Dos Paisajes y Tres
Alegorías de Manuel Guillermo de Lourdes
Por Alberto Espinosa Orozco
Por Alberto Espinosa Orozco
I
En los
muros laterales y en el descanso de la rampa imperial, o escalera principal, del Palacio de Zambano, el
maestro Manuel Guillermo de Lourdes, pionero del muralismo regional, pintó dos pares
de oleos más. Se trata de cuatro
hermosas composiciones, de medianas dimensiones
Los dos
tableros laterales están realizados sobre superficies de difícil estructura
triangular –y se encuentran rematadas, en la parte superior, por “El Arado”, una composición sobre el tema
de la agricultura, que debemos a la mano de Francisco Montoya de la Cruz,
pintada en 1952. Se trata de “La Conquista de la Tierra” y la obra
malamente titulada “La Vendedora de
frutas”. El primero de ellos alude a las demandas y logros populares
durante la revolución, señalando en sus imágenes la importancia de la alianza
entre los grupos del obrero y del campesino para hacer efectivamente a la
tierra fecunda y productiva. Su tema, en el fondo, es el de la unidad del
proletariado en torno a una causa común: el del progreso material del hombre
por medio el trabajo organizado y la conquista de la libertad por medio de la
educación.
El panel
que se abre a mano derecha destaca la composición “La Vendedora de Frutas”. Se trata de una obra muy bella y aunque
llena de dramatismo preñada de las posibilidades futuras. La composición se
mueve dese la esquina del vértice triangular, más agudo y apretado, hacia el
espacio abierto de la base, como si el pintor y nosotros con él nos moviéramos
desde el espacio sofocante, cerrado y opaco de la serranía, que oculta
celosamente sus minerales, hacia los espacios abiertos de los valles y el
trópico. Así, en la esquina triangular y como oprimidas aparecen las figuras de
hijo huérfano y madre viuda, junto a los cuales tres hombres en actitud de
desahuciada desocupación se funden en el paisaje gris, azulado, incierto.
En la parte
central del tablero destaca mujer con
los brazos en alto y de senos turgentes llevando en la cabeza un enorme cesto
de frutas, que nombre al tablero, resultando una imagen llena de armonía, de
belleza, de vida y de sensualidad, la cual es inmediatamente contrastada por las
dos imágenes que la flanquean: la imagen de la “Mujer con Niño”, que expresa a la vez la ternura y el doloroso peso
encorvado de la maternidad, como por la figura que se encuentra a su derecha, donde el “Niño
con Carrilera” mira vigilante, agazapado, con franco temor y desconfianza,
las doradas nubes anhelantes sobre el horizonte que se apaga. Pinturas donde el
espectador puede apreciar el arte del maestro de Lourdes en todo su esplendor, acompasado
por la carrera del movimiento impreso por los pasos sobre la escalera,
sobresaliendo en esta composición el doble sentimiento de compasión por las
penalidades del pueblo, y de admiración por la gracia, sentimental y
conmovedora, de las figuras femeninas. En ambos tableros es notoria la
influencia de Diego Rivera, tanto en la composición de las formas y en el
registro testimonial del momento vivido que guardan sus figuras populares, pero
también en la voluntad de grandeza y monumentalidad expresada por el conjunto.
La
escalinata presenta en el descanso un nicho con venera y escultura en bronce de
Benito Juárez, siendo los óleos laterales obra de Maestro Guillermo de Lourdes.[1] Se
trata de un par de hermosísimas alegorías, acaso las más estilizadas de todo el
recinto, de tono heroico y estilo clasicista, consagradas a las efigies de dos
ilustres durangueños: a la memoria de Francisco Zarco como representante de la
Reforma, imagen que custodia una musa de atuendos romanos; y a la de Guadalupe Victoria como representante de la
Independencia, custodiado por tres musas más, una de ellas a sus pies, que son de
los óleos más memorables del recinto, en el que aparece de nuevo, pero esta vez
desnuda, la representación iconográfica de la mujer que como su musa
recurrentemente había inspirado al pintor durante todo la ejecución de esta
magna obra mural.[2]
El colofón
de la gran obra resulta grandioso: subiendo por las escaleras principales,
sobre el primer frontón del corredor norte del primer piso del edificio, se
encuentran la culminación de toda la serie mural pintada por Guillermo de
Lourdes en el Palacio Zambrano de Durango. Se trata de una obra verdaderamente
única por sus dimensiones, estructura y composición: la alegoría “La Patria con los brazos abiertos cobijando
al pueblo”, en donde una gran madre extiende sus brazos con dos teas en las
manos como símbolos de la luz de la conciencia, amparando con ello y cobijando
a sus hijos. Patria reconocible y reconocedora, es cierto, que espera el
momento inminente de abrir los ojos para estar atenta al cumplimiento de la
legalidad, representada en el fresco por un obrero que lee en una gran hoja las
garantáis del Artículo 123 Constitucional, en un extremo, y por una familia
arropada por la garantías de misma
constitución, en el otro.
Hay que agregar que uno de sus
más cercanos discípulos por aquel entonces, Horacio Rentería Rocha, fue su
ayudante en la larga serie de frescos pintados por el maestro Guillermo de
Lourdes en el Palacio de Zambrano, tocándole la tarea un año más tarde de ejecutar, en los corredores y sobre cada
una de las columnas del patio central, entre 1935 y 1936, una serie de escudos
de armas de algunos municipios y del mismo Estado de Durango, de curiosa
factura y singulares diseños, en algunos de los cuales aportó singulares elementos
heráldicos que esperan aún ser desentrañados.
II
La obra
del pintor Guillermo de Lourdes constituye una poderosa reflexión sobre la
esencia de nosotros mismos y por tanto sobre nuestro presente –colmado de
presencias históricas, levantadas como el polvo por el torbellino iluminante de
sus pinceles, para transparentarnos como sociedad y hacernos probar del grano de luz que ha
tostado las espigas de nuestros héroes, coronados de inmortalidad o humildes y
anónimos, haciéndonos así saber también del
maduro polen que ha hinchado nuestros cántaros de miel. Reminiscencias
históricas, es verdad, pero que en la conjuración de las presencias lograda por
la magia de la pintura nos siguen hablando, desde otro tiempo, suspendido, por
tratarse de esencias imperecederas y de personalidades trascendentes, de
personalidades históricas, que fueron más allá de sí mismos y de sus
circunstancias, teniendo como misión y destino aclarar nuestro horizonte
nacional, vertiendo en el ejemplo y en las obras los ideales más caros de la patria.
Obra pues que
tiene como fondo la presencia viva, protagónica ella misma, de nuestra zaga
histórica y cultural. No se trata así solamente de la descripción de un tiempo
que fue visto por los ojos, sino del
tiempo que está detrás, o antes, de las apariencias visibles –pues la
geografía, el tiempo y la historia se mueven siempre sobre un trasfondo mayor: el
de los ideales del hombre y la visión del cosmos defendida por una cultura.
Trasfondo del sentido, en efecto, cuyo surtidor de valores tiene como función situar,
mediante la gesta histórica, las claves,
paralelos y puntos cardinales de nuestra actitud fundamental y posición en el
mundo.
Porque más
allá del mero esteticismo las obras de Guillermo de Lourdes muestran
simultáneamente también otra cosa: la omnipresencia de una tradición, ese
trasfondo de sentido que como una red soporta y da oriente en cada sucesivo
presente al sentido disperso de la sociedad y que sólo se pude manifestarse al
ver la historia orgánicamente como cultura y zaga del espíritu. Así, lo que nos
brinda su visión de la historia nacional y de sus pasajes son cifras de un arcano
mayor de la cultura: aquel sobre el que se ha desarrollado la gran gesta de
liberación nacional, inextricablemente vinculada a nuestro carácter y a las
formas resistentes y singulares de dar solución a nuestras más apremiantes
necesidades. Sentido de lo social, pues, vinculado estrechamente con la
búsqueda de la presencia del espíritu, el cual logra anudarse medienta ese
campo de valores histórico-expresivos del arte, permitiendo a una comunidad comunicar
con la especie y la esencia de la humanidad en cuanto tal.
Los grandes modelos sociales de la historia
patria se presentan entonces bajo la figura de aquellos hombres que han logrado
abrir un espacio en la memoria de un pueblo y de la misma geografía para que ella
pueda anidar y ser habitada por el espíritu –pues el sentido de las luchas
históricas es esencialmente el de hacer deseable la vida misma al interior de
lo social y el de conferir un sentido al devenir del hombre, trasparentando el
ritmo cordial con que late el alma a México cuando ésta se acompasa con el
ritmo y sentido total del universo mismo.
Los
ideales patrióticos encarnados en las figuras modélicas de los hermanos Flores
Magón, de Arriaga y de Serdán, de Orozco y de Moya, de Madero, de Villa o de Zapata,
no son así sino el complemento necesario del paisaje geográfico, que nos
permiten arraigar en la tierra al abrir un lugar donde arraigue, respire y se
hinche el alma de México. Así, la obra pictórica del maestro de Lourdes se abre
como un lugar hecho de luz pero que esencialmente es a la vez una morada: el
sitio axiológico esencial de la nación en donde poder entrar para comunicarnos
con nosotros mismos al establecer un diálogo con los antepasados, donde
proyectar también el espacio de resonancia para la voz de las generaciones
futuras. Mundo de la historia, del pasado, en parte ausente y en parte también imaginario,
es cierto, pero que en el que la nostalgia y la fantasía no representa por ello
las exequias o la pérdida del pasado, la muerte de la vida o la esperanza
gratuita, sino el mismo sitio iluminado por la promesa: el lugar prometido de la
tierra que invoca todo el tiempo nuestra pertenencia.
Porque es
en ese espacio que las palabras “revolución” o “rebelión” se vuelven conjugables
con la definición de la esencia nacional y con la revelación del sentido: por
un lado, proceso de liberación de la opresión y de la dependencia colonial: por
el otro, visión futura de la patria plