domingo, 20 de abril de 2014

Ricardo Espinosa: El Paisaje y el Reinozco o Interior Por Alberto Espinosa Or

Ricardo Espinosa: El Paisaje y el Reino Interior

Por Alberto Espinosa orozco 

“Cada árbol, cada hoja
tiene un mismo cantar
y una misma nota anima
a cada una de las gotas del mar.”
Rubén Darío



I
   El paisaje de la naturaleza es al hombre maduro lo que la infancia es a la nostalgia: aquello que sentimos como lo más nuestro, que camina junto con nosotros, que está siempre atado a nuestras plantas, indisociable como nuestra sombra o que se prodiga al modo de una aura de luz para iluminar la intimidad y que determina la perspectiva personal; es decir, como aquello a lo que pertenecemos. En las fotografías del artista plástico Ricardo Espinosa se siente inmediatamente la mezcla de esas dos presencias, donde se funde la nostalgia de la infancia, de la pureza de la visión y del deseo, con el arraigo y la querencia al paisaje de la naturaleza mexicana concreta, con la que el artista ha crecido, junto con el que ha con-crecido paralelamente a la historicidad y al paso infatigable del tiempo.
   Así, sus imágenes del paisaje natural -con su cielo y sus campos, sus montañas y ríos y sus bosques, con sus mares y vientos no menos que con los vestigios o testimonios de las edificaciones humanas, humildes o augustas, entrañan una doble recuperación de la memoria. Por un lado, la recuperación de un tiempo virgen e impoluto, de una visión privilegiada ante la que se manifiesta el espíritu invisible del altísimo cielo en la visibilidad de la materia y con el que quisiera reconciliarse; por el otro y simultáneamente, la fijación del sentimiento de la temporalidad, de la vivencia histórica y de familiaridad con que el paisaje ha enraizado en la mirada, para darnos con ello cartas de identidad y de pertenencia a un mundo habitable  –también, por tanto, para interrogarse y al hacerlo interrogarnos: para decirnos, para hacernos ver por virtud de la mirada quienes, como comunidad y cultura, finalmente somos, pero también para ver a donde pertenece la mirada que ha mirado así y que al contemplar y al mirarnos se contempla.
   En efecto, el fotógrafo mexicano se ha buscado antes que en el reflejo desmayado de Narciso, en el camino, que para él ha tomado la forma sinfónica y extraordinaria del paisaje nacional. Y lo que ha encontrado entonces en su viaje, debido a la objetividad de sus visiones -algunas veces de analítica frialdad, otras de rigurosa síntesis que procede por despojamientos-, es algo que de alguna manera nos atañe y nos concierne a todos: la visión fascinante y muchas veces dolorida de la patria en tanto realidad geográfica. Porque en medio del campo mexicano y surcando la multiplicidad de sus veredas, desiertos y verduras el artista ha encontrado incardinas a la voluntad humana y a su afán constructivo, reflejo fiel de sus modos de vida y visión del mundo, la constante de la Naturaleza y su voluntad de resistencia y de vida, cuyo espíritu no se cifra en términos de progreso o de construcción definitiva, sino de ritmos y ciclos, de concentrada permanencia y de expansivo aire festivo; de nacimiento, crecimiento y decadencia, es verdad, pero también de ritmo y regeneración.



II
   Todos los pueblos del mundo han visto, además de la significación física del mundo, otra moral. A pesar de los empeños del crudo materialismo, todas las filosofías restantes concuerdan en que lo más importante de la existencia toda estriba en la carga moral de las acciones humanas, las cuales se reflejan inevitablemente sobre el mundo natural. La labor estética de Ricardo Espinosa como paisajista ha sido entonces observar la conexión entre el orden físico del mundo -con su constante fuerza y sus eternas leyes naturales que dan consistencia al mundo-, y el orden moral -con la voluntad de formar y el fuego vivo que alimentan el pecho del hombre. Así, en sus imágenes se filtra una concepción del mundo todo donde aparece (como en Schopenhauer), la raíz de la Naturaleza toda y la realidad de toda existencia cifrada en la voluntad, en el deseo que es querer activo. Por ello el artista contempla a la naturaleza en lo que tiene de desarrollo dramático y de discurso simbólico. Sus imágenes así nos revelan la analogía esencial entre el mundo y el hombre, pues Naturaleza y Espíritu son de la misma esencia. Porque, después de todo, la Creación visible (el Universo sensible) tiene, al igual que nuestro cuerpo, una significación y un valor simbólico –simbolismo que es inherente a las cosas mismas y a todo el universo creado, por lo que sus manifestaciones son cada una de ellas y en su conjunto alusiones al Único.  
