LA
AGUJA Y LA ESFERA
Consideración preliminar. Toda comunicación se apoya tanto en lo que
dice como en lo que quiere decir. Presiento que el presente texto que les voy a
leer, se apoyará, casi en su totalidad, más en un querer decir que en el apego
a la letra de un decir. Espero, así, sean comprensivos para el querer decir de esta
comunicación -aún sin compartir mis razones.
Por otra parte, siento la necesidad de puntualizar su tema antes de
comenzar, propiamente, con su lectura -el cual tiene que ver con el
"querer decir" de la advertencia inicial. El tema proyectado para esta
conferencia era La función del arte contemporáneo. Aunque el tema sería más o
menos el mismo que el de la esencia de el Arte contemporáneo, implica una
restricción en el enfoque que, mucho me temo, se me fue difundiendo entre las
manos. Así, el texto resultó ser de una generalidad un poco incómoda para mi
mismo por sus constantes digresiones -ya que, como dice el refrán, el que mucho
abarca poco aprieta.
Advertido ese punto y cerrando el círculo, confío en que mi intención
comunicativa, mi querer decir sobre la función del arte contemporáneo, pueda
ser visto como un telón de fondo sobre el que mi concepción personal del arte
contemporáneo hará sus movimientos escénicos. Es decir, la función de algo no
puede ser algo añadido, puesto encima de, como algo sobrado o excesivo que se
su-pone sobre -con abuso de fuerza,
engaño, superchería o soborno. Por el contrario, debe ser, más bien, lo que
viene de abajo de algo, lo que sube desde las profundidades a un exterior, lo
que relaciona un conjunto de actos o fenómenos en una unidad. Porque, a fin de cuentas, en el medio debe ya
ir inscrito el fin buscado.
II
La esfera es al arte lo que la aguja es a la crítica. El arte envuelve
como un cuerpo, como una expresión, al mundo, mientras que la crítica lo penetra
en su incursión de discernimiento, para encontrar en su avance un principio
substante -y no una realidad sobre-puesta. Quizá la característica radical del
arte contemporáneo sea precisamente esa relación erótica, esa mixtura entre el
tabaco rubio de la visión del mundo como obra de arte y el tabaco moreno de la
crítica impura, para, en la buena mezcla, encontrar la aromática atmósfera en
donde el hombre pueda arraigar en su verdadero suelo, encontrando la tierra
firme que nuevamente le dé realidad y consistencia.
Esa visión del mundo como obra de arte, de vez en vez hace su mítico
retorno con sus poderes eróticos y unitivos. Es ella quien desde hace más de un
siglo y medio precede prácticamente los más auténticos esfuerzos artísticos e
intelectuales de nuestro tiempo. Esta vez regresa como resistencia, en una
defensa dialéctica, ante las tullidas filosofías de la tolerancia, bajo cuyos
toldos guerreros, lo que en realidad se urde es la logística de agresión, de la
segregación y disolución del hombre. La guerra, nadie lo ignora, consiste en el
enfrentamiento del hombre consigo mismo, por mor de la ambición y el apetito.
Su estrategia básicamente se fragua en la desorientación, consistente en la
usurpación de la Imagen del hombre, de su esencia histórica, temporal, más permanente,
para negarle su legitimidad en nombre de un principio superior, que es la
ceguera, y arrojándolo así a la barbarie -porque de eso se trata.
Para la defensa de la Imagen, acudo, pues, a los anales de la historia
para solicitar un héroe. Su campeón es, en efecto, el diminuto David del
Romanticismo, ciertamente ya un poco avejentado por el tiempo, el cual,
escamado por los acontecimientos de este siglo, seguirá aconsejando anteponer salvajemente
los sentimientos a los rústicos principios de la apropiación, pero esta vez
agregando mayores dosis de discurso crítico. El Romanticismo se presenta así, cuando
menos para mi, como un antecedente por recuperar, como un progenitor cuya
heredad universal proporciona al hombre la posibilidad de volver a ser en
verdad el contemporáneo del hombre y, al través de sí mismo, el contemporáneo
del mundo.
Todavía lejos de la bastardía de las novedades mágicas de la producción
o de las milagrosas naderías del instante, el movimiento romántico se me figura
como un manso pero profundo antepasado, que reclama a sus sucesores para
justificarse a sí mismo, a la vez que para legitimarlos como hijos de una
tradición, de un sentido. Así, si el arte contemporáneo ha de tener un rostro
reconocible, tendrá que volver, en el recuerdo y la memoria, a sus propias
fuentes, para no quedar expósito, abandonado en la intemperie de una plaza
pública bajo la figura de la estatua petrificada por Medusa.
III
La primera imagen que me viene a la mente al conjugar imaginariamente
las formas sólidas de la aguja y la esfera es, pues, la de un barco de vela.
Esta plática consiste justamente en una aventura; la aventura de mi navecilla
crítica que intentará bogar con viento favorable, si la inspiración le es
propicia, por las aguas del arte contemporáneo, de ese vasto lago que es el
arte contemporáneo -cuya diversa inagotabilidad de pronto da la impresión de un
profundo agotamiento.
