Ricardo Espinosa: El Paisaje y el Reino Interior
Por Alberto Espinosa orozco
“Cada árbol, cada hoja
tiene un mismo cantar
y una misma nota anima
a cada una de las gotas del mar.”
Rubén Darío
I
El paisaje de la naturaleza es al hombre maduro lo que la infancia es a
la nostalgia: aquello que sentimos como lo más nuestro, que camina junto con
nosotros, que está siempre atado a nuestras plantas, indisociable como nuestra
sombra o que se prodiga al modo de una aura de luz para iluminar la intimidad y
que determina la perspectiva personal; es decir, como aquello a lo que
pertenecemos. En las fotografías del artista plástico Ricardo Espinosa se
siente inmediatamente la mezcla de esas dos presencias, donde se funde la
nostalgia de la infancia, de la pureza de la visión y del deseo, con el arraigo
y la querencia al paisaje de la naturaleza mexicana concreta, con la que el
artista ha crecido, junto con el que ha con-crecido paralelamente a la
historicidad y al paso infatigable del tiempo.
Así, sus imágenes del paisaje natural -con
su cielo y sus campos, sus montañas y ríos y sus bosques, con sus mares y
vientos no menos que con los vestigios o testimonios de las edificaciones
humanas, humildes o augustas, entrañan una doble recuperación de la memoria.
Por un lado, la recuperación de un tiempo virgen e impoluto, de una visión
privilegiada ante la que se manifiesta el espíritu invisible del altísimo cielo
en la visibilidad de la materia y con el que quisiera reconciliarse; por el
otro y simultáneamente, la fijación del sentimiento de la temporalidad, de la
vivencia histórica y de familiaridad con que el paisaje ha enraizado en la
mirada, para darnos con ello cartas de identidad y de pertenencia a un mundo habitable –también, por tanto, para interrogarse y al
hacerlo interrogarnos: para decirnos, para hacernos ver por virtud de la mirada
quienes, como comunidad y cultura, finalmente somos, pero también para ver a
donde pertenece la mirada que ha mirado así y que al contemplar y al mirarnos
se contempla.
En efecto, el fotógrafo mexicano se ha
buscado antes que en el reflejo desmayado de Narciso, en el camino, que para él
ha tomado la forma sinfónica y extraordinaria del paisaje nacional. Y lo que ha
encontrado entonces en su viaje, debido a la objetividad de sus visiones
-algunas veces de analítica frialdad, otras de rigurosa síntesis que procede
por despojamientos-, es algo que de alguna manera nos atañe y nos concierne a
todos: la visión fascinante y muchas veces dolorida de la patria en tanto
realidad geográfica. Porque en medio del campo mexicano y surcando la
multiplicidad de sus veredas, desiertos y verduras el artista ha encontrado
incardinas a la voluntad humana y a su afán constructivo, reflejo fiel de sus
modos de vida y visión del mundo, la constante de la Naturaleza y su voluntad
de resistencia y de vida, cuyo espíritu no se cifra en términos de progreso o
de construcción definitiva, sino de ritmos y ciclos, de concentrada permanencia
y de expansivo aire festivo; de nacimiento, crecimiento y decadencia, es
verdad, pero también de ritmo y regeneración.
II
Todos los pueblos del mundo han visto,
además de la significación física del mundo, otra moral. A pesar de los empeños
del crudo materialismo, todas las filosofías restantes concuerdan en que lo más
importante de la existencia toda estriba en la carga moral de las acciones
humanas, las cuales se reflejan inevitablemente sobre el mundo natural. La
labor estética de Ricardo Espinosa como paisajista ha sido entonces observar la
conexión entre el orden físico del mundo -con su constante fuerza y sus eternas
leyes naturales que dan consistencia al mundo-, y el orden moral -con la
voluntad de formar y el fuego vivo que alimentan el pecho del hombre. Así, en
sus imágenes se filtra una concepción del mundo todo donde aparece (como en
Schopenhauer), la raíz de la Naturaleza toda y la realidad de toda existencia
cifrada en la voluntad, en el deseo que es querer activo. Por ello el artista
contempla a la naturaleza en lo que tiene de desarrollo dramático y de discurso
simbólico. Sus imágenes así nos revelan la analogía esencial entre el mundo y
el hombre, pues Naturaleza y Espíritu son de la misma esencia. Porque, después
de todo, la Creación visible (el Universo sensible) tiene, al igual que nuestro
cuerpo, una significación y un valor simbólico –simbolismo que es inherente a
las cosas mismas y a todo el universo creado, por lo que sus manifestaciones
son cada una de ellas y en su conjunto alusiones al Único.
