José Luís Cuevas: la Gruta de las
Sustancias
Por Alberto Espinosa Orozco
“Y, hecho de consonantes y vocales,
Habrá un terrible Nombre que la
esencia
Cifre de Dios y que la
Omnipotencia
Guarde en letras y sílabas
cabales.
Adán y las estrellas lo supieron
En el Jardín. La herrumbre del
pecado
(Dicen los cabalistas) lo ha
borrado
Y las generaciones lo perdieron.”
Jorge Luís Borges
I
José Luís
Cuevas representa para la cultura contemporánea a nuestro más joven iconoclasta
–es también y en definitiva, habría que agregar ahora, nuestro ancestro
primordial más reciente. Porque el
perpetuo enfant terrible del arte mexicano,
porque el huésped predilecto de la noche desierta y el zozobrante caos, ha
recorrido también la esfera del tiempo y en el camino de su rodar incesante inevitablemente
ha encontrado los símbolos del inconsciente proyectivo, tornándose sus figuras
de alta hechicería en llaves y ganzúas para abrir las selladas puertas de los
arquetipos movedizos.
Así, en su
deambular de jeroglífico insomne la rueda del tiempo el magistral grabador autodidacta ha pasado por los papeles y las planchas
de hierro de su obra, exprimiendo del magma aéreo una savia heteróclita de formas, cuya fuente y manantial no es otro
que la herida narcisista que, por debajo de la conciencia del claustro racionalista, mana a borbotones del inconsciente moderno. Sus ambiguos jugos, hechos con los
elementos disonantes de sutiles tósigos, navajas ligerísimas y carbónicos de espíritus, han adquirido, con el machacar incesante de las vueltas de la
duración, la gravedad inevitable que deja a su paso el peso de sus pasos
marcados por las muescas de su diente roedor. Así, los sumos de su obra
gráfica, por fin, han decantado en la
mudez inapelable del granito, al solidificar los turbulentos afluentes de sus
ríos en la frialdad inerte del acero.
La
revuelta contra la tradición y la ruptura, cuya razón de ser está en la
efervescencia existencial y el goce rampante del instante muestra, en el rodar
de su novedad delirante, que sus ingrávidos volúmenes imaginarios de singular
astucia apelan, también ellos en su sorpresa incesante, a la constitución
iconista permanente del ser humano, resolviendo el litigio del ánima adoratriz
no tanto en las argucias argumentales de la imaginación fantástica, sino la liturgia
requerida por el rictus del rito enmohecido: en la solicitación del ídolo, para circunnavegarlo igual en el
espacio tridimensional de la escultura que en el neocubismo surreal y futurista de sus equívocas estampas.
II
Porque en
los abismados huecos de sus grabados, quemados profundamente en la sutileza de
sus inserciones y maneras, José Luís Cuevas ha dado con la deprimida roca
cóncava y con la oscura gruta, a un mismo tiempo tosca y caprichosa, del hombre
moderno -descubriendo empero sus entrañas desimantadas a la vez que purulentas.
Espacio, pues, del inconsciente colectivo y proyectivo que a todos de alguna
manera nos acosa y parasita , a la manera de un antro fétido e inhospitalario,
estancado y estéril, donde raras fieras danzan y a la vez que nos pueblan nos succionan -y que
por ello simultáneamente también nos deshabitan. Recinto, pues, sin
tabernáculo, en cuya covacha de
recuerdos, estragados por la carcoma, se muestra la costra petrificada de nuestro
desfigurado ser licuado.
Crítico
cínico y taxidermista taladrante del mal de nuestro tiempo, José Luís Cuevas
siempre supo que el consciente no abarca nuestra alma y rompiendo
definitivamente con los cercos de la conciencia ha tanteado otras realidades
del psiquismo humano, desarrollando así el gusto por las honduras del
inconsciente y las deformidades espirituales de la naturaleza humana –a las
que sólo compete el nombre de monstruosas. No se trata así de la tarea de dar
secuencia y forma a los olvidados tesoros que encierra el alma humana al ser
tocados por el agua viva de la razón estética comprensiva, mucho menos de la
búsqueda por escencializar la naturaleza humana en el perfeccionamiento de sus
facultades superiores y en la sustancialización de su diferencia específica.
