La Revuelta de las Ideologías: Enajenación e
Ideología
Por Alberto
Espinosa Orozco
(Tercera Parte)
“No saben por donde es camina a la paz;
tortuosos son sus caminos;
van por sederos extraviados,
y quienquiera que va por ahí
no encuentra la paz.”
Isaías 59. 8
VI
Carácter dominante
de la edad contemporánea y nuestra es el
estar la vida de los seres humanos dominada por el alma inferior, determinada
por sus impulsos, instintos y tendencias,
ajena y sin poder participar, sin poder propiamente entrar, en la vida del
espíritu -a la que incluso se le desdeña en alardes de lumpen-proletario,
celebrados tanto por el vulgo como la institución. Estado que revela mejor que
nada el peligro del ser humano, que es dejar de ser, en el cultivo de los oficios y las
humanidades, de dejar de ser un “ser que hacerse” en el desarrollo y refinamiento de su
esencia, para convertirse, ayuno de tradición, en animal de “ser dado”, en mona
de seda o en orangután parlante. Ser abierto a la posibilidad, el hombre, al ir en su marcha histórica hacia un extremo de las posibilidades del ser que
lo constituye, el de la rebeldía y la excentricidad de la libertad
descendente, ha probado el amargo fruto de la escisión de su ser, contaminado
de nihilismo, de sórdido vacío y de abrazada muerte. A todo ello hay que sumar
el agudo fenómeno, tanto por su intención como por su extensión, de la
enajenación –que es el dato más sobresaliente tocado por la filosofía de
nuestra edad, llámese igual anarquía de la voluntad que neurosis o
endiablamiento.
Uno de los rasgos sobresalientes de ese síndrome, de ese síntoma de
nuestra altura histórica, es la ciega pasión por lo indefinido, por lo
indeterminado (apeirón), relacionada
con una actitud nominalista, donde el signo flota suelto y sin participación
para ser usado de manera caprichosa, en una especie de parálisis de los signos
en rotación y de las significaciones, que giran solos en ausencia del mundo, y
que convencionalmente validan el no comprometerse, el no ser responsable, donde
se clausura la acción concreta, en un desear condicionado por los subjuntivos
que se resuelve en un mero “desearía” de brazos caídos, en un mero poder hacer
–pero que no se hace-, que frecuentemente toma la forma de un muy adelgazado
esteticismo a-práctico.
Para
ver en qué momento la gravedad del espíritu es sustituida por la ligereza de la
vanidad, de la frivolidad, del capricho o de la conveniencia personal -incohantes
de la exclusión, el resentimiento o el odio-, el pensamiento actual se ha
servido a grandes cucharadas de la voz “ideología”; concepto empleado como
herramienta útil para dar cuenta tanto de un fondo nativo de vagas creencias
que determinan las actitudes prácticas de la persona, como del fenómeno sólito
y tan actual de la enajenación. Es a partir de ese segundo concepto de
ideología, que va de la mano del concepto de enajenación, que se ha
desarrollado lo que puede llamarse la “razón
daemetérica”: consistente en el dar razón de lo irracional que hay en el
hombre, no tanto por razones de la razón pura, sino por el análisis de los
motivos subyacentes de la voluntad –enmarcados en una especie de “neurosis”
social e históricamente condicionada, descrita por Kierkegaard como una doble
presión, histórica y generacional, causada por la acumulación de la
pecaminosidad, es decir, por el peso y el pesar del tiempo, que vende al hombre
por la fatiga misma de los años, y cuyos efectos no serían otros que los de una
especie de enfermedad del espíritu, propia de las edades de decadencia moral,
consistente en la pérdida ya psico-somática, ya pneumática, de la libertad. Características
todas ellas que han llevado en nuestro tiempo a la elección masiva de pobres
filosofías, de baja estofa, proletarizantes del espíritu, positivistas,
materialistas, pues dependiendo del hombre que se es, la filosofía que se elige
-poniendo de manifiesto por su lado más negativo que las filosofías, a fin de
cuentas, no se eligen o dejan de elegir sino por motivos irracionales de la
voluntad.
Mundo, pues, de rebeldes aplaudidos, donde se solicita la excepción de
la norma y se aplaude la disidencia, que ha desembocado en un universal “non servían” guiado por el imperativo
“original” de no ser como los demás, pero ha terminado a fin de cuentas por
establecer un redil compuesto todo él de ovejas negras.
