La Revuelta
de las Ideologías: Socialismo o Pandemónium
Por Alberto
Espinosa Orozco
(Cuarta Parte)
IX
Es nuestra época aún tiempos de socialismo, tiempos revolucionarios, en
un mundo de crisis y de inconformidad ante los valores desgastados de la
tradición, seguidos por hábito en gran número de los casos, pero sostenidos sin
fe viva. El ideal social del altruismo
se vuelve así, con demasiada frecuencia, teórico, verbal, meramente retórico,
cuando sólo podría ser una realidad inmediata, difundida como por contagio
afectivo, de ser inmediato, práctico, eficaz, fundando así en sus mejores
sentimientos (llamados tradicionalmente piedad, caridad, altruismo) la
cooperación social salvadora y la misma justicia social –dejando de ser
entonces un ideal brumoso o una vaga utopía para obedecer a hechos concretos y
rigurosos.
El marxismo, hoy asumido todavía en nuestros países latinoamericanos
como una fe irracional e incluso como un dogma que sustituye al religioso,
ensaya infatigablemente a su posible profeta y a su carismático sacerdote, que
se postulan como las cabezas a ser obedecidas por los rebeldes, cuya
inconformidad cambia misteriosamente de signo ante tales presencias para
adocenarse en una servidumbre evidentemente rentable. La oposición del marxismo
a otras formas sociales de altruismo, particularmente al religioso, cristiano,
es así constitutiva, estructural, orgánica, pues su más caro objetivo no es
otro que dominar el socialismo, que reinar en la conciencia social. Su fisura,
sin embargo, se encuentra en que sus bases o fundamentos metafísicos resultan
muy cuestionables, derivándose de todo ello una ética de cargada sin verdadera
participación social –al carecer finalmente de religión, de verdad salvadora,
de idea del más allá, resultando en último análisis una ética meramente
hedonista, del placer y de la libertad vista como un mero derecho de paso para
poder atender ese placer, subjetivo, pues, individualista.
Su socialismo de grupo es así no íntimo, sino de cargada, político, cerrado
por sujeto a las presiones sociales y por tanto al decadentismo e intereses
degradados de la época inscrito en tales conformaciones. Así, los sentimientos
nobles del altruismo, de la cooperación, de la simpatía y atención al otro,
pronto se ven constreñidos por el deber “ser social”, donde se incrustan
valores oriundos más bien del narcisismo, del personalismo y de la voluntad de
poder, introyectándose entonces en el socialismo el más rampante de los
subjetivismos. Porque es así que al espíritu de altruismo, al sentimiento
social de cooperación, viene a supeditarse a las alianzas, a los asuntos
económico-políticos, a las conveniencias sociales, ligadas todas ellas a las
ideologías del progresismo, al modernismo del futursimo y del presentismo, al
materialismo de las condiciones de existencia, al gregarismo ateológico del
mero existencialismo, al dogmatismo, al proselitismo propagandístico y al
adoctrinamiento de la tecnocracia, desmantelando por tanto toda virtud y
sembrando la confusión en las conciencias.
Los vicios de tales formas de socialismo son patentes: la socialización
de la persona al extremo de la enajenación personal, dejando el sujeto incluso
de ser individuo; el fenómeno del desconocimiento estimativo y práctico de la
persona en cuento tal, en favor todo ello de la estimación de los
procedimientos del partido y del escalafón administrativo, ante el que se
postra el ser socializado o ante las formas y embudos de la burocracia, y; el
establecimiento final de un principio rector basado en la pseudo-filosofía del
éxito individual y del triunfo a toda costa, concebidos como una lucha a
expensas del prójimo, como algo que nace esencialmente de la ambición personal
y del temor a la exclusión, en un abierto predominio del espíritu de competencia.
Sin embargo, ante los sentimientos sociales auténticos no cabe confusión
posible: es el amor fraterno en las relaciones entre individuos y grupos y el
desarrollo de los sentimientos de cooperación que se desentiende de los
intereses práctico utilitarios en favor de los ideales humanistas, sido uno de
ellos y esencial el de la solidaridad entre las personas tanto en la alegría
como aflicción –todo lo cual implica la liberación de los grilletes que nos
mantienen atados a los intereses puramente egoístas, hedonistas, para entrar en
el ámbito de sentimientos, pensamientos y aspiraciones de valor suprapersonal, donde se armoniza por
tanto la verdad con la justicia y la belleza (religión ilustrada).
X
Acaso la peor de todas las ignorancias sea la de la realidad del pecado
–tanto en lo concierne a la metafísica como en sus consecuencias sociológicas
inmediatas. En primer lugar, porque ignorar la categoría moral del pecado lleva
en el mundo real a la conformación de sociedades no trasparentes, regidas por
la secrecía, y de personalidades tortuosas, sumidas en la opacidad y en la
simulación.
Porque ocultar los pecados, no ser trasparente, ser opaco ante los
demás, defenderse ampulosamente de las propias faltas ante los otros con la
máscara de la vanidad, de la ampulosidad o del orgullo, es decir: volver el
pecado particular un secreto, no puede conducir sino a una escisión de la personalidad,
en cuyo juego de espejos se incuba el fenómeno, tan sólito en dentro tiempo, de
la doblez: de la alienación mental o de
la enajenación, en una especie de transformismo y polivalencia de la persona
cuyo resultado no puede ser otro que el espectáculo doloroso de personalidades
“actorales”, que simulan un mundo y disimulando sus reales intenciones, siendo
por tanto personalidades excéntricas o
sacadas de su centro, pero también ignorantes sobre la situación real, sobre el
estado de su propia alma (entendida ésta no sólo como el fluido del acontecer
psicomental, sino metafísicamente o esencialmente como entidad ontológica).