Sin embargo, tengo que decir que la crítica de arte no puede ejercerse
sin reflexión. El logos de la crítica es un logos reflexivo. Pero es más:
porque también, en su concepción contemporánea, es un logos dialógico, quiero
decir una conversación, un diálogo -acaso un coloquio y, por qué no, una
comunión con la obra de arte. El crítico no tiene por función imponer sus
razones, sus estructuras preconcebidas, sus teorías conceptuosas, sobre la obra
de arte, a la manera del positivismo. Esto sería dar su razón, pero no
propiamente fundamentar, dar razón. Por lo contrario, la crítica tiene como
deber extraer las razones de lo que la obra de arte misma dice, en su decir sui
géneris, sobre la realidad del mundo -enmendando y corrigiéndose a sí misma
indefinidamente al contrastar su logos conceptual con el logos poético. Es
decir, por medio de la obra de arte, tomada como objeto de la reflexión, el
crítico intenta volver a descubrir, pero ahora para el pensamiento discursivo,
lo que el arte revela, la visión del arte, que siempre es la visión de un
hombre, del artista, y al hacerlo comprender el fundamento de sentido del arte
y, por lo tanto, de sí mismo. Y en este redescubrimiento, que como todo retorno
reflexivo va de vuelta, devolverle, pues, al ser del logos poético, al ser de
la palabra artística, su propia racionalidad.
Zarpo, pues, al botar mi nave crítica en las aguas del artístico lago.
Aunque este viaje tenga en principio la apariencia de un recorrido por aguas
dulces y tranquilas, la verdad es que he notado, a pesar de ser marinero de
tierra adentro, es decir crítico y no propiamente artista, he notado, decía,
bordes blanquecinos de cristales de cloruro de sodio en las orillas, o, para
decirlo vulgarmente, de sal de mesa, no sé todavía qué tan común a estos
paisajes, ni si proviene de reacciones naturales o de una industria en
descomposición. Y ésto objetiva, cuando menos para mí, que aquél diminuto
continente de paz no sólo está regado por el venero de impoluta pureza que mana
tibio en el bosque de la misteriosa montaña, sino que, quizá, un brazo de mar
se ha introducido en sus entrañas amenazando robarlo a la tierra con sus aguas
gordas y crudas. Intentaré, pues, asegurar firmemente el timón, sin confiarme
demasiado del aire fresco que acaricia tenue en la proa, máximo cuando a la
distancia claramente se observan tercos nubarrones y promontorios de afiladas
rocas, los que pronostican dar al traste con las ambiciones de apacibilidad con
que inicié este recorrido.
Monto, pues, en mi solitario velero de abstractas aguas, cuya figura se
me antoja no tan parecida a los dragones labrados en madera que surcan el
oriente, cuanto a un reptil aborregado, pues lo imagino un híbrido de serpiente
y cordero. Como se verá, el alto mástil de la verticalidad del pensamiento
tiene como motor, en esta travesía un poco simbólica, la vela de la imagen
-la cual previsoramente habrá que
recoger al menor indicio huracanado del viento.
Apenas terminados los tecnicismos indispensables para navegar y
aseguradas las amarras miro en torno. Y lo que veo es una superficie navegable,
tersa y cálida, a veces caprichosa y ondulante como las carnosas telas de un
pintor. Veo una superficie de volúmenes y formas que se enfrentan al cielo, y
en ese enfrentamiento lo reflejan: el azul imperturbable, la nube viajera del
espacio, el ala del ángel que se atreve en la nube y entre las ondulaciones
remonta el vuelo para, por fin, romper el agua y saltar alegre convertida en
trucha. No se trata, en modo alguno, de un espejo; la superficie es
simultáneamente reflexiva y transparente. Una cosa más: es penetrable y dúctil,
es decir, transitable y profunda. Sostiene al espectador, incluso con todo y su
ocioso artefacto móvil, pero a la vez le ofrece un camino que aunque
indefinido, está abierto a inagotables recorridos.
Antes de seguir tejiendo la laboriosa metáfora y de verla desmoronarse como el castillo de arena entre
las manos, me detendré en este punto arrojando prudentemente el ancla hasta
enraizar en tierra firme, es decir, en la psicología (o en la lógica). La
imagen acabada de labrar podría llamar a innúmeros equívocos. El primero de
ellos es la idea de que el arte representa o expresa la huida de este mundo
como rechazo de la vida temporal y mortal. Que su búsqueda es la de un consuelo
de esta vida, y que es trascendente justo por estar más allá de la vida. Pero
el arte no es otro mundo, a la manera de un paraíso artificial en el que
imaginariamente escapamos del tiempo para "salvarnos".
Es preciso así, antes de continuar, que haga una escala en lo más
elemental. Es decir, en la significación misma de la expresión "arte
contemporáneo". Recomienzo, pues, intentando sondear la profundidad del
lago.
En éste punto lo mejor es primero dividir la pregunta: Inquirir por el
significado de la palabra "arte", para que, habiéndola comprendido,
pueda indagar el significado de la expresión "arte contemporáneo".
Lo primero que salta a la vista es que por "arte" se entiende
la "obra artística" (por ejemplo, un cuadro, una escultura, un
poema), pero también la artística ciencia expresada por la obra (el arte del
soneto, por ejemplo, que por supuesto es ilegítimo confundir meramente con sus
reglas -aunque las implique). Es decir, la obra artística es la expresión de
una ciencia artística, o si se quiere, de un pensamiento artístico,
generalmente transparente en la lectura -pero visible en la reflexión. El
pensamiento artístico es transparente en la lectura justamente porque su
interpretación tiene la función de dirigirse a otra cosa diferente de sí mismo
y de la expresión que lo revela. Esa otra cosa a la que se refiere el pensamiento
artístico no pude ser sino la realidad. El pensamiento artístico tiene, en
efecto, a su vez un "objeto": la realidad. O dicho de otra forma: el
objeto artístico es una expresión cuya primera función es comunicar un escorzo
de la realidad, pero sólo mediante o a través de un pensamiento artístico -el
cual es un hecho psíquico incuestionable.
Sin embargo, a esa realidad ya no la llamamos realidad artística, sino,
en verdad, de otra forma: la llamamos realidad poética. Así, para decirlo de
una forma sencilla aunque condensada, la obra artística se refiere a la
realidad poética. Y la realidad poética no es otra cosa que un escorzo del ser.
Lo que quiero decir es que no se trata de un "ser imaginario",
sino que lo imaginario, propiamente, es el pensamiento artístico, esto es, la
manera de captar al ser poético. Una de las diferencias entre el logos de la
razón teórica y el logos de la razón poética, es que el primero objetiva la
realidad mediante conceptos, mientras que el segundo la objetiva mediante
imágenes. Así, el ser visto por la razón pura se destaca en su realidad teórica
al objetivarse conceptualmente, en tanto que el ser, "el mismo" ser,
visto por la razón poética, por el pensamiento artístico, se revela en su
realidad poética al objetivarse imaginativamente.
Visto el mismo fenómeno desde otro escorzo: la intención artística, el
pensamiento artístico, se manifiesta en una cosa: la obra de arte, la creación
artística. Lo primero que expresa una obra de arte es su intencionalidad
humana, el haber sido hecha por el hombre con una dirección, con un sentido para
alguien, es decir, con un propósito de comunicación y, por lo tanto, de
convivencia. Sin embargo, como toda expresión racional, es decir, consciente de
sí, la obra de arte no sólo notifica un pensamiento que objetiva la realidad,
también expresa un tipo peculiar de emoción o estado afectivo; propiamente
hablando, la emoción de la belleza, o, si se prefiere, la emoción de la alegría
apacible -que es también, dicho con una metáfora, una emoción lacustre.
Llamaré a esa compleja intencionalidad
expresada por la obra de arte, actitud arte-sanal y a la forma de vida que
persevera en el ser poético mediante la actitud artesanal, vida poética.
En general, en el caso de la expresión consciente parece que se dan, en
su intencionalidad expresiva, orgánicamente unidos tres factores: los
pensamientos objetivantes, la actitud emotiva y el propósito de comunicación.
La vida que mana de las oscuras fuentes toma inmediatamente en el hombre la
forma del pensamiento, de la emoción y de la comunicación. El hombre así
comunica su vida. De la comunicación artística del ser poético, suelen
destacarse, básicamente dos méritos o valores: los valores estéticos (es decir,
el ideal asumido de belleza), y los valores propiamente artísticos (es decir,
la realización material, la factura de la obra). El uno pregunta por el sentido
de la obra, el otro pregunta por la cocina de ese sentido. Ambos valores
conjugados constituyen la poética de una autor: su lectura poética del mundo no
menos que la pintura de su imagen del ser poético.
De entre todos los seres de la creación al hombre le fue dado, con mayor
profundidad y lujo que a ninguna otra criatura, comunicar su vida. Esta
posibilidad parte de la "palabra"
-entendida en un sentido amplio.
Y la palabra es logos: razón. El hombre es inseparable de su palabra, y, al
través de ella, de la comunicación de su vida. Porque el hombre siempre está
hablando, e incluso en los sueños la palabra va trenzando su porción de querer
y pensamientos para, como el hilo de Ariadna, volver a emerger en la vida
consciente -en la que análogamente, pero ahora de forma reversible, se se
expresan los sueños, pues en la vida diurna el hombre es también un durmiente
-vigilante.
Dada en germen esta fenomenología, el ser humano expresaría en todo
momento su vida, aún si su expresión no es consciente, aún sin la atenta
intencionalidad expresiva. El hombre dice su vida, aunque lo haga de forma
inconsciente. Y por ello, el misterio de la vida nunca es lo hermético u
oculto, sino lo radiante y expresado. En efecto, la vida se expresa siempre -en
una circularidad de sentido sin disolución de continuidad: en una
circunstancialidad -la tan llevada y tirada teoría del contexto.
Es cierto. Si el hombre es el olmo que da peras, se debe a la esencial
constitución dual de su naturaleza: raíz de la que surgen dos ramas, fuente que
se destrenza en dos rios, sendero que se bifurca en dos rutas. Opuestos
contradictorios que se excluyen en la lucha enconada del espectáculo de la
fuerza, hermano enemigo que en la vigilia desconoce al gemelo de su hermano que
sueña, que se ignora a sí mismo, o donación de la fuerza, armonía de los
opuestos cuya contrariedad incluye, en el mediodía de sus horizontes, el abrazo
del reconocimiento mutuo. Dualidad: animal-racional, que tan pronto naturaliza
su razón en la necesidad, como bárbaramente la animaliza, o que unge de palabra
a sus ser necesitado de amor, de vino y pan de comunión, de innecesario
alimento de poesía.
Contra un prejuicio muy difundido en nuestra época, el pensamiento
artístico no es ese territorio vagaroso donde exclusivamente se agitan las
brumas de lo inconsciente -que, como nadie ignora, tiene uno de sus innumerables
rostros en la mala fe. Más bien parecería que la mala fe es conceptuar al
pensamiento artístico como ese dominio de una libertad tan arbitraria como
irresponsable, tan dejada al garete como mal formada. Por lo contrario. El
pensamiento artístico tiene frecuentemente que ser consciente de sí, y para
ello, cuando menos en parte, tiene que ser reflexivo. El gran descubrimiento
romántico en esta dirección fue doble. Ellos descubrieron que el pensamiento
artístico, para ser consciente de sí, requería de su reflexión. No una
conciencia narcisa de conciencia, rebotando en el infinito espejo mecánico de
trascendentales ilusiones, sino una conciencia lingüística donde se vocea a una
escucha, donde se llama a una respuesta. No el rio glacial impenetrable, sino,
pienso en Caspar David Friedrich, las altas cumbres de las nubes para atisbar
el horizonte.
Descubrieron así que esa reflexividad, lejos de amoldarse a los patrones
impuestos por los cánones del clasicismo idealista, los llevaba directamente a
la expresión misma de la vida subjetiva. Y en esa subjetividad individual -pues
propiamente no hay otra subjetividad que la subjetividad-individual- atisbaron
en el tiempo una condición del pensamiento en general. Así, el arte intentó
romper con la modernidad, con el idealismo y el clasicismo, y se volvió crítico
y en esa conversión se transformó en romántico. Así, lo que cambia es el papel
individual del artista frente al ideal del arte (estética), su escritura (tejné
u oficio) y el ser poético todo.
Y lo que entonces asume el artista en una actitud artesanal, es su participación
deliberada y personal en una reflexión de lo que su poética entraña, y no
meramente su estética -lo cual lo devuelve de la técnica que automatiza
procedimientos a la carnalidad del oficio y a la continuidad de una tradición.
El mérito del "arte-sano", aunque esta vez con comillas por la
elaboración reflexiva, se reivindica así doblemente: reivindica la voz personal
de la realización en el oficio y su vínculo con una tradición de sentido. Así,
el artista romántico, reflexivo y oficioso, toma a la lectura y la escritura
poética del mundo entre sus manos como una tensión entre obra y poética sin
solución de continuidad. En este movimiento, los artistas comenzaron a
vislumbrar rasgos de su propio lenguaje pasados por alto. Cuando menos desde
Boudelaire, quizá desde Kierkegaard, el artista se vuelve, en efecto, el más
calificado crítico del arte.
Esta actitudes afectaron también a la crítica, que pasó del juicio que
hace del arquetipo un dogma y de la comparación con él un criterio de verdad,
al escepticismo impresionista, que empezó por desechar los esclerosados modelos
eternos, los principios universales de validez intersubjetiva, al sospechar de
su soberanía, pero, en cambio, excediéndose en lo antes restado: las
impresiones subjetivas del contemplador crítico. Tal subjetivismo impresionista
desembocó, como era natural, en el diálogo: en una crítica inmanente y
expresionista, o, si se quiere, en una crítica comprensiva que comparaba a la
obra no con su propia realización, sino con su propio modelo. La crítica empezó
a trabajar por primera vez desde adentro, en un esfuerzo de lectura inmanente a
la obra de arte, para interpretar así la lectura poética del mundo propuesta
por la obra misma. Y es esta crítica hermenéutica la que, paradójicamente,
comenzó a atrever si no juicios de validez universal, al menos si
intersubjetivos.
Así, los románticos, críticos y artistas, artistas-críticos, al abrir
los diversos diálogos propuestos en la palabra misma del hombre, reinauguraron
la posibilidad experimentada en las postrimerías de la Edad Media y en los
albores del Renacimiento: volverse integralmente contemporáneos de sí mismos,
contemporáneos de ese "otro" inscrito en su esencial dualidad:
escuchando la voz del nómada, del inconsciente, del neardental, del desnudo,
del salvaje, pero también del soñador, del inocente, del amante. Y a partir de
esa conciencia crítica y dialógica intentaron que el "olvido" de esa
dualidad, en cuya represión, que aprisiona los símbolos en la literalidad
enfrentando al hombre a sí mismo en el equívoco amor propio y desprecio del
otro, que ese olvido, decía, se convirtiera en memoria y de memoria en
aventura: en acción.
El recuerdo de la inocencia y el sueño labrado en la promesa, retornó
como crítica y poesía, como poesía crítica que era a la vez una crítica
poética. No la novedad del happening insustantivo, sino la realización del acto
originario: volver a la sustancia, a los su-puestos del su-jeto, para encontrar
lo que está debajo de él y lo recubre. Y lo primero que comenzaron a comprender
fue lo específico de su lectura poética (la motivación del signo), y, al
hacerlo, a comenzar a leer las múltiples voces del hombre. Y leyendo en las
lecturas del hombre se vieron a sí mismos en el mito. Sondearon al hombre: ave
fénix de sus propias cenizas, para verlo resurgir, transformarse,
transfigurarse, y en ese origen atisbaron, una vez más, su propio nacimiento,
su renacer espiritual.
No es de extrañar que este profundo cambio espiritual corresponde
precisamente a un cambio radical experimentado en la cultura occidental en el
siglo XIX. Me refiero a la crítica de toda una corriente de la filosofía, cuyas
raíces se hunden en la Grecia clásica, pero que encontró su expresión en el
arranque de la filosofía moderna con Renato Descartes: la visión del universo
como una máquina -la que en nuestros días ha encontrado sus manifestaciones
últimas y sus resultados más descarnados. Esta visión encontró sus
"principios" en la matemática, pues su inspiración original fue
científica -con una aplicación práctica técnica y médica: hacernos "como
dueños y señores de la naturaleza" al inventar aparatos que permitan
disfrutar sin trabajo de sus frutos, conservar la salud y prolongar la vida del
hombre. Empero, como toda filosofía, esta visión extendió sus resultados a
otras disciplinas, en un movimiento centrífugo-centrípeto de expansión-especificación.
Las consecuencias fueron múltiples. Una de ellas, la concepción de un
"yo" meramente formal y por ende neurótico, que se escinde de la
naturaleza y del "mundo". Para la ciencia, en efecto, no hay destino.
La primera gran reacción a la absorción del sujeto por la ciencia, la
constituye el movimiento romántico. Con él se abre también una nueva etapa del
pensamiento: la era contemporánea.
IV
Pero, es ahora tiempo de levantar el ancla, para bogar alegremente,
libre del peso de los remordimientos históricos, en las aguas del ser poético.
Iniciaré esta otra vuelta por el mismo lago tratando de captar, si no su
dilatada existencia, si, al menos, su esencia. Para ello no será preciso ni un
farragoso museo, ni un libro antológico, sino una diminuta gota de agua
salpicada por el rocío de la navegación. Permítanme citar una sola perla del
Poeta:
"La tarde está
triste y llueve,
Llueve con dulzura. ¿Donde
la lluvia callada esconde
toda la luz que se bebe?
Ah, que esta lluvia se lleve
todo mi hondo desconsuelo,
igual que el polvo del suelo
en sus aguas diluido.
Llueve, llueve, y es olvido
lo que nos llueve del cielo."
El ser poético es, en efecto otra cosa -pero "otra" cosa de
este mundo, en este mundo. Incluso, algo más, es lo cotidiano mismo visto con
otra luz, leído con otra voz. El pensamiento artístico objetiva el ser poético,
pero lo hace sólo gracias a una expresión que notifica sus rasgos, sus notas
esenciales.
Los seres que pueblan el mundo del artista, las situaciones y ejemplos
que lo enriquecen son, pues, notificados como figuras de la vida humana. Para
decirlo formulariamente: se trata de un lenguaje no literal que no produce un
saber verificable; por ello, el funcionamiento de su lenguaje es no
predicativo, el cual no determina mediante propiedades la identidad de su
objeto. Dicho positivamente: se trata de un lenguaje pseudo-predicativo que no
entrega en la identidad del signo consigo mismo (en la definición) y su
constatación (verificación) un sentido, sino que nos llevan a la búsqueda del sentido,
al figurar la vida humana, por otra relación significativa que le sirve de
fundamento: la motivación del signo.
Si el fundamento del nexo que une expresión y contenido es en el
lenguaje literal la identidad reflexiva y abstracta del signo
consigo mismo mediante la arbitrariedad
de la definición; el fundamento del nexo entre expresión y contenido del
lenguaje figurado es la motivación. El signo figurado, la figura poética, ha
sido catalogada como un tropo, cuya matriz sería una especie de regla de tres
espiritualizada vista en la metáfora. Pero lo que generalmente se desatiende es
el sentido de la comparación metafórica: la relación de parecido. Pienso en el
ejemplo: la tarde es gris y es triste. Lo que podemos decir de éste dato
objetivado conceptualmente en el lenguaje poético son muchas cosas, incluso
innumerables cosas, pero no cualquier cosa. Porque lo que es "gris",
no sólo la palabra "gris", sino lo gris mismo, se parece sólo a
algunas cosas. Todo se parece a algo, pero algo no se parece a todo. El Poeta
ve en la expresión gris la referencia a una seudo-clase de objetos, por guardar
un parecido. Lo interesante de esto es que si digo que un poema, un cuadro, un
paisaje es triste lo digo apelando a una relación que no puede ser incluida en
la gramática, simplemente porque no es formulable sintácticamente, porque el
parecido se da entre las cosas que se parecen. Y las cosas que se parecen se
parecen en cuanto cosas, no en cuanto palabra, no en cuanto acepciones. A la
vez, el parecido sólo se da en la experiencia personal, en la comparación de lo
que tiene que ver una tarde triste con una tarde gris. Por ello mismo, el poema
mismo no dice explícitamente en qué sentido figura la vida, sino que hay que
salir a una exploración para encontrarlo. O dicho de otra forma, ese sentido lo
pone la lectura poética del mundo, lo pone el contexto, la circunstancialidad,
lo pone la vida.
De alguna manera, el arte nombra lo innombrable con signos combustibles.
Más que nombrarlo nos lleva allá, a lo no sabido, a la exploración y la
aventura de ver qué tiene que ver lo que el poeta dice con nuestra propia vida,
transfiriéndonos su vivencia. Lo que quiero decir, es que el ser al que apunta
el arte es un ser indeterminado, en cierto sentido de la palabra, infinito. Por
ejemplo, cuando digo "el que come y canta, loco se levanta", no
expreso ninguna verdad verificable. Por el contrario, presento una figura de
una serie indefinida de situaciones que tienen que ver unas con otras. Pero el
mismo "como" del tener que ver es indefinible, indeterminable en una
identidad del signo con su notificación, con su concepto -pues se trata, en
efecto, de una figura, de una imagen. Son rasgos de parecido entre reinos,
notas de las cosas que se corresponden y comunican por vínculos oscuros e
inconceptualizables. Su función es, más que la de dar un sentido explícito a la
situación a la que se refieren, abrir un horizonte de exploración en el que el
saber mismo se presenta investido por una interpretación, por un saber sobre el
saber. O, mejor dicho, por un conocimiento que sube y surge del saber como otro
núcleo de sentido. La interpretación poética, en efecto, implica la historia,
la experiencia vivida del que interpreta el mensaje sin explicarlo.
Pero por lo mismo, este lenguaje de figuratividad, con ser el menos
dogmático de todos, envuelve en su pluralidad una unidad concreta. Pues esa
exploración tiene como base el valor autoafirmativo de la vida: el supremo
interés de lo supremamente interesante -que no es el sujeto, que es el ser
mismo.
Para ello se requiere, pues, un interés sui géneris; un interés que
cobra un valor inorientable hacia el dominio de su objeto, inutilizable por
tanto por esa interpretación o aplicación de la lectura científica del mundo
que es la técnica. La obra de arte, en efecto, no realiza ninguna producción
para ningún consumo. Esa es tarea de la técnica. El arte, por el contrario, es
una obra, no un objeto ni una mercancía -aunque pueda entrar, nos consta, en un
circuito mercadotécnico. La obra de arte es el pez de la imagen que se
multiplica en la parábola
-y no la parábola técnica que
hace de las imágenes objetos, chatarra consumible.
O dicho con mayor claridad: el objeto de consumo tiene como
característica distintiva su irrecuperabilidad o su privacidad. Por ejemplo, si
compro una cajetilla de cigarros, el que se los fuma soy yo, y no ustedes, o,
poniéndome en plan de milagrería optimista, si en un golpe de dados me saco una
casa con alberca, el que se bañaría en ella soy yo, y no ustedes -salvo que los
invite un día. El ser de la alberca o del tabaco se cumple en su gasto, en su
desgaste. Todo lo contrario pasa con la obra de arte. Porque si yo oigo el quinteto
de "La trucha" nadie prohíbe que la oigan también ustedes. El ser de
la obra se realiza en otra instancia: en su recuperabilidad y publicidad, y en
ellas, en las múltiples interpretaciones, su ser se enriquece en una misteriosa
relación de unidad-pluralidad. "La trucha" de Schubert, en efecto,
está "escrita para todos", como no podrá nunca estar producido para todos
un objeto -aunque ese objeto sea el pastel o la pizza siciliana más grande del
mundo. El ser del objeto de la producción es necesariamente exclusivo, mientras
que el ser de la obra de arte necesariamente es inclusivo. Las obras de arte
son, en efecto, incluso jurídicamente, bienes de la humanidad. Propiamente
hablando no hay poseedores de las obras de arte, sino custodios de ellas. Los
frutos de su rama no producen para la consunción, sino que crean un alimento
combustible.
Quizá basta ya por ese lado. Ahora es prudente examinar más bien el
interés poético. Ese interés no representa tampoco mayor misterio, porque... es
el misterio mismo, la misma luz. Y su actitud tiene un nombre: su nombre es
erotismo. Pero ¿qué es, puedo preguntarme, el erotismo, el interés erótico?
Básicamente consiste en un desinteresarse de sí mismo, para interesarse
en otra cosa. En su expresión más elevada consistiría en un desinteresarse del
tiempo determinado, y por tanto de los entes determinados, por interesarse en
una temporalidad indeterminada. O, si se prefiere, es un desinteresarse de las
relaciones y las acciones aisladas, por interesarse en la Relación en su
totalidad. Es, en efecto, ver el mundo como un todo ordenado. El interés
poético no se interesa, en efecto, en nada, porque se interesa en la totalidad.
De todo, no le interesa nada. Justamente porque le interesa todo. La fe poética
se basa en la creencia, ampliamente fundada por la experiencia tradicional, no tradicionalista
sino tradicional y la cultura del hombre. Lo que comúnmente se llama la ironía
de la historia o de la vida. Lo que no deja de ser una convicción -pero tampoco
una revelación. Se trata, en efecto, de un interés por otro tiempo, por otra
historia, por otro hombre.