VII
Lo que mejor caracteriza entonces a tales
ideologías es, en principio, no ser del todo conscientes de si, con lo que bien
a bien no pueden ser del todo filosofías; en segundo lugar, su tendencia a
repetir ciertos filosofemas, agnósticos, descreídos del espíritu, muy
particularmente existencialistas, potenciando con ello un exacerbado
subjetivismo de la posibilidad y también de la desesperación, de la angustia,
de la inquietud ontológica del ser humano inmerso ya en las redes meontológicas
del anhelo egoísta de una “vida más vida” o del “ser para la muerte”.
Así, ante la ideología, no queda sin buscar su razón de ser, su “razón
demetérica”, que lleva a la enajenación, a la ausencia de ser, a la insensata
cerrazón, a la escisión de si, de la comunidad y del universo. Tal razón no
puede entonces sino buscarse en la misma causa que produce el mal: en renegar
de Dios, en alejarse de sus caminos y ser infieles, siendo por tanto entregados
a sus pasiones más bajas, en una clara retrogradación del home haca la animalidad,
que lo despoja de vida íntima, dejándolo vacío y si verdadera intimidad alguna.
Hombres insensatos, pues, que se burlan
y sacan la lengua a los valores, que confían en naderías dándole el pomposo nombre de “futuro”, destilando sus labios falsedad y su boa perfidia;
falsificando la palabra, que entonces deja de ser puente para convertirse pozo, en trampa, en jaula inversa que intenta
encontrar siempre en falta al hombre.
Ideología ella misma rebelde, pues, que hace concebir palabras de
mentiras y ennegrecen los corazones, que falsifican la palabra trufándola de
vulgaridad soez o conspiración bellaca, agresión y guerra –infectando las
leguas oprimidas de quejidos de oso o de gemidos de pichones. Su “razón
demetérica”, así, no puede ser otra que la del pecado; pues sus fechorías los
acusan en la misma medida en que ellos son conscientes y saben de sus culpas e
iniquidades insensatas, carentes de valor, despojando a los otros de la aplicación
del derecho, o neutrales ante la injusticia e indiferentes todos a la acción
sensata.
Rechazo, pues, no sólo al racionalismo tradicional por desafección a la
razón, al logos salvador y a las esencias, que se pone del lado de las
filosofías irracionales, vitalistas o nihilistas, para quedar prendados del
devenir de tiempo, del viejo padre Cronos, que en la dialéctica de su devenir
todo lo devora, hasta quedar presos de las utopías cronológicas y sus inmanentes
promesas incumplibles de un paraíso puramente terrenal, confinadamente egoísta
y mezquinamente hedónico, donde incuso el “heroísmo” queda achaparrado al
tamaño de cualquiera.
Dos ídolos pueblan entonces el corazón de apostasía: por un lado, no la
idealidad, sino la idolatría del ego, resuelto en voraz narcisismo que reclama
todo para sí; forma particularmente aguda de solipsismo y del confinamiento,
presa en las redes del espejo abstracto del propio pensamiento que, a su vez, deriva en un nuevo y trmible gregarismo (noscentrimo), de sociedades trabadas por la oscura
red de complicidades y beneficios materiales mutuos (componendas). Por el otro,
la idolatría por el tiempo que pasa, que va del efímero instante y el ahora a
la historia; no la voluntad contemplativa de lo eterno derramada como la gota de
agua en la diminuta cascada de la fuente o en el tobogán de la hoja que la amaca, sino el tiempo
sometido, súbdito del capricho o de la particular voluntad hedonista; sobre todo,
adoración al tiempo histórico, donde la misma historia de la razón se convierte en la razón de la historia –en una muy
contradictoria “razón histórica”, pues, guiada por la ciega voluntad de poderío, de hegemonía
y expansión totalitaria, y cuyo único método tartamudo es el de la negación, el de la
dialéctica, en el despliegue de sus inacabables hibridismos e interminables mutaciones de punta.
Dialéctica del rebelde, pues, que no puede hacer de la ideología una
filosofía o un pensamiento reflexivo y plenamente creativo, al carecer de conciencia, reduciéndose a repetir un pequeño
corpus de filosofemas, a manera de consignas mecánicas, adoctrinadoras, como hace
el activista social de nulificada voz proyectando sus sobadas rimas mendicantes y la vez pagadas de sì mismas mediante el embudo del aparato altoparlante.
Dialéctica del devenir, en efecto, que transforma la protesta del rebelde en
premiado conformismo convencional; rebelde vuelto revuelto, volteado que no va de vuelta, sinop que va ya con la corriente rasurado de uñas y despojado de dientes, prendido como un tierno mamón a las hinchadas ubres presupuestales: engullido, asimilado, amaestrado, neutralizado. Porque el rebelde entonces, al no aceptar su culpa, no puede reconocer por la autocrítica al enemigo interno que
lo sojuzga y esclaviza, impotente por
tanto para someter a su propio animal o a su demonio –por lo que mejor se
inventa n enemigo, fuer de sí, una ficción abstracta contra la cual fingir el combate:
una nación, una era histórica, una clase social a la que acusar, volviéndose entonces
adversario, negando también con ello la fraternidad a los hermanos. Momento de
enajenación ya destructiva consistente en la posibilidad de volverse el enemigo.
El nuevo dios: el paganismo personalista de la propia existencia –en la
que cada rebelde, en la que cada demonio dice al otro: non serviam (no seré siervo) Su única verdad: lo que es de hecho…
pero sin razón de ser. Orbe de la tóxica desesperación íntima, de la
despersonalización gregaria también, donde de hecho lo que se vive es la
angustiosa separación de Dios y de todo lo sagrado, donde en la intermitente
distracción o en la tozuda negligencia se sufre su abandono.
VIII
Falsa virtud, pues, consistente
en descreer de lo sobrenatural, de resistir a su “tentación”, de perder el
temor de Dios, que no puede llevar sino a una infausta semejanza, a una metàfora, de la que se deriva una simbòlica invertida: el vivir "como si" Dios no existiera -lo que conlleva la perversión del deseo y la
adulteración del lenguaje, al separarse de la conciencia y de la luz (que es
Dios), por la mancha de la culpa y la herrumbre del pecado. Porque, como
recuerda Octavio Paz, el hombre no puede renunciar a lo sobrenatural, ni mucho
menos a la metafísica, habrá que agregar, so pena de desbarrancarse en una
“mística inferior”. Del mismo modo que sucede en a iconoclastía, como en el
apóstata, que no puede sino sustituir unas imágenes por otras, que vuelven
siempre, por más que sean las de los dioses paganos, sujetos a los terribles
estragos del tiempo, alcanzado las formas más lamentables y degradadas de la
corrupción; de la misma forma, decía, el descreído no puede, en sus frustradas intentonas, sino sustituir lo sobrenatural con sucedáneos ideológicos, ya sean políticos o
pseudo-filosóficos –que es lo peor que nos puede pasar, pues entraña un tan complejo como irresuelto
sistema de superposiciones y de desplazamientos, donde se reemplaza la esperanza trascendente por la
imagen de un paraíso terrestre, puramente inmanente y sin trascendencia alguna, donde
insensiblemente el rebelde pasa a tomar la posición de la autoridad, pero sin
haber sido él mismo antes redimido. Todo lo cual más bien delata el “hoyo en la
conciencia” del que habla el clarividente poeta mexicano, un hueco, que luego se ha pretendido llenar con
toda clase de sueños, de ilusiones vanas del deseo y de tornasoladas quimeras,
trufadas de traiciones, de olvidos, de hechicerías, herejías, falsificaciones y
adulterios, que no pueden hacer otra cosa que convocar abiertamente al caos.
Porque
no son entonces los justos, los piadosos, los hombres de bien los que ocupan la
palestra, sino los hijos de rebelión: uno, montado en su criminal codicia; el otro exhibiendo
la crápula de sus andanzas, como exhibe el bastardo el gargajo en la solapa -guiados todos por su capricho, medrando todos en sus propia ventaja, desechando
con burla seguir el camino recto: el pastor convertido en perro mudo, voraz e
insaciable, incapaz de hallar satisfacción o de llenase; videntes ciegos,
guardianes dormidos o vigías egoístas usados, un poco más allá, por el malvado
tumultuoso, que arroja a su camino cieno y limo, enfangado en sus placeres
impuros y poniendo tropezadero a los hijo de la luz.
Mundo de la rebeldía, pues, agasajada, institucionalizada, premiada,
pero que hace vivir la experiencia del estigma del hombre moderno: caer en el
golfo de lo indefinido, de lo indeterminado, de lo no esencial, del azar y de la
contingencia, fácilmente saciado en su vanidad por los hechos nudos, inmanentes, o bailando sobre la delgada película de lo mensurable o sobre el vacío –fanático de su propio ser
corroído por la nada, con indisimulable sed de no dejar de ser y la vez con hambre
insaciable al no querer dejar que los otros sean. Mundo del rebelde, pues,
debatido entre las dos posibilidades últimas que constituyen el fondo nativo y mismo de lo
humano: entregar el alma Dios …o vendérsela
al diablo.
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