Lo que es más, la comisión de un pecado es grave en lo personal, pero si
socialmente se calla, si se oculta en el interior de la conciencia, se vuelve
terrible –porque de tal suerte se dejan en libertad a las “fuerzas mágicas”,
como las llama Mircea Eliade, o dicho en términos coloquiales, se da poder a
los infiltrados, al enemigo oculto siempre acechante, para que urda sus redes
cómplices, amenazando entonces a toda la comunidad al arruinar los esfuerzos de
los hombres, trayendo la derrota en la guerra o la escases en la producción –e
incluso contaminando el mismo entorno natural, causando igual la desaparición
del venado que las inundaciones o las sequías (por la ruptura del pacto de
armonía y de solidaridad entre la naturaleza y el hombre).
Las sociedades arcaicas conjuraban tales peligros en su modo de vida
cotidiano mediante una solución: la confesión oral de los pecados. Cuando una
desgracia asalta a una comunidad es aún en día costumbre que las mujeres se
confiesen entre si sus pecados, que los hombres se encuentran con sus hermanos
y confiesen sus faltas, como sucedía antes, en la sociedades arcaicas
transparentes. Cuando no hay secretos personales o particulares cada uno conoce
lo que concierne a la vida privada de su vecino, tanto por su modo de vida
cotidiano como por la confesión de los pecados, y así cuando un individuo ha
trasgredido alguna ley moral se apresura a confesarlo públicamente –y a
confesarlo como lo que además es: un simple accidente en el océano del devenir
universal, como algo inmanente que atañe al sujeto, el cual así implícitamente
reconoce tal actividad como carente de todo valor metafísico.
En tales sociedades, en cambio, lo que siempre ha sido secreto, materia
de iniciación y de estudio, han sido las verdades trascendentes, o que versan
sobre las realidades metafísicas, los mitos y los misterios religiosos
–asequibles sólo a una minoría culta, larga y minuciosamente preparada para
lograr acceder a su real significación. Los secretos no conciernen así a la
vida profana de los individuos, no son secretos episódicos, sino propiamente
dogmáticos, referentes a las realidades trascendentes y sagradas.
Así, lo que esta dicotomía nos hace ver es que todo lo humano, demasiado
humano, todo hecho profano quiero decir, al volverse secreto se transforma en
cierto modo en un ídolo, en una Gorgona que petrifica el alma humana, siendo
por tanto un centro de energías negativas, dañino tanto para el individuo como
portador de desgracias para toda la comunidad, por lo que al volver pública la
falta, se desactiva tal fuente, como al volver el secreto exclusivo de las
materias metafísicas, trascendentes, o que no son de este mundo. Es decir; si
el secreto conviene sólo a lo sagrado, volver secreto lo profano es darle un
valor que no tiene, y por tanto un sacrilegio –porque tan es sacrílego tratar
lo sagrado como algo profano cuanto trasmutar los valores al dar a lo profano
un valor sagrado. La teoría tanto teológica como cosmológica de la sustancia
metafísica no ha dejado siempre de ver en ello una ruptura de nivel, y una
quiebra en la lógica de los sagrado, cuyo cambio de valores trae aparejado una
perturbación en la armonía de la unidad cósmica, pues el universo se presenta
para tales sistemas como solidario con el hombre.
Pues bien, tal es lo que sucede en las sociedades modernas, donde las
personalidades son generalmente opacas, no transparentes, cada una ellas un
átomo, un individuo aislado, separado y sin interesarse realmente los unos de
los otros. La civilización ha cambiado con lo moderno los valores mismos,
viéndose como una cualidad la discreción e las personas, ocultándose tanto la
vida interior como los eventos personales profanos, pues se callan, se
silencian aventuras, pecado, aventuras y desventuras, es decir, todos aquellos
hechos que no tiene una trascendencia metafísica, que se pierden en el río
amorfo del devenir que va dar a la nada, todo lo que concierne a los niveles
profanos de la condición humana, siendo vista la confesión de un adulterio como
un sacrilegio. Como su contraparte, en las sociedades modernas se ha perdido
por completo la idea del secreto relativo a las realidades religiosas y metafísicas, pues sin necesidad de
iniciación o juramento cualquiera puede cualquier texto sagrado o criticar
cualquier religión.
La sociedad mexicana, aunque occidental, no es de toda moderna, como
muchos países de Latinoamérica; de ahí su singularidad sin par en el concierto
de las naciones. Una de sus resistencias a la modernidad se cifra en un
símbolo: la Virgen del Tepeyac. Pero no sólo, porque aún pervive entre nosotros
el respeto secreto de las realidades trascendentes y el impulso por comunicar a
nuestros hermanos los pecados, en una labor de expiación de las culpas y de
purificación de las almas, pues no ha desaparecido de nuestra cultura ni la
noción de pecado, ni mucho menos la idea de la redención individual y colectiva
por acción de la confesión, del sincero arrepentimiento de nuestras faltas, de
la enmienda, así como del don de la divina gracia trascendente.
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