En efecto, la naturaleza prevalece en las
rotundas composiciones del artista con una nota de “simbolismo voluntarista”,
donde se expresa la identidad que hay entre la fuerza que opera en la
naturaleza y la voluntad residente en el corazón del hombre. Así, los grandes
procesos de atracción, de fertilidad y crecimiento, de expansión y apertura o
de cierre y regeneración que hay en el movimiento psíquico del universo son
observados por el artista afectados no sólo por los rigores de la temporalidad,
que en su fluir inventa para luego devorar sus invenciones, sino por el
horrible poder y la monstruosa corrupción donde se entreteje la existencia del
mal con la creación del mundo. La búsqueda del artista se cifra entonces en
recorrer el camino fielmente para descubrir, en sus manifestaciones sensibles
más deslumbrantes o en aquellas otras cargadas de sacralidad o de ominosa desolación, la razón
interna ordenadora del mundo, el principio inmanente de todas las cosas, para
participar entonces del Alma del Mundo que todo lo penetra –pues es justamente
ahí, en el punto de intersección entre el alma del hombre y la vida de la
naturaleza, donde es posible la redención del Mundo y de su dolor.
Lo eterno, que todo el tiempo tiene historia, se presenta entonces ante
la mirada del artista como un fundamento: como una isla de roca sólida rodeada
por un brumoso mar, donde igual asecha la indistinción que la ruptura, la
pérdida de las orientaciones que la corrupción y las tinieblas exteriores -pero
a la vez ese ambiguo caldo en formación, esa bruma que igual aparece como nube
plácida o acogedora placenta que como vagarosa turbiedad amenazante nos dice
también algo sobre su relación con el entorno.
Las fotografías de Espinosa empiezan su
camino por despertar la sensibilidad al sentido moral de la naturaleza misma
como un ser vivo y dotado de espíritu, trabando entonces relación con esa
fuerza interna presente en la naturaleza toda que todo lo comunica por atajos
analógicos y ritmos diversos como una inteligencia diferente al pensar del
hombre, conviviendo con el Alma Cósmica de reojo y a través de sus
manifestaciones más poderosas, y detectando a partir de ahí sus fases risueñas
y rubicundas no menos que la sintomatología de su dolor y su pena, para
intentar luego comulgar también con ella. Tentativa romántica, es cierto, de
imaginar el Universo como vivo e intentar pensar desde dentro de él. También
percepción de la relación profunda de carácter metafísico en donde el arte
comienza por imitar a la naturaleza en términos de armonía, composición y
resonancia analógica, para luego y reversiblemente ser imitado por ella; en
efecto, la naturaleza replica al arte y a la técnica, y los imita, llevando
frecuentemente en ella las huellas y vestigios lacerantes de la técnica moderna
cifrada bajo la forma de la explotación y la dominación despótica de sus
recursos o del abstraccionismo expresando en el frío espejo de sus muecas y
estertores el signo periférico de nuestra edad como un viento de pesada
vacuidad y maniático acosmismo. Empero
el momento buscado por la fotografía de Ricardo Espinosa es el de otro tiempo;
el tiempo recuperado por un eterno ahora, siempre en un más antes, que tiene
que atravesar el drama de la historia, de la hojarasca de su conciencia refleja
y de sus ruinas, para llevarnos a un más allá aún de la memoria.
III
Crecer con un paisaje implica ir modelando
paralelamente un paisaje interior en el alma, es ir consolidando un mundo de
resonancias magnéticas, de relaciones y creencias afectivas y simbólicas en que
consiste el foro donde nuestra vida realiza su danza en el tiempo para después,
como la danza, evaporarse. Sin embargo, el paisaje, como las obras de la
memoria, perdura, indiferente al devenir histórico y al tiempo rectilíneo de
los hombres.
