domingo, 27 de abril de 2014

Francisco Montoya de la Cruz: la Casa del Campesino Por Alberto Espinosa Orozco

La Casa del Campesino y Francisco Montoya de la Cruz
Por Alberto Espinosa Orozco 



   Luego de trabajaren 1937 como dibujante en la Casa Montaño de Torreón, donde proyecta los vitrales de Fermín Revueltas para el Hospital Central de los Ferrocarriles Nacionales de México, Francisco Montoya de la Cruz realiza, para 1937 y 1938 en Durango capital, los murales al fresco para la Casa del Campesino, teniendo como tema el de la posesión de la tierra. Pintados sobre 90 m2., en una casa céntrica de la poco transitada calle de Canoas, en el # 231, entre la calle de la Acequia Grande, hoy boulevard Dolores de Río, y la calle de Costa y Fénix.
   Los murales se encontraban en recientes fechas severamente deterioradas, y las habitaciones amenazadas por el desplome, por su lamentable descuido y abandono. La pequeña biblioteca allí alojada se había cerrado por lo mismo desde el año de 1990, pues la Liga de Comunidades Agrarias y Sindicatos Campesinos de la Confederación Nacional Campesina poco o nada hicieron por preservar la vieja casona y por sus moradores, de familias de pobres campesinos –como reconoció en su momento el dirigente local de la CNC, presidente interino Francisco Guevara Herrera.[1]



  La incuria y el abandono por parte de la CNC no impidieron su relativo cuidado por los huéspedes, algunos de ellos incultos, pues pusieron clavos en las paredes para colgar sus cosas, dejando tallados sus nombres en algunas paredes. Los murales fueron restaurados y trasladados a la Sala del Cabildo del Palacio de Escárzaga, antiguo Ayuntamiento de la ciudad de Durango.[2] Se trata de uno de los conjuntos murales más valiosos e importantes del Norte de la República mexicana, tanto por su factura como por contener un valioso discurso ideológico sobre la historia de las luchas del pueblo de Durango por su liberación futura y por las bases económicas de su progreso material.
   Las Casas de los Campesinos se convirtieron al finalizar el sexenio cardenista en una férula de la CNC y luego fueron completamente abandonas a su suerte por su sindicato. Las Casas de los Campesinos ubicadas en la capital de los estados fueron un proyecto rural del cardenismo. Se trataba de sitios destinados a albergar a campesinos que desde sus lejanos ejidos acudían a las ciudades para asistir a eventos relacionados con sus actividades agrícolas, pero también políticas. Las Casas del Campesino también cumplían la función de albergar a los hijos de los campesinos que llegaban a estudiar a las ciudades, para que tuvieran donde vivir. La mayoría de ellas eran casas de refugiados, que contaban con habitaciones amuebladas, aulas, salones de reunión, cocina, comedor, biblioteca y auditorio –incluso algunas llegaron a tener alberca. Los auditorios fueron decorados con pinturas murales y algunas Casas del Campesino contaron con pinturas los muros de sus casas, como sucede en la de Durango. Se trata de decorados de orientación educativa pues retrataban a los campesinos analfabetas en su proceso de creciente liberación y ayudados por el gobierno emanado de la Revolución. El muralismo fue, en efecto, el estandarte y la antorcha de esta idea del arte público como arte social y comprometido con el pueblo.



