La Casa
del Campesino y Francisco Montoya de la Cruz
Por Alberto Espinosa Orozco
Luego de trabajaren 1937 como dibujante en la Casa Montaño de Torreón, donde proyecta los vitrales de Fermín Revueltas para el Hospital Central de los Ferrocarriles Nacionales de México, Francisco Montoya de la Cruz realiza, para 1937 y 1938 en Durango capital, los murales al fresco para la Casa del Campesino, teniendo como tema el de la posesión de la tierra. Pintados sobre 90 m2., en una casa céntrica de la poco transitada calle de Canoas, en el # 231, entre la calle de la Acequia Grande, hoy boulevard Dolores de Río, y la calle de Costa y Fénix.
Los
murales se encontraban en recientes fechas severamente deterioradas, y las
habitaciones amenazadas por el desplome, por su lamentable descuido y abandono.
La pequeña biblioteca allí alojada se había cerrado por lo mismo desde el año
de 1990, pues la Liga de Comunidades Agrarias y Sindicatos Campesinos de la
Confederación Nacional Campesina poco o nada hicieron por preservar la vieja
casona y por sus moradores, de familias de pobres campesinos –como reconoció en
su momento el dirigente local de la CNC, presidente interino Francisco Guevara
Herrera.[1]
La incuria
y el abandono por parte de la CNC no impidieron su relativo cuidado por los
huéspedes, algunos de ellos incultos, pues pusieron clavos en las paredes para
colgar sus cosas, dejando tallados sus nombres en algunas paredes. Los murales
fueron restaurados y trasladados a la Sala del Cabildo del Palacio de
Escárzaga, antiguo Ayuntamiento de la ciudad de Durango.[2] Se trata de uno de los
conjuntos murales más valiosos e importantes del Norte de la República
mexicana, tanto por su factura como por contener un valioso discurso ideológico
sobre la historia de las luchas del pueblo de Durango por su liberación futura
y por las bases económicas de su progreso material.
Las Casas
de los Campesinos se convirtieron al finalizar el sexenio cardenista en una
férula de la CNC y luego fueron completamente abandonas a su suerte por su
sindicato. Las Casas de los Campesinos ubicadas en la capital de los estados
fueron un proyecto rural del cardenismo. Se trataba de sitios destinados a
albergar a campesinos que desde sus lejanos ejidos acudían a las ciudades para
asistir a eventos relacionados con sus actividades agrícolas, pero también
políticas. Las Casas del Campesino también cumplían la función de albergar a
los hijos de los campesinos que llegaban a estudiar a las ciudades, para que
tuvieran donde vivir. La mayoría de ellas eran casas de refugiados, que
contaban con habitaciones amuebladas, aulas, salones de reunión, cocina,
comedor, biblioteca y auditorio –incluso algunas llegaron a tener alberca. Los
auditorios fueron decorados con pinturas murales y algunas Casas del Campesino
contaron con pinturas los muros de sus casas, como sucede en la de Durango. Se
trata de decorados de orientación educativa pues retrataban a los campesinos
analfabetas en su proceso de creciente liberación y ayudados por el gobierno
emanado de la Revolución. El muralismo fue, en efecto, el estandarte y la
antorcha de esta idea del arte público como arte social y comprometido con el
pueblo.
Los
decorados de la Casa del Campesino, efectuados por Francisco Montoya de la Cruz
y pintados al fresco, fueron inaugurados en el 20 de noviembre de 1937,
justamente un año después de haber sido fundada la Casa del Campesino de
Durango y a 16 años de concluido el proceso armado de la Revolución. La casa,
ubicada en la calle de Canoas, es de largos corredores estilo mexicano y un
patio central con cuartos alrededor.