   En efecto, la naturaleza prevalece en las rotundas composiciones del artista con una nota de “simbolismo voluntarista”, donde se expresa la identidad que hay entre la fuerza que opera en la naturaleza y la voluntad residente en el corazón del hombre. Así, los grandes procesos de atracción, de fertilidad y crecimiento, de expansión y apertura o de cierre y regeneración que hay en el movimiento psíquico del universo son observados por el artista afectados no sólo por los rigores de la temporalidad, que en su fluir inventa para luego devorar sus invenciones, sino por el horrible poder y la monstruosa corrupción donde se entreteje la existencia del mal con la creación del mundo. La búsqueda del artista se cifra entonces en recorrer el camino fielmente para descubrir, en sus manifestaciones sensibles más deslumbrantes o en aquellas otras cargadas de sacralidad o de ominosa desolación, la razón interna ordenadora del mundo, el principio inmanente de todas las cosas, para participar entonces del Alma del Mundo que todo lo penetra –pues es justamente ahí, en el punto de intersección entre el alma del hombre y la vida de la naturaleza, donde es posible la redención del Mundo y de su dolor.
   Lo eterno, que todo el tiempo tiene historia, se presenta entonces ante la mirada del artista como un fundamento: como una isla de roca sólida rodeada por un brumoso mar, donde igual asecha la indistinción que la ruptura, la pérdida de las orientaciones que la corrupción y las tinieblas exteriores -pero a la vez ese ambiguo caldo en formación, esa bruma que igual aparece como nube plácida o acogedora placenta que como vagarosa turbiedad amenazante nos dice también algo sobre su relación con el entorno.
   Las fotografías de Espinosa empiezan su camino por despertar la sensibilidad al sentido moral de la naturaleza misma como un ser vivo y dotado de espíritu, trabando entonces relación con esa fuerza interna presente en la naturaleza toda que todo lo comunica por atajos analógicos y ritmos diversos como una inteligencia diferente al pensar del hombre, conviviendo con el Alma Cósmica de reojo y a través de sus manifestaciones más poderosas, y detectando a partir de ahí sus fases risueñas y rubicundas no menos que la sintomatología de su dolor y su pena, para intentar luego comulgar también con ella. Tentativa romántica, es cierto, de imaginar el Universo como vivo e intentar pensar desde dentro de él. También percepción de la relación profunda de carácter metafísico en donde el arte comienza por imitar a la naturaleza en términos de armonía, composición y resonancia analógica, para luego y reversiblemente ser imitado por ella; en efecto, la naturaleza replica al arte y a la técnica, y los imita, llevando frecuentemente en ella las huellas y vestigios lacerantes de la técnica moderna cifrada bajo la forma de la explotación y la dominación despótica de sus recursos o del abstraccionismo expresando en el frío espejo de sus muecas y estertores el signo periférico de nuestra edad como un viento de pesada vacuidad y maniático acosmismo.  Empero el momento buscado por la fotografía de Ricardo Espinosa es el de otro tiempo; el tiempo recuperado por un eterno ahora, siempre en un más antes, que tiene que atravesar el drama de la historia, de la hojarasca de su conciencia refleja y de sus ruinas, para llevarnos a un más allá aún de la memoria. 



III
   Crecer con un paisaje implica ir modelando paralelamente un paisaje interior en el alma, es ir consolidando un mundo de resonancias magnéticas, de relaciones y creencias afectivas y simbólicas  en  que consiste el foro donde nuestra vida realiza su danza en el tiempo para después, como la danza, evaporarse. Sin embargo, el paisaje, como las obras de la memoria, perdura, indiferente al devenir histórico y al tiempo rectilíneo de los hombres.
