Juan Emigdio Pérez Olvera: Instinto de Poeta
Por Alberto Espinosa Orozco
"Serás bella a mi manera.
Amarás lo que yo amo y me ama:
El agua, las nubes, el silencio y la noche;
el mar inmenso y verde;
el agua informe y multiforme;
el lagar donde nunca estarás; el amante que no conozca;
las flores monstruosas; los perfumes que hacen delirar;
los gatos que desfallecen sobre los pianos
y gimen como mujeres,con voz ronca y dulce.”
Charls Baudelaire
“Este cuerpo que Dios me
dio
para enseñarme a andar
por el olvido
no se ni de quien es.”
Emilio Prados
Emilio Prados
I
Juan Emigdio Pérez
Olvera, desde Instintos de Luna (IMAC, México 2001), se ha ocupado
con el tema de la narración metafórica y metafísica con el polo opuesto y complementario del hombre y su signo conceptual o verbal solar: la mujer, la cual
va a adoptar el simbolismo lunar, especialmente
en su caso arquetipo de la luna llena en la plenitud para la percepción
plenitud que de hecho el blando satélite tiene siempre, aun cuando oculte totalmente su luz refleja en alguna de sus facetas.
Desde joven poeta solar, por cantar al amor
y a la reconciliación y por buscar en todo
momento el orden del ser; poeta cósmico y por ello metafísico, Juan
Emigdio ha sido desde siempre el mismo y
también ha sido con el fluir del
tiempo el otro: el poeta de otoñal madurez que hoy conocemos. Sin embargo, los
frutos opimos de su poesía empezaron a nacer,
a germinar a la luz, cuando menos desde los albores de los 90s, con su quinto poemario: Raíces de
amate (1990), al que han seguido Días de viento (1993),
el que para mi gusto sigue siendo el mejor
de sus libros Metafísica felina acompañado
por Correo marino (1996), Llama lacerada
(1998), el volumen colectivo La sed y el agua (2000), para
cerrar el ciclo, por lo pronto, con su
décimo libro, Instintos de Luna(2001).
Poemario en
el que Juan Emigdio ha querido
suavizar la noche con dulzura de plata. Porque incluso cuando el poeta ha caminado anteriormente por la selva oscura, quisiera ser visitado por la luna
llena, como si estuviera tocado por la suave
opresión de la nostalgia. Por tal vía, el creador revive la actitud
poética fundamental: aquella que pone en el
centro de la vida la realidad de la imagen, del valor y del sentido que
ella proyecta sobre aquello que significa lo supremamente interesante de la
vida, también de aquello que suple una carencia,
que alivia una falta, que provee lo que en cada caso necesitamos. Tal
actitud iconista y axiológica fundamental (homo
axios) es lo único que nos diferencia del animal, que si tiene interioridad orgánica no tiene
intimidad psíquica escenario y plaza, pantalla
y filme en que modelar y formar los sentimientos como valores. El
hombre, por lo contrario, tiene como
exclusiva suya la realidad de la reflexión de la vida
íntima y creativa del alma. El hombre, en efecto, puede explorar-se a sí mismo
y constituir-se autónomamente gracias a la luz del espíritu, que mediante símbolos, emblemas y
arquetipos, mediante metáforas, parábolas o fábulas logra reflexionar-se,
dando con ello figura
y forma creativa a su vida
psíquica, arquitecturando con ello una morada interior reconocible para el
hombre -justamente como una
intimidad poética, hospitalaria.
Esta
característica faculta también al poeta para
constituir el mundo de la realidad externa, siendo de alguna manera el
forjador de la fábrica del mundo: construyendo, pues, la posibilidad de tener
un destino libremente asumido, un proyecto de vida concreto, con el cual ha crecido, conjuntamente al cual se ha hecho real y concreto hallando en la filosofía, sería mejor decir en la vida de la conciencia, los medios para llevarlo a cabo. El destino, esa realidad
inexistente para la ciencia, la que precisamente se constituye al poner entre
paréntesis ese dilema acendradamente humano (epojé),
es por lo contrario, la médula misma
de la actitud poética ante la vida: la cuestión
del destino gracioso, bienaventurado, incluso glorioso.
