Patricia Aguirre: los Símbolos Giratorios (Fragmentarium) I
Por Alberto Espinosa Orozco
I de XIII
Por Alberto Espinosa Orozco
I de XIII
“También el reino de los cielos es semejante a
un mercader
que buscando buenas perlas
halló una perla preciosa,
fue vendió todo lo que
tenía y la compró.”
Mateo, 13
“No des lo santo a los
perros, ni muestres vuestras
perlas delante de los
cerdos, no sea que
las pisoteen y se vuelvan y
os despedacen.”
Mateo. 7. 6
I.- Preámbulo
La artista
durangueña Patricia Aguirre se ha echado a andar por el camino, en medio de la
crisis que asalta, que socaba y fatiga al mundo contemporáneo, y lo que ha
encontrando es un estridente panorama desalentador, erosionado por el viento
maniático y angustiado por los temblores
de la decadencia. Es por ello que en su más reciente exposición el motivo
paralizante del miedo se le ha impuesto a la vez como una evidencia y una
clave, entendiendo tal sentimiento de ansiedad como un símbolo disuelto por toda
la superficie de la cultura y a la vez como un estigma de su asfixiante presión
histórica y de su exasperada tensión generacional.
Arte
narrativo que al hacer un inventario de
los emblemas de la crisis va revelando, a través de una selección y catalogación
de sus imágenes cotidianas dominantes, un entramado de fondo en el que se
relata una especie de viaje simbólico: viaje de penitencia plagado de peligros,
callejones sin salida y cruces de caminos, en cuya trayectoria la artista va
dando cuenta tanto del mundo roto y fragmentario que se abre a su paso, cuanto
de los obstáculos interpuestos por las fuerzas oscuras, que aparecen como
signos de advertencia en el exterior, los cuales tienen como objeto retrasar la llegada del
viajero al centro interior y escondido de la persona.[1]
El collage de
40 imágenes presentado por la artista, numéricamente asociado a los periodos de
penitencia, nos muestra en sus retratos una serie heteróclita de imágenes
condensadas de la modernidad, como si de una madeja hecha con los cabos sueltos
de un gobelino deshilachado se tratara. Lo primero que salta a la vista
entonces al ser puesto de relieve por la artista, es el esfuerzo que hay en el
arte de retomar, de manera coherente y ordenada, el sentido disperso de lo social,
para incorporarlo en una estructura más basta que lo englobe y donde puedan
leerse las relaciones internas, el lugar y el significado que los fragmentos
tienen en esa totalidad. Y lo que así aparece es una especie de chisporrotear
de los colores y de caída en los sentidos, donde en torbellino se levantan las
ilusiones del cuerpo y de la mente, hasta el grado de fracturar o desarticular
los elementos materiales y psicológicos de sus modelos.
Imágenes
del reverso del mundo racional de la técnica dominadora de la materia inanimada
y, a través de ésta, de la naturaleza humana misma donde, sin embargo, se
muestra el expediente de sus resultados finales: el hombre convertido en un
átomo aislado de los demás, escindido de sí mismo y separado de la unidad de la
armonía cósmica –es el retrato del hombre moderno, que tras de sus disímbolo
atavíos se ha vuelto infértil, no creativo, fracasado en su proyecto de
libertad, que envuelto en el vértigo del tiempo no puede responder ante su
propia vida, esencialmente frustrado al poner en contradicción partes de su
propia naturaleza, dividido, escindido en contra de sí mismo al romper con
todos sus responsabilidades y compromisos fundamentales con el prójimo y con la
tierra misma –quedando por ello ya disgregado entre los sonámbulos, aletargado
por sus fantasías narcisistas; ya preso del melancólico extravío, desdibujado
entre las asambleas de los corazones sombríos, que tras el humo del café y los
reflejos de las vidrieras consagran las horas a vagas mecánicas para matar el
tiempo. Mundo postmoderno, pues, que se ha descarrilado, en su proceso de
progresiva secularización, hasta el grado de constituirse como una sociedad en
riesgo de precipitarse al abismo cínico de la deshumanización, dándose así una
peculiar modulación cultural, que bajo la forma de la moda o del hábito de las
costumbres espolvorea la ansiedad y el miedo por todos sus rincones. Cultura de
riesgo, es verdad, acicateada por la aceleración de la historia, la
tecnocracia, el inmanentismo y la publicidad, disparada en todas direcciones,
que la artista a su vez tiene que dividir en una serie de figuras emblemáticas
para llevar a cabo el análisis de sus compleja problematicidad.