   El artista contempla el gran espectáculo de la naturaleza y fija en sus imágenes instantáneas la grandeza, pero también el abandono y la desolación del campo mexicano. Porque en sus composiciones hay una doble mirada: por un lado aquella que observa la ruda materialidad de la naturaleza y su desgaste y erosión por la malignidad del viento abrasivo y el rudo batallar del tiempo, queriendo significar así el hecho simbólico e inconcuso de que la materia nació de la caída del hombre (tesis); y la otra visión para la cual es en esa materialidad misma donde el hombre puede detener la carrera hacia el abismo y tener un mundo donde redimirse –donde hacer, pues, una casa habitable, pues mundo precisamente significa belleza, armonía, morada: orden (antítesis). Se trata también, paralelamente, de la noche de la mirada interior: de un descenso a los infiernos donde se abre el camino a la reconciliación con el ser profundo, con la esencia de la naturaleza y del hombre - porque la falta está en nosotros y fuera de nosotros (síntesis). 
   El campo mexicano aparece entonces como un  espacio excéntrico y desequilibrado frente a la potencia devoradora de la metrópoli rectora donde se ha abandonado el sentimiento de la naturaleza a favor de lo meramente artificial y donde el mismo mundo espiritual de la cultura sufre los efectos devastadores de la ferocidad de la máquina y del vértigo acelerado de la mercancía, extrapolándose así sus analogías al descuidado cultivo del campo, que se revela en su crecimiento desordenado y en la pululación del mal y el abandono. Así, la mirada de reojo del artista a la modernidad triunfante aparece no en su centro, no en el “progreso” materialista o en la voluntad de acumulación, en el cáncer de la posesión y la lepra del poderío que se valen de la máquina o de la magia para que la voluntad sea más prontamente eficaz con el corrupto motivo del dominio que intimida o reprime otras voluntades, sino en sus efectos mas exteriores y periféricos de su abismo devorador. La naturaleza y su paisaje aparecen entonces frecuentemente no en lo que tiene de jardín gratificante o de fuente de luz edificante y fértil sino bajo el espectro de la espantable lección del paraíso perdido. Así, el tema oculto en la obra del artista no es otro que el de la redención del mundo y de su dolor y el del camino para recobrar la salud, que debe partir del corazón del hombre.
   En efecto, la realidad de la caída del hombre en el mundo implica también una caída del mundo. Mundo hundido en la porosidad del pecado y en la petrificación de la pena, afectado también por la corrupción y la muerte, que toca a todo lo creado. Porque la Naturaleza y el Espíritu son de la misma esencia –ambos emanaciones de la causa única- arrastrando la corrupción del espíritu humano la caída de la naturaleza misma. Así, Ricardo Espinosa ha ido reuniendo los fragmentos dispersos del aleph astillado, dándose a la tarea técnica de observar fielmente, con plena objetividad, con médica frialdad incluso, el discurso de la naturaleza en su desorden para luego, a partir de ahí, reconstruir poéticamente su unidad.
   Lo primero que aparece ante la mirada es la desolación de los ruinosos rincones, donde se encuentra perdida la unidad original. Es el registro del estado anormal y violento, agostado o superabundante, en que se encuentra la naturaleza, como un mundo de inconsciente surrealismo o de fantasmales murmullos. Destruida la armonía del origen y de los principios por el pecado y el error de la humanidad que en su deseo de poder e individualidad se separa y escinde del Todo cósmico y en donde se olvida la unidad original, la mística del artista se cifra entonces en buscar sin embargo las huellas y vestigios del alma del mundo para recuperarlos –creando con ello un estado intermedio al tender un puente entre la unidad original y la unidad recuperada, emprendiendo con ello el camino de retorno a la antigua unidad perdida. Percepción, pues, de un proceso de evolución universal en que el hombre empieza por olvidar la unidad del Todo, principio de la vida que se asimila al espíritu y que es lo único que realmente vive, para luego devolver y reintegrar poco a poco la armonía a la naturaleza en la vida universal que liga a todas las existencias individuales. Visión pues del universo sensible en lo que hay en él de significación simbólica y de reflejo, medio luminoso, medio oscurecido, de la realidad suprema. También visión del drama cósmico, en el que, en todas las jerarquías de la creación, se percibe la doble naturaleza de las cosas como lucha y oposición entre tendencias contrarias.