Poesía sintética, casi chinesca por su fino laqueado y rigurosa envoltura, fruto más de la
concisión que de la brevedad, recuerda a cada paso
el brillo y el cincelado de los camafeos modernistas. Acaso por ello,
más que sus influencias o sus modelos, sus
hermanos estéticos haya que buscarlos
en el segundo Octavio Paz, en Guisepe Ungareti, en Ramón López Velarde o
en José Juan Tablada, en Melarme o en Paul Valery aunque lo seguro es que abrevó de las fuentes peladas y humectantes del lírico regional Eduardo Escalante Vargas -y acaso recientemente haya iniciado su incursión mayor en los territorios infinitos e inigualables de Tomás Segovia.
A
contrapelo de su generación presidida por ése cometa excéntrico que ha sido el poeta
Evodio Escalante
Betancourt, y seguida por los astros estables de Socorro Soto y Petronilo Amaya, quienes buscaron en la poesía romántica amotinada y rebelde la puerta al campo abierto de la oxigenación, Emigdio no buscó
sus primeras armas en el diabólico y maligno
Arthur Rimbaud (1854 1891), tampoco en el perfecto asceta Carlos Baudelaire (1821 1867) o en el omniforme Víctor Hugo (1802 1885) menos aún en los homofilicos Beats o en el poeta
ebrio de voz, ginebra y teología de
Carlos Bukowsky (1920 1994), como lo
haría la siguiente generación. A
contrapelo, decía, el solitario Pérez buscó el vaticinio y el emblema por entre las rendijas de su propio camino, entresacando la poesía de la misma vida, acuñando sus áureas monedas con unas cuantas imágenes dominantes-aunque sus óvolos los encuentre también de vez en cuando entre el polvo antropomorfo de los libros.
Lejos
de esa iconoclastía de rancho chico o de capilla resentida consiste en negarle al
otro los títulos que uno no ha podido, no ha sabido o no ha querido conquistar, habría que empezar por reconocer en el
orador, contador y maestro
Juan Emigdio Pérez Olvera al poeta antropológico y metafísico, al poeta romántico detenido morosamente en la mujer y en su proyección en la
naturaleza, empezar por
hacer una escala en sus instancias cantadas sosegadamente por sus versos con cierto tinte de melancolía.
II
En Instintos
de luna nos encontramos con poeta en el esplendor pleno de su madurez, la cual se enfrenta a la
soledad para hacer balance de
sus vivencias más íntimas, de sus símbolos más caros
y profundos, intimidad que se sabe, que se
conoce y se domina a sí
misma y que por lo tanto tiene la capacidad de abrirse y entregarse a los otros.
Aunque su poemario nos habla de la luna poética, del Embolismo lunar de los
antiguos, es decir de los sueños y del recuento de los ideales, de los realizados y de los que han quedado truncos y
cuya realidad negativa hay que aceptar, la
figura de la mujer sigue siendo el foco
inspirador del poeta. Figura en cuyos signos podemos leer os
signos de la
vida y su tremenda
lenificación. Portadora de la
filosofía de la ida, que sabe detenerse en sus guiños y en sus signos más
sugerentes e insinuantes, en sorpresas
y bellezas cotidianas: en la mujer siempre distante "cargada de amor caricia", preñada por el amor de la ternura.
Una
de las más ricas vetas en las minas del poeta, reconocida por propios y extraños, ha ido el filón áureo y de
argento que se sirve e palabras dobles o compuestas, de palabras maletín", que se hermanan o enlazan en un feliz matrimonio, donde se determina la naturaleza
específica de alguna cualidad eseencial.
Es el "pa-sa-ma-nos" suspenso, en los "mimoslabios" o el "magiarmiño",
"endulcemiman" o la "salivaselva" voz declaración
minimalista de su prosodia, que la
silva moderna es una selva de ritmos.
En su conjunto, algo de la musical frescura de las "xis", de
las "tzis" de la lengua ancestral
mexicana que, hiriente a los ojos,
se derraman en la lengua como una delicada
cascada de notas fluyentes al compás
de los segundos.
Empero, lo que habría que decir más bien es que su metafísica va más allá de las constelaciones de la escucha
para sumergirse en el microcosmos
del cabello o en el balcón del
escote. Impulso, como en José Vasconcelos, de fusión anímica en el cosmos, y que en el poeta tiene sus símbolos y
emblemas diminutos en la realidad del otro sexo, de la otra persona radical. No basta sino evocar una de sus imágenes, de sus metáforas cósmicas, de sobrecogedora plasticidad tamayesca:
"Tus
manos se hunden en la cabellera que ventilas
como
si un sol negro te agobiara ".
O la
ocurrencia feliz sobre el deseo, que
es
siempre deseo del deseo del otro, como
un
vacío que se vacía y se llena
mutuamente.”
Lectura de la mujer y sus misterios, todavía asombrosos, en los cuales el hombre se reconoce y se humaniza:
figura de seguridad,
de puerto de llegada, de "sonrisa de luna en reposo". La mujer aparece así como un poderoso símbolo que
espejea la humanidad
de la especie, y en donde infinitamente se concreta la corporalidad como animación y
espiritualidad encarnada. La mujer como
una venus rediviva que influye para
imantarse de Luna, de propiedades
selenita, arropada con la túnica de
la discreción y con el velo del recato.
III
La
poesía del bardo durangueño explora así también los territorios de la
antropología filosófica, al saber leer y traducir en imágenes coherentes la
expresión mímica del cuerpo femenino y los significados donde se ahonda la singularidad
de nuestra especie de
suyo repleta de enigmas. En
efecto, como el poético
lírico valenciano, Juan Emigdio ha sabido leer también en la mujer los
signos de la vida. En las rodillas sonrosadas
los labios que no saben lo que
esperan, párvulos y abiertos, en el
vientre selenita el comal tostado en
barro y el resonar de los atabales de la raza. Así mismo visión de la mujer como fruta del deseo naturalista: rodillas de papaya, pechos de jícama como doble trofeo polar para recibir al trópico de la sangre del poeta y siempre, como una constante, la naturaleza felina del eterno femenino. Instintos de Luna
es, sin embargo, un canto que
concluye con un tono un poco
ensombrecido y pesimista del amor actual
y en el que se puede oír un disimulado reproche:
"Ven a restregar tu rostro en las espinas de mi angustia".
Poeta del tacto y de la visión, de imágenes encarnadas y frecuentemente encantadas por un vivificante aliento; poeta
del sosiego que visita y hace su campamento en una mística erótica cubierta de
apasibilidad y de belleza, de humildad y reverencia ante uno de los grandes símbolos y cifras de la vida; así mismo poeta de la abstracción
dueño de sus recursos
expresivos -y en cuyas imágenes resuena todavía algo de la provincia jerezana de Ramón López Velarde.
También poeta de la
melancolía acaso porque el duelo de amor y su dulce opresión, su angustia, estriba en amar en un ser mortal a un
alma, a un ser inmortal.
También, porque no decirlo, poeta de la tristeza amotinada por la incomprensión que suele acompañar a la reunión de dos almas distintas, por el misterio de
la separación, del distanciamiento,
por la potente realidad del enigma, en el que hay un último residuo de impenetrabilidad, de esfinge.
IV
Por último, solo resta achacársele al poeta que es Juan
Emigdio Pérez el ser un poeta meramente regional. Es verdad. Solo que todo poeta
auténtico, cuando lo es verdaderamente, es un poeta regional. Porque lo
que influye en la elevación de los símbolos es la condensación veraz de un sinnúmero
de situaciones vitales y concretas, biográficas e históricas, personales y singulares, que se vuelven en las manos-plumas del poeta arquetipos de la imaginación no dados al juicio de la razón para su verificación, lo que no tendría ningún sentido, sino al gusto estético para su valoración y ponderación, y, lo que es aún más importante, para la recreación imaginativa en los ojos-espejos del lector.
Se trata de ese misterio del espíritu, formulado por el humano Sóren
Kierkegaard, consistente en tener
todo el tiempo historia. La expresión
popular lo reza mejor: el viento,
como el espíritu, sopla donde quiere.
No un poeta provinciano por estrecho,
sino un poeta local que destila el drama
de todos afectado por las co
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