Figuras de la Mala Educación: el Descarado
Por
Alberto Espinosa Orozco
(1a Parte)
Nos hallamos ahora ante una figura de la
rebeldía, ante una imagen de esa desviación moderna constitutiva que se
coagula en una serie de tipos humanos caracterizados por reducir, prescindir u
omitir al prójimo de su horizonte psico-mental, estableciendo con el mundo,
pero también consigo mismos, relaciones de significación no formativas, sino
más bien evasivas, dando cuenta con ello de su mala educación –de ser cierto
que el criterio de la educación es constituirse alrededor de una serie de
expresiones de convivencia formativa.
Me refiero a la figura del descarado, a la imagen
del hombre que se ha vuelto a tal grado inconsistente, incoherente, por
exclusivamente obediente a sus pobres, a sus mezquinos intereses, que ha
perdido sus rasgos fisonómicos propios, hasta borrarse del todo en una careta
que a su vez resulta muda, vacía. El descarado se distingue del carota, del
cara dura, porque antes de volverse un ídolo de piedra se ha vuelto por decirlo
así una nada, vaporizando complemente lo que se podría denominar una
personalidad.
Hombre de coyunturas, astuto, que va por la vida
como una veleta, robaleando de aquí para allá, que comparte su casillero así con el desvergonzado. Porque la característica
predominante del descarado es que, al carecer de principios, bien a bien no guarda, no defiende ninguna
posición, ninguna postura, resultando por ello psicológicamente amorfo, pues su memoria resulta también porosa para el olvido al tratase todo en él de una
impostura.
En cierto sentido se trata no sólo del
impostor, sino también del pusilánime, cuya pobreza espiritual le vine de tomar
sólo en cuenta las cosas que tiene, pero no los lugares a los que entra; no
perteneciendo realmente a nada, al no tener un espacio espiritual al cual poder
entrar, del cual poder formar parte y al cual pertenecer: al no tener un alma, que serie la pérdida pneumática de la libertad de la que habla Kierkegaard, por lo cual ha perdido a la vez cualquier respeto por sí mismo y por lo tanto por el otro, solazándose en su insensatez, en su desfachatez, en atrevimiento e insolencia, con perfecto desdén a las normas de la cortesía. Su ligereza es así la del hombre falto de espíritu y por tanto de gravedad, siendo sus más sólitas expresiones las de la transgresión de las normas: las de la irreverencia y la procacidad, cuyo desparpajo puede tomarse como valentía, osadía o coraje, pero que es en realidad una redonda despreocupación por el juicio del otro, es decir, una desvergüenza absolutamente irreflexiva, cuya osadía e intrepidez no es otra que la energía que mana de su avilantez, de su vileza activa.
Así, el descarado, tras sus innobles modos
disueltos y acomodaticios, esconde en realidad una hinchada imagen de sí mismo,
resultando por ello su actitud, si bien se mira, sobre arrastrada, jactanciosa,
ampulosa, arrogante, hinchada –pues detrás de la delgada película
aerostática que infla su conciencia, no se encuentra, realmente, sino un ego vacío y sin relación con los demás, una mónada cerrada en sí misma que es, en realidad, una dura cáscara que protege una vanidad, o una nada.
Es por ello que es también característica del descarado usar impunemente los
´símbolos de una tradición como si e tratara de cheques, o de cartas en blanco;
ya sea embadurándose la cara con jerga socialista a la vez que minando el suelo
de lo social en su raíz misma; ya sea doblándose en la jerigonza de los gestos
gemuflexos ante cualquier forma de poder por la esperanza de algún favor, de
allegarse una influencia o de lograr un mero convite. Su falta es la de la más
triste de todas las manías: la locura social del convencionalismo, que sólo
está interesada en su continuo acto de trsanformismo, de ponerse y sobreponerse
disfraces, al estar movida tan solo por la vanidad de los valores efímeros.
Un rasgo más: el descarado se caracteriza no
sólo por no tener cara, sino por no darla, siendo en este sentido en que se
sume, el que no quiere enfrentarse a la vergüenza pública que suscita su
fechoría privada, que en este sentido no aparece, que se esconde, para no dar
la cara –distinguiéndose así del carota por una especie de medroso refinamiento
de la sensibilidad, de extrema susceptibilidad ante la vergüenza pública, todo
ello debido a que queriendo que el mal se premie, que es realidad el
desplazamiento invertido de las jerarquías para las que trabaja, espera de la
instancia publica sobre todo honores. El descarado es entonces también un mago,
de la especie del prestidigitador, pues nos está dando la espalda mientras nos
muestra la cara –una cara, hay que decirlo, sin rostro, sin personalidad, como
esas manos de palo que al estrecharlas nos dicen en secreto, pero a las claras,
que no son manos con rostro, manos de amigo.
Un rasgo más, último ya, que hay que apuntar sobre el
descarado es su fingida indignación, pues al intentar escamotear la
responsabilidad del yo proyecta la culpa sobre otros, por lo que es también el
acusador, el hombre de la denuncia, de la delación. Así, echa en cara a otros
sus propias faltas, desplazándolas –aprovechando para ella la falsa jerarquía
de valores o de contravalores sería mejor decir, que quisiera imponer.
En una palabra, se trata de un curioso modo
del desvergonzado: del hombre sin escrúpulos. En efecto, el descarado es
propiamente el hombre sin escrúpulos morales, cuya falta de valores ya no le
aqueja, pues ha perdido del todo la energía positiva del sentimiento de
vergüenza, aletargando por tanto la conciencia. Así, comete un curioso pecado
de omisión, pues no toma en cuenta el sentido moral de sus propias acciones, lo
cual equivale a una ceguera para consigo mismo, por lo que no es infrecuente
que exalte lo que considera hiperbólicamente las faltas de otros.
Así, cuando el descarado no puede evadirse
de la responsabilidad por una falla moral, cuando tiene que enfrentar un
conflicto, o se cierra sobre si mismo para volver al ídolo, al caradura, o bien
se revuelve, se agita, alza la voz, vocifera, niega, difama, calumnia,
advierte, “echa aguas”, en parte para subir el tono vital deprimido que lo
convertiría en un blandengue, para mejor borrarse como el pulpo aventando sobre
su honor puesto en duda un chisguete una densa tinta negra, tras la cual pueda
borrar las huellas de pasos, ocultar sus fechorías y volverse perfectamente
inapresable. Doble estrategia de la fuga, pues, cuya misión es la de si no
deshacerse de todas sus culpas, por lo menos disimularlas, mediante el bajo
subterfugio de culpar a oros, ya sea detectando la viga en el ojo ajeno, ya sea
señalando indignado el acné que late en los poros del vecino, al cual escudriña
de manera tan inquisitiva como morbosa.
Se trata, así, de una peculiar condena, de
una sui generis esclavitud del pecado que lo tiene sujeto, pues se vuelve el descarado
así abiertamente injusto, inicuo, ignorando llanamente el mismo núcleo del
deber, añadiendo a su mal otro mal más grave, y cayendo así cada vez más bajo.
Así, el descarado es también el hombre de la
impudicia, que exhibe la nihilidad de la propia alma, ya presa o esclava de sus
fuerzas inferiores. Así, si el recato consiste en un ocultar las cosas que no
quieren que se vean, el descarado exhibe las faltas ajenas, deleitándose en
cierto modo en lo indecoroso de las personas ajenas, en una peculiar lucha
contra lo concreto, contra las normas -aunque conservando para sí una especie
de máscara en blanco que le cubre el rostro,
por lo que puede adquirir la inestabilidad del payaso que se pinta una
cara, o incluso de del psicótico polimorfo que faceta la psique en
personalidades disímbolas y encontradas.
Por último, el descarado encarna una forma
de la deshonestidad que a su vez puede degradarse, puede degenerar en
personalidades cada vez nimias, cada vez más tristes, cada vez más vergonzosas:
son las del atrevido, las del fresco, las del roto, las del descosido, las del crápula y las del
descocado -que se regodean exhibiéndose indecorosamente al poner de manifiesto
sus vergüenzas, hasta llegar al grado de la procacidad. Caterva de cínicos, en
una palabra, cuyo irrespeto e insolencia cae del lado del hombre inescrupuloso,
como del indiscreto u ostensible, no sabiendo por ello guardar la compostura ni
la discreción.
Por lo contrario, el ideal del hombre educado no es otro que la comunidad humana deseable, presidida por un tipo de general respeto hacia el otro y de todos entre sí, de interés activo y de sabia comprensión, de verdadero gusto y simpatía por lo que se trama en el otro, que es un ideal más alto que el de la tolerancia, al que bien podríamos llamar fraternidad, ideal de toda educación verdadera.
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