En el
conjunto de Durango destacan dos carteleras: uno de ellos da cuenta de la
fundación de La Casa del Campesino de Durango por el gobernador Enrique
Calderón, señalando que fue inaugurada el 20 de noviembre de 1936; el segundo
da razón de que los murales decorados de la Casa del Campesino fueron los
primeros frescos pintados en la ciudad de Durango, siendo el director de a casa
J.J. Villa, el albañil A. Rosales, el pintor Francisco Montoya de la Cruz y el
gobernador Enrique Calderón.[3] En
todos ellos se respira el aire renovador y fresco de los principios esenciales
revolucionarios: el antifascismo, el antirracismo, la fe en la libertad, la
igualdad para todos y la búsqueda de la justicia, siendo consecuente con el
espíritu del movimiento muralista, que puso en alto la idea de que la defensa
de la raza y de la tradición castellana era una sola, como vía de desarrollo de
la cultura propia. Se trata, así, de la lucha del alma nacional por sobrevivir,
respetando la amalgama del mestizaje, donde cada tipo de civilización aporto lo
suyo, y del crecimiento de una cultura propia, de una manera
característicamente mexicana de vivir y de sentir la vida. No se trata, pues,
de la supremacía de una raza a costa de otra, sino de una cultura que permita
que todas sean libres e iguales. Porque la mexicana es, en efecto, una raza
original que aspira a ser libre, dotada por ello de ideas e ideales
propios.
En esa
época Montoya de la Cruz se hallaba estrechamente relacionado con la LEAR (Liga
de Escritores y Artista Revolucionarios), en cuyo ideario estaba el de crear un
arte verdaderamente nacional y comprometido con el pueblo, entendiendo la
significación social del arte en lo que la representación mural puede aportar
para la educación del pueblo, también de visión futura y de critica a los
abusos del poder –encarnados en ese tiempo en la ideología del fascismo,
respecto del cual había en México una tradición crítica ligada al muralismo, la
cual empezó en los Talleres Gráficos de la Nación, pero se continuó en el
Sindicato de Técnicos, Obreros y Pintores de Siqueiros y en la revista El
Machete, hasta llegar a los decorados del Mercado Abelardo L. Rodríguez.
Se
trataba, así, de la instrumentación del muralismo como arte público, cuya
función era la de educar por medio de la pintura a los campesinos -habiendo
sido, sin embargo, algunos de los ideales de su tiempo los del reparto agrario,
arrasados sin embargo por la propia historia, quedando en la región las
riquezas agrícolas sin un pleno desarrollo, así como las empresas textiles, la
industria del papel, la riqueza minera y su desarrollo metalúrgico, y el
paisaje forestal, permaneciendo estancados en gran medida, sin dar los frutos
inmediatos que se esperaban para el desarrollo pujante de la localidad.
En 1936
Francisco Montoya de la Cruz era el encargado de la sección de Artes Plásticas
de la LEAR en Durango, representando a la Sección de Pintura, mientras que
Alexandro Martínez Camberos era el representante de la Sección de Escritores,
quien escribiera sobre su amigo el pintor los siguientes versos:
.
“Su verticalidad de acantilado
es columna de un acero
nacido en os riñones
del cerro del Mercado.”
La LEAR se
encontraba por aquel entonces cerca del Partido Comunista Mexicano, pero ese
año incluyó a miembros que no pertenecían al partido, siempre y cuando tuvieran
una ideología cercana al comunismo, de acuerdo a una política de Frente Amplio.
Los hermanos Revueltas, Fermín y Silvestre, habían pertenecido a la LEAR, pero
luego de la muerte de Fermín Revueltas en 1935, la LEAR se dio a la tarea de
ampliar sus bases para un trabajo más acompañado y permanente. No sabemos qué
tanta fue la participación y la organización de la LEAR en Durango -debido en
parte al incendio que quemó la casa de Montoya de la Cruz, y en el que se
perdieron sus archivos y las obras de su primera época.
Como
quiera que haya sido, todas las composiciones de ese recinto son grandiosas y
con un estilo escultórico. La primera de ellas, extraordinariamente bien
conservada por los campesinos regionales, se titula “El Cultivo”, donde se representa a un sol personificado, ceñudo y
en rojo, arriba de una mano que surge de la tierra empuñando una hoz, que
sobresale al frente de las semillas gigantes, siendo así un símbolo de la
fuerza del trabajo y de la lucha agraria por la posesión de la tierra –pues la
hoz no solo representa al instrumento de trabajo del campesino, sino que también
es un símbolo del comunismo (junto con el martillo y la estrella de cinco
puntas). A manera de medio arco en la parte superior destaca la leyenda: “Esta Casa Es De Los Que Trabajan La Tierra
Con Sus Manos”, la cual está escrita en un registro zapatista –que recuerda
el que Rivera pinto en Chapingo: “Aquí se
enseña a explota la tierra no a los hombres”, refiriéndose seguramente al
cultivo de la tierra.