El artista contempla el gran espectáculo de
la naturaleza y fija en sus imágenes instantáneas la grandeza, pero también el
abandono y la desolación del campo mexicano. Porque en sus composiciones hay
una doble mirada: por un lado aquella que observa la ruda materialidad de la
naturaleza y su desgaste y erosión por la malignidad del viento abrasivo y el
rudo batallar del tiempo, queriendo significar así el hecho simbólico e
inconcuso de que la materia nació de la caída del hombre (tesis); y la otra
visión para la cual es en esa materialidad misma donde el hombre puede detener
la carrera hacia el abismo y tener un mundo donde redimirse –donde hacer, pues,
una casa habitable, pues mundo precisamente significa belleza, armonía, morada:
orden (antítesis). Se trata también, paralelamente, de la noche de la mirada
interior: de un descenso a los infiernos donde se abre el camino a la
reconciliación con el ser profundo, con la esencia de la naturaleza y del
hombre - porque la falta está en nosotros y fuera de nosotros (síntesis).
El campo mexicano aparece entonces como
un espacio excéntrico y desequilibrado
frente a la potencia devoradora de la metrópoli rectora donde se ha abandonado
el sentimiento de la naturaleza a favor de lo meramente artificial y donde el
mismo mundo espiritual de la cultura sufre los efectos devastadores de la
ferocidad de la máquina y del vértigo acelerado de la mercancía, extrapolándose
así sus analogías al descuidado cultivo del campo, que se revela en su
crecimiento desordenado y en la pululación del mal y el abandono. Así, la
mirada de reojo del artista a la modernidad triunfante aparece no en su centro,
no en el “progreso” materialista o en la voluntad de acumulación, en el cáncer
de la posesión y la lepra del poderío que se valen de la máquina o de la magia
para que la voluntad sea más prontamente eficaz con el corrupto motivo del
dominio que intimida o reprime otras voluntades, sino en sus efectos mas
exteriores y periféricos de su abismo devorador. La naturaleza y su paisaje
aparecen entonces frecuentemente no en lo que tiene de jardín gratificante o de
fuente de luz edificante y fértil sino bajo el espectro de la espantable
lección del paraíso perdido. Así, el tema oculto en la obra del artista no es
otro que el de la redención del mundo y de su dolor y el del camino para
recobrar la salud, que debe partir del corazón del hombre.
En efecto, la realidad de la caída del
hombre en el mundo implica también una caída del mundo. Mundo hundido en la
porosidad del pecado y en la petrificación de la pena, afectado también por la
corrupción y la muerte, que toca a todo lo creado. Porque la Naturaleza y el
Espíritu son de la misma esencia –ambos emanaciones de la causa única-
arrastrando la corrupción del espíritu humano la caída de la naturaleza misma.
Así, Ricardo Espinosa ha ido reuniendo los fragmentos dispersos del aleph astillado, dándose a la tarea
técnica de observar fielmente, con plena objetividad, con médica frialdad
incluso, el discurso de la naturaleza en su desorden para luego, a partir de
ahí, reconstruir poéticamente su unidad.
Lo primero que aparece ante la mirada es la
desolación de los ruinosos rincones, donde se encuentra perdida la unidad
original. Es el registro del estado anormal y violento, agostado o
superabundante, en que se encuentra la naturaleza, como un mundo de
inconsciente surrealismo o de fantasmales murmullos. Destruida la armonía del
origen y de los principios por el pecado y el error de la humanidad que en su
deseo de poder e individualidad se separa y escinde del Todo cósmico y en donde
se olvida la unidad original, la mística del artista se cifra entonces en
buscar sin embargo las huellas y vestigios del alma del mundo para recuperarlos
–creando con ello un estado intermedio al tender un puente entre la unidad
original y la unidad recuperada, emprendiendo con ello el camino de retorno a
la antigua unidad perdida. Percepción, pues, de un proceso de evolución
universal en que el hombre empieza por olvidar la unidad del Todo, principio de
la vida que se asimila al espíritu y que es lo único que realmente vive, para
luego devolver y reintegrar poco a poco la armonía a la naturaleza en la vida
universal que liga a todas las existencias individuales. Visión pues del
universo sensible en lo que hay en él de significación simbólica y de reflejo,
medio luminoso, medio oscurecido, de la realidad suprema. También visión del
drama cósmico, en el que, en todas las jerarquías de la creación, se percibe la
doble naturaleza de las cosas como lucha y oposición entre tendencias contrarias.