  Los decorados de la Casa del Campesino, efectuados por Francisco Montoya de la Cruz y pintados al fresco, fueron inaugurados en el 20 de noviembre de 1937, justamente un año después de haber sido fundada la Casa del Campesino de Durango y a 16 años de concluido el proceso armado de la Revolución. La casa, ubicada en la calle de Canoas, es de largos corredores estilo mexicano y un patio central con cuartos alrededor.
   En el conjunto de Durango destacan dos carteleras: uno de ellos da cuenta de la fundación de La Casa del Campesino de Durango por el gobernador Enrique Calderón, señalando que fue inaugurada el 20 de noviembre de 1936; el segundo da razón de que los murales decorados de la Casa del Campesino fueron los primeros frescos pintados en la ciudad de Durango, siendo el director de a casa J.J. Villa, el albañil A. Rosales, el pintor Francisco Montoya de la Cruz y el gobernador Enrique Calderón.[3] En todos ellos se respira el aire renovador y fresco de los principios esenciales revolucionarios: el antifascismo, el antirracismo, la fe en la libertad, la igualdad para todos y la búsqueda de la justicia, siendo consecuente con el espíritu del movimiento muralista, que puso en alto la idea de que la defensa de la raza y de la tradición castellana era una sola, como vía de desarrollo de la cultura propia. Se trata, así, de la lucha del alma nacional por sobrevivir, respetando la amalgama del mestizaje, donde cada tipo de civilización aporto lo suyo, y del crecimiento de una cultura propia, de una manera característicamente mexicana de vivir y de sentir la vida. No se trata, pues, de la supremacía de una raza a costa de otra, sino de una cultura que permita que todas sean libres e iguales. Porque la mexicana es, en efecto, una raza original que aspira a ser libre, dotada por ello de ideas e ideales propios.    
  En esa época Montoya de la Cruz se hallaba estrechamente relacionado con la LEAR (Liga de Escritores y Artista Revolucionarios), en cuyo ideario estaba el de crear un arte verdaderamente nacional y comprometido con el pueblo, entendiendo la significación social del arte en lo que la representación mural puede aportar para la educación del pueblo, también de visión futura y de critica a los abusos del poder –encarnados en ese tiempo en la ideología del fascismo, respecto del cual había en México una tradición crítica ligada al muralismo, la cual empezó en los Talleres Gráficos de la Nación, pero se continuó en el Sindicato de Técnicos, Obreros y Pintores de Siqueiros y en la revista El Machete, hasta llegar a los decorados del Mercado Abelardo L. Rodríguez.



   Se trataba, así, de la instrumentación del muralismo como arte público, cuya función era la de educar por medio de la pintura a los campesinos -habiendo sido, sin embargo, algunos de los ideales de su tiempo los del reparto agrario, arrasados sin embargo por la propia historia, quedando en la región las riquezas agrícolas sin un pleno desarrollo, así como las empresas textiles, la industria del papel, la riqueza minera y su desarrollo metalúrgico, y el paisaje forestal, permaneciendo estancados en gran medida, sin dar los frutos inmediatos que se esperaban para el desarrollo pujante de la localidad. 
   En 1936 Francisco Montoya de la Cruz era el encargado de la sección de Artes Plásticas de la LEAR en Durango, representando a la Sección de Pintura, mientras que Alexandro Martínez Camberos era el representante de la Sección de Escritores, quien escribiera sobre su amigo el pintor los siguientes versos:
.
“Su verticalidad de acantilado
es columna de un acero
nacido en os riñones
del cerro del Mercado.”

   La LEAR se encontraba por aquel entonces cerca del Partido Comunista Mexicano, pero ese año incluyó a miembros que no pertenecían al partido, siempre y cuando tuvieran una ideología cercana al comunismo, de acuerdo a una política de Frente Amplio. Los hermanos Revueltas, Fermín y Silvestre, habían pertenecido a la LEAR, pero luego de la muerte de Fermín Revueltas en 1935, la LEAR se dio a la tarea de ampliar sus bases para un trabajo más acompañado y permanente. No sabemos qué tanta fue la participación y la organización de la LEAR en Durango -debido en parte al incendio que quemó la casa de Montoya de la Cruz, y en el que se perdieron sus archivos y las obras de su primera época.




   Como quiera que haya sido, todas las composiciones de ese recinto son grandiosas y con un estilo escultórico. La primera de ellas, extraordinariamente bien conservada por los campesinos regionales, se titula “El Cultivo”, donde se representa a un sol personificado, ceñudo y en rojo, arriba de una mano que surge de la tierra empuñando una hoz, que sobresale al frente de las semillas gigantes, siendo así un símbolo de la fuerza del trabajo y de la lucha agraria por la posesión de la tierra –pues la hoz no solo representa al instrumento de trabajo del campesino, sino que también es un símbolo del comunismo (junto con el martillo y la estrella de cinco puntas). A manera de medio arco en la parte superior destaca la leyenda: “Esta Casa Es De Los Que Trabajan La Tierra Con Sus Manos”, la cual está escrita en un registro zapatista –que recuerda el que Rivera pinto en Chapingo: “Aquí se enseña a explota la tierra no a los hombres”, refiriéndose seguramente al cultivo de la tierra.



