Las
Cucarachas
Por Alberto Espinosa Orozco
Por Alberto Espinosa Orozco
Nos abrieron la puerta. Habíamos llegado al
templo luego de caminar por una pequeña plaza, alrededor de cuya fuente reseca,
decorada con pintura de aceite de color azul turquesa, unos hombres con
sombrero se disponían a matar las horas, las horas muertas, volteando apenas en
su entorno con complacientes miradas, como si sus ojos apenas resbalaran por
aquella nimia arboleda, sin asir ninguna rama, sin poderse anclar en las tenues
nubes del cielo o en el disminuido estanque, casi seco, de la fuente aquella.
Un hombre viejo, enjuto, salió a recibirnos entreabriendo
como aletargado el portón, enfundado en una maltratada sotana de un vino pardusco
que, como al paso, se había superpuesto a sus ropas civiles. Nos indicó que
entráramos después de unas palabras. Caminamos por un corredor sin luz. Fue
cuando pudimos entrever las escaleras que conducían a una habitación en la
planta alta, la cual emitía el tenue
destello luminoso de un televisor y un apagado zumbido electrónico y en la que
se adivinaba una especie de desorden de sábanas y ropa revuelta, pudiéndose apreciar
a la distancia una cómoda repleta de documentos y papeles.
El hombrecillo tosía, como si algo le
aguijara la garganta, a la vez de forma angustiosa y rutinaria. Luego de pasar
por un pequeño jardín interior cuyos corredores estaban tapizados por una ajada celosía roja llegamos a la oficina, donde nos indicó en con un
lenguaje administrativo, el cual modulaba como si se tratara de una letanía, que
había que hacer un trámite, que el acta de bautismo y la ceremonia tenían un
costo, que si disponíamos de flores para la iglesia costaría 500 pesos más, diciendo
todo aquello en un tono a la vez amargo e impersonal, lo que le daba el
inequívoco carácter de un mero procedimiento técnico burocrático, de una
especie de transacción comercial cuyas normas habían sepultado completamente
cualquier vestigio de religiosidad.
Había en aquel hombre una punzante expresión
de incomodidad, que en un primer momento juzgamos debida a una enfermedad
crónica. Nos acompañó entonces a la salida y pasamos nuevamente por el jardín
el cual, a pesar de contar con algunas flores de botones agostados -me pareció
ver también unos rosales y unas macetas sobre los canceles-, se encontraba completamente
marchito. Pudimos apreciar que todo el espacio estaba como hollado por una
especie de vacío, carcomido por el olvido, y que todo en ese lugar se
encontraba como detenido en el tiempo, como si estuviese pesadamente paralizado.
El hombre entonces se detuvo y volvió a
toser llevándose esta vez las manos al cuello como si algo le escaldara la
garganta y haciendo una gemuflexión, en la que había un no se qué de extraña
liturgia, espetó en varias ocasiones acercándose extraordinariamente al suelo,
cuando en el lugar donde debieron de haber caído los verdosos escupitajos, que arrojaba de la boca acompañados con
una especie de pujido ronco, aparecieron algunas alimañas, un par de de ellas que
se desprendió del grupo: eran sin duda dos repelentes cucarachas, las cuales se dieron inmediatamente a la
fuga. Con una mirada oblicua el hombre caminó jorobado y nos condujo de prisa a la
salida. Sin darnos cuenta nos encontramos de pronto fuera de la sacristía, en
la calle, mirándonos a los ojos, como queriendo dar razón de aquello, pero volteamos
para otra parte las miradas sin saber que decir, regresando cabizbajos por otro
sendero.
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