La fuerza simpática del ritmo cósmico
aparece entonces en la naturaleza como una acción inconsciente del alma del
mundo, haciéndose consciente en el espíritu humano. Es entonces cuando la obra
del artista toca insuflarle nuevamente vida bajo el aspecto creador, bajo la
forma de unidad indivisible –pues es el hombre, por su puesto y dignidad en el
cosmos, el símbolo y la imagen misma del todo (microcosmos que reúne y refleja
al macrocosmos). En efecto, el hombre, por el lugar privilegiado que ocupa en
el Todo, tiene que hacerse un mundo, un todo en sí mismo, pues sólo podemos
conocer por analogía aquello que llevamos dentro de nosotros mismos –para
entonces hacer nacer a Dios dentro de su alma, pues no es tan sólo un
microcosmos en sí mismo, sino también un microtheos, por el acto creador que
revela la acción divina como un lazo que une, por virtud del pensamiento
analógico, los seres más alejados entre
sí en el espacio o en el tiempo.
IV
Así, el fotógrafo mexicano baja hasta las
capas tectónicas más profundas de las obras antiguas de la cultura de México
para formar y así poder tocar con la mirada el sentimiento muchas veces
confuso, pero también sublime, de lo sagrado. Sentimiento de estar a un tiempo
ante algo maravilloso y extraño; sorpresa ante lo ajeno y único, ante lo
extraordinario en que, como el vaho bochornoso de la tarde, desfilan lentamente
las sobras de las horas y los fantasmas de sombras, donde nos sobrecoge el
oscuro sentimiento del horror, pero también el sublime de respeto ante lo
desconocido. Cicatriz, muesca psicológica de la que mana todavía un magma de
fascinación y embrujo por venir de profanidades muy antiguas y radicalmente
otras.
Mirada abismada en el pasado, es cierto,
detenida en santuarios prehispánicos cuyas imágenes y dibujadas creencias nos
retan a contemplar simultáneamente el fondo insondable del cosmos y el fondo
sin fin de nuestro ser sin fondo.
En estos pasajes se siente pesadamente la
profunda impresión de soledad y aislamiento histórico de las culturas
mesoamericanas cuyo horizonte mental no se abrió a otros pueblos, sino al
ultramundo de lo sobrenatural.
Visión, pues, de sus masas rígidas y de sus
líneas inflexibles, de sus ángulos rectos e hirientes posados en un espacio
vacío. Geometría rigurosa de pirámide y desnudez del espacio en la doble
vastedad de la plaza terrestre y celeste. También proyección paradójica de un
universo en movimiento que se hecha a andar por medio del sacrificio, por el
que el hombre colabora con la tarea de los dioses y así se diviniza. Danza
cósmica en la que los hombres imitan los
actos de los dioses y en la que vida no puede ser sino liturgia y rito, pues el
mundo es el tablero sobre el que los dioses mueven sus piezas. Así, sobre la
plaza o el juego de pelota despoblado el tema del fotógrafo se silencia y
revela simultáneamente: son las sombras de los actos de los hombres, las
ceremonias que reproducen en la mudes del viento y del pasado el gesto
fundamental por el que se edifica el mundo como polémica y guerra de contrarios,
como guerra celeste y de los elementos, también como guerra entre los hombres.
Belleza centrada en la economía de las
formas y en la energía de sus proporciones simétricas, pero también de manera
sobresaliente estabilizada en su era clásica por su armonía y congruencia con
el paisaje circundante. Arquitectura que es pues réplica del mundo natural y
visión misteriosa de los orbes sobrenaturales: combate celeste entre el sol y
las estrellas y del día frente a la noche -dualidad polémica que mueve el mundo
y por la que el sol desfallece para poner al cuerpo en movimiento, combate de
cada día para que el sol pueda vencer a la noche y que cada día regresar con la
aurora
Traducción arquitectónica del mundo
expresada en el juego de pelota y la pirámide los cuales conjuntamente
simbolizan el mapa de su astronomía astrológica y el fundamento cordial y
mítico de su filosofía dualista, desplegándose desdoblada en un mundo
cuaternario con su eje central. División del tiempo en cuatro edades, del cielo
en cuatro dioses, del espacio en cuatro puntos cardinales con su gozne
piramidal en el cenit y en el nadir de la estructura: más que pirámide, prisma
-donde se pone el sol en movimiento para animar nuestra era y que algún día la
destruirá.