Se trata,
en efecto, de una serie de murales donde se exalta la esencia del agrarista y a
su máximo héroe: Emiliano Zapata, el cual es representado de manera escultórica
y monumental -a partir de donde se empieza con la narración de la historia
agrícola local. La lucha por la tierra se concentró en Durango en la región de
la laguna, donde las huelgas, e incluso la lucha armada por parte de los
campesinos, habían sido efectuadas con el propósito de lograr el reparto de las
fincas, entre otras de las algodoneras, pero que el gobierno se negó a
entregar. La historia de los campesinos en Durango ha sido el de un despiadado
empobrecimiento, el cual reviste varias formas, siendo las más comunes de ellas
el coyotaje parásito y la burla del negrerismo -condiciones que no dejaban en
regiones enteras otra salida que la emigración, ya dentro de la entidad, ya en
el extranjero. Tal fenómeno tiene un lamentable continuidad hasta la fecha,
siendo Durango uno de los primeros estados exportadores de braceros por la
falta de trabajo, de apoyo y de instituciones. Junto a la figura de Emiliano
Zapata destaca la de un hombre que lleva en una mano una pila de libros y en la
otra detiene un compás –siendo estampas del maestro rural y del arquitecto
esotérico.
En el
primer corredor se encontraba la representación de la riqueza natural y de los productos ya elaborados y procesados
de Durango –que es un estado que por ese tiempo destacaba como gran productor
de maíz, frijol, algodón, frutales y trigo, bienes de la tierra todos ellos
perfectamente esquematizados en el mural. Por ese tiempo empezaba a despuntar
en la región una industria metalúrgica, textil y de papel, llevando a cabo el
pintor una visión racionalizada futura de modernas fábricas y del desarrollo
ideal de la entidad, en el que se daría la unión soñada del obrero y del
campesino.
Junto a
ese tablero se encuentra el de una Adelita que protege con su rebozo a su
familia enarbolando el puño en señal de lucha. Se trata de la familia campesina
revolucionaria, que emerge entre la maquinaria agrícola e industrial,
representándose también la riqueza natural y los productos laborados de la
región. El letrero que exhibe la maquinaria agrícola: “No más explotación del peón”, ha sido desgraciadamente más una
demanda que un exigencia cumplida. Otro campesino porta un estarte que dice: “Reforma a la Ley Agraria Libera a Los Campesinos
de la Explotación de los Hacendados”, en alusión a la nueva reforma
cardenista de la ley agraria, expedida en el año de 1936. Ambas figuras se
encuentran rodeadas de productos agrícolas naturales del campo y manufacturados
de la región, como logros de la riqueza en la relación del hombre con el mundo.
Hay que
recordar que en 1929 Montoya de la Cruz estaba estudiado en la antigua
Academia, que cambió de nombre a Escuela
Central de Artes Plásticas. Era el tiempo en que Montoya acudía a la SEP y a
Palacio Nacional para ver pintar a Diego Rivera, siendo un discípulo cercano al
gran muralista, no sólo en la adopción de maneras y técnicas, sino también en
cuanto a la ideología contestaría del guanajuatense.
En una de
las habitaciones Montoya pintó el tablero la “Alegoría a la Revolución Mexicana”, llamado también “Madre Patria”, cuya imagen es la de una
mujer que abraza a un revolucionario muerto en la lucha armada –que recuerda
por su estructura vivamente al mural La
Trinchera de José Clemente Orozco, en la Preparatoria de San Ildefonso-,
surgiendo en medio una mano armada con un puñal amenazante, que emerge del
centro de la tierra. Se trata de un simbolismo constante, que Rivera desarrolló
y a la zaga Montoya, donde se trazan estrechas analogías entre el mundo
biológico y el social: de la lucha social que a su tiempo nace como la semilla;
que es la constante de la lucha por la tierra patria durante el proceso de la
revolución, sostenida por la madre pródiga y defendida por los valientes. Añade
además un símbolo prehispánico: se trata de un caballero águila que tiene una
leyenda en su parte inferior, que reza: “Así
Luchamos y Lucharemos por la Tierra”, en clara alusión esotérica al culto a
Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, pues las plumas son la potencia
espiritual del hombre que emergen en un continuo proceso de ascesis y
purificación.
En una
habitación más Montoya representó a la familia campesina, donde es el padre el
que protege a la esposa y a la hija quien, con expresivísimos y gigantes ojos
abiertos de asombrada, mira temerosa un futuro ominoso; mirada de inseguridad,
el miedo por un futuro incierto donde se presiente la desolación por la
inestabilidad en el empleo y el temor la migración en masa o por la expatriación
de las familias desarraigadas, desoladas por la pobreza. En efecto, para el año
de 1937 la postrevolución había provocado la emigración de 3 millones y medio
de mexicanos, casi la tercera parte de la población, creando con ello núcleos
mexicanos sin educación en cada gran ciudad norteamericana. Se trata, pues, del
drama de las crisis agrícolas, detonadoras de las corrientes migratorias, donde
la familia campesina tiene que enfrentarse a las células urbanas conservadoras,
dejando atrás y en el olvido la formación de la sociedad campesina, conservando
apenas como única resistencia el núcleo familiar. Se trata también de la
descripción en germen del drama, algunas veces trágico, de los trabajadores
mexicanos, pagados por menos que el jornal del negro, y que sin embargo han
mostrado siempre como su color autóctono y aptitud de raza, la avidez por
aprender, para instruirse y prepararse, y un anhelo permanente de grandeza
nacional asociado inconscientemente a reminiscencias prehispánicas de
monumentalidad.
Se trata
de un conjunto histórico marcado con los signos del pesar, pues el proyecto
cardenista de los agraristas, que había comenzado con imágenes tan bellas y
alentadoras, terminaría en triste fracaso, quedando los logros de la Revolución
Mexicana en materia campesina desvirtuados y estancados sus ideales durante
décadas enteras.
En el
conjunto se encuentra también un hermoso mural de pequeñas dimensiones, en
grisalla ocre, de una enorme mano desgranando el maíz, ostentando una leyenda:
“La Semilla de la Unificación de Nuestra
Riqueza”. Y sobre todo el famoso mural de 9 mts.2s, titulado el Hombre Desnudo, llamado también el Hombre Cósmico o La Guerra Contra el Fascismo. Imagen de la lucha contra las
potencias totalitarias, donde un hombre de raza mestiza desnudo, acaso de
extracción campesina, pero de pelo artificiosamente rubio, se afianza con las manos a los tallos
del trigo, como símbolo de la naturaleza que trasciende a la podredumbre de la
tierra, como germen de la madre tierra a la que atarse, frente a los males del
mundo que todo lo devoran. También expresa, empero, la combinación fascista de
la alianza entre el militarismo y el clericalismo, que atrapan al hombre
poniéndole un laso en el cuello para encadenarlo, para esclavizarlo a sus
poderes. Es también el hijo de la tierra que quisiera volver a la semilla, que
soñando en una sociedad sin clases degenera en una clase de hombre sofisticado,
pero propiamente sin sociedad, sin orden reconocible, volviéndose fluctuante
veleta ligera movida por los elementos y aferrándose a los productos naturales
de la tierra como, quien se ata más que a un hogar, a una nostalgia de la
tierra, que lucha sin embargo, frente a los poderes que lo trasforman en hijo
de sí mismo, en hijo sin padre, en cruel Edipo producto de sus propias obras, o
en hijo de la técnica.
En el
segundo plano dos cráneos modernistas, uno de ellos, a la izquierda, de
horripilante factura militar, mientras sobresale del lado derecho el de la
encapuchada muerte, ataviada con una enorme capa cardenalicia –y toda la
composición rodeada por la tiara papal y las armas de guerra. Símbolo, pues, de
la amenaza mundial del fascismo y de sus ligas con el nazismo profético y el
armamentismo del capitalismo. Representación del ascenso del mal en el mundo,
con la clara asistencia y ayuda de los militares en contubernio con el clero.
Es también una reseña de la humanidad, rodeada por los males de un ominoso
oscurantismo y sus signos denigrantes de insatisfacción y confinamiento.
Fascismo entendido también como una de las formas más despóticas del
totalitarismo burgués que, con el rostro del socialismo, engendra el
nacionalsocialismo, como sucedió con el socialismo alemán, el fascismo
italiano, el falangismo español, el colonialismo japonés, el socialismo
soviético y probablemente también con frustrado cardenismo. Se trata, en
efecto, de una crítica generalizada al nazismo y al fascismo que fueran tan
populares y fatales en su momento.
Así, todo
el conjunto exhibe claramente dos temas: por un lado los logro presentes,
palpables e idealizados de la Revolución Mexicana, vertidos en la riqueza de
los productos elaborados en la región: textiles, productos agrícolas, la
riqueza mineral y forestal; por otro lado,
el muralismo mismo, con sus posicione públicas a favor de la concientización y
la educación de la sociedad en general, de su cooperación en beneficio de la
totalidad nacional. Sobresalen en éste último renglón los volúmenes grandiosos,
el oficio y la disciplina del dibujo, las grandes figuras que en planos muchas
veces inverosímiles se mezclan con las pequeñas, así como los planos
escultóricos y geométricos, desarrollados en perspectivas modernas de marcado
cubismo, que a la vez recuerdan a las colosales cabezas prehispánicas,
constituyendo la expresión rotunda de un arte sin duda monumental. Arte
grandioso, es verdad, que incorpora enseñanzas de los primeros maestros del
muralismo: de Diego Rivera, de la Academia de San Carlos y de Ignacio Asúnsolo
–más la influencia del Instituto de Arte de Chicago y de su padre, el humilde
cantero Benigno Montoya de la Cruz.
Una de las
peculiaridades el muralismo fue la de estar de alguna manera ligado a los
ideales del comunismo, pues siempre fue un arte público, social y comprometido
con el pueblo. La primera generación de muralistas fue así formadora de un
sujeto colectivo, conformado a su vez por sujetos de poderosas
individualidades, aunque no siempre motivados por un mismo ardor, ni por tener
los mismos ideales libertarios en su compromiso de dar vida visual a las
grandes causas de la nación.
Así, el
objeto de los murales es el de representar hechos o actos colectivos
individuales, que revelan una parte heroica de la esencia de México. Se trata
de la etapa épica del muralismo, cuyo esfuerzo sin embargo habría de continuar
en un grupo de singulares y muy dotados espíritus que les sucedieran,
encabalgándose así la segunda hornada de grandes pintores de la escuela
mexicana de pintura y absorbiendo de tal modo un lenguaje común y compartido,
logrando de tal modo una especie de comunión de actos, posiciones y temas del
primer muralismo, haciéndolos los suyos
propios, heredando de tala forma una visión de problemas, posiciones y
soluciones a los mismos y de aliento
continental.
[1] El funcionario de Bellas Artes Sr. Walter Boelstery Urrutia estimó en
2005 que el tiempo para el rescate de la obra sería de cinco meses, con la
participación de seis técnicos restaurados, con un costo de un millón 228 mil
792 pesos con 66 centavos -siendo la
forma de pago 40 % del monto total al iniciar los trabajos (491 mil 517 pesos
con 6 centavos; un pago de 30 % a la mitad de los trabajos por 368, 637 pesos
con 80 centavos, y, la cantidad restante al término de los trabajos). Los
murales se liberaron de los entre muros desde el año de 2005 y la restauración
final tuvo finalmente un costo de dos y medio millones de pesos y fue concluida
en el año del 2009. Revista Contralíneas, Año 1 Número 10. 2ª quincena de enero del
2005. Pág.22 y 23.
[2] Los murales de la Casa del Campesino fueron restaurados por el CENECOA
de Bellas Artes, particularmente por la restauradora Ana María Galván Hernández
quien se encargó de la tarea de la reintegración del color en murales al fresco,
trasportados a bastidores mediante la tecnología más cuidada y de punta en lo
que a este ramo se refiere. La colección pictórica de los once tableros más
emblemática del estado de Durango fue expuesta al público por primera vez en el
año de 2009.
[3] Los 11 frescos pintados sobre muro directo por Francisco Montoya de la
Cruz tienen como títulos: “Tierra y Libertad”, “Cartela I”, “Cartela II”,
“Semilla y unificación con la riqueza” “Lázaro Cárdenas”, “Reparto Agrario”,
“Familia Rural” “La Guerra y el Fascismo”, ”Soy Consciente de la Responsabilidad
que Contraigo”, “Hombre Desnudo”, “Los Generales” , a los que hay que sumar los
12 “Carteles” y decorados con filacterias, entre los que hay que contar “El
Himno Agrario”, “Laborar por la Paz de la Nación es Sembrar la Semilla del
Progreso” y “Exigencia de Tierras y Arados”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario