José Luis Calzada: la Magia y la
Mímesis
Por Alberto Espinosa Orozco
I
El arte de la pintura es,
esencialmente, la encarnación de la aspiración poética de llevar al ser de la
presencia la luz solar que se filtra por las rendijas de este mudo caído y
sublunar, afectado de contingencia, vacío y muerte, para ayudarnos con ello, como un brillante
hilo de Ariadna metafísico, a salir de la caverna laberíntica de las
apariencias sensibles y poder mirar ya no la sombra de los objetos difusos
ahogados de ignorancia y afectados de encadenadoras tinieblas, sino las cosas del mundo ordenas por la mirada de
la luz espiritual o bajo el manto de su luz certera y definitiva. Porque el
hombre común y moliente camina por el
mundo como el nativo de las sombras, desgarrado por la jungla en que se ceba el
lugar común, sordo a la musical armonía de las esferas superiores, ciego a los
valores, calidades y calideces de la luz espiritual y el conocimiento poético,
carcomido por la polilla del absurdo, falso y contradictorio, petrificado por
los símbolos del arraigo y de la pertenencia coagulados en moneda apropiable o
enmohecidos de pudrición y roídos por la desolación del vacío.
El delicado grabador y pintor
simbolista José Luis Calzada se introduce así en el tema de la noche y el sueño
para desde esa región filtrar tanto los síntomas del extravío como la vereda
sinuosa de la luz del día. Para ello abiertamente apela a la psicología del
romanticismo y a la “magia natural” de la imaginación creadora. Así, su viaje
tiene una rica analogía con el descenso a los infiernos de practicado por los
artistas radicales y absolutos, justamente porque sabe que en algún lugar de
los abismos del inconsciente corazón reposa
toda la riqueza de nuestra vida.
La obra de Calzada no es así sino
la búsqueda de los principios ciertos de lo eterno que infatigablemente busca
en los registros eidéticos del sueño o la memoria la figura esencia y en ella
la constelación de valores que nos orienten en la interminable lucha contra los
poderes ambiguo y dobles, disolventes y sombríos de la noche oscura del cuerpo
y de la materia. Así, el artista que es
José Luis Calzada realiza el descenso a los abismos interiores siguiendo la
amplia tradición espiritual del camino romántico: la aprensión de la imagen
esencial y privilegiada. En efecto, todo el tesoro del conocimiento, lo mismo
que el de la felicidad humana, consiste en un puñado de imágenes –infinitamente
rearticulable y reinterpretable-, puesto que los sentimientos y las pasiones
más caras del ser humano no escuchan más que las imágenes y sólo hablan por
medio de ellas. De esa inagotable riqueza interior el artista durangueño ha
sabido dar forma no sólo a la nostalgia y la querencia de las cosas idas,
también ha abierto una exploración a los verdaderos sueños del hombre y puesto
sobre el tapete de la vida una invitación a penetrar en la conciencia de l
interioridad –lugar donde se forjan los secretos de la vida intima sin la cual
no nos diferenciaríamos de los animales. En efecto, la pintura es anterior a la
escritura, como el trueque es anterior al comercio monetario, o la jardinería a
la agricultura.
II
En uno de sus registros
la obra de Calzada es la narración del viaje nocturno que el artista efectúa
como acompañante en el proverbial recorrido oscuro del sol. El testigo lúcido
de la conciencia se sumerge entonces en la media naranja fúnebre de la
constelad noche. Así, l exposición e más que una mera crónica de un viaje real,
sino el acopio y destilación de los registros de los arquetipos memorables que
dan las pautas y corcheas para relatar el recorrido espiritual de conciencia
ensoñante, de la imaginación creadora.
Partiendo del sueño
confortable de la primera promesa juvenil amorosa el artista nos va guiando por
los confines del vacío y la desesperación nocturna. Es cierto que en las
mujeres que aparecen en sus lienzos y algodones pulula algo de la desesperación
cerril de la culpa y la negatividad, algo de la viscosidad pegajosa de las ciénagas
interiores, algo de oscuridad cavernosa de montañesa tiniebla, algo también del
vértigo indiferente y anónimo de las
urbes modernas. Un dejo de pueblo olvidado y aletargado por las fiestas del
olvido y las nupcias nocturnas de los gustos efímeros, de la inquerida bohemia
evocada por Darío, del desvarío excéntrico de los placeres epicúreos de la
carne, por la dispersión, el abandono, el descuido y al ira destructores de
Amor –ambientes, pues, que también visitaron en su momento José Clemente
Orozco, Juan Rulfo o García Marques. También se encuentra como acompañante fiel
la filtrada fantasmalmente luz de la luna de mercurial memoria, de hielo de
neón para entibiar el espíritu aterido, de venusino fuego y brasa en expansión,
de crisol de tibia temperatura para modelar el corazón de día.
La estética de Calzada no es
otra cosa que una filosofía de la naturaleza cuya intención no es otra que la
de recuperar no sólo la idea sino el sentimiento vivo de la unidad esencial
entre el hombre y el mundo. Alquimista cristiano o experimental panteísta, el
artista nos conduce por un mundo de magia en la que el universo es concebido
como un ser viviente y dotado de alma. Así, por medio de la analogía el pintor
logra mostrar, bajo un dilatado sistema de ritmos correspondencias, el
movimiento que reúne a todos seres tocando a todas las cosas –puesto que no son
sino emanaciones del Todo.
No me refiero a la magia
simpática de la bruja o a su pestilente caldero patético que indistintamente
mezcla lo peludo y lo pelado con la ética, sino a una búsqueda espiritual más
alta: aquella que intenta armonizar al hombre con los ritmos y las rimas de la
vibración cósmica. Partiendo de la reverberación cromática de la luz y sus
figuras, el pintor, en efecto, va destilando los finos filamentos urdidos en el
mundo por Belleza. Es entonces la luna, incansable tejedora, la que va
mostrando toda la red de los planos cósmicos, pues por su ciclo rítmico es en
sí misma la creadora magistral de toda suerte de analogías y simetrías,
equivalencias, intersecciones, correspondencias y participaciones –llevándonos
de la muerte simbólica de las tinieblas al espectáculo de la fertilidad, de la
fuente de energía de la vida a la nueva floración y a la regeneración de la
luz. Reverberación también del mundo como la Tellus Mater, como
creación armoniosa que reproduce todos los órdenes y niveles del universo como
relaciones íntimas de semejanza, contigüidad, número, estructura o parentesco
de las concepciones holistas.
Bajo su cobijo pareciera
entonces que toda luz se limpia o se lava como en la experiencia del primer
deslumbramiento del mundo. Atmósfera, pues, en que van apareciendo las figuras
bañadas por las notas nocturnales no sin sal, pero tampoco sin fosforescentes
peces, que hace levitar los muebles como el sueño sobre la almohada bajo el
vapor de la humeante cafetera. Espacio en que habitan los fluorescentes gallos
de la alborada, o en el caballete alebrige se vuelve un tridente tangerina que
es el mástil de las velas para el andrógino primordial. O es la red de latidos
que en colores se derrama o la incendiada ciudad de Dite trepando hasta los
altos rascacielos bajo la luz imparcial de la vaga luna vaporosa.
Cuadros que tiene algo de la
primera inocencia (naifs) pero que pronto se revelan como una
inocencia segunda y ganada a conciencia
y en cuya morosa narración laten por dentro muchas cosas –que son
emblemas o símbolos de sacralidad: de salvación del mundo en torno. Los iconos
así tiemblan o se agitan exaltados llenos de la vida de las cosas .no sin dejar
entrever algo de la tensión, del terror incluso y del horror que rodea a toda
sacralidad o acto que manifiesta algo oculto.
III
José Luis Calzada, al igual
que los largos viajeros historiantes o que los exploradores peregrinos, va encontrando
así en su camino un bastión de la Belleza, de esa energía constante, de esa
actitud a veces altanera pero nunca triste, que nos hace enamorarnos de la vida
(porque la Belleza no es otra cosa que la apacibilidad de la vida). No es
infrecuente encontrar en su obra también toda la serie de obstáculos que alejan
al artista de la visión letal y directa del numen. Tampoco la persistencia del
pintor por persistir en contemplación de su misterio, pues se trata de un
auténtico “observador de síntesis”.
Porque el hombre encuentra a
la creación entera en el centro de sí mismo. Todo conocimiento auténtico no es
en efecto otra cosa que un descender dentro de uno, operándose en conocimiento
de la realidad mediante la pura contemplación interior que, a suficiente
profundidad, no puede sino encontrar la germinación de Dios en nuestra alma. Y
es solo a partir de ese centro de la intimidad personal que puede lograrse una
justa percepción del mundo exterior –en el fondo porque la creación visible
tiene para el hombre un valor simbólico, siendo sus manifestaciones reiteradas
alusiones al Único, al Santo, al Maestro.
Así, una de las cosas que nos
comunica la obra del pintor durangueño es la antigua concepción del hombre
como centro del universo, que por su arte analógico y su poesía, por su
conocimiento es cierto, pero sobre todo por su imaginación sensibilizada, ocupa
un lugar privilegiado en la cadena de los seres, siendo por ello también el
espejo en donde el universo entero, pero también en el que los seres que lo
acompañan, se miran y se reconocen. Porque las relaciones de analogía y
metonímicas elementales al regir a todas las manifestaciones de la vida hacen
que no haya ni gesto ni acto aislado, teniendo cada obra repercusiones y ecos
que se escuchan en la naturaleza toda, llegando la operación mágica del artista
hasta los seres más aislados.
Porque lo que pareciera
reiterar Calzada en cada uno de sus cuadros es que el camino misterioso es el
que va hacia el interior, ahondando la
vida íntima de la persona –pues es dentro de nosotros mismos donde está la
eternidad con su mundo de mundos, los anchos mares que pululan de naves y de
continentes, el mausoleo de los antepasados y de los ancestros, las eras que
con sus rombos conforman de la trágica pelota de la historia, pero también el
silencio de la amada ingrávida y el pañuelo bordado detenido en la nieve.
IV
José Luis Calzada resulta así
un gran pintor iniciático. No sólo por descreído de las formas y manías que nos
atan a las sobras, también por de una manera a la vez dulce y luminosa
enseñarnos que, al igual que nuestro cuerpo, el universo sensible tiene para el
hombre una significación radicalmente mocional-emocional o simbólica. Más allá
de la abstracta lectura que convierte homogenizando a la materia en una delgada
película de lo mesurable sujeta a nuestra manipulación y usufructo, el
simbolismo es algo inherente a las cosas mismas y a todo el universo creado. La
naturaleza mineral, vegeta, animal y humana, convertida por la modernidad
triunfante y progresista en un poema en desorden y frustrado, es así suturada
por el pintor, el cual nos muestra que la tarea del arte no es sólo la de
imitarla (mimesis), sino más profundamente la de reordenarla y de
reconstituir su unidad. En efecto, la exvicerada poesía que adopta como tema la
frustración o la nostalgia cavernosa no puede sino ser sino una poesía frustrada de cavernícolas.
Nada de eso. La misión del verdadero
artista es, por lo contrario, recrear el lenguaje primitivo de la primera
presentación de las cosas –única leche que puede saciar no sólo nuestra hambre
física, sino nuestra árida sequedad, nuestra sed de deseo.
Por último habría que agregar
que en el singular pintor y real artista que e José Luis Calzada hay una
profunda inquietud religiosidad, entendida como honda preocupación por el
destino humano. Su intento, en nada ajeno al espíritu romántico que tan
tenazmente se esforzó por devolverle a la cultura las pautas para volver a
sacralizar el mundo en torno, es así mismo el de la reivindicación y
recuperación de lo que hay en el hombre de homo religosus en
tanto modalidad irreductible. Arte y religión, en efecto, son formas rítmicas
que por sistema se requieren uno a la otra. El arte, lo ha escrito Hegel en
algún lugar, esta destinado a convertirse en otra cosa al disolverse por el
agotamiento de sus formas estéticas –como ha sucedo en las interrumpidas
vanguardias sucesivas, que solo alcanzaron dar expresión al lujo algunas veces
insolente de la autonomía, de la original libertad de carácter individual. Como
nos recuerda Montoya de Cruz si la novedad de la Escuela del Muralismo Mexicano
estribó en el imperativo de educar a todas las clases sociales,
especialmente las clases populares y a
los niños, con el fin de despertar en ellos el goce espiritual del arte, tanto
en su ejercicio como en su contemplación, así la novedad del durangueño pintor
de la luna, dando un paso adelante, se encuentra en la trasmisión de una
tradición tan antigua como la humanidad: que en la repercusión sentimental de los
ritmos nocturnos se encuentra también la plenitud de las formas y que en la
veneración de ritmos y formas se encuentras también la visión de la mujer que
inspira Amor, el cual despierta un alquimia interior activadora del despertar
espiritual- Así, por los estrechos pasajes de la noche el artista nos lleva del
hombre enfermo cuya alma confundida duerme a la angélica salud espiritual donde
es posible escuchar el idioma de los pájaros y sentir de nuevo el suave abrigo
que expande los rayos del sol al amanecer haciendo comprender al hombre su
puesto y lugar en el cosmos cuando se apega a una vida sencilla en la que, como
por primer vez, encontrase con ella, con la mujer eterna y siempre joven
calentado el cotidiano café o presta para mostrarnos la vida al recorrer el
mundo montada en bicicleta.
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