V
El
hombre es extranjero en el mundo -estación en la que estamos sólo por un
momento como quien está de paso por una estancia para luego de la estadía
abandonarla. Por ello en la vieja e inasible infancia todo en la naturaleza
asombra y resulta extraño, tanto sus bellezas más diáfanas, níveas y apacibles
como sus contingencias, quebradas y peligros. Es por ello que la belleza del
entorno y del paisaje natural que nos envuelve y rodea por todas partes con los
años se trasmuta en una emoción cordial desconocida para la edad pueril. En
efecto, vivir en un mundo donde el rigor solar del estío calcina las rocas y
enrojece con bochorno la mirada y sus deseos, mueven en la infancia a una
contemplación de extrañeza. El alma responde entonces arraigando en el recuerdo
las imágenes más caras o cariñosas, más carnales y amigas, con que diariamente
convivimos y co-sentimos, engalanando así con escenas sentimentales el paisaje
lugareño no menos que dándole un foro teatral al drama interior del hombre. Por
virtud de la maravilla inútil de la revelación analógica, el ser humano
inevitablemente va trazando en su corazón las huellas emocionales y las
cicatrices simbólicas de ese camino serpeante que es la vida, tomando su modelo
del paisaje concreto exterior, con el que hemos sufrido y con-crecido, dando de esta forma al mundo y al paisaje
natural un giro en cuya consonancia se vuelve también realidad íntima y es
humanizado, es verdad, a la vez que arraiga en el paisaje la mirada y hacerlo
va “mundanizando” al alma. Es por ello que sólo en la edad madura el hombre, al
observar la naturaleza geográfica en la que se ha desarrollado su vida,
identifica interiormente en el paisaje sus zonas de verdura y sus viñas, las
cañadas, los obstáculos y las zonas truncas, pues en sus imágenes resuena el
pulso y la sensibilidad sentimental de su alma toda, incardinándose entonces
con el Alma del Mundo que todo lo penetra en su girar de astros y de esporas.
El dolorido cantar del corazón del hombre en su viaje por el mundo exterior se
revela entonces como símbolo, como aspecto interior, como alacena y solar de
nuestra casa interna.
Ricardo Espinosa en su obra poética no ha
hecho otra cosa que redescubrir en la naturaleza misma aquello que despierta en
el fondo del alma la vida sentimental y la emoción de una semejanza sagrada.
Alejándose muchas veces de la vida meramente consciente y su lenguaje
discursivo, el artista ha entrado así en el camino para despertar los gérmenes
adormecidos de las imágenes prístinas y de las moles primigenias y en su
movimiento, semejante a la evidencia del sueño lúcido, ha cultivado entonces
las pautas y notas que la naturaleza misma le ha dictado en el silencio de la
escucha o en el murmullo sordo del viento. Así, el arte como deseo creador, que
está más allá de las funciones biológicas y muchas veces en contienda con el
mundo e insatisfecho del sentido de mortalidad individual, se revela en el arte
del fotógrafo Espinosa como amor por el mundo primordial real.
Viaje pues al reino interior que es también
una aventura de exploración por el mundo que sigue, intuitivamente y a su
manera, el camino de la peregrinación al guiarse por los símbolos mismos que la
vida le ha mostrado en su despliegue. De tal manera Ricardo Espinosa, seducido
por un conjunto de símbolos elementales, repetidamente se detiene en una serie
de pasajes y de umbrales cargados de sacralidad y que invitan por tanto a
atravesarlos para alcanzar otra cosa, para tocar a un más allá de la mirada.
Innegable el valor dinámico y psicológico de sus imágenes, pues las aperturas
que permiten entrar y salir se presentan simultáneamente como estancias de
concentración espiritual y a la vez como pasajes de un reino profano a otro
cargado de sacralidad en los que se recrea la experiencia de entrada, por la
puerta níveas de marfil y de cuerno por la que pasan las nubes o los mensajes
de los dioses o por la puerta del sueño de los muertos, a una estancia de
iniciación simbólica en donde se da una liberación de la condición del ser
individual o un más allá de la condición de criatura separada para entrar en
una relación más cercana con la totalidad del cosmos o de la vida. Así, como si
al cruzar un umbral colonial tocáramos el esplendor frugal del Arco del Sol,
pasando por el ojo de una aguja a la nívea redondez de nieve y de brocado que
en silueta la lámpara dibuja para
adquirir el valor chinesco del blando satélite alado –reminiscencia de la
diafanidad que hay en la luz de Luna y sus fuerzas fecundantes de atracción.
La puerta aparece entonces a su paso como un
lugar de tránsito entre dos estados: de lo conocido que va hacia lo
desconocido; o entre dos mundos: el reino de la necesidad que nos ata en sus
tinieblas vedando el paso al mundo de la luz y sus tesoros. El umbral que abre
la puerta, en efecto, se abre a un misterio: al propio santuario interior, al
tesoro que se encierra en el corazón del hombre o al centro del mundo. Es
también una imagen del ritmo cósmico y sus ciclos de cierre-apertura y de
expansión-regeneración: la puerta cerrada de la tierra que de pronto deja
entrever la puerta abierta del cielo.
En sus imágenes se encuentra también un
componente irónico de carácter surrealista: pues si en la ciudad se edifican
rascacielos cubiertos totalmente de ventanas que solo reflejan la
exterioridad... y que no tienen ventanas, las construcciones abandonadas o
lejanas que rescata la mirada del artista frecuentemente nos lleva por secretos
corredores que la memoria acosa de cuyos umbrales se han desquiciado las
puertas: espejos arrancados de sus marcos cual interioridades equívocas o
deshabitadas. Los goznes volados que darían su ancla al hombre interior y la
hoja ausente de la puerta, hecha para distinguir los ámbitos, para separar los
espacios o para detener a los espíritus
indignos o a su mácula, dan acceso al
viento maniático que todo lo confunde o
a la barahúnda del movimiento exterior y sus deportaciones. Atravesar
una puerta, en efecto, es un cambio de nivel, de medio, de vida: la posibilidad
de acceso a una realidad superior. La puerta secreta evocada por el espíritu de
las iglesias lo mismo que por la actitud estética es entonces la que nos da
acceso a la revelación interior en que se reflejan las armonías del universo...
o la belleza de la obra consumada (Cristo como la verdadera puerta).
La puerta aparece también entonces como un
nicho o como la caverna del mundo y su laberinto de apariencias que son
fantasmas que son sombras en que no hay nada, donde no pasa nada y donde no hay
nada que hacer. Puertas que dan al vacío de ninguna parte; puertas sin puerta
que no van a sitio alguno o que se cierran y vedan el camino como las trancas
de un corral o nos confunden al igual que los ensortijados paredones del
castillo enigmático del rey de Minos –a las que habría Que sumar las puertas de
la muerte que dan acceso al abismo terrible, precipitando la mirada a “nada”,
que es la espera de la angustia ciega o
que no ve salida por parte alguna por la caída en la falta de espíritu. Porque
la puerta es presencia o ausencia, llamada o defensa, perspectiva o plano
ciego, inocencia o falta y transgresión.
VI
De tal manera el tema indirecto de la
muestra es el de la ruina: el del momento negativo de la modernidad abandonada
al capricho y en pugna con la tradición, decrepitud pues simbolizada por la quiebra conceptual de la
razón crítica que en su orgulloso abandono y ridiculización de los lenguajes
metafóricos y metafísicos acabó siendo tan sólo una mística más -marcadamente
cínica y de caráter a todas luces inferior. Así se abre a la mirada el velado abismo
de la ruptura, producto del racionalismo moderno y su tecnicismo, pero también
la recuperación de una tradición tan antigua como el hombre: la visión del
universo como un sistema analógico de correspondencias y la creencia en el arte
real o la poesía como un doble del cosmos.
Ruptura, es verdad, con lo que nos une al
pasado, interrupción de las formas que aseguran la continuidad entre una
generación y otra y por lo tanto quebranto de la tradición. Exaltación del
tiempo histórico y de la pura actualidad, de lo que se deriva la estética de la
novedad y la sorpresa que se refugia sin saberlo en lo heterogéneo pero también
en lo excéntrico, avalado por lo que en ellos hay de existencia irrefutable, es
verdad, pero en los que frecuentemente no se tiene más que el espectáculo
romano del circo destructivo o infernal que es el vacío. Porque la exaltación
de la bestia cupidísima rerum novarum al hacer su emblema del
asombro y de lo inesperado no puede conducir sus pasos sino cortar un trigo que
a la vez que la alimenta es su veneno y a las manos de su técnica a vaciarlas
en un automatismo conducente a una modalidad más de la autodestrucción
creadora, que en su rápido desgaste y precoz senilidad sólo puede reconocerse
en la distancia. Pero oxigenarse al contemporizar con los productos arcaicos y
el arte de las civilizaciones lejanas a la vez que es negación de la repetición
del ayer y afirmación paradójica del ahora tampoco llega a ser la playa
conquistada del futuro, sino la pirueta o el garabato que hace del tiempo
rectilíneo de la historia un tejido irregular, fragmentario y discontinuo cuya
única regla es el cambio interpretado como movimiento y estado –inercia, pues,
que sólo se reconoce en la convulsión, en la excitación que es la desmesura, la
variación sinfín y la excepción, logrando con ello, empero, la pírrica victoria
de uniformar la excentricidad y acelerar el tiempo histórico, no de los
sentimientos más altos, sino de la sensualidad que salta al abismo o cae
vertiginosamente por la pendiente de la montaña rusa.