Se trata así
de un retrato de mundo contemporáneo en el que reina la aceleración de la
historia, donde el imperio de la técnica y sus procedimientos acaba con la
diversidad de las culturas, uniformándolas sin unirlas, empobreciendo los
estilos y aplanando las diferencias; mundo globalizado de la condensación de
las formas y de condenación de las ideas, donde las figuras estéticas dejan de
ser realidades espirituales, intelectuales y sensibles, para consagrar el
objeto único que niega el sentido, el cual a su vez es negado por una
abstracción, por un concepto -que resulta vacío. Retrato del mundo
contemporáneo y nuestro, absorbido y degradado por los vacuos rituales de la
vida pública y por sus órganos masivos de publicidad. Mundo eviscerado y sin
distinción ninguna, donde para volverse acepto hay que adoptar todo un sistema
de convenciones arbitrarias, de imposturas y de lugares comunes asociados,
recayendo de tal modo en el magma del gregarismo apelmazado por la
irracionalidad humana. Mundo de artefactos y de producción en serie también,
cuya estética de la utilidad y el rendimiento arroja al arte a la esfera de la
entropía histórica y de la aldea global, cuyo muladar de signos resulta infectado por el chancro estético de
las frívolas vanguardias, arrojando a la palestra, confundida con sus convulsiones,
la imagen cada vez más desarticulada de la belleza. Pintura, pues, que pone
ante los ojos los símbolos una vida condenada a la frenética instantaneidad de
las imágenes, cuya absoluta prioridad de lo significante deja sólo un vacio
succionador donde se ha retirado el espíritu de la humanidad y junto con él el
alma del mundo, en un remolino que no deja impronta de su paso al filtrar su
polvareda entre las piedras erosionadas del olvido, abandonando así a la
belleza, ya inerme, a su propia desnudez envilecida.
De tan manera,
la muestra se abre como un gran decorado donde reina la doble sensación
dominante del colorido y del fragmento, de un todo a la vez exacerbado y
desordenado cuya tendencia centrífuga amenaza con desbarrancarse hacia el caos
de lo indistinto, informe y sin vida, como si se tratara de las esquirlas rotas
de un imán que se disparan en líneas tangenciales, en las que de un paso a otro
se confunden e invierten los polos cardinales y absolutos de las orientaciones.
Símbolos en rotación, pues, donde asistimos a la tragedia contemporánea del
sentido, que estriba en la imposibilidad de la modernidad de recuperar e
incorporar en una tradición metafísica su sistema de vida, dándose en cambio y
con deleite ya a las ficciones nihilistas de lo infinito y vacio, ya a la cruda
visión de un mundo reducido a polvareda de sensaciones y para el cual no existe
propiamente universo -donde instantáneamente cambian contradictoriamente las
polarizaciones de las esferas por la estentórea vanidad de los intereses
efímeros. Vida sin filosofía, pues, ni universalidad del valor, que sin una
idea coherente de la unidad del mundo y de la naturaleza humana se encuentra
sujeta a todas las combinatorias imaginables de los caprichos de la
subjetividad –que deviene pronto en antro, en garita o en caverna, al no
resultar las normas morales ya válidas para todo el mundo, ni al ofrecer los
hombres ya unidad de naturaleza, volviéndose así en muchos casos
indistinguibles de los demonios.
De tal manera
la disolución de una concepción unitaria del mundo, de la naturaleza y del
hombre, producida entre otros impulsos por el subjetivismo extremo y la
relativización de la verdad histórica, se muestra en la obra de Patricia
Aguirre en un conjunto de imágenes que, al intentar recuperar el sentido
disperso de los social y de la memoria personal en un registro coherente, se
ven pronto amenazadas en su articulación por el acosmismo y la licuefacción de
las significaciones, dando como cifra estética una especie de estridente
tenebrismo, acosado dramáticamente por las notas chirriantes del pop art, por las vibraciones
hiperestésicas del color o por la fatigada agonía mortuoria de las formas.
La detenida
meditación de la pintora Patricia Aguirre en la compleja composición de su
retablo, no es así sino el esfuerzo sostenido de concentrarse en si misma, a
través de las mil veredas de las sensaciones, de las emociones y de las ideas
para, atravesando la muchedumbre de los deseos, volver a la luz –sin dejarse
coger o atrapar por entre los vericuetos del camino. El viaje, difícil,
sembrado de dificultadas, es riesgoso porque equivale a una muerte y a una
resurrección espiritual en su trayecto, el cual conduce en su fin al interior
de sí misma, al santuario oculto donde residen a la vez las potencias más
misteriosas de la personalidad y el secreto de la unidad perdida del ser.
Proceso de transformación, pues, narrado como viaje simbólico por el valle
estridente de las tinieblas contemporáneas, poblado de presencias irreales,
ominosas o huidizas, hacia las costas diáfanas de la luz y del ser, donde se
establece como fin la victoria del espíritu sobre la materia, de lo eterno
sobre lo perecedero y de la inteligencia sobre las violencias y licuefacciones
del instinto.
[1] María Patricia Aguirre Vales; Metus,
Galería 618, Festival Cultural Revueltas (ICED), Octubre del 2012; precedida por
la muestra “Los Siete”, septiembre del 2011 en la Sala de Exposiciones de
la Cineteca “Silvestre Revueltas”.+
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