lunes, 22 de julio de 2013

Patricia Aguirre: los Símbolos Giratorios (Fragmentarium) I Por Alberto Espinosa Orozco


 Patricia Aguirre: los Símbolos Giratorios (Fragmentarium) I 
Por Alberto Espinosa Orozco

I de XIII



 “También el reino de los cielos es semejante a un mercader
que buscando buenas perlas halló una perla preciosa,
fue vendió todo lo que tenía y la compró.”
Mateo, 13

“No des lo santo a los perros, ni muestres vuestras
perlas delante de los cerdos, no sea que
las pisoteen y se vuelvan y os despedacen.”
Mateo. 7. 6


I.- Preámbulo
   La artista durangueña Patricia Aguirre se ha echado a andar por el camino, en medio de la crisis que asalta, que socaba y fatiga al mundo contemporáneo, y lo que ha encontrando es un estridente panorama desalentador, erosionado por el viento maniático y  angustiado por los temblores de la decadencia. Es por ello que en su más reciente exposición el motivo paralizante del miedo se le ha impuesto a la vez como una evidencia y una clave, entendiendo tal sentimiento de ansiedad como un símbolo disuelto por toda la superficie de la cultura y a la vez como un estigma de su asfixiante presión histórica y de su exasperada tensión generacional.
   Arte narrativo que al hacer un inventario  de los emblemas de la crisis va revelando, a través de una selección y catalogación de sus imágenes cotidianas dominantes, un entramado de fondo en el que se relata una especie de viaje simbólico: viaje de penitencia plagado de peligros, callejones sin salida y cruces de caminos, en cuya trayectoria la artista va dando cuenta tanto del mundo roto y fragmentario que se abre a su paso, cuanto de los obstáculos interpuestos por las fuerzas oscuras, que aparecen como signos de advertencia en el exterior, los cuales  tienen como objeto retrasar la llegada del viajero al centro interior y escondido de la persona.[1]
   El collage de 40 imágenes presentado por la artista, numéricamente asociado a los periodos de penitencia, nos muestra en sus retratos una serie heteróclita de imágenes condensadas de la modernidad, como si de una madeja hecha con los cabos sueltos de un gobelino deshilachado se tratara. Lo primero que salta a la vista entonces al ser puesto de relieve por la artista, es el esfuerzo que hay en el arte de retomar, de manera coherente y ordenada, el sentido disperso de lo social, para incorporarlo en una estructura más basta que lo englobe y donde puedan leerse las relaciones internas, el lugar y el significado que los fragmentos tienen en esa totalidad. Y lo que así aparece es una especie de chisporrotear de los colores y de caída en los sentidos, donde en torbellino se levantan las ilusiones del cuerpo y de la mente, hasta el grado de fracturar o desarticular los elementos materiales y psicológicos de sus modelos.
      Imágenes del reverso del mundo racional de la técnica dominadora de la materia inanimada y, a través de ésta, de la naturaleza humana misma donde, sin embargo, se muestra el expediente de sus resultados finales: el hombre convertido en un átomo aislado de los demás, escindido de sí mismo y separado de la unidad de la armonía cósmica –es el retrato del hombre moderno, que tras de sus disímbolo atavíos se ha vuelto infértil, no creativo, fracasado en su proyecto de libertad, que envuelto en el vértigo del tiempo no puede responder ante su propia vida, esencialmente frustrado al poner en contradicción partes de su propia naturaleza, dividido, escindido en contra de sí mismo al romper con todos sus responsabilidades y compromisos fundamentales con el prójimo y con la tierra misma –quedando por ello ya disgregado entre los sonámbulos, aletargado por sus fantasías narcisistas; ya preso del melancólico extravío, desdibujado entre las asambleas de los corazones sombríos, que tras el humo del café y los reflejos de las vidrieras consagran las horas a vagas mecánicas para matar el tiempo. Mundo postmoderno, pues, que se ha descarrilado, en su proceso de progresiva secularización, hasta el grado de constituirse como una sociedad en riesgo de precipitarse al abismo cínico de la deshumanización, dándose así una peculiar modulación cultural, que bajo la forma de la moda o del hábito de las costumbres espolvorea la ansiedad y el miedo por todos sus rincones. Cultura de riesgo, es verdad, acicateada por la aceleración de la historia, la tecnocracia, el inmanentismo y la publicidad, disparada en todas direcciones, que la artista a su vez tiene que dividir en una serie de figuras emblemáticas para llevar a cabo el análisis de sus compleja problematicidad.
   Se trata así de un retrato de mundo contemporáneo en el que reina la aceleración de la historia, donde el imperio de la técnica y sus procedimientos acaba con la diversidad de las culturas, uniformándolas sin unirlas, empobreciendo los estilos y aplanando las diferencias; mundo globalizado de la condensación de las formas y de condenación de las ideas, donde las figuras estéticas dejan de ser realidades espirituales, intelectuales y sensibles, para consagrar el objeto único que niega el sentido, el cual a su vez es negado por una abstracción, por un concepto -que resulta vacío. Retrato del mundo contemporáneo y nuestro, absorbido y degradado por los vacuos rituales de la vida pública y por sus órganos masivos de publicidad. Mundo eviscerado y sin distinción ninguna, donde para volverse acepto hay que adoptar todo un sistema de convenciones arbitrarias, de imposturas y de lugares comunes asociados, recayendo de tal modo en el magma del gregarismo apelmazado por la irracionalidad humana. Mundo de artefactos y de producción en serie también, cuya estética de la utilidad y el rendimiento arroja al arte a la esfera de la entropía histórica y de la aldea global, cuyo muladar de signos  resulta infectado por el chancro estético de las frívolas vanguardias, arrojando a la palestra, confundida con sus convulsiones, la imagen cada vez más desarticulada de la belleza. Pintura, pues, que pone ante los ojos los símbolos una vida condenada a la frenética instantaneidad de las imágenes, cuya absoluta prioridad de lo significante deja sólo un vacio succionador donde se ha retirado el espíritu de la humanidad y junto con él el alma del mundo, en un remolino que no deja impronta de su paso al filtrar su polvareda entre las piedras erosionadas del olvido, abandonando así a la belleza, ya inerme, a su propia desnudez envilecida.
  De tan manera, la muestra se abre como un gran decorado donde reina la doble sensación dominante del colorido y del fragmento, de un todo a la vez exacerbado y desordenado cuya tendencia centrífuga amenaza con desbarrancarse hacia el caos de lo indistinto, informe y sin vida, como si se tratara de las esquirlas rotas de un imán que se disparan en líneas tangenciales, en las que de un paso a otro se confunden e invierten los polos cardinales y absolutos de las orientaciones. Símbolos en rotación, pues, donde asistimos a la tragedia contemporánea del sentido, que estriba en la imposibilidad de la modernidad de recuperar e incorporar en una tradición metafísica su sistema de vida, dándose en cambio y con deleite ya a las ficciones nihilistas de lo infinito y vacio, ya a la cruda visión de un mundo reducido a polvareda de sensaciones y para el cual no existe propiamente universo -donde instantáneamente cambian contradictoriamente las polarizaciones de las esferas por la estentórea vanidad de los intereses efímeros. Vida sin filosofía, pues, ni universalidad del valor, que sin una idea coherente de la unidad del mundo y de la naturaleza humana se encuentra sujeta a todas las combinatorias imaginables de los caprichos de la subjetividad –que deviene pronto en antro, en garita o en caverna, al no resultar las normas morales ya válidas para todo el mundo, ni al ofrecer los hombres ya unidad de naturaleza, volviéndose así en muchos casos indistinguibles de los demonios.
   De tal manera la disolución de una concepción unitaria del mundo, de la naturaleza y del hombre, producida entre otros impulsos por el subjetivismo extremo y la relativización de la verdad histórica, se muestra en la obra de Patricia Aguirre en un conjunto de imágenes que, al intentar recuperar el sentido disperso de los social y de la memoria personal en un registro coherente, se ven pronto amenazadas en su articulación por el acosmismo y la licuefacción de las significaciones, dando como cifra estética una especie de estridente tenebrismo, acosado dramáticamente por las notas chirriantes del pop art, por las vibraciones hiperestésicas del color o por la fatigada agonía mortuoria de las formas.
   La detenida meditación de la pintora Patricia Aguirre en la compleja composición de su retablo, no es así sino el esfuerzo sostenido de concentrarse en si misma, a través de las mil veredas de las sensaciones, de las emociones y de las ideas para, atravesando la muchedumbre de los deseos, volver a la luz –sin dejarse coger o atrapar por entre los vericuetos del camino. El viaje, difícil, sembrado de dificultadas, es riesgoso porque equivale a una muerte y a una resurrección espiritual en su trayecto, el cual conduce en su fin al interior de sí misma, al santuario oculto donde residen a la vez las potencias más misteriosas de la personalidad y el secreto de la unidad perdida del ser. Proceso de transformación, pues, narrado como viaje simbólico por el valle estridente de las tinieblas contemporáneas, poblado de presencias irreales, ominosas o huidizas, hacia las costas diáfanas de la luz y del ser, donde se establece como fin la victoria del espíritu sobre la materia, de lo eterno sobre lo perecedero y de la inteligencia sobre las violencias y licuefacciones del instinto.






[1] María Patricia Aguirre Vales; Metus, Galería 618, Festival Cultural Revueltas (ICED), Octubre del 2012;   precedida por  la muestra “Los Siete”, septiembre del 2011 en la Sala de Exposiciones de la Cineteca “Silvestre Revueltas”.+ 




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