   La fuerza simpática del ritmo cósmico aparece entonces en la naturaleza como una acción inconsciente del alma del mundo, haciéndose consciente en el espíritu humano. Es entonces cuando la obra del artista toca insuflarle nuevamente vida bajo el aspecto creador, bajo la forma de unidad indivisible –pues es el hombre, por su puesto y dignidad en el cosmos, el símbolo y la imagen misma del todo (microcosmos que reúne y refleja al macrocosmos). En efecto, el hombre, por el lugar privilegiado que ocupa en el Todo, tiene que hacerse un mundo, un todo en sí mismo, pues sólo podemos conocer por analogía aquello que llevamos dentro de nosotros mismos –para entonces hacer nacer a Dios dentro de su alma, pues no es tan sólo un microcosmos en sí mismo, sino también un microtheos, por el acto creador que revela la acción divina como un lazo que une, por virtud del pensamiento analógico,  los seres más alejados entre sí en el espacio o en el tiempo.



IV
   Así, el fotógrafo mexicano baja hasta las capas tectónicas más profundas de las obras antiguas de la cultura de México para formar y así poder tocar con la mirada el sentimiento muchas veces confuso, pero también sublime, de lo sagrado. Sentimiento de estar a un tiempo ante algo maravilloso y extraño; sorpresa ante lo ajeno y único, ante lo extraordinario en que, como el vaho bochornoso de la tarde, desfilan lentamente las sobras de las horas y los fantasmas de sombras, donde nos sobrecoge el oscuro sentimiento del horror, pero también el sublime de respeto ante lo desconocido. Cicatriz, muesca psicológica de la que mana todavía un magma de fascinación y embrujo por venir de profanidades muy antiguas y radicalmente otras.
   Mirada abismada en el pasado, es cierto, detenida en santuarios prehispánicos cuyas imágenes y dibujadas creencias nos retan a contemplar simultáneamente el fondo insondable del cosmos y el fondo sin fin de nuestro ser sin fondo.
   En estos pasajes se siente pesadamente la profunda impresión de soledad y aislamiento histórico de las culturas mesoamericanas cuyo horizonte mental no se abrió a otros pueblos, sino al ultramundo de lo sobrenatural.
   Visión, pues, de sus masas rígidas y de sus líneas inflexibles, de sus ángulos rectos e hirientes posados en un espacio vacío. Geometría rigurosa de pirámide y desnudez del espacio en la doble vastedad de la plaza terrestre y celeste. También proyección paradójica de un universo en movimiento que se hecha a andar por medio del sacrificio, por el que el hombre colabora con la tarea de los dioses y así se diviniza. Danza cósmica en la que los hombres imitan  los actos de los dioses y en la que vida no puede ser sino liturgia y rito, pues el mundo es el tablero sobre el que los dioses mueven sus piezas. Así, sobre la plaza o el juego de pelota despoblado el tema del fotógrafo se silencia y revela simultáneamente: son las sombras de los actos de los hombres, las ceremonias que reproducen en la mudes del viento y del pasado el gesto fundamental por el que se edifica el mundo como polémica y guerra de contrarios, como guerra celeste y de los elementos, también como guerra entre los hombres.
   Belleza centrada en la economía de las formas y en la energía de sus proporciones simétricas, pero también de manera sobresaliente estabilizada en su era clásica por su armonía y congruencia con el paisaje circundante. Arquitectura que es pues réplica del mundo natural y visión misteriosa de los orbes sobrenaturales: combate celeste entre el sol y las estrellas y del día frente a la noche -dualidad polémica que mueve el mundo y por la que el sol desfallece para poner al cuerpo en movimiento, combate de cada día para que el sol pueda vencer a la noche y que cada día regresar con la aurora
   Traducción arquitectónica del mundo expresada en el juego de pelota y la pirámide los cuales conjuntamente simbolizan el mapa de su astronomía astrológica y el fundamento cordial y mítico de su filosofía dualista, desplegándose desdoblada en un mundo cuaternario con su eje central. División del tiempo en cuatro edades, del cielo en cuatro dioses, del espacio en cuatro puntos cardinales con su gozne piramidal en el cenit y en el nadir de la estructura: más que pirámide, prisma -donde se pone el sol en movimiento para animar nuestra era y que algún día la destruirá.



V
   El hombre es extranjero en el mundo -estación en la que estamos sólo por un momento como quien está de paso por una estancia para luego de la estadía abandonarla. Por ello en la vieja e inasible infancia todo en la naturaleza asombra y resulta extraño, tanto sus bellezas más diáfanas, níveas y apacibles como sus contingencias, quebradas y peligros. Es por ello que la belleza del entorno y del paisaje natural que nos envuelve y rodea por todas partes con los años se trasmuta en una emoción cordial desconocida para la edad pueril. En efecto, vivir en un mundo donde el rigor solar del estío calcina las rocas y enrojece con bochorno la mirada y sus deseos, mueven en la infancia a una contemplación de extrañeza. El alma responde entonces arraigando en el recuerdo las imágenes más caras o cariñosas, más carnales y amigas, con que diariamente convivimos y co-sentimos, engalanando así con escenas sentimentales el paisaje lugareño no menos que dándole un foro teatral al drama interior del hombre. Por virtud de la maravilla inútil de la revelación analógica, el ser humano inevitablemente va trazando en su corazón las huellas emocionales y las cicatrices simbólicas de ese camino serpeante que es la vida, tomando su modelo del paisaje concreto exterior, con el que hemos sufrido y con-crecido,  dando de esta forma al mundo y al paisaje natural un giro en cuya consonancia se vuelve también realidad íntima y es humanizado, es verdad, a la vez que arraiga en el paisaje la mirada y hacerlo va “mundanizando” al alma. Es por ello que sólo en la edad madura el hombre, al observar la naturaleza geográfica en la que se ha desarrollado su vida, identifica interiormente en el paisaje sus zonas de verdura y sus viñas, las cañadas, los obstáculos y las zonas truncas, pues en sus imágenes resuena el pulso y la sensibilidad sentimental de su alma toda, incardinándose entonces con el Alma del Mundo que todo lo penetra en su girar de astros y de esporas. El dolorido cantar del corazón del hombre en su viaje por el mundo exterior se revela entonces como símbolo, como aspecto interior, como alacena y solar de nuestra casa interna.
   Ricardo Espinosa en su obra poética no ha hecho otra cosa que redescubrir en la naturaleza misma aquello que despierta en el fondo del alma la vida sentimental y la emoción de una semejanza sagrada. Alejándose muchas veces de la vida meramente consciente y su lenguaje discursivo, el artista ha entrado así en el camino para despertar los gérmenes adormecidos de las imágenes prístinas y de las moles primigenias y en su movimiento, semejante a la evidencia del sueño lúcido, ha cultivado entonces las pautas y notas que la naturaleza misma le ha dictado en el silencio de la escucha o en el murmullo sordo del viento. Así, el arte como deseo creador, que está más allá de las funciones biológicas y muchas veces en contienda con el mundo e insatisfecho del sentido de mortalidad individual, se revela en el arte del fotógrafo Espinosa como amor por el mundo primordial real. 
   Viaje pues al reino interior que es también una aventura de exploración por el mundo que sigue, intuitivamente y a su manera, el camino de la peregrinación al guiarse por los símbolos mismos que la vida le ha mostrado en su despliegue. De tal manera Ricardo Espinosa, seducido por un conjunto de símbolos elementales, repetidamente se detiene en una serie de pasajes y de umbrales cargados de sacralidad y que invitan por tanto a atravesarlos para alcanzar otra cosa, para tocar a un más allá de la mirada. Innegable el valor dinámico y psicológico de sus imágenes, pues las aperturas que permiten entrar y salir se presentan simultáneamente como estancias de concentración espiritual y a la vez como pasajes de un reino profano a otro cargado de sacralidad en los que se recrea la experiencia de entrada, por la puerta níveas de marfil y de cuerno por la que pasan las nubes o los mensajes de los dioses o por la puerta del sueño de los muertos, a una estancia de iniciación simbólica en donde se da una liberación de la condición del ser individual o un más allá de la condición de criatura separada para entrar en una relación más cercana con la totalidad del cosmos o de la vida. Así, como si al cruzar un umbral colonial tocáramos el esplendor frugal del Arco del Sol, pasando por el ojo de una aguja a la nívea redondez de nieve y de brocado que en silueta  la lámpara dibuja para adquirir el valor chinesco del blando satélite alado –reminiscencia de la diafanidad que hay en la luz de Luna y sus fuerzas fecundantes de atracción.