Y este interés consiste en un desinteresarse de una instancia del
tiempo: del instante, del apetito del instante, para ver el mundo sub aespecie
aternitis, por interesarse en la temporalidad misma, por interesarse en el ser.
El desinterés de la obra de arte probablemente no es menor, sino acaso
mayor, que el desinterés científico. Para formularlo lapidariamente podría
decir que el desinterés científico consiste en un deshacerse de la realidad,
rompiéndola, fragmentándola, analizándola hasta las microscopias del átomo,
para rehacerla, y esto sólo en una porción delgadísima, en una película de su
materialidad, en sus modelos teóricos de lo mensurable. O dicho más
sintéticamente, el desinterés científico se deshace de la realidad para
rehacerla en el sujeto teórico -por lo que siempre estará tentado a ridiculizar
otros lenguajes y otras regiones de la subjetividad bajo la fórmula
cuasi-cartesiana del "yo pienso, luego tú no existes". Por oposición,
pero ésta vez inclusiva, el desinterés poético se deshace del sujeto para
rehacerlo en el ser poético -que no es matemático, ni no matemático.
Pero a la vez, estos dos desintereses opuestos, el uno exclusivo del
otro, el otro inclusivo del uno, tienen sendos sustratos emotivos. El
desinterés científico se resuelve en un interés económico: construir con el
menor gasto y destruir con el mayor desgaste: la técnica. Mientras que el
desinterés poético se resuelve en un interés erótico: construir la belleza, las
mejores condiciones para la vida... aún en las peores condiciones.
La diferencia es notoria -pero por otras razones. Porque mientras que la
ciencia difícilemnte confiesa sus emociones, que suelen ser no sólo de
abstracción y ecuánime contemplación del mundo en torno, sino de dominio de la
naturaleza o de la mente o del lenguaje o de lo que se quiera y al través de
este poder del dominio del hombre, el poeta la canta.
Y el interés que subyace al desinterés poético, es en el fondo un
desinteresarse del tiempo. De "lo histórico", para interesarse el
"la historicidad". Se desinteresa del instante. De lo que a la vez se
traga el tiempo para luego echárnoslos encima. Dicho de otra forma, se
desinteresa de la superficialidad, inanidad, vanidad, vacuidad del tiempo: se
desinteresa de lo fluctuante
-por interesarse en el horizonte.
Pero ¿qué es lo fluctuante? Recordando la metáfora de Gaos, se puede
decir que lo fluctuante son las ondas, lo que se mueve indiferentemente sin
términos ni caminos, sin puntos cardinales que le orienten. Es la perdición. El
hombre ondula, con un temor de temblor íntimo, perdido, fluctuando en un
elemento fluctuante, sin saber hacia donde moverse, sin brújula de navegación. Urgido
por la aceleración del tiempo, instado por lo apremiante, no se retarda sino
que se precipita.
Pero este paso es cuando menos necesario en la adolescencia artística.
Porque el artista joven tiene que ir atrás, en busca del origen, renunciando a
las orientaciones dadas por la cultura. Porque el artista auténtico debe
renunciar a las estructuras del mundo actual, en las que descansa una realidad
social diametralmente opuesta a sus intenciones. Claro que también hay un arte
que descansa en convenciones y prohibiciones sociales, como hay otro que se
funda en la "pureza" abstracta del arte por el arte, pero para el
artista profundo, la realidad poética esta en "lo intemporal" de la
inmanencia, en lo temporalidad misma despojada de su vórtice, en la contemplación
de eso que, a falta de expresión mejor, podría llamarse lo sagrado de la vida
diaria
-no en el apetito hedonista, sino
en la sustancia infinita. Para mi gusto, subjetivo por tanto y por tanto personal,
ahí es donde radica lo que Ortega llamó la "salvación de las
circunstancias" y la salvación individual: en la orientación por lo
estable, constante, permanente, seguro. Por el fondo mismo del ser: lo que
sostiene, lo que tiene substancia.
Y ese fondo sustante, sustantivo, fijo (pero no estático como una
abstracción, sino como una roca caída en el río del tiempo), es lo que
convierte a las ondas del elemento fluctuante en un camino transitable. Es lo
que le permite a la nave exploradora tener un pie, es decir, un suelo firme
como el suelo donde se sostiene el instante, y a la vez le da, en la duración,
una ruta al guiarlo por el horizonte -pero a cada uno, individualizadamente.
Estas páginas caminan así, despaciosamente, hacia su sueño de signos
gráficos en el papel. Sin embargo, el recorrido aún no ha terminada. Porque
falta todavía bordear dos escollos y descansar en un remanso. El pronóstico de
los malos tiempos con que inicié la plática, lleva, en realidad, lloviendo
tristemente por el recorrido desde hace ya decenas de años.
Porque si bien las aguas fluctuantes de la novedad del instante no
representaban sino el primer escollo en la concepción del ser poético y de
nuestra barca artesanal, también es cierto que ellos se han convertido en
tormenta y abismo, ante las cuales lo que aparece es la zozobra, el naufragio
irremisible.