   Se trata, en efecto, de una serie de murales donde se exalta la esencia del agrarista y a su máximo héroe: Emiliano Zapata, el cual es representado de manera escultórica y monumental -a partir de donde se empieza con la narración de la historia agrícola local. La lucha por la tierra se concentró en Durango en la región de la laguna, donde las huelgas, e incluso la lucha armada por parte de los campesinos, habían sido efectuadas con el propósito de lograr el reparto de las fincas, entre otras de las algodoneras, pero que el gobierno se negó a entregar. La historia de los campesinos en Durango ha sido el de un despiadado empobrecimiento, el cual reviste varias formas, siendo las más comunes de ellas el coyotaje parásito y la burla del negrerismo -condiciones que no dejaban en regiones enteras otra salida que la emigración, ya dentro de la entidad, ya en el extranjero. Tal fenómeno tiene un lamentable continuidad hasta la fecha, siendo Durango uno de los primeros estados exportadores de braceros por la falta de trabajo, de apoyo y de instituciones. Junto a la figura de Emiliano Zapata destaca la de un hombre que lleva en una mano una pila de libros y en la otra detiene un compás –siendo estampas del maestro rural y del arquitecto esotérico.




   En el primer corredor se encontraba la representación de la riqueza natural  y de los productos ya elaborados y procesados de Durango –que es un estado que por ese tiempo destacaba como gran productor de maíz, frijol, algodón, frutales y trigo, bienes de la tierra todos ellos perfectamente esquematizados en el mural. Por ese tiempo empezaba a despuntar en la región una industria metalúrgica, textil y de papel, llevando a cabo el pintor una visión racionalizada futura de modernas fábricas y del desarrollo ideal de la entidad, en el que se daría la unión soñada del obrero y del campesino.
   Junto a ese tablero se encuentra el de una Adelita que protege con su rebozo a su familia enarbolando el puño en señal de lucha. Se trata de la familia campesina revolucionaria, que emerge entre la maquinaria agrícola e industrial, representándose también la riqueza natural y los productos laborados de la región. El letrero que exhibe la maquinaria agrícola: “No más explotación del peón”, ha sido desgraciadamente más una demanda que un exigencia cumplida. Otro campesino porta un estarte que dice: “Reforma a la Ley Agraria Libera a Los Campesinos de la Explotación de los Hacendados”, en alusión a la nueva reforma cardenista de la ley agraria, expedida en el año de 1936. Ambas figuras se encuentran rodeadas de productos agrícolas naturales del campo y manufacturados de la región, como logros de la riqueza en la relación del hombre con el mundo.




   Hay que recordar que en 1929 Montoya de la Cruz estaba estudiado en la antigua Academia, que cambió  de nombre a Escuela Central de Artes Plásticas. Era el tiempo en que Montoya acudía a la SEP y a Palacio Nacional para ver pintar a Diego Rivera, siendo un discípulo cercano al gran muralista, no sólo en la adopción de maneras y técnicas, sino también en cuanto a la ideología contestaría del guanajuatense.
   En una de las habitaciones Montoya pintó el tablero la “Alegoría a la Revolución Mexicana”, llamado también “Madre Patria”, cuya imagen es la de una mujer que abraza a un revolucionario muerto en la lucha armada –que recuerda por su estructura vivamente al mural La Trinchera de José Clemente Orozco, en la Preparatoria de San Ildefonso-, surgiendo en medio una mano armada con un puñal amenazante, que emerge del centro de la tierra. Se trata de un simbolismo constante, que Rivera desarrolló y a la zaga Montoya, donde se trazan estrechas analogías entre el mundo biológico y el social: de la lucha social que a su tiempo nace como la semilla; que es la constante de la lucha por la tierra patria durante el proceso de la revolución, sostenida por la madre pródiga y defendida por los valientes. Añade además un símbolo prehispánico: se trata de un caballero águila que tiene una leyenda en su parte inferior, que reza: “Así Luchamos y Lucharemos por la Tierra”, en clara alusión esotérica al culto a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, pues las plumas son la potencia espiritual del hombre que emergen en un continuo proceso de ascesis y purificación.




