Oscar Mendoza: las Raíces Eternas y la Fuente de la Vida
Alberto Espinosa Orozco
Ante la cruda
experiencia insensata de la noche del mundo presidida por el sol negro de la
melancolía; ante la vivencia de la
cercanía tenebrosa y pululante de la presencia del mal en todo y de la ausencia
angustiante de la diafanidad y lo sagrado en el mundo, el artista Oscar Mendoza
ha buscado un retorno simbólico a los orígenes del mundo, para llevar a cabo mediante
las impresiones de sus lienzos en busca de belleza, no menos un diagnóstico y
de los síndromes de nuestro tiempo que un nuevo paisaje para el alivio y la
curación de nuestro tiempo histórico, gastado por el correr del tiempo, a
través de la renovación de la imágenes y de una reactualización de el tono de
la vida así como de sus valores primordiales.
El arista ha
sondeado entonces las últimas raíces de la vida para regenerar la cosmología
primera. Sin embargo, antes de acudir a las imágenes tradicionales de la
mitología astronómica (macrocosmos), mejor ha experimentado con la materia
prima y sus sustancias corporales (microcosmos), sirviéndose de ella en lo que
tiene de tesoro psicológico y a la vez
de inmediato material expresivo, de líquido fondo azul indeterminado por
lo que hay en el de anhelo de mar y confusión de cielo en su líquida dureza de
topacio o de jacinto, hechos de pronto cicatriz o estandarte al ser cortado por
rieles de un amarillo sol teñido por el fuego en medio de una durangueña luz
como de azufre.
Así, entre
las grietas y los intersticios del aire o entre su torbellino de polvo o debajo
de una roca el artista ha dado con las invisibles llaves extraviadas del
camino, encontrado a tientas en el mundo de la reflexión abstracta una
espléndida puerta de luz, que es a la vez sendero y remolino, cuya abierta
vereda conduce al interior donde gravitan las imágenes prístinas eternas. Así,
en su trayecto el pintor desembocado en una estancia privilegiada del espíritu:
el de la fertilidad iluminante, en donde el Universo entero respira desde un centro
que a la vez está en todas partes, respirando por ende también en el interior
de la persona.
Su concepción
del arte, a la vez magnánima y austera, lo ha llevado entonces a “un modo de
ver”, que lejos de encerrarlo en los ojos de sí mismos o en el reflejo del lago
aplaudido por un grupo, es la expresión cordial de quien solicita en los otos
la apertura, para así poder entrar con
espíritu de cuerpo a las profundas corrientes subterráneas y a las mareas
aéreas más altas de la vida. Búsqueda, es verdad, de las epifanías y los misterios de la
naturaleza, también de los hiatos incomprensibles por donde el alma y el cuerpo
se intercalan estrechando sus lazos y hermanándose, a la manera en que gravita
el astro haciendo el esplendor del cielo sobre el mundo consagrando con su
sangre al fuego. Manto y recinto, crisol y bóveda en cuyo interior habita la
blanca piedra de agua, la reflexión pura de la luz como la luna, o cueva en
cuyo dentro todo vive lo mismo peces que conchas que perlas blancas o negras
para el deleite de los ojos.
Inmersión en
el primer ser de la creación, en donde el artista al registrar el pulso de la
vida se modela por las formaciones que a un tiempo calca y elabora por la
reverberación de transparencias repetidas, en la decantación de la humedad del
aire vaciado en cántaros de voces o a partir de la conformación de la
atracción, del choque o la repulsa en la imantación polar de la materia.
Exploración del reino elemental donde el plasma de la sangre y la ingravidez
espiritual comulgan. Transportación de inconsútiles imágenes y aladas donde se
fragua la concepción y la fertilidad del mundo. También captación del logos que
flota sobre el agua en vibración de aire y que despierta la llama de la forma
en el pozo de fuego de la escucha –para volver a ser aire y agua y fuego en la
fragua del ojo del artista, que en
términos de tierra lo traduce nuevamente en forma pura.
Porque Oscar
Mendoza, al caminar sobre la delgada película perceptible en la materia, ha
sabido dar en sus abstracciones con los corpúsculos sensibles que fielmente
recogen su sustancia al rastrear el hilo de su vida, instrumentando para dar
expresión a sus encuentros un lenguaje universal capaz de hacer resonar las
cuerdas de las formas y consonar con los arquetipos psíquicos más antiguos del
hombre. Así, ha sabido también articular
un paleolenguaje, donde lo que balbucea es el romper auroral de una
iluminación, en cuyos primigenios pastizales repercute desde siempre el hueso mineral de las edades.
No el
encuentro con la determinación del ser y la comunicación inequívoca, sino la
búsqueda del comienzo en la indeterminación del ser y la participación en la
correspondencia analógica del mundo, abierto a lo presente y a la resurrección
de las presencias -para hermanar con ello a los doloridos seres materiales con los
seres de las formas sin memoria.
Solución a
la vez iconista y filosófica al problema del desgaste y deformación de los
símbolos por la acción y envejecimiento del tiempo en su carrera. Porque lo que
ha encontrado Oscar Mendoza en sus pesquisas formales y compositivas es el hilo
envolvente de una sustancia espiritual, que como un Guadiana primordial mana
desde tiempo inmemorial, naciendo siempre eternamente para activar la sabia
interior del hombre nuevo, como si de un manantial de luz y un perenne surtidor de aguas fontanales tratara.
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