Ricardo Espinosa: La Especie y el Escalpelo
Por Alberto Espinosa Orozco
"Dios, que salva el metal, salva la
escoria,
y cifra en su
profética memoria
las lunas que
serán y las que han sido..."
Jorge Luis
Borges
"Dios
crea a los animales, el hombre se crea a si
mismo.”
Jorge Cristofer Lichtembreg
“Un sauce de cristal, un
chopo de agua,
un alto surtidor que el
viento arquea,
un árbol bien plantado mas
danzante,
un caminar de río que se
curva,
avanza, retrocede, da un
rodeo
y llega siempre:
un caminar tranquilo
de estrella o primavera sin
premura,
agua que con los párpados
cerrados
mana toda la noche profecías…”
Octavio Paz
I
El Museo del Chopo, situado en
un extremo de la colonia Santa María la Rivera, muy cerca de San Cosme, albergó
alguna vez, entre los años 60 "s y 70's, una extraordinaria y extraña
colección, integrada, a mitades, por una serie de artefactos científicos en
desuso, provenientes de finales del siglo XVIII hasta principios del siglo XX,
y por una muestra, no menos delirante, de especies zoológicas disecadas,
algunas de ellas en severo proceso de extinción o ya del todo ausentes de la
fauna viva. Se trataba de las antiguas reliquias del Museo de Historia Natural.
Si el capricho de la" memoria no me extravía, había entre la colección de
animales algunas osamentas de enormes seres prehistóricos, pero también raros
ejemplares de vestezuelas diminutas, extravagantes criaturas embrionarias
detenidas para siempre en el sueño eterno del formol o la naftalina, los restos
de alguna momia embalsamada, fragmentos de planetas o de estrellas. El conjunto
en su totalidad formaba un dilatado emblema del cosmos -un poco a " la
manera de las enumeraciones dispares de Jorge Luis Borges o de Ray Bradbury,
que en su orden aleatorio sugieren una idea del infinito.
La atmósfera del recinto,
iluminada por los frágiles vitrales naranjas de la ingrávida arquitectura
victoriana, era la de un espacio donde el polvo sin memoria, suspenso en el
reposo del viento, dejaba caer poco a poco sus átomos dorados, los que
esporádicamente se encendían como destellos equívocos, antes de posarse sobre
aquellas formas exánimes o detenidas de la naturaleza animal y del arte humano.
La colección se despertaba entonces, por un tenue momento, rotos los candados
de esa sepultura que es el pasado y el olvido, para reintegrarse a la vida
diaria, volviéndose de pronto moneda circulante en la concreta situación de
convivencia. Inmersión arqueológica en las capas tectónicas del tiempo, a la
que se entraba por un misterioso intersticio de la cultura, posibilitado acaso
por el extraño mecanismo, destartalado y al parecer disperso, de una disimulada
máquina del tiempo. La sensación impresa en el ánimo era heteróclita, mezclando
al sentimiento de la sorpresa el del
espanto, y al del asombro con el del morbo sacro. Un mal día los instrumentos
de gélida precisión, así como los animales congelados en sus vitrinas y cajas
de caoba inglesas de naturalista decimonónico, desaparecieron del museo para
siempre, sin dejar huella o rastro cual ninguno.
II
La investigación profesional
sobre la imagen, el paisaje urbano y la naturaleza nacional, sostenida durante
ya varias centurias por el fotógrafo Ricardo Espinosa, por sí misma lo condujo,
al romper el alba de la nueva centuria, al hallazgo de las reliquias materiales
de la misteriosa colección, depositada ahora en tres salones de una institución
cultural del Centro Histórico. Gracias a sus meditaciones, reaparecen ahora
ante nuestros ojos las visiones de la muestra insólita y de inusitada belleza,
teniendo como digno marco el Museo de la Ciudad de México, restituyendo con
ello a nuestra cultura icónica una pieza invaluable, que es parte entrañable de
la memoria colectiva..
En cierto sentido pueden
contemplarse a los animales como formas deficientes o primerizas de lo humano.
