: lo más saber posible y el saber de lo más posible. Por un lado tiene así la filosofía una vertiente enciclopédica, pues es el intento de saber lo más posible de todo, en un esfuerzo de la razón propiamente teórico, sistemático; por el otro es saber de lo más posible: de la razón, que ordena en sus categorías el sistema del mundo, siendo en este sentido lo más, porque… quién más que la razón, que la filosofía, capaz de ordenar la totalidad en un conjunto de saberes ordenados por sus principios y sus categorías? Quien más que la filosofía, que la razón, que los principios, que las categorías, que el sistema ontológico del mundo que espeja la realidad en su totalidad?  Pues sólo es más… y sólo…  el mismo Dios, por lo que la ontología no puede sino concluir en saber de Dios y de las realidades, de las entidades espirituales, , en el saber de lo más posible que sea a la vez lo más saber, es decir, concluye en teología.
La antropología filosófica ha visto en la educación una  exclusiva del hombre, un propio o propiedad derivada de su esencia (que es la razón), por la que el hombre mismo puede incluso definirse como: el ser o el animal educado En efecto, el hombre es un “ser que hacerse”, o el animal que se educa y que es educado. Descuidar tal esencia del hombre, tal exclusiva de la especie, sólo puede redundar en el peligro de degradarlo a criatura de ser dado, como son los animales, regidos básicamente por sus instintos. Pero el hombre, por razón de su libre albedrío, por ser criatura espiritual, sobrenatural (aunque no sobrehumana), tiene que educarse en medio de una cultura que le precede, de acuerdo a una tradición. 
   El hombre nace en la naturaleza, por ser animal, pero no nace hombre; se hace hombre en el mundo de la cultura y el mundo de los símbolos: tiene que nacer al lenguaje y tiene simultáneamente que despertar su espíritu, es decir, tiene que humanizarse.
   Visto desde un plano metafísico, el hombre al venir al mundo trae consigo una ruptura de nivel ontológico, que tiene que armonizar, que estabilizar, por medio de la educación. Tiene así que entrar en el mundo de lingüístico de las significaciones y de las designaciones, que la letra tiende a matar, para vivir su espíritu. Restituir, pues, la solidaridad originaria del hombre con la naturaleza mediante un conjunto complejo de símbolos culturales solidarios del cosmos, llegando a restablecer la unidad, la divina unidad, entre los valores del hombre y los ritmos del universo: es decir, tiene que recuperar lo sagrado en la naturaleza y en el hombre mismo para evitar las arritmias y las catástrofes cósmicas (sequías, inundaciones, huracanes, etc.), pues la letra está todo el tiempo amenazada o por la petrificación (la letra muerta) o por la inversión de los valores -el caso más notable: la profanación de los sagrado consistente en considerar lo sagrado como profano (naturalismo) o, a la inversa, la secularización desviada de nuestro tiempo, consistente en considerar lo profano como si fuera sagrado (las herejías).
   Puede añadirse que en la cultura toda y por tanto en la misma educación, los símbolos más potentes de todos son o los míticos o los religiosos, debido a que en ellos se encuentra una referencia, directa o indirecta, a la totalidad –por lo que también entrañan una teoría del mundo, una filosofía, una metafísica. Lo símbolos, repetidos por la liturgia, por los ritos, en la oración (poderoso símbolo de comunicación con lo divino), el honrar a los antepasados, a los padres, a las figuras dignas de veneración, no constituyen así sino un reservorio de la memoria para dirigir la actividad humana en el sentido de sus fines últimos y más elevados –donde se puede ver un cordón de dependencia entre el símbolo y la moral. De hecho no hay, no puede haber, una moralidad social sin símbolos -pero se puede también adorar a un tirano, sacrificar a la nada u ofrendar a los ídolos.


   Uno de los fenómenos más dolorosos de la humanidad es la tendencia a revolcarse en su propio error: es destruir una religión, una simbología, una cultura superior para inmediatamente erigir otra... notablemente inferior. La falta de compresión del mito, de los símbolos, de la religión comenten entonces una grosera confusión, consistente en abandonar una mística superior (de la luz) para arrojarse instantáneamente en brazos de otra, confusa, parcial, débil, notoriamente inferior (las metafísicas de las tinieblas), que lejos de divinizar al hombre lo vuelven cada vez más mediocre, más pusilánime, más confuso, más vulgar y… más rebelde a las cosas del espíritu y aún de la cultura.
 El hombre nace en la naturaleza, pero no nace hombre, sino a la humano, en medio de una cultura que lo rodea por todas partes, que lo precede y lo sucederá. Si se educa, entonces es que ha entrado en contacto con ese mundo del sentido, con ese mundo humano. Así, lo primero que tiene que aprender es a hacerse hablante, pues, dando acceso así a la compresión y a la participación de los símbolos y significados de esa humanidad, y así al familiarizarse, absorber y asilar y finalmente recrear los contenidos la de la cultura poder  plenamente humanizarse. Porque el hombre no se hace hombre per se, sino que nos hacemos hombres, por delegación e incluso por investidura,  porque el hombre no se hace ni se maquila como si se tratara de un autómata, tampoco se hace a sí mismo, en abstracto, como si fuese hijo de la fortuna o de sí mismo,  o como si fuese hijo de la técnica o de las propias obras, sino que tiene a la educación y a la cultura como una madre, en el sentido de una instancia social, pues se educa y se co-educa con los otros en un mundo social, cuyo humus primordial no puede olvidarse del origen, del fundamento que le da sentido -imagen de la madre otra vez, de la asamablea de los fieles a una cultura o, si se quiere, de la Iglesia misma, donde se simboliza a la memoria, particularmente a la memoria de la unidad primigenia del hombre, que es la familia, que implica la reconciliación con nuestros padres, con nuestros ancestros y antepasados y finalmente con Dios. Por ello mismo la educación en tanto asamblea de los comunes, de los pares, tiene como imagen a la hermandad, pues no puede sino participar de la educación también como un símbolo: como la trasmisión activa en aquello que nos da un sentido de identidad, pero también de pertenencia, es decir, que revive o actualiza un alma, proveyéndolos de una madre reconocible, pues, pero también reconocedora, pues  tiene que ser la educación el foro de la asamblea que abrace y donde se reconozcan claramente a sus hijos.



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