   La puerta aparece entonces a su paso como un lugar de tránsito entre dos estados: de lo conocido que va hacia lo desconocido; o entre dos mundos: el reino de la necesidad que nos ata en sus tinieblas vedando el paso al mundo de la luz y sus tesoros. El umbral que abre la puerta, en efecto, se abre a un misterio: al propio santuario interior, al tesoro que se encierra en el corazón del hombre o al centro del mundo. Es también una imagen del ritmo cósmico y sus ciclos de cierre-apertura y de expansión-regeneración: la puerta cerrada de la tierra que de pronto deja entrever la puerta abierta del cielo.
   En sus imágenes se encuentra también un componente irónico de carácter surrealista: pues si en la ciudad se edifican rascacielos cubiertos totalmente de ventanas que solo reflejan la exterioridad... y que no tienen ventanas, las construcciones abandonadas o lejanas que rescata la mirada del artista frecuentemente nos lleva por secretos corredores que la memoria acosa de cuyos umbrales se han desquiciado las puertas: espejos arrancados de sus marcos cual interioridades equívocas o deshabitadas. Los goznes volados que darían su ancla al hombre interior y la hoja ausente de la puerta, hecha para distinguir los ámbitos, para separar los espacios o para  detener a los espíritus indignos o a su mácula,  dan acceso al viento maniático que todo lo confunde o  a la barahúnda del movimiento exterior y sus deportaciones. Atravesar una puerta, en efecto, es un cambio de nivel, de medio, de vida: la posibilidad de acceso a una realidad superior. La puerta secreta evocada por el espíritu de las iglesias lo mismo que por la actitud estética es entonces la que nos da acceso a la revelación interior en que se reflejan las armonías del universo... o la belleza de la obra consumada (Cristo como la verdadera puerta).
   La puerta aparece también entonces como un nicho o como la caverna del mundo y su laberinto de apariencias que son fantasmas que son sombras en que no hay nada, donde no pasa nada y donde no hay nada que hacer. Puertas que dan al vacío de ninguna parte; puertas sin puerta que no van a sitio alguno o que se cierran y vedan el camino como las trancas de un corral o nos confunden al igual que los ensortijados paredones del castillo enigmático del rey de Minos –a las que habría Que sumar las puertas de la muerte que dan acceso al abismo terrible, precipitando la mirada a “nada”, que es la espera de la angustia  ciega o que no ve salida por parte alguna por la caída en la falta de espíritu. Porque la puerta es presencia o ausencia, llamada o defensa, perspectiva o plano ciego, inocencia o falta y transgresión.



VI
   De tal manera el tema indirecto de la muestra es el de la ruina: el del momento negativo de la modernidad abandonada al capricho y en pugna con la tradición, decrepitud pues  simbolizada por la quiebra conceptual de la razón crítica que en su orgulloso abandono y ridiculización de los lenguajes metafóricos y metafísicos acabó siendo tan sólo una mística más -marcadamente cínica y de caráter a todas luces inferior. Así se abre a la mirada el velado abismo de la ruptura, producto del racionalismo moderno y su tecnicismo, pero también la recuperación de una tradición tan antigua como el hombre: la visión del universo como un sistema analógico de correspondencias y la creencia en el arte real o la poesía como un doble del cosmos.
   Ruptura, es verdad, con lo que nos une al pasado, interrupción de las formas que aseguran la continuidad entre una generación y otra y por lo tanto quebranto de la tradición. Exaltación del tiempo histórico y de la pura actualidad, de lo que se deriva la estética de la novedad y la sorpresa que se refugia sin saberlo en lo heterogéneo pero también en lo excéntrico, avalado por lo que en ellos hay de existencia irrefutable, es verdad, pero en los que frecuentemente no se tiene más que el espectáculo romano del circo destructivo o infernal que es el vacío. Porque la exaltación de la bestia cupidísima rerum novarum al hacer su emblema del asombro y de lo inesperado no puede conducir sus pasos sino cortar un trigo que a la vez que la alimenta es su veneno y a las manos de su técnica a vaciarlas en un automatismo conducente a una modalidad más de la autodestrucción creadora, que en su rápido desgaste y precoz senilidad sólo puede reconocerse en la distancia. Pero oxigenarse al contemporizar con los productos arcaicos y el arte de las civilizaciones lejanas a la vez que es negación de la repetición del ayer y afirmación paradójica del ahora tampoco llega a ser la playa conquistada del futuro, sino la pirueta o el garabato que hace del tiempo rectilíneo de la historia un tejido irregular, fragmentario y discontinuo cuya única regla es el cambio interpretado como movimiento y estado –inercia, pues, que sólo se reconoce en la convulsión, en la excitación que es la desmesura, la variación sinfín y la excepción, logrando con ello, empero, la pírrica victoria de uniformar la excentricidad y acelerar el tiempo histórico, no de los sentimientos más altos, sino de la sensualidad que salta al abismo o cae vertiginosamente por la pendiente de la montaña rusa. 