Por el contrario, se trata de una fijación de lo que en nuestra naturaleza hay también de adjetival y contingente -de
modificación activa de las mutaciones, de relación afectiva relativa, de imagen
equívoca y de concepto autárquico cuya felina garra de pantera escurre
compasivamente para primero agarrarnos y, antes de engullirnos, asirnos y
coptarnos, para luego desgarrarnos y finalmente digerirnos (Begrifft). Mundo efectivamente de densos volúmenes indigestos cuya
gesta de titánicas hormigas se resuelve en milimétricos acosos de quimeras.
Porque su misión no es la de hermanar al hombre con el hombre, menos aún de humanizar
nuestra sufrida humanidad de ángeles caídos por la alianza sin fronteras de las
formas, mediante del rescate del recuerdo soldado a la morada que reúne a los
seres solidarios del sosiego, protegiéndonos así de un mundo violento y sin
memoria. No. Porque de lo que aquí se
trata es de la moral de la sorpresa, donde es mejor la supresión, el vuelo
amorfo de la separación y la suspensión en la quebrada cenagosa, en la escisión en
que se abre el vertiginoso desenfreno del abismo, que sólo anhela caer aún más
hondo y así deshabitar completamente la esencia de la especie, al secar o ahogar
por entero su naturaleza: Mejor la novedad pagana de la reducción idólatra a la
carne y de su sentido a macilento pellejo desangrado de langosta, mejor la
contaminación impura en que se revuelcan las promiscuas formas que nos
emparentan indistintamente con los géneros más distantes de la especie.
Estética de la sorpresa, pues, qué duda cabe, en que el fiel de la balanza en su
desequilibrio se inclina al alejamiento forastero de lo humano y de lo que la naturaleza
ordena en su potencia y, mejor que mejor, la deformidad y el olvido, cifrados en
la adaptación al miedo, en medio de la jungla, donde la imagen se agota y
empantana y se asimila punto a punto con la polilla voraz que la aniquila.
Porque la
obra de Cuevas es efectivamente la de una crítica experimental a la vacua gruta
de inane concavidad, que solo sabe reflejar las sombras mezquinas de nuestra
era oscurantista, cuyas servidumbres de la carne se levantan en motín contra lo
otro más digno y perdurable, entrando inevitablemente en sublevado contubernio
con el género próximo y aún con los remotos –dando por resultado estético las
analogías delirantes de la grotesca parodia, cuya visión circense resulta a la
vez espiritualmente patética y risible -que es lo terrible.
Crítica
del tiempo nuestro que ha buscado sus valores no en la lucidez intacta del
entendimiento, sino en el lucimiento de los vertiginosos azares y contingencias
del tiempo, que sujetan al alma humana aprisionándola a sus arcaicas zonas
animales, mezclando promiscuamente lo humano y lo inhumano, despreciando con
ello sus bienes estables e inmutables –porque de lo que se trata es de
experimentar en cabeza propia, valorando más el equivocarse con orgulloso ingenio y despreciar con soberbia que el acertar humildemente con ramplonería.
III
José
Luís Cuevas, impotente para convertir al renacuajo en lirio, convencido del
esfuerzo inútil que hay en el intento de sacar la pureza de lo impuro, mejor se ha
solazado en ponerle a las palomas alas de buitre, en desplazar las rimas que
llaman a los ritmos y a las armonías de la divina psique inmortal, al cajón
inmundo donde el cuervo del taxidermista repite su cacofónico "nunca jamás será", su never mor, rompiendo y acotando la imagen venerable hasta el
exceso de transmutarla en cifra ilegible de los criptógamas, cavando en los
huecos de sus contorsiones extasiadas los huecos de los callejones sin salida. Así, la simpatía
entre los seres no se resuelve en otra cosa que no sea la concavidad que
enfunda en un mismo capullo inane la vecindad de dos idénticas crisálidas.
Su objeto
de trabajo, la psicología humana, se muestra ahora en sus personajes ayunos de
verdadera interioridad y sin responsabilidad ninguna. Personajes desalmados,
pues, cuya psique en falta ha dejado de participar en la vida del mundo
entendido en lo que tiene de cosmos ordenado: de lenta combustión de las
verduras y girar sincrónico de astros. Mudo pues donde los ritos ciegos devoran
a los símbolos y se muestran como actos meramente exteriores, como meras
fórmulas de una vida interior petrificada.
Sus
formas reflejan así las mezquinas sombras macilentas y confundidas de la abyección o de la soberbia. Por
un lado, pues, sitiados seres que nos hablan en su enjambre de manadas de la
renuncia al propio ser, en el sentido de la caída hacia delante, rayana en la animalidad: de carroñeros, a la vez
machos y melifluos que sólo levantan los pies para andar arrodillados, que en
su salto de grillos discordantes no pueden enfundarse en su short
chapopoteante, sosteniendo difícilmente con tirantes el cúbico archivo de los expedientes muertos.
Seres sin embargo hinchados en sus carrillos de batracio mofletudo y cuya
ampulosidad de yaga los vuelve a la vez gachos del alma y mochos del espíritu, siempre bien dispuestos a besar las botas del que los aplasta. Sapos de
frak con la condecoración del gargajo en
la solapa. Roedores camaleónicos reducidos con el tiempo a
desdentados lambiscones. Es la caída del hombre vuelto nuevamente cuadrúmano, pues, en cuyas mímicas y mimos
hay también algo de la pardusca baba del molusco.
Por el
otro, obstinados seres del orgullo y de la desmesura, cuya soberbia de nariz
engreída y maloliente miran absortos la caída hacia atrás de la superhombría, trasmutada en la ambición simiesca de la dominación. Seres pagados de sí mismos
que comen del maná llovido de las nubes de sus sueños, en los que hay algo de
la vacua vanidad de la jirafa estrafalaria, de vano camello erudito con
monóculo o de estirado cocodrilo metido a redentor en un mercado aletargado de borregos,
algo también de eclipse bisiesto y de fatuidad siniestra. Gelatinosos
hipopótamos parados de bubosa uniformidad burócrata, cuya enorme muela nos
amuela, cuya mole nos demuele, cuya caja de banco nos encaja con navajas la
tarjeta, para dejarnos finalmente con la boca abierta convertida en jeta y la
voz en menos que un bagazo. Seres cuya hybris
abotagada los obceca en la obscena oscuridad de su hinchazón de gota y cuya
clepsidra categórica a cada hora gota y gota los agota. Es también el aprendiz
de novillero, del petimetre oscilante y vacilante, que metido a tarambana presume
sus dotes escaldados y palidece tras los afeites debajo del ridículo bonete, o el marqués mulato del jet set, amamantando su amortajada figura entre maromas y
muescas en macilentas marquesinas. Son, en fin, los retratos de las máscaras de
plastilina derretida, cuya desproporción entre las partes e ilimitación promiscua tan sólo se resuelve
en las chiclosas formas de la impiedad, cuyo maligno desorden acaba por separar
al hombre de los hombres, para aislar finalmente al hombre de sí mismo.
Glorificación de los valores vitales juveniles, es cierto, que sin
embargo resultan emblemas de lo excéntrico y de lo superficial. Porque de lo
que da cuenta la obra monumental escultórica del artista mexicano es del
atormentado no ser que carcome desde dentro al hombre moderno occidental, para
dejarlo a todas luces fragmentado o sumido en la solitaria oscuridad de un alma indigna.
No se trata, en efecto, de la subida a la montaña en búsqueda de las imágenes
prístinas, que podrían ponernos en contacto y comunicación con el roce musical
de las esferas superiores, sino de la visión de su otra cara: la que recae en
la naturaleza animal, de la que físicamente el hombre se levanta por obra de la
educación y la cultura, para volverse a echar en ella, pero ahora confundiendo los
caminos en naufragios, al ir hasta muy lejos por círculos cada vez más
exteriores al asecho de cacharros enmohecidos y cascajos derrumbados. No la
búsqueda de la rara quintaesencia, sino la rareza atropellada de impaciencia que, fascinado en la existencia, toma el rabo de la esencia por las hojas -y en que
incómodamente descansa la ligera insustancialidad insoportable del inocente no
querer salir de la inconsciencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario