La
Caricatura Satírica en José Clemente Orozco
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
El interés y la bonanza por el ser del
mexicano, por la ontología del mexicano, en realidad comenzó con el movimiento
muralista mexicano: interés tanto por su historia como por sus orígenes. El
primer problema al que se enfrentaron los pintores revolucionarios fue, en
efecto, resolver plástica y teóricamente el problema de nuestra identidad, que
se empezaba a manifestar con singular aplomo en los hechos. Porque se dio en la
cuenta de que no nos conocíamos como nación, que habíamos sufrido una especie
de amnesia colectiva, que no nos permitía saber quienes éramos, quienes somos,
que nos cegaba, imposibilitándonos para vernos a nosotros mismos. Así, el
primer problema que tuvieron que resolver los muralistas, destinados a decorar
los edificios públicos de la nación, era plantear con claridad el problema de
nuestra identidad colectiva: el de nuestros orígenes, el de nuestras facultades
críticas y creativas, para arribar así a una límpida conciencia del ser que
somos, de tener el ser de mexicanos que somos -caracterizado por el gusto por
los adornos y las atmósferas, por un alma donde se entremezcla la pasión y la
reserva, en un mundo tenido tanto por el amor a la forma como por una
omnipresente religiosidad, también por una gris nostalgia, no exenta de
frustración e incluso de resentimiento, por volver a ser, por volver al ser, al
orden de un universo violentado por los olvidos intencionales de la modernidad
y reabsorberse con el fluir de la vida.
Recobrar el sentido, volver a la conciencia
de sí, retomar los valores que íntimamente nos constituyen como motores de
acción sensata, para definir así no menos una ontología del mexicano como la
meontología que la socava: tal fue la tarea iniciada por el equipo de trabajo
de José Vasconcelos, quien vio primero y mejor que nadie que si México quería
ser tenía que volver a ser. Porque efectivamente fue el mismo Ministro de
Educación de la revolución triunfante el iniciador del movimiento muralista,
quien tuvo como estrella y oriente el ideal del renacer de la grandeza de
nuestra cultura y de nuestro pueblo: tal renacer fue en realidad una fundación.
Su visión era la de un arte orgánico expresión de la nueva sociedad universal,
cuyo movimiento se iniciaba en México, pero estaría destinado a extenderse a
toda América Latina. La base: nuestro pasado indo-español, pero proyectado al
futuro al estar poseído desde su germen de un ideal cósmico, cuyo modelo no era
tanto los imperios mundiales antiguos cuanto las conformaciones culturales y
religiosas, cuyos templos no eran otros que los conventos y palacios de la
Nueva España, decorados con pinturas murales (un poco a la manera del arte
bizantino del quattrochento), contando para ello con la fuerza creadora de los artistas
jóvenes a los que dejó con entera libertad.
La primera construcción en ser decorada fue
la Iglesia de San Pedro y San Pablo, conocida como “El Colegio Chico”, que antes
había sido Escuela de los Jesuitas y que el tiempo había degradado a escuela
secundaria. El primer mural al temple fue de Roberto Montenegro, “La Fiesta de la Santa Cruz”, que pronto
comenzó a desprenderse y en el cual aparecía José Vasconcelos en un extremo, el
cual fue borrado luego, por otro Ministro de Educación, Narciso Bassols, el
inventor del galimatías de la educación socialista en los 30’s, mandando pintar
en su lugar a una mujer, ante el silencio unánime de la comunidad cultural
–cosa, por otra parte, que volvería a suceder en la SEP, donde Diego Rivera
ridiculizaba de mala manera al “Maestro de América”. En el mismo recinto el Dr. Atl pinto uno
murales extrañísimos de los que aún se conservan algunas fotografías.
El segundo edificio a ser decorado en 1922 fue
la Escuela Nacional Preparatoria de San Ildefonso, tocándole a Diego Rivera
realizar a la encáustica la decoración del Anfiteatro Bolívar con “La Creación”, en el cual dio muestras de
su singular virtud de repetir a sus modelos, que van del artista francés Pierre
Puvis de Chavannes (1824-1898) a las últimas vanguardias contemporáneas. También
pintaron encáusticas Fernando Leal, David Alfaro Siqueiros, Fernando Leal y
Fermín Revueltas. Jean Charlot
experimento al fresco con cemento, lo cual opaco seriamente los colores;
mientras que el extraordinario fresco de Ramón Alva de la Canal contó con la
ayuda de un albañil quien le enseñó la técnica popular con que se pintaba en
las pulquerías, recurso que luego usaría Diego Rivera en varios los tableros de
la SEP, luego de fracasar con el invento de Xavier Guerrero, pues usaron un mal
compuesto de colorantes revueltos con jugo de nopal, ante lo que las pinturas
no tardaron en llenarse de ampollas teniendo que ser recubiertos por una
delgada capa de cera. El mural de Alva de la Canal, "El desembarco de los españoles y la cruz plantada en tierras nuevas",
se encuentra junto con el de Fermín Revueltas, “Alegoría a la Virgen de Guadalupe” en el pasaje que conecta la
calle con el patio central. Es
importante hacer notar que la mayoría de los primeros murales tuvieron como
asunto temas religiosos.
II
El último en integrarse al equipo en 1923
fue José Clemente Orozco. Intentó algo más arriesgado y de mayor radicalidad: a
las creencias y religiones del pasado, a la vez que llevaba a cabo una
inmersión en su propio ser –siendo por tanto y por definición perfectamente
antimoderno. Beber de la fuente del mito; horadar la piedra del olvido para
tocar la piedra fundadora y beber de la fuente del agua nueva de la vida. Lo
que encontró, no hay quien lo ignore, fue una fuente emponzoñada.
De ahí esa especie de infidelidad y universal
traición a los sentimientos históricos inmediatos, esa originalidad no moderna
señalada por Jorge Cuesta desde un principio en la obra de Orozco: hecha de una
oposición radical a la idea positivista del progreso, tan determinista y limitante,
para la cual a cada tiempo corresponde una expresión fatal de su espíritu
histórico, que corresponde al movimiento gradual y sucesivo del tiempo. La
originalidad de Orozco, en efecto, no se pone “a la altura de los tiempos”, ni sigue
el ritmo frenética y las mutaciones de las vanguardias (Picasso y, a su zaga,
Rivera y Siquieros); no es tampoco un intérprete sumiso de nuestro tiempo
local, ni se propone expresar nuestra modernidad relativa (como lo hicieron
Revueltas y más tarde Montoya de la Cruz). Por lo contrario, la originalidad de
Orozco radica en su absoluto radicalismo, de su inmersión en el simbolismo, tan
distante de su propio tiempo como hostil a él. También de su oposición instintiva
a la obra de Diego Rivera, no menos que a las concesiones y gustos del vulgo.
Su pasión y simultánea reserva, en cambio, va unido a su profundo rigor
intelectual, hallando los medios para expresarse mediante una pintura crítica,
satírica, caricaturesca, caracterizada por su extremo rigor moral, en
confrontación constante con su medio. Me explico: la sustancia de su arte toma
sus poderes de una lucha contra los particularismos regionales e ideológicos no
menos que de una resistencia vigorosa frente a su tiempo, tan alejado del
espíritu como fascinado por las apariencias y, por tanto, perfectamente alejado
de la verdad, de la verdad real, que es siempre dolorosa.
Sin embargo, en tal actitud no dejó de
abrevar de una tradición nacional, mexicana: la de los grandes humoristas,
escritores, pero sobre todo dibujantes y litógrafos feroces del Siglo XIX. En
primer lugar de Casimiro Escalante, el reconocidísimo caricaturista del
periódico La Orquesta (1861-1874), Caricaturista feroz que finalmente fue atropellado
por un tranvía en Tacubaya, cuando trataba de salvar a su esposa de los
vértigos modernos del maquinista, a consecuencia de lo cual murió tres días después,
en el alba de noviembre de 1868. Tradición de la que participaron también; José
María Villasana, el famoso ilustrador de La Linterna Mágica de José T. Cuellar
quien ingresó también en el género de la caricatura satírica; Santiago
Hernández, el “artista artillero” de Chapultepec, quien murió el 8 de junio de
1908; Joaquín Heredia, uno de los ilustradores del famoso libro El
Gallo Pitagórico. Costumbre que llegaría a un primer acmé de la cultura
popular con el hidrocálido José Guadalupe Posada, redescubierto por el
muralista fracomexicano Jean Charlot al inicio de la década delos 20´s. Época
de oro de la caricatura mexicana, de inigualable sello nacionalista, a la que
se unieron las plumas de Guillermo prieto en el diario potosino “El Monarca”
(1863), publicación con estampas de B. Ortiz y Maclovio Álvarez, y Vicente Riva
Palacio en “EL Ahuizote”, quien en compañía de los litógrafos Constantino
Escalante y J.M. Villasana se cebaban en ridiculizar al débil gobierno de
Sebastián Lerdo de Tejada. El nombre de los impresos puede dar una idea de aquellas
críticas, más que desnudas, desolladas: “La Calavera”; “El Tio Nonilla”; “La Pata
de Cabra”; “El Cascabel”; “El Palo de Ciego”; “El Colmillo del Pueblo”; “El
Rascatripas”; “El Ahuizote”; “El Hijo del Ahuizote”, “El Ahuizote Jacobino”.
III
José Clemente
Orozco, al igual que Posada, fue un prolífico caricaturista político,
dedicándose a esta actividad intermitentemente por más de dos décadas. Inició
en el régimen de Ignacio Madero, trabajando en una revista antimaderista hasta
que sobrevino la Decena Trágica. Trabajo en “La Vanguardia”, en “El
Machete”, y aun cuando dejó la caricatura política siguió ejerciendo la sátira
social. En 1920 trabajó para “El Heraldo”, y de1924 a 1926
para “L´ABC”, donde también fungió como caricaturista, destacándose
por su sátira cáustica. José Juan Tablada lo describe como un caricaturista no
solamente cruel, sino incluso truculento, sabio y sutil, feroz e inexorable,
pues sabía cómo exhibir el lado más ridículo y cómico de un político, excelente
blanco para la sátira y el humor, subrayando únicamente el carácter físico de
su víctima. Orozco editaba también una revista llamada “El Malora”, que es
el metiche que a toda hora aparece ingratamente, donde el genial artista
realizaba bocetos y retratos de las estrellas de teatros de segunda y de
tercera clase, saliendo la belleza de las actrices invariablemente maltrecha
para divertir a los aficionados al teatro, ya que Orozco siempre fue un agudo
observador de ciertas clases sociales populares de la ciudad de México.
El 23 de noviembre de 1923 José Clemente Orozco
se casa con Margarita Valladares, quince años más joven que él (40 y 25), con
quien tendría tres hijos: Clemente, en 1924, Alfredo de 1926 y Lucrecia de
1927. Se instalaron a vivir en una calle de Madrid, en Coyoacán, donde Orozco
tenía un estudio luminoso, orientado hacia el norte, diseñado por él mismo.
En 1926
José Clemente Orozco tiene 42 años de edad y da rienda suelta
a su pintura satírica y caricaturesca en un racimo de fabulosos murales: “La Asechanza”, “La Libertad”,
“La Ley y la Justicia”, “Ricos Cenando y Pobres Peleándose”, “El Fin de los Símbolos” (o "Basura Social") y “El Padre Eterno”. En el primero la
justicia anda de juerga con el criminal. En el siguiente unos ricos muertos
dela risa en una orgía ven a los obreros agredirse brutalmente con sus propios
instrumentos de trabajo; en el tercero, una deidad inflada y monstruosa, un
Jehovah ventrudo con cara de idiota, sentado en su trono de nubes, recibe los
favores de los burgueses endomingados, quienes dan muestra de su falta de
caridad, mientras los indios humildes con mujeres e hijos son rechazados por
una milicia diabólica y el indio se deja engañar por el falso apóstol quien
deja entrever por el burdo sayal la cadena de oro. Simbolismo sarcástico, que
en “El Fin de los Símbolos” retrata
como es que van a dar al basurero de la historia coronas de oro y laurel,
bastones de mando y gorros militares, tronos y diplomas de todo tipo –basurero
fascista picoteado por los cuervos que roen el fascio y la cruz gamada con
notable preciencia antifascista.
En
ese mismo año el escritor cubano Alejo Carpentier visita México para constituir
junto con intelectuales de diversos países la Liga de Escritores y Artistas y
acude a la Preparatoria de San Ildefonso, quedando impresionado por los frescos
de Orozco, especialmente con las secciones satíricas y caricaturescas. Alejo
Carpentier describe el fresco “El Padre
Eterno”, deidad inflada y monstruosa: “Y
aparece entonces un Jehová ventrudo y con cara de idiota, sentado en su trono
de nubes recibiendo los favores de los burgueses endomingados como los del
aduanero Rousseau, mientras los indios humildes, con mujeres y niños, son
rechazados por una milicia diabólica. Más abajo vemos obreros acuchillándose
ferozmente con sus herramientas, bajo las miradas complacidas de lo elegantes
comensales de una orgía burguesa, instalados frente a una mesa guarnecida de
vinos y mujeres… Después es la “eterna víctima”, el indio, dejándose engañar
por un falso apóstol, vestido con burdo sayal… que deja entrever los eslabones
de una pesada cadena de oro.” Alternado con los frescos de mayor tamaño,
cubriendo los menos espacios de la pared, aparecen sencilla composiciones
decorativas de un simbolismo sarcástico: manos rudas que dejan caer monedas a
un cepo de la iglesia, mientras otra mano fina y ensortijada recoge las monedas
debajo”.[1]
Las
figuras del genial artista adoptan entonces un extraño carácter, entre trágico
y burlón, participan así de una supergigantesca caricatura preñada de crueldad,
donde los intensos conflictos sociales que toman la forma de una gigantesca
danza macabra que se enseñorea sobre la vida mexicana. La unidad ideológica de
los frescos es el espíritu de indignación ante las injusticias sociales y las
supersticiones, contra los cuales, los pinceles del artista se rebelan en un
vasto clamor de protesta que se traduce en escenas de una contundente crudeza.