   En una habitación más Montoya representó a la familia campesina, donde es el padre el que protege a la esposa y a la hija quien, con expresivísimos y gigantes ojos abiertos de asombrada, mira temerosa un futuro ominoso; mirada de inseguridad, el miedo por un futuro incierto donde se presiente la desolación por la inestabilidad en el empleo y el temor la migración en masa o por la expatriación de las familias desarraigadas, desoladas por la pobreza. En efecto, para el año de 1937 la postrevolución había provocado la emigración de 3 millones y medio de mexicanos, casi la tercera parte de la población, creando con ello núcleos mexicanos sin educación en cada gran ciudad norteamericana. Se trata, pues, del drama de las crisis agrícolas, detonadoras de las corrientes migratorias, donde la familia campesina tiene que enfrentarse a las células urbanas conservadoras, dejando atrás y en el olvido la formación de la sociedad campesina, conservando apenas como única resistencia el núcleo familiar. Se trata también de la descripción en germen del drama, algunas veces trágico, de los trabajadores mexicanos, pagados por menos que el jornal del negro, y que sin embargo han mostrado siempre como su color autóctono y aptitud de raza, la avidez por aprender, para instruirse y prepararse, y un anhelo permanente de grandeza nacional asociado inconscientemente a reminiscencias prehispánicas de monumentalidad.




   Se trata de un conjunto histórico marcado con los signos del pesar, pues el proyecto cardenista de los agraristas, que había comenzado con imágenes tan bellas y alentadoras, terminaría en triste fracaso, quedando los logros de la Revolución Mexicana en materia campesina desvirtuados y estancados sus ideales durante décadas enteras. 
   En el conjunto se encuentra también un hermoso mural de pequeñas dimensiones, en grisalla ocre, de una enorme mano desgranando el maíz, ostentando una leyenda: “La Semilla de la Unificación de Nuestra Riqueza”. Y sobre todo el famoso mural de 9 mts.2s, titulado el Hombre Desnudo, llamado también el Hombre Cósmico o La Guerra Contra el Fascismo. Imagen de la lucha contra las potencias totalitarias, donde un hombre de raza mestiza desnudo, acaso de extracción campesina, pero de pelo artificiosamente  rubio, se afianza con las manos a los tallos del trigo, como símbolo de la naturaleza que trasciende a la podredumbre de la tierra, como germen de la madre tierra a la que atarse, frente a los males del mundo que todo lo devoran. También expresa, empero, la combinación fascista de la alianza entre el militarismo y el clericalismo, que atrapan al hombre poniéndole un laso en el cuello para encadenarlo, para esclavizarlo a sus poderes. Es también el hijo de la tierra que quisiera volver a la semilla, que soñando en una sociedad sin clases degenera en una clase de hombre sofisticado, pero propiamente sin sociedad, sin orden reconocible, volviéndose fluctuante veleta ligera movida por los elementos y aferrándose a los productos naturales de la tierra como, quien se ata más que a un hogar, a una nostalgia de la tierra, que lucha sin embargo, frente a los poderes que lo trasforman en hijo de sí mismo, en hijo sin padre, en cruel Edipo producto de sus propias obras, o en hijo de la técnica.




   En el segundo plano dos cráneos modernistas, uno de ellos, a la izquierda, de horripilante factura militar, mientras sobresale del lado derecho el de la encapuchada muerte, ataviada con una enorme capa cardenalicia –y toda la composición rodeada por la tiara papal y las armas de guerra. Símbolo, pues, de la amenaza mundial del fascismo y de sus ligas con el nazismo profético y el armamentismo del capitalismo. Representación del ascenso del mal en el mundo, con la clara asistencia y ayuda de los militares en contubernio con el clero. Es también una reseña de la humanidad, rodeada por los males de un ominoso oscurantismo y sus signos denigrantes de insatisfacción y confinamiento. Fascismo entendido también como una de las formas más despóticas del totalitarismo burgués que, con el rostro del socialismo, engendra el nacionalsocialismo, como sucedió con el socialismo alemán, el fascismo italiano, el falangismo español, el colonialismo japonés, el socialismo soviético y probablemente también con frustrado cardenismo. Se trata, en efecto, de una crítica generalizada al nazismo y al fascismo que fueran tan populares y fatales en su momento.