   Paseo, pues, por los territorios  que el viento erosivo de lo insignificante asola, pero que a la vez pone de manifiesto la dualidad esencial de todo lo viviente: el hecho de que cada cosa creada lleva en sí misma el germen de su propia destrucción (in media vita in morte sumus). La muerte, en efecto, se infiltra en el corazón de la vida para dar cuenta de la alternancia integración-desintegración. La ruptura de la tradición indica, es cierto, el momento negativo de la modernidad -que es el suelo, la condición de posibilidad, del renacimiento y la regeneración. Porque las imágenes de la ruina arrojadas con desprecio fuera del centro despótico de la modernidad proponen también al hombre la tarea, el reto psicológico, de dominar y controlar esa ruptura, ese accidente y esa desgracia, accediendo con ello a otro nivel de la existencia y dando así lugar a la reconstrucción de los símbolos de la ceración, a la restauración de las formas y la vuelta a sus límites. 
   Habitaciones sin cabeza detenidas donde no habita nadie. Puertas que no van a sitio alguno. Hileras de hirsutos magueyes cargadas de aguamiel y espinas que fluyen y refluyen como olas que recuerdan antiquísimas disposiciones defensivas de guerras y batallas. Órganos de dimensiones de Titanes tercamente tallados por el viento cual menhires de algún antiguo culto Celta que son los enormes falos o los juguetes de Dionisos que se reproducen y fertilizan a sí mismos para detener el paso a los demonios del desierto y de la muerte. Chaparrales de huisaches, de nopales, de zacates vigilados por las enhiestas yucas. Idilio de dos barcas que se siguen, besadas por las olas diminutas de algún lago, para atracar conjuntas en el sitio de la cita. La estampa del camión exhausto del viaje, sin viajeros y sin meta, cuya ruta infatigable Jojutla-Zacaterpec encalla en una desgreñada zacatera en alguna inmediación de Chalchihuites. La esbelta bicicleta que descansa distraída en el rincón para convivir distraídamente con tubos eléctricos y escobas. Bosques donde se ausenta el mundo como un santuario de refugio y protección y que forman arcos vegetales y flores petrificadas donde se entretejen las sombras cronológicas. Frontones de piedra hechos con el rechinido de las mandíbulas y los “ayes” de los cráneos astillados. El corazón de piedra del mar, que vuelve a ser la ensoñante “Isla de la Calavera” que alguna vez soñara Wendy con el conejo lácteo de la Luna. O el espejo de agua imantado por el espejo más claro, rosado en sus secos belfos  de desierto por el Verbo y custodiado en el peñón por un cuadro de lanzas solitarias. Y la eterna cruz definitiva sosteniendo los cables telegráficos y los cerros pelones coronados hoy por los tres árboles.
   Objetos de culto abandonados al ensueño de los días sin memoria. Laberinto de las formas; pasadizos sin fin de la memoria que dan cuenta de una condición exclusiva del hombre: el deseo de estar en el corazón del mundo, de recobrar la condición de antes de la caída viviendo entre las formas trascendentes y comunicándose directamente con los arquetipos y esplendores. Cascos derruidos, habitaciones desoladas donde la anulación de las fronteras da lugar a la confusión de todas las modalidades. También mostración del intervalo paradójico entre dos tiempos en pugna o entre dos cosmos enfrentados en donde se comunican las formas realizadas con lo preformal y larvario lo mismo que con las ausencias fantasmales del submundo.
     Peregrinación pues, que al visitar los lugares sagrados, consagrados o profanados se sumerge en un espacio radicalmente “otro”, hasta hacer indistinguible la obra humana de la de la naturaleza o la del tiempo. Paisaje cambiante de regia suntuosidad y a la vez de noble frugalidad cuyas vistas de caleidoscopio muestran los caprichos y frutos del jardín en la esencialidad de su despliegue como idéntica a sí misma ante la mano poderosa y que sin embargo no es la misma por la postura del ojo que la mira.
   El universo de un pueblo obedece a la imagen de su espíritu. En el paisaje mexicano el fotógrafo nacional ha descubriendo las huellas de un tiempo sólido, vislumbrando también un espacio fluido que transcurre y dura. Estructura, pues, de un tiempo fijo y de un espacio cronométrico donde se muestra, gracias a sus imágenes fotográficas, la difícil majestuosidad de la naturaleza patria en toda su extrañeza de lejana paciencia y reflexión estática.
   Así, el clima o la atmósfera buscados por el experimentado fotógrafo son los que se guían por esa sensación mística de contigüidad del tiempo y de unidad en el espacio, para encontrar en el espacio fluido y en el teatro del tiempo una extensión pura y una memoria temporal de la que da un prodigioso testimonio, haciéndonos ver en el camino que la verdadera peregrinación espiritual está no en el desplazarse a los lugares sagrados (cuyo rito no es más que un símbolo externo de la fe), sino en el corazón del hombre, en su acción y voluntad libre –que es donde se encuentra el verdadero centro y el camino de salvación.



VII
   El camino misterioso va hacia el interior, pues dentro de nosotros mismos esta el universo y la eternidad con su mundo de mundos -hallándose, reversiblemente el misterio de la naturaleza en su totalidad cifrado en la forma humana, pues en el organismo físico del hombre, en su forma misma, se encuentra el punto de perfección con que culmina el proceso evolutivo. En efecto, el mundo exterior no es sino un aspecto de nuestro ser interior, por lo que sus imágenes reverberan y repercuten dentro de cada uno de nosotros obedeciendo al diálogo que entonces se desarrolla con la Totalidad. El hombre que existe como individuo y criatura separada es sin embargo el espejo más claro del Universo y del Alma Universal –y que por el hombre llega a la conciencia, que se conoce a sí misma en su imagen, que es el alma humana. Empero, al perder el hombre la pureza de su imagen divina, ha olvidado también la conciencia que tuvo alguna vez los esplendores y arquetipos del paraíso primigenio, contaminado su mirada y enturbiándola, sin poder leer el claro discurso simbólico de  los origines y arrastrando en su caída a la naturaleza entera. Por ello es que al escuchar su voz interior y sumergirse en el camino hacia sí mismo, guiado por las imágenes de la vida que despiertan en él el sentimiento estético, el hombre imita también a la creación, siendo por ello la potencia poética del arte la destinada a reintegrar todas las cosas en una unidad superior y en la que el hombre pueda salvarse a sí mismo a la vez que redime a la Naturaleza.
    Así, el arte es visto así por Ricardo Espinosa como lo que realmente es en su esencia: un espejo del cosmos. También por tanto como el culto que preside la Armonía en que bajo mil formas se refleja lo divino. Prefiguración, es verdad, de una futura edad de oro que por nostalgia del paraíso perdido prepara una cultura universal de carácter planetario regida por la relación de universal simpatía que rige a todas las manifestaciones de la vida, cuya idéntica esencia reúne a todos los seres particulares en el concierto universal a la manera de un ser viviente dotado de alma. Recomienzo también del dato primitivo de la unidad divina, de cuya medida y proporción estamos escindidos y de cuya exclusión no nos recuperaremos nunca hasta que nos atrevamos a volver. Lección también del lento proceso de evolución individual y cósmica que de pronto muestra en sus fisuras del tiempo o del espacio los caminos de retorno a la unidad perdida debido al estado angustioso del espíritu humano y al violento y anormal en que actualmente se encuentra la naturaleza.

   Porque de lo que nos hablan las imágenes de Ricardo Espinosa es de un hecho vertebral de la modernidad: que el pacto primordial entre la naturaleza y el hombre se ha rescindido, pues hoy la majestuosidad de la naturaleza y su ternura, espejo y reflejo del Creador, aparece como un poema desordenado y fragmentado –dramáticamente reflejada por el lente del fotógrafo en el abandono y fetichización del campo nacional. Por ello mismo la obra del artista se grava ahora con una luz reflexiva que nos invita ahora a reflexionar también sobre las dimensiones de la ruina y sobre el orden en que la mano humana colabora en la composición del paisaje –para intentar así, otra vez pero ahora a escala planetaria, volver a dialogar con ella, no según los dictados de la mano mercenaria, sino de acuerdo a las dimensiones sin fin de la mirada humana.



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