Paseo, pues, por los territorios que el viento erosivo de lo insignificante
asola, pero que a la vez pone de manifiesto la dualidad esencial de todo lo
viviente: el hecho de que cada cosa creada lleva en sí misma el germen de su
propia destrucción (in media vita in morte sumus). La muerte, en
efecto, se infiltra en el corazón de la vida para dar cuenta de la alternancia
integración-desintegración. La ruptura de la tradición indica, es cierto, el
momento negativo de la modernidad -que es el suelo, la condición de
posibilidad, del renacimiento y la regeneración. Porque las imágenes de la
ruina arrojadas con desprecio fuera del centro despótico de la modernidad
proponen también al hombre la tarea, el reto psicológico, de dominar y
controlar esa ruptura, ese accidente y esa desgracia, accediendo con ello a
otro nivel de la existencia y dando así lugar a la reconstrucción de los
símbolos de la ceración, a la restauración de las formas y la vuelta a sus
límites.
Habitaciones sin cabeza detenidas donde no
habita nadie. Puertas que no van a sitio alguno. Hileras de hirsutos magueyes
cargadas de aguamiel y espinas que fluyen y refluyen como olas que recuerdan
antiquísimas disposiciones defensivas de guerras y batallas. Órganos de
dimensiones de Titanes tercamente tallados por el viento cual menhires de algún
antiguo culto Celta que son los enormes falos o los juguetes de Dionisos que se
reproducen y fertilizan a sí mismos para detener el paso a los demonios del
desierto y de la muerte. Chaparrales de huisaches, de nopales, de zacates
vigilados por las enhiestas yucas. Idilio de dos barcas que se siguen, besadas
por las olas diminutas de algún lago, para atracar conjuntas en el sitio de la
cita. La estampa del camión exhausto del viaje, sin viajeros y sin meta, cuya
ruta infatigable Jojutla-Zacaterpec encalla en una desgreñada zacatera en
alguna inmediación de Chalchihuites. La esbelta bicicleta que descansa distraída
en el rincón para convivir distraídamente con tubos eléctricos y escobas.
Bosques donde se ausenta el mundo como un santuario de refugio y protección y
que forman arcos vegetales y flores petrificadas donde se entretejen las
sombras cronológicas. Frontones de piedra hechos con el rechinido de las
mandíbulas y los “ayes” de los cráneos astillados. El corazón de piedra del
mar, que vuelve a ser la ensoñante “Isla de la Calavera” que alguna vez soñara
Wendy con el conejo lácteo de la Luna. O el espejo de agua imantado por el
espejo más claro, rosado en sus secos belfos
de desierto por el Verbo y custodiado en el peñón por un cuadro de
lanzas solitarias. Y la eterna cruz definitiva sosteniendo los cables
telegráficos y los cerros pelones coronados hoy por los tres árboles.
Objetos de culto abandonados al ensueño de
los días sin memoria. Laberinto de las formas; pasadizos sin fin de la memoria
que dan cuenta de una condición exclusiva del hombre: el deseo de estar en el
corazón del mundo, de recobrar la condición de antes de la caída viviendo entre
las formas trascendentes y comunicándose directamente con los arquetipos y
esplendores. Cascos derruidos, habitaciones desoladas donde la anulación de las
fronteras da lugar a la confusión de todas las modalidades. También mostración
del intervalo paradójico entre dos tiempos en pugna o entre dos cosmos
enfrentados en donde se comunican las formas realizadas con lo preformal y
larvario lo mismo que con las ausencias fantasmales del submundo.
Peregrinación pues, que al visitar los
lugares sagrados, consagrados o profanados se sumerge en un espacio
radicalmente “otro”, hasta hacer indistinguible la obra humana de la de la
naturaleza o la del tiempo. Paisaje cambiante de regia suntuosidad y a la vez
de noble frugalidad cuyas vistas de caleidoscopio muestran los caprichos y
frutos del jardín en la esencialidad de su despliegue como idéntica a sí misma
ante la mano poderosa y que sin embargo no es la misma por la postura del ojo
que la mira.