   Así, todo el conjunto exhibe claramente dos temas: por un lado los logro presentes, palpables e idealizados de la Revolución Mexicana, vertidos en la riqueza de los productos elaborados en la región: textiles, productos agrícolas, la riqueza mineral y forestal;  por otro lado, el muralismo mismo, con sus posicione públicas a favor de la concientización y la educación de la sociedad en general, de su cooperación en beneficio de la totalidad nacional. Sobresalen en éste último renglón los volúmenes grandiosos, el oficio y la disciplina del dibujo, las grandes figuras que en planos muchas veces inverosímiles se mezclan con las pequeñas, así como los planos escultóricos y geométricos, desarrollados en perspectivas modernas de marcado cubismo, que a la vez recuerdan a las colosales cabezas prehispánicas, constituyendo la expresión rotunda de un arte sin duda monumental. Arte grandioso, es verdad, que incorpora enseñanzas de los primeros maestros del muralismo: de Diego Rivera, de la Academia de San Carlos y de Ignacio Asúnsolo –más la influencia del Instituto de Arte de Chicago y de su padre, el humilde cantero Benigno Montoya de la Cruz.
   Una de las peculiaridades el muralismo fue la de estar de alguna manera ligado a los ideales del comunismo, pues siempre fue un arte público, social y comprometido con el pueblo. La primera generación de muralistas fue así formadora de un sujeto colectivo, conformado a su vez por sujetos de poderosas individualidades, aunque no siempre motivados por un mismo ardor, ni por tener los mismos ideales libertarios en su compromiso de dar vida visual a las grandes causas de la nación.




   Así, el objeto de los murales es el de representar hechos o actos colectivos individuales, que revelan una parte heroica de la esencia de México. Se trata de la etapa épica del muralismo, cuyo esfuerzo sin embargo habría de continuar en un grupo de singulares y muy dotados espíritus que les sucedieran, encabalgándose así la segunda hornada de grandes pintores de la escuela mexicana de pintura y absorbiendo de tal modo un lenguaje común y compartido, logrando de tal modo una especie de comunión de actos, posiciones y temas del primer muralismo,  haciéndolos los suyos propios, heredando de tala forma una visión de problemas, posiciones y soluciones a los mismos y de aliento  continental.






[1] El funcionario de Bellas Artes Sr. Walter Boelstery Urrutia estimó en 2005 que el tiempo para el rescate de la obra sería de cinco meses, con la participación de seis técnicos restaurados, con un costo de un millón 228 mil 792 pesos con 66 centavos  -siendo la forma de pago 40 % del monto total al iniciar los trabajos (491 mil 517 pesos con 6 centavos; un pago de 30 % a la mitad de los trabajos por 368, 637 pesos con 80 centavos, y, la cantidad restante al término de los trabajos). Los murales se liberaron de los entre muros desde el año de 2005 y la restauración final tuvo finalmente un costo de dos y medio millones de pesos y fue concluida en el año del 2009. Revista Contralíneas,  Año 1 Número 10. 2ª quincena de enero del 2005. Pág.22 y 23.
[2] Los murales de la Casa del Campesino fueron restaurados por el CENECOA de Bellas Artes, particularmente por la restauradora Ana María Galván Hernández quien se encargó de la tarea de la reintegración del color en murales al fresco, trasportados a bastidores mediante la tecnología más cuidada y de punta en lo que a este ramo se refiere. La colección pictórica de los once tableros más emblemática del estado de Durango fue expuesta al público por primera vez en el año de 2009.
[3] Los 11 frescos pintados sobre muro directo por Francisco Montoya de la Cruz tienen como títulos: “Tierra y Libertad”, “Cartela I”, “Cartela II”, “Semilla y unificación con la riqueza” “Lázaro Cárdenas”, “Reparto Agrario”, “Familia Rural” “La Guerra y el Fascismo”, ”Soy Consciente de la Responsabilidad que Contraigo”, “Hombre Desnudo”, “Los Generales” , a los que hay que sumar los 12 “Carteles” y decorados con filacterias, entre los que hay que contar “El Himno Agrario”, “Laborar por la Paz de la Nación es Sembrar la Semilla del Progreso” y “Exigencia de Tierras y Arados”. 



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