Así, la obra de Orozco, aun en sus momentos de relativa ingenuidad, realiza una
especie de apostolado pictórico análogo al que inspiró la pintura religiosa de
la Edad Media, sirviendo a una noble y nueva causa: aspirar a llegar
directamente al corazón del pueblo con la mayor elocuencia posible,
creando una nueva belleza hecha de poderosas estilizaciones, traduciendo
plásticamente un mundo de aspiraciones y de ideales que resumen todo un momento
de la vida mexicana contemporánea.
IV
La pintura tanto de Diego Rivera como de
David Alfaro Siqueiros fue derivando hacia baja retórica, equivalente estético
del Partido Revolucionario Mexicano, en opinión de Octavio Paz, volviéndose
apologistas descarados y tapaderas de la dictadura burocrática de Stalin,
convirtiendo ellos mismos en la nueva academia, más rígida e intolerante que la
anterior, pues cubrían de oprobio a quienes no compartían sus ideas, dando de
comer a los artistas jóvenes el pan maldito del odio, como diaconistas y dogmáticos
delirantes –nuevo catecismo que a todas luces negaba la libertad del artista
entre anatemas, excomuniones y censuras, avalados por toda una tropa de alguaciles
y alguacilas que perpetraban la confusión entre el realismo socialista y la
estética.
Por su parte Clemente Orozco debe su
trascendencia a la universalidad de las formas, a las figuras, a la simplicidad
de las masas, a la economía de planos, a la firme decisión en la ejecución y a
la profunda abstracción de los asuntos, dando por resultado la expresión del
estremecimiento de la vida, conteniendo una coherente cisión del mundo su
talento puro –siguiendo preocupaciones ya planteadas por sus maestros Germán
Gedovius y Santiago Rebull. A diferencia de Rivera, cuyo comunismo terminó no
siendo más que una mera convención, un pretexto decorativo similar al del neoclásico,
es decir: un artificio, cuyo hechizo y seducción tiene por motor la
inconformidad, equiparable a la creencia en el infierno, la mitología griega o
la magia negra. No tanto porque fuera un artista insincero, cosa de lo que se
acusó repetidamente, sino por ser un exhibicionista de sus excesos y faltas,
por deleitarse en el escándalo, en una especie de un realismo de la ligereza
moral de muy baja estofa.
Por su parte Orozco practicó un realismo
profundo, donde la materia es animada por el espíritu del pintor, comprendiendo
que es la materia el lenguaje de la pintura, como lo son las palabras para el
poeta: colores, aceites, resinas, espesor, fluidez de la tintas y mezclas, en
una palabra, calidad técnica que se preocupa esencialmente por la física de la
pintura, por su espesor y su resistencia, y por su necesidad de vincularla a la arquitectura, sumergiéndose en la
composición de los planos arquitectónicos en una especie de visión estereoscópica,
cuya idea de la estructura pone el acento en la naturaleza física, espacial,
del cuerpo del edificio. También pintura corrosiva, que muestra la oxidación y
la combustión y el gasto y el desgaste del alma del artista: matraz donde sus
figuras cobran vida y se gestan, como en esos nuevos dioses de las fuerzas
mecánicas. Pintor, pues, que a partir de una conciencia cada vez más profunda
de sí mismo, de la realidad de la pintura y de su obra nos da los elementos para enfrentar la
verdad verdadera de la dolorosa realidad por la que atraviesan las naciones
latinoamericanas hoy en día, hipnotizadas por el ruido mecánico de la
enajenación y las muchas inconsciencias emprendedoras de la era postmoderna.
[1] Alejo
Carpentier, “El arte de Clemente Orozco”. Social, La Habana, Cuba, 11 de
octubre de 1926. Ver Raquel Tibol, José Clemente Orozco. Una Vida para el arte.
Pág. 85
Todo comenzó por el Aniversario de Jose Clemente Orozco en cuanto a su fecha de nacimiento, he estado leyendo y visto su obra y todo me parece muy grandioso y bueno, los felicito por darnos la oportunidad de conocer mas de todos estos PERSONAJES. Los seguiré Leyendo, muchas gracias por su enseñanza.
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