I
El singular artista José Manuel González es una de las figuras más auténticas y representativos de de la cultura plástica contemporánea durangueña. Su compleja y rica personalidad lo ha llevado a la confección de una obra debatida por una especie de tensión que lo jalona, por un lado, a los caprichos y miserias del mundo y, por el otro, que lo lleva a contrastar su experiencia vivida con los planos superiores de las preocupaciones poéticas, pero también filosóficas y metafísicas más rigurosas. El estilo que así lo caracteriza es el de una especie de expresionismo sarcástico y muchas veces hiriente que, como en José Clemente Orozco, nos enfrenta al magma calcinado de la materia en bruto, vista bajo el aspecto de la potencia informe cifrada en el dolor del cuerpo y el pesar por la culpa y el lodo del mundo, hallando sus figuras en ocasiones un tratamiento formal y volumétrico de carácter escultórico, el cual, por otra parte, recuerda algunas composiciones de Francisco Montoya de la Cruz.
El singular artista José Manuel González es una de las figuras más auténticas y representativos de de la cultura plástica contemporánea durangueña. Su compleja y rica personalidad lo ha llevado a la confección de una obra debatida por una especie de tensión que lo jalona, por un lado, a los caprichos y miserias del mundo y, por el otro, que lo lleva a contrastar su experiencia vivida con los planos superiores de las preocupaciones poéticas, pero también filosóficas y metafísicas más rigurosas. El estilo que así lo caracteriza es el de una especie de expresionismo sarcástico y muchas veces hiriente que, como en José Clemente Orozco, nos enfrenta al magma calcinado de la materia en bruto, vista bajo el aspecto de la potencia informe cifrada en el dolor del cuerpo y el pesar por la culpa y el lodo del mundo, hallando sus figuras en ocasiones un tratamiento formal y volumétrico de carácter escultórico, el cual, por otra parte, recuerda algunas composiciones de Francisco Montoya de la Cruz.
Arte que se vale de los materiales más sencillos a la
mano, los cuales reflejan también la precariedad del medio, las limitaciones
inherentes a un entorno parco tanto en su vegetación y colorido cuanto en su
abundancia de recursos. Sin embargo de esa seca frugalidad González ha sabido
extraer expresiones convincentes de la humildad, muchas veces dramáticas y
desgarradoras, de las realidades caóticas y demetéricas de su mundo y tiempo,
llevando esa oscuridad a la revelación humana que hay en el grito de dolor o en
la pena del sacrificio. Su tema, así, es el hombre, pero no el hombre en
abstracto de la teoría esencial, sino el hombre de carne y hueso, colocado en
un tiempo, en un lugar determinado, aquejado por su circunstancia más
inmediata, oprímete y concreta. Así, su obra es una galería donde quedan
radiografiados todos nuestros males y tragedias cotidianas, al igual que
nuestras faltas y transgresiones –pero también donde brilla a la distancia la
chispa luminosa de una verdad más alta que en medio de la oscuridad es potente
para sacarnos, por parcialmente que sea, de las tinieblas. Sus trabajos son así
poderosos retratos psicológicos cuyos instrumentos técnicos y formales resultan
siempre vías de expresión de un realismo profundo al estar preñado con la
semilla del ideal, transitando de las pluralidades cambiantes y crepusculares a
las formas luminosas e inmutables.
Dos notas caracterizan de tal manera su arte: su originalidad compositiva y su profundidad subjetiva, la cual no es ajena ni a la miga ni a las brazas del espíritu. Ambas virtudes manan de dos fuentes cercanas que nacen del borbotón natal del tiempo: encontrar el hilo, la espina dorsal, el “atman” de si mismo, para así resonar con las vibraciones de la fuente de la vida. Es por ello que su arte se imbrica en las más hondas vertientes de una gran tradición plástica mexicana, pues su práctica artística, siguiendo un orden tradicional, es la de escavar hasta sacar a la luz todo un reservorio de imágenes y temas comunes ceñidos estrechamente a la realidad vivida, pudiendo por ello mostrar ante los ojos una comunidad que busca la satisfacción de las demandas colectivas de justicia social al orientarse por los fines ideales ínsitos a nuestra cultura patria.
Dos notas caracterizan de tal manera su arte: su originalidad compositiva y su profundidad subjetiva, la cual no es ajena ni a la miga ni a las brazas del espíritu. Ambas virtudes manan de dos fuentes cercanas que nacen del borbotón natal del tiempo: encontrar el hilo, la espina dorsal, el “atman” de si mismo, para así resonar con las vibraciones de la fuente de la vida. Es por ello que su arte se imbrica en las más hondas vertientes de una gran tradición plástica mexicana, pues su práctica artística, siguiendo un orden tradicional, es la de escavar hasta sacar a la luz todo un reservorio de imágenes y temas comunes ceñidos estrechamente a la realidad vivida, pudiendo por ello mostrar ante los ojos una comunidad que busca la satisfacción de las demandas colectivas de justicia social al orientarse por los fines ideales ínsitos a nuestra cultura patria.
II
Su tema no es otro que el de la inquietud existencial; sin embargo, la singularidad de su visión radica en llevar a cabo una crítica de su tiempo, que al exhibir sus figuras menoscabadas entitativamente, privadas o menoscabadas por el fantasma de la negación, logra develar un trasfondo intemporal, en algunas ocasiones estrictamente mítico, donde se muestran los símbolos permanentes de la condición humana. Entes marginados marcados con los estigmas de la menesterosidad y de una existencia precaria, frustrados en su ser mismo por las contingencias del medio, por el despojo o por la despersonalización a las que los somete el imperio del mundo moderno, a partir de cuyas estructuras el artista, empero, extrae los moldes y matrices poéticos, como si de una fragua de fuego se tratara, en que se vacía el puro metal del relato mítico y de la fábula.
Su tema no es otro que el de la inquietud existencial; sin embargo, la singularidad de su visión radica en llevar a cabo una crítica de su tiempo, que al exhibir sus figuras menoscabadas entitativamente, privadas o menoscabadas por el fantasma de la negación, logra develar un trasfondo intemporal, en algunas ocasiones estrictamente mítico, donde se muestran los símbolos permanentes de la condición humana. Entes marginados marcados con los estigmas de la menesterosidad y de una existencia precaria, frustrados en su ser mismo por las contingencias del medio, por el despojo o por la despersonalización a las que los somete el imperio del mundo moderno, a partir de cuyas estructuras el artista, empero, extrae los moldes y matrices poéticos, como si de una fragua de fuego se tratara, en que se vacía el puro metal del relato mítico y de la fábula.
Es por ello que sus figuras parecieran estar polarizadas
por los dos umbrales últimos del sentido: Dios y la nada. Por un lado, pues, el
amor intelectual de Dios, que es sobre todo del dominio del entendimiento, al
ir más allá de la libertad y los afectos, el cual lleva aparejado el
sentimiento de seguridad en el corazón y de firmeza en la conciencia –acaso
porque el cuerpo, sustancia material y extensa, es sólo un modo de la sustancia
universal y cósmica (Spinoza); quizás porque la inteligencia, al estar en
conformidad con la sustancia eterna, o en contigüidad y relación con ella,
lleva al centro radial más estable de la persona. El artista cifra y condesa de
tal suerte los actos humanos que tienen trascendencia metafísica, relacionados así
con el Ser –y que, propiamente hablando, son los límites últimos de la
ideología, de la cultura y de todo lo demás.
Por el otro, sus imágenes nos hablan también de los actos
despeñados, de las peripecias de la contingencia, de la inestabilidad y de la zozobra.
Se trata de la angustia por la propia existencia que se aut-obliga a bailar
sobre el abismo –plasmando entonces sus figuras la imagen del hombre moderno,
sostenido en si mismo y sin recurso a ninguna trascendencia o entidad
sobrenatural. Espectáculo donde el mismo cuerpo humano, expuesto a las
contorsiones psíquicas de la angustia, se separa y aleja de la sustancia
universal y, en su intento frustráneo de independencia, crea agudas tensiones
de desarmonía y disconformidad con ella. Sus efectos son entonces intimidantes
en lo que tienen de apelmazamiento en la masa o en la orgía, de vibración
insatisfecha que sólo se palia al aferrarse a otro cuerpo también vibrátil, o
que se sumerge en actos psíquicos, de conciencia o pensamiento, de
excentricidad o rebeldía sustancialmente sentidas como temor, inseguridad y
abismamiento. Desconfianza radical, pues, de que el ser infinito exista por su
propia esencia infinita, aparejada a la creencia de que le falta una potencia
infinita para existir.
Inquietud existencial, pues, que postula que la
existencia es extrínseca a la esencia, que consciente en que no es la esencia
una potencia activa de la existencia, no teniendo prioridad alguna sobre ella,
arrojándose así a la existencia por se de hecho lo más potente para todo
–aunque lo más ciego también para los valores, los cuales se postulan a su vez
como lo más impotente para todo, por requerir su base de una potencia infinita
para existir. Sus figuras así se muestran en casos arrojadas a la mera
existencia material, puramente fáctica y nuda de espíritu, en una especie casi
se diría ósea, descarnada de materialismo y de existencialismo que sobreviene
por una potencia extraña a la esencia.
Su obra nos enfrenta entonces a las realidades
demetéricas de la existencia, donde se da una especie de pasaje oscuro por los
corredores donde tanto el entendimiento como el cuerpo quedan de pronto
endurecidos, mostrando en el hombre su pura estructura corporal y los resortes
de sus apetitos, como si de una metálica y fría mecánica se tratara. También
cita con el accidente, con las formas de lo indeterminado y meramente material
que, al carecer de ideales directores o de valores, socaban y frustran la misma
esencia humana al sujetarla al desamparo, al vicio y a la miseria –sujetándose
así sus figuras al caos de la disolución, al laberinto de la subjetividad o al
ridículo de lo grotesco.