Infinitamente distantes de Dios, el hombre y el animal están infinitamente
cercanos entre sí. Acaso a ello se debe que la imaginación simbólica e
inconsciente este poblada, en una de sus sótanos más sobresalientes, por las
figuras de los animales superiores. El fotógrafo Espinosa destila en esta
ocasión el arte del instante, armado exclusivamente con su potente máquina
Hasselblad, como si de una sutilísima red del tiempo se tratara. Con ella
destila, en sus finísimas rebanadas de tiempo detenido, las actitudes,
posturas, escorzos y perfiles más reveladores del carácter o naturaleza de las
especies zoológicas sujetas a los rigores quirúrgicos del taxidermista.
El primer paso del arte
fotográfico es capturar en la película las imágenes en negativo, algunas de las
cuales, resistiendo la prueba estética, son admitidas al proceso positivo para
imprimirse en el papel emulsionado como imágenes definidas y perfectas -un
poco, como advierte Freud en algún pasaje, a la manera en que sucede entre la
actividad inconsciente y la consciente. Así, el omnipresente ojo del tiempo se
introduce en esta ocasión en uno de los foros más terribles de la modernidad,
el de la ciencia experimental, para fijar las expresiones mímicas de los
fabulosos animales superiores, previamente vaciados y detenidos en sus formas y
posturas por la curiosa barbarie de una civilización que en su vértigo olvidó
de convivir con los símbolos de la vida.
Esfuerzo, pues, de mostrar una
estética siniestra: la que hay. en el intento de penetrar en el misterio de la
vida para manipularla, cuyo resultado no es, no puede ser sino el de arrojar al
mundo su sombra torturada, ya bajo la figura grotesca y extravagante de la
cripta, ya bajo la especie circense y tosca del remedo, del cuasi-modo o de la
deformidad. Los científicos, en efecto, no pudieron encontrar el alma bajo el
frió filo de su escalpelo. Por un tiempo se ufanaron de sus pírricas derrotas,
arrojando incluso sus monstruosos resultados, no sin cinismo, a las salas de
exhibición. Ahora que especies botánicas y zoológicas están severamente
diezmadas, junto con el mismísimo concepto de especie o naturaleza humana, no
podemos mirar sus experimentos de laboratorio sino con infinita vergüenza.
Talados los bosques, habrá de nuevo que saber leer de sus mejores libros hasta
que los árboles vuelvan a crecer. Pero ¿y con los animales? Empero, la exposición
es también un intento de recuperación y restitución de la memoria simbólica, en
la cual cada ser vivo revela su misteriosa dignidad o capricho como una figura
y una cifra del Enigma.
III
"El Silencio de las
Especies", título de la presente exposición de Ricardo Espinosa, se
compone por 40 fotografías en blanco y negro y a color, en un formato
cuadrangular de 6 x 6 cts., en las cuales se destacan las actitudes y
posiciones de los animales sacrificados, en tanto disposiciones a actuar de
determinada manera. Con ello las bestias irracionales muestran el fondo de su
vida anímica, expresando lo que se modelaba en su interioridad, significando
también sus reacciones y costumbres ante el mundo.
Ortega y Gasset ha visto bien
como toda interioridad anímica es inespacial: un soplo, un hálito de viento.
Para manifestarse, el alma viva necesita cabalgar la materia o traducirse en
figuras del espacio. La vida orgánica animal, como el alma o el espíritu del
ser humano, es una realidad oculta que no se hace presente sino por el cuerpo.
El alma animal requiere del cuerpo espacial para proyectarse en él, dejando su
impresión y su huella en el mundo. A la vez, el cuerpo desnuda el alma, pues la
carne viva es un medio donde se refracta la interioridad que la habita. La figura
animal no es un dibujo riguroso, sino una forma que se transforma
continuamente: que se está formando. Sin embargo, la forma corporal estática
total del ser vivo, se vuelve signo y símbolo de se naturaleza constitutiva.
En efecto, cada tipo animal,
cada especie, tiene el alma que le corresponde. El alma del león y de la garza
se manifiesta en la estructura anatómica de uno u otro ser, encontrando en ella
su metáfora somática. Es verdad: transparente
de lo exterior
-que a su
vez es la manifestación de lo interior.
La naturaleza animal no
depende tanto de los órganos en si, sino del movimiento del cuerpo, que se
mueve entre el alma y el mundo. Tales movimientos no son sino expresiones
mímicas, significantes justamente de su animación, de su vitalidad. La muestra
fotográfica es así una invitación a entrar por el espejo del cuerpo al alma de
los animales disecados.
IV
La vitalidad del ágil mono, se
trasluce tras la seca disección como la del animal que salta de un objeto a
otro disipando la conciencia, de la misma forma que salta de rama en rama. Es
acaso por ello el símbolo de los seres dominados por sus instintos o
apetitos... y del hombre degradado por los vicios de la lujuria y la malicia.
El simio, que pareciera va a decir una cosa que se le olvida, es también, sin
embrago, el símbolo del sabio iniciado, que esconde su verdadera naturaleza
detrás de sus bufonadas. En efecto, la pusilanimidad del mono, confundido
entre- sus cuatro manos (ni diferenciadas entre sí como las manos y pies del
hombre, ni levantadas definitivamente del suelo), pendenciero, irritable,
lúbrico, vagabundo, bandido, tentador, insensible, provocador y torpemente
imitativo, contrasta en su incorregible fantasía con su manifestación
industriosa de sabio y mago poderoso, amante de los jardines y las fiestas. La
imagen fotográfica nos presenta el rostro ajado del macaco negro empotrado en
el cuerpo velludo, en cuyo resentimiento africano puede leerse la fuerza
irracional, instintiva y peligrosa, así como su insolencia e irritable vanidad.
Caricatura del hombre que está arrojado al fondo de la vida irracional, la
serpentina cola del simio es también el glifo de la incógnita y, por lo tanto,
de la duda o de la indecisión.
Según algunas mitologías el
mono es- primo del vil y hostil coyote. El parentesco simbólico entre el simio
y los cánidos se deriva de su conocimiento de los misterios de la noche. La
animosidad del coyote o del lobo americano es representada en la fotografía por
el extraordinario y repelente fruncimiento de la nariz, extendido prácticamente
a todo el hocico, el cual se abre mostrando con ferocidad satánica la larga
lengua, ávida a la vez que burlona. El llamativo y repelente gesto de inusual
salvajismo, se combina con la posición corporal abyecta, que parece suplicante
al arrastrarse por el suelo; iris en el que convive la nefasta impostura de la
hipocresía y la aversión' de la mentira. No es insólito que por tales
expresiones se le considere en algunos
V
Una de las imágenes más
entrañables de la muestra es la que registra una especie de "concilio
entre los animales supremos". Se trata de un conjunto de animales
especialmente privilegiados por la imaginación simbólica, los cuales quedaron
distribuidos, ya por el azar del tiempo, ya por la necesidad del espacio, ya
por el sentido surrealista de los operarios manuales, en un compacto grupo
saturado de maravilla y rara densidad estética. El icono da cuenta de un níveo
local estrecho, en el que sobre viejas mesas, más que descansar, vigilan cuatro
grandes animales: la cebra, el elefante, el ñandú y el oso. Junto a la pata
delantera izquierda de la imponente cebra, la cabeza degollada de un oso exhala
al aire un rugido de dolor, silente y petrificado, mientras que a los pies de
los cilindros anteriores del pequeño paquidermo reposa el cráneo astado de un
ciervo. Abajo, sobre una superficie achaparrada, un jaguar tumbado sobre el
costado izquierdo, exhibiendo los temibles colmillos, pareciera desafiarlos en
su impotente sometimiento.
El grupo es presidido por una
ecuánime cebra de gran alzada, quien majestuosa convive gustosa con la
magnanimidad del elefante. En el escorzo del acercamiento, puede incluso
contemplarse como es que el bondadoso equino bicolor, de orejas atentas y de
grandes ojos bondadosos, toca y casi acaricia, no sin ternura, la trompa
extendida y levantada del pequeño cuadrúpedo memorioso, en cuya boca hay algo
de sonrisa y otro tanto-de un barritar que se antoja a punto de romper en canto
o en voz articulada.
Arquetipo próximo al de la madre,
la memoria del mundo, la cebra evoca la dialéctica del caballo: por un lado, la
potente carrera ciega que lo domina al mediodía, teniendo el jinete que domeñar
sus pánicos para conducirlo a la meta asignada; por el otro, su poder de
vidente y guía por la noche, cuando el jinete esta ciego. El bestiario
simbólico ha visto en el caballo una figura de extraordinaria sutilidad y
significación que, a imagen del tiempo, fluye de abajo hacia arriba y de arriba
hacia abajo, entre los infiernos y el cielo, pasando con facilidad de la noche
al día, de la muerte a la vida, de la pasión a la acción, atando los opuestos
en una manifestación continua, siendo símbolo de la vida y la continuidad que
esta por encima de la discontinuidad introducida por la muerte, contribuyendo
así a la búsqueda del conocimiento y de la inmortalidad.
Por su parte, el elefante,
imagen de estabilidad e inmutabilidad, montura de los reyes y vengador del
adulterio, es el símbolo por excelencia del conocimiento, la memoria y la
soberanía 'sobre el mundo terreno. Es el del cielo. Como la tortuga y el toro,
es uno de los animales soporte del mundo. También es un animal cósmico, al ser
su estructura la de cuatro pilares que soportan una esfera, siendo emblema de
prosperidad, longevidad y fuerza real. Como recuerda Rudyar Kipling, el león es
el rey de la selva, pero todos saben que el verdadero rey de los animales es el
elefante.
La tercera figura es la media
estampa anterior del ñandú o del caribú. Pareciera evocar aquí, por su alta
cornamenta, el simbolismo de los cérvidos (alces, gamos, renos) , pero dado su
hocico alargado y deprimido, y por una especie de reduplicación, estaría
también a medio camino del simbolismo del burro. Sería, así, el señor de los
animales, caracterizado por su melancolía incurable y su gusto por la soledad.
Figura de la prudencia, que sabe huir en favor del viento llevando consigo el
rastro de su olor y encontrar las plantas medicinales. Es emblema del amor
sexual por su potente bramido al buscar a su pareja, de la escucha por sus
largas orejas y de la poesía lírica por la forma de su cornamenta. Estas
virtudes lo potencian para salvar a los hombres de la desesperación y aplacar
sus pasiones. Es también una imagen de las enseñanzas y ascesis del maestro, el
cual inspira cierto temor, tanto por su velocidad como por las dificultades que
encuentra en • el camino. Antítesis del cabrón, significa asimismo el retorno a
la pureza primordial, lo cual implica la familiaridad y cultivada amistad con
los animales. En suma, es un heraldo de la luz y de la cultura que guía hacia
la claridad diurna, siendo símbolo del sol naciente y de la renovación cíclica.
En lo que tiene de pariente
del burro, por su cara larga y tristona, indica el desaliento espiritual de la
vida estrecha del monje, de la depresión moral e incluso de la pereza, pero es
sobre todo un emblema pacifico de la pobreza, la humildad y el coraje, símbolos
de la búsqueda del conocimiento del encuentro con la fuente divina donde saciar
la sed..
El cuarto animal es una
fantástica especie de oso. Su fisonomía erguida y empapada por la luz blanca de
la luna, significa inmediatamente la dignidad incólume. Volteando hacia la
izquierda, pareciera otear vigilante la distancia, adoptando su figura estática
total la del atento y poderoso guardián. Es el hermoso oso misterioso que,
según. cuenta Rubén Darío en una canción, se pone en cruz ante la muerte o para
dar el poderoso abrazo. Es un emblema de la casta guerrera para muchos pueblos
(Rusia), pero también de la autoridad espiritual, opuesta al poder temporal del
jabalí o de la serpiente (que junto con el madroño forman el escudo de Madrid).
Divinidad de las montañas, suprema entre todas, el oso ha sido visto por José
Gaos como símbolo por antonomasia de la soberbia filosófica. Amo del bosque y
abuelo del hombre, el oso tiene como función simbólica, en su aspecto
evolutivo, apartar los malos espíritus y guardar los juramentos. Gran fiera que
todo recuerda y nada olvida, el oso es también un sabio de la tierra y por ello
conocedor de la medicina. Desea la industriosa y dulce miel de la abeja y en
sus mejores momentos, superando su pesantez y molicie natural, danza alegre por
el tupido boscaje.
La escena se completa con la
del jaguar echado, tumbado literalmente ante la grandeza de los cuatro sabios
animales erguidos. Pareciera, más que enfrentarlos, afrontarlos como un
discípulo rebelde y descreído. Puede verse en él una expresión del mundo
subterráneo y, por lo tanto, del sol negro, del recorrido infernal del astro
por el mundo oscuro. En efecto, en el jaguar se ha visto una imagen del señor
de las regiones bajas, devorador del sol y de la luna, y a un enemigo del
hombre. Simboliza la fuerza terrestre, opuesta a la celeste del águila, que
tiene la clarividencia de los espíritus nocturno o réprobos (la doble vista).
Sin descubrir el fuego es su utilizador. Acaso por ello se asocia su figura a
la bruja y a la magia. Algunas creencias lo toman como el operador de la
destrucción final del mundo.
VI
Una antigua tradición árabe cuenta
que todos los pájaros del mundo parten de viaje en búsqueda de un rey. El vuelo
de las aves significa, en efecto, el camino místico del alma en busca de lo
divino. En este sentido los pájaros preservan en el camino de los espíritus
malignos. La ligereza de las aves es así un signo de la liberación • de la
pesantez del cuerpo y de las circunstancias terrestres, para abrir el espacio
al vuelo del alma. En varios poemas la inteligencia se representa como la más
rápida de las aves. Es cierto, la ingravidez de las aves indica la relación del
mínimo de materia corporal para servir mejor al alma. La imaginación de todos
los tiempos ha visto en ellas uno de las imágenes primordiales de la libertad
individual y ascendente (libertad hacia el bien). Es por ello una mensajera
auxiliar de los dioses. Los oídos puros han visto en la imaginación visionaria
que en el canto de las aves se conserva algo del canto de la creación.
El pelícano, al igual que la
cigüeña, la ibis, la garza y el fénix, es símbolo de la poesía, del amor filial
y paternal. Emblema y hieroglifo de la Atlántida o isla primordial (Aztlan) es,
junto con el águila, un ave destructora de serpientes y, por tanto, adversaria
del mal. Imagen de la longevidad y de la inmortalidad, el pelícano o garza de
agua .es representada en la imagen verista de la fotografía en dos estrictas
visiones geométricas, las cuales capturan la rara maravilla que hay en su
estructura frontal y en la sintaxis de su de perfil -escorzos que, de manera
casi inconcebible, corresponden a una misma figura animal. La visión frontal lo
muestra como una esbelta torre, donde cuello y pico se asimilan a la
perfección, coronando la cabeza con los dos perlas negras de los ojos. Ello
explica sobradamente que se haya admirado en este animal la figura de la
contemplación espiritual. La proyección del perfil muestra, en cambio, la
elegancia delicadamente curvilínea del largo cuello, isomorfo a la del cisne,
pero en esta ocasión hay en el ave marítima un gesto de profunda deferencia, el
cual da lugar a la extensión del largo pico, cuyas puntas rematadas en botones
redondeados recuerdan, en efecto, al de las plumas fuente. El pelícano es así
un símbolo crístico, pues su. desmesurado pico pareciera ser la pronta e
infatigable red que va en busca de las almas (los peces).
Por último, la aterradora
imagen del Martín pescador atormentado. Revelación adolorida de la brutal
parafernalia de varillas salientes, de ganchos y de sogas que rodea a la
disección taxidermista, la cual se muestra como un burdo mecanismo cruento que,
lejos de devolver al ave el vuelo, no puede sino darnos la tristísima expresión
de una naturaleza violentada, roída por las miserias de la carcoma y la
polilla.
VII
Las expresiones mímicas de la
naturaleza, incluso de la naturaleza inanimada, especialmente las de los
animales superiores, pueden leerse como frases sentimentales. Son gestos
expresivos y movimientos de suyo significantes de mociones, sentimientos y
emociones expresadas. Los movimientos internos del alma animal contribuyen en
su expresión a labrar la forma, la figura del ser vivo, como si se tratara de
un gesto modelado y a la vez perpetuo en el cual poder leer el interior del
alma.
El hombre, equidistante del
ángel y del mono, animal levantado definitivamente del suelo y ángel caído,
lamentablemente descuidó durante toda una etapa histórica, encerrado en la
jaula solipsista sellada con el candado del racionalismo instrumental de la
época moderna, el fenómeno más notable y noble de las situaciones de
convivencia: el de la percepción de la psique, del alma ajena. Fenómeno perceptible
a su vez, simplemente intuíble, pero imposible de describir más o mejor por
medio de los conceptos de la razón, del misterio del cuerpo vivo, significante
de suyo de su vitalidad. La significación de la vida, lugar en donde todo se
comunica, encuentra así su mejor expresión en los más acabada forma habría que
buscarla en la fábula, donde el animal y el hombre se vuelven a hermanar en el
territorio de la lección moral y del ejemplo.
Sin embargo, el racionalismo
moderno decretó, no sin apresuramiento, que todo lenguaje no-racional, natural,
simbólico, metafórico, no era sino sin-sentido. Complejo cientificista
destinado a reprimir, por uno de sus brazos, la palpable lectura de la vida,
mientras que por otro, abrazaba ocultando uno de sus motivos más profundos: el
intento de la ciencia moderna de conocerlo todo... para dominarlo todo -motivo
que era ya la ambición del mago, por medio del conocimiento de las
"claves". Su estética, sin embargo, dio con el triste remedo de
horrible: siniestra expresión sentimental de lo que empalma dos planos
incompatibles al transgredir el límite. Abrir lo vedado, lo que está prohibido,
no puede dar como resultado sino la oscuridad de las tinieblas o la
exviceración de lo monstruoso. Su lugar, a fin de cuentas, no puede ser otro
que el del traspatio vergonzante, muchas veces inconsciente, de los impulsos y
las cosas inservibles.
VIII
Asistimos, en la nueva edad
que se abre con el siglo, a un cambio de perspectiva, enderezado en el sentido
del respeto general para la vida, de la sabia comprensión e interés activo por
la expresión y libertad del anima, del deseo y de la voluntad del prójimo. La
exposición del artista plástico Ricardo Espinosa nos permite leer confiadamente
en sus registros esa voluntad estética de seducción y amor por las criaturas
vivientes. Empero, también advierte los peligros que hay en la ambición, entre
científica y mágica, del dominio de la naturaleza y de la vida, mostrando sin
ambages, en el pasado inmediato, lo grotesco que hay en el frustrado intento
frankensteniano de penetrar y manipular el misterio sagrado del alma.
El pasado tiene una estructura
a la vez de roca y humo. Por un lado, es imposible que lo que fue deje de haber
sido. Por el otro, el pasado, la estación más propicia a la muerte, está hecho
con el mismo material evanescente del humo y del polvo. El pretérito, fijo
perpetuamente como un laberinto de roca o hierro, es también un mar intangible
de bruma, del que salimos para tocar la costa del presente, la única realidad
verdaderamente existente que tenemos. Porque el hombre, como el ave Fénix, es
el ser que cada día vuelve a ser, teniendo que rehacerse de sus propias cenizas.
Así, el polvo, oro viejo y
pátina que dan los años, se muestra en esta reveladora exposición como un
motivo para la memoria, pero también para la reflexión, trasmutando
a un presente más diáfano: para volver al ser en el fulgor de las
esencias, para volver a la contemplación apacible de la vida, a la admiración
de la belleza -como el ave blanca migratoria que sale de la nube negra.
La cultura mexicana reciente
ha conocido el esplendor de sus artes plásticas bajo la especie de los
fotógrafos, teniendo con ellos uno de los brazos más vigorosos de su noble
madera y en sus obras los más opimos frutos de su jugosa sabia. Siguiendo la
tradición de los poetas de la imagen instantánea, que va de Manuel Álvarez
Bravo, Edwar Weston a Tina Modoti, y de Paul Strand, Ignacio López y Katy Horna
a Owena Fogarty, toca hoy al artista Ricardo
Espinosa, cumplido el proceso de la asimilación, mostrar la madures de sus
viñas. Sus refinados frutos, a la vez crueles e irónicos, lentamente meditados
y directos, críticos y esperanzadores, son también la semilla que, lejos de
sustituir al rancio árbol, le toman el relevo real en el tiempo para ofrecer,
una vez más, la verdadera significación que tiene en nuestro tiempo el arte del
deseo. Todo ello debido a que el respeto a la tradición obliga... a sí
misma.
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