El barco, en efecto, se sumerge cual superrealista submarino por debajo
del agua, pero sólo para salir a la superficie, elevarse como un cometa
suprematista y volver a dar contra la superficie. Porque las aguas, de pronto,
a la velocidad en que tarda en ponerse el siga y que el coche de atrás haga
sonar la bocina, a la velocidad del instante, las aguas, decía, se han vuelto
procelosas. Ya no fluctúa sólo la superficie, fluctúa el fondo mismo. Las aguas
procelosas se dan sólo en el mar de fondo y simultáneamente en alta mar. Se
mueve el fondo, la sustancia misma que da base se ha vuelto fluctuante, pero
también la alta mar, el mar del alto cielo mismo gira vertiginosamente
volatizando los signos en la tormenta.
Estamos en efecto ante las aguas abismales, que son sin fondo,
desfondadas. Al elevar los principios vanguardistas a la proporción de la
Verdad que reina sobre el hombre, al sobrepujar y vencer el instante a la
temporalidad humillándola, el arte contemporáneo perdió su fundamento: ya no
más el subir de las voces que vienen de abajo, la voz del prehispánico, la voz
del primitivo, y las voces de los muertos y el recuerdo, sino super-posición de
la arbitrariedad. Lugar donde es
indistinguible el arriba y abajo. Donde el hombre se hunde en las alturas para
elevarse a las profundidades, donde se tira el cielo para subir a la tierra; ya
no hijo de un origen, sino de las propias obras y de la fortuna, urgido por la
prioridad del futuro: la perdición irremisible.
Parecería que tal sucede con algunas obras de arte, convertidas en
objetos del consumo y de la producción, de la técnica y de la identidad del
signo, que ya no sustentan, que no son cobijo o abrigo, presas de la novedad o
del absurdo y obstinado proyecto de la divinidad: de la soberbia del hombre
sobre el hombre. Ya no más obras, cosas expresivas, sino objetos
"puros" que expresan la identidad consigo mismos: artefactos de la
mudez. Icebergs de sí mismos, espejos en los que cada espectador puede dar rienda
suelta a la arbitrariedad procelosa de su propio Titanic.
El apacible lago de paz que edificaba la belleza, convertido en
proceloso mar de fondo y en alta mar. Después de todo, ruina, naufragio. Solo
queda agarrarse a algo en que subirse, en que echarse. Redescubrir las substancias
que el arte contemporáneo trajo al mundo: la imagen de un hombre plural y sin
embargo uno, que de su ronco pecho exhala muchas voces, aunque muchas de ellas
ahogadas, reprimidas, lateralizadas. La voz del humor que nos hace críticos de
nuestra propia solemnidad y ambición, que nos sitúa; la voz del profundo animal
de fondo que son los sentimientos; la voz del "débil" que no es dueño
de la fuerza dominadora, sino partícipe del querer y del servicio; la voz del
salvaje que hace de sus nostalgias su pureza; la voz del maya que hace jeroglíficos
nocturnos por sus las columnas de sus antepasados; la voz del desnudo que hace
del lecho el campo de las caricias; la voz silenciosa del inconsciente donde se
insinúa lo no dicho, lo indecible, donde fisa lo no pensado; la voz, en fin,
del hombre, que dialoga con el mundo y con el hombre, con eso que no cambia en
su marcha histórica: la danza de las horas, su historicidad, el viaje mismo en
su despliegue.
Olvidar, pues, el error, en donde a ciegas también hemos buscado la
belleza. Encontrando en el naufrago el árbol vertical, la tabla de salvación,
acaso un manojo de hojas sueltas, acaso una escultura en madera de las que
asirse, en las que interesarse, desinteresándose de esa lamentable historia, fuera
de la historia.
Pero, a fin de cuentas, náufrago simbólico, al fin, marinero en tierra,
el crítico, ante la imposibilidad de tapar ese brazo de aguas procelosas, puede
buscar otros manantiales, otras fuentes en otros bosques, otros ríos en otros
valles, otro lago en donde el arte funde un claro protector de lo divino, lejos
de dejarlo expuesto a la fulminación del pavor en aguas procelosas.
Porque, y con esto termino, la función radical del arte es protegernos
de lo divino. En la medida en que nos protege de ello, lo afirma, en la medida
que lo aleja, descubre un lugar donde lo cotidiano no sea caos, vacuidad,
nihilidad, inanidad, banalidad. Y en esa cotidianidad, descubre también que el
ser del hombre no se reduce a la dialéctica del amo y el esclavo. La función
radical del arte es hacer ver la dignidad del hombre en su diálogo con las
cosas, vueltas carnalidad sustantiva, profundidad corporal, donde todas las
cosas tienen que ver con otras cosas, donde trabajar piscando algodones es ya
ser negro y judío alemán, pero también contemporáneo del mundo. En donde ver el
mundo así es implicar toda la historia del hombre, olvidando sus
sobre-explicaciones teóricas. Es ser una barca y un naufragio, pero también un
hombre contemporáneo del hombre, de los sueños del hombre y de la tierra -donde
aguarda no la suprarealidad abstracta que está por arriba o debajo de la
nuestra, no una nueva realidad; donde nos aguarda, más bien, nuevamente la
realidad.
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