Su arte, en efecto, abunda en tema de la preocupación por el alma individual, por la cura de la existencia y su ceguera, cuyo terrible poder es como la de un mugido en el corazón habitado en la intimidad por las tinieblas. Lugar donde se pierde fondo y donde todo se ve torcidamente, donde se oprime al alma y el alma oprime enojosamente a todo lo que la rosa al anunciar la necesidad de su muerte y la inevitabilidad de la fosa que prepara para el infierno.
Su arte, en efecto, abunda en tema de la preocupación por el alma individual, por la cura de la existencia y su ceguera, cuyo terrible poder es como la de un mugido en el corazón habitado en la intimidad por las tinieblas. Lugar donde se pierde fondo y donde todo se ve torcidamente, donde se oprime al alma y el alma oprime enojosamente a todo lo que la rosa al anunciar la necesidad de su muerte y la inevitabilidad de la fosa que prepara para el infierno.
Arte existencialista, pues, que si por un lado muestra y
angustiosamente al hombre viviéndose y viéndose separado con el mundo de Dios
por un entero e infinito abismo, queriendo incluso alejarlo por temblor y temor
de no estar justificado ante Él, por el otro da cuenta también reflexivamente
de tal abandono y extravío arrojándose, por decirlo así en un movimiento
oscilante y pendular, en dirección contraria: a la imagen prístina, a la imagen
eidética y salvífica del redentor, en una especie de inquietud existencial que,
al tocar fondo, sustituye la angustia mortal por la inquietud de la existencia.
Inquietud del alma, es verdad, donde la salvación radica en el esforzase
afanosamente siempre y donde se manifiesta la inmortalidad del hombre, que
tiene que conquistar diariamente su libertad y su vida, sobreponiéndose con
ello a todas las decepciones. Ser inherente al hombre moderno, pues, cuyo
constante movimiento es actividad, actualidad y acto, que al insistir
reiterándose en un esfuerzo afanosamente sostenido logra tocar el fluido mismo
del demonio cósmico –en una visión del mundo de la voluntad y del inmortal
esfuerzo humano, acepto por ello a la voluntad universal.
III
El
artista que es José Manuel González busca así los actos radicales y
definitorios del ser humano que tocan esa esfera del ser a la que también
llamamos cultura, entendida como la sucesión histórica de temas y problemas
que, jerárquicamente articulados, ocupan y preocupan a los integrantes de un
grupo humano. Por ello, su experiencia plástica ha consistido esencialmente en
un viaje de vuelta: en ir al origen y en beber de sus fuentes, incorporando de
tal modo el valor de una tradición plástica con todas sus consecuencias
(Orozco, Montoya, Mijares, Bravo), sin perder por ello su carácter personal
distintivo hecho de una mezcla de lúcida y cruel ironía y de una sabia
resignación.
Sus
dibujos monocromos tienen la doble virtud de la experimentación plástica,
siguiendo por un lado un orden rigurosamente constructivo anatómico,
fisiológico incluso, donde resaltan las estructuras corporales por virtud de un
acabado geometrismo; por el otro, dando cauce a la expresión del dolor en los
cuerpos sujetos a las mas rigurosas condiciones de marginación o de
existenciariedad.
Expresiones
del dolor, es verdad, pero también de la profunda simpatía por los rigores y
sufrimientos de sus figuras, muchas veces populares (pero también de la
mitología pagana y del cristianismo), sujetas no menos a la desilusión que a la
decepción del mundo en torno, es cierto, pero también al último estribo de la
desesperación: no el amor, sino la esperanza y el consuelo religioso,
metafísico, de la salvación… al menos en el otro mundo, en la otra vida –o en
una nueva vida. Así, sus composiciones, no exentas de una gracia lúdica única
ni de concentrado lirismo, pueden por ello tomar distancia, alejarse de un
mundo en cierto sentido cerrado y sordo, encadenado y parasitado por los
chancros del estancamiento.
Es por que ello que en su singular obra plástica José Manuel González revela como pocos artistas una doble virtud que me atrevo a llamar filosófica por su doble tensión extrema: a la vez la autenticidad del artista, que radica en la conciencia de su finitud, y simultáneamente la autenticidad de la verdad, que radica en la conciencia de su universalidad.
Es por que ello que en su singular obra plástica José Manuel González revela como pocos artistas una doble virtud que me atrevo a llamar filosófica por su doble tensión extrema: a la vez la autenticidad del artista, que radica en la conciencia de su finitud, y simultáneamente la autenticidad de la verdad, que radica en la conciencia de su universalidad.
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