El universo de un pueblo obedece a la imagen
de su espíritu. En el paisaje mexicano el fotógrafo nacional ha descubriendo
las huellas de un tiempo sólido, vislumbrando también un espacio fluido que
transcurre y dura. Estructura, pues, de un tiempo fijo y de un espacio
cronométrico donde se muestra, gracias a sus imágenes fotográficas, la difícil
majestuosidad de la naturaleza patria en toda su extrañeza de lejana paciencia
y reflexión estática.
Así, el clima o la atmósfera buscados por el
experimentado fotógrafo son los que se guían por esa sensación mística de
contigüidad del tiempo y de unidad en el espacio, para encontrar en el espacio
fluido y en el teatro del tiempo una extensión pura y una memoria temporal de
la que da un prodigioso testimonio, haciéndonos ver en el camino que la
verdadera peregrinación espiritual está no en el desplazarse a los lugares sagrados
(cuyo rito no es más que un símbolo externo de la fe), sino en el corazón del
hombre, en su acción y voluntad libre –que es donde se encuentra el verdadero
centro y el camino de salvación.
VII
El camino misterioso va hacia el interior,
pues dentro de nosotros mismos esta el universo y la eternidad con su mundo de
mundos -hallándose, reversiblemente el misterio de la naturaleza en su
totalidad cifrado en la forma humana, pues en el organismo físico del hombre,
en su forma misma, se encuentra el punto de perfección con que culmina el
proceso evolutivo. En efecto, el mundo exterior no es sino un aspecto de
nuestro ser interior, por lo que sus imágenes reverberan y repercuten dentro de
cada uno de nosotros obedeciendo al diálogo que entonces se desarrolla con la
Totalidad. El hombre que existe como individuo y criatura separada es sin
embargo el espejo más claro del Universo y del Alma Universal –y que por el
hombre llega a la conciencia, que se conoce a sí misma en su imagen, que es el
alma humana. Empero, al perder el hombre la pureza de su imagen divina, ha
olvidado también la conciencia que tuvo alguna vez los esplendores y arquetipos
del paraíso primigenio, contaminado su mirada y enturbiándola, sin poder leer
el claro discurso simbólico de los origines
y arrastrando en su caída a la naturaleza entera. Por ello es que al escuchar
su voz interior y sumergirse en el camino hacia sí mismo, guiado por las
imágenes de la vida que despiertan en él el sentimiento estético, el hombre
imita también a la creación, siendo por ello la potencia poética del arte la
destinada a reintegrar todas las cosas en una unidad superior y en la que el
hombre pueda salvarse a sí mismo a la vez que redime a la Naturaleza.
Así, el arte es visto así por Ricardo
Espinosa como lo que realmente es en su esencia: un espejo del cosmos. También
por tanto como el culto que preside la Armonía en que bajo mil formas se
refleja lo divino. Prefiguración, es verdad, de una futura edad de oro que por
nostalgia del paraíso perdido prepara una cultura universal de carácter
planetario regida por la relación de universal simpatía que rige a todas las
manifestaciones de la vida, cuya idéntica esencia reúne a todos los seres
particulares en el concierto universal a la manera de un ser viviente dotado de
alma. Recomienzo también del dato primitivo de la unidad divina, de cuya medida
y proporción estamos escindidos y de cuya exclusión no nos recuperaremos nunca
hasta que nos atrevamos a volver. Lección también del lento proceso de
evolución individual y cósmica que de pronto muestra en sus fisuras del tiempo
o del espacio los caminos de retorno a la unidad perdida debido al estado
angustioso del espíritu humano y al violento y anormal en que actualmente se
encuentra la naturaleza.
Porque de lo que nos hablan las imágenes de
Ricardo Espinosa es de un hecho vertebral de la modernidad: que el pacto
primordial entre la naturaleza y el hombre se ha rescindido, pues hoy la
majestuosidad de la naturaleza y su ternura, espejo y reflejo del Creador,
aparece como un poema desordenado y fragmentado –dramáticamente reflejada por
el lente del fotógrafo en el abandono y fetichización del campo nacional. Por
ello mismo la obra del artista se grava ahora con una luz reflexiva que nos
invita ahora a reflexionar también sobre las dimensiones de la ruina y sobre el
orden en que la mano humana colabora en la composición del paisaje –para
intentar así, otra vez pero ahora a escala planetaria, volver a dialogar con
ella, no según los dictados de la mano mercenaria, sino de acuerdo a las
dimensiones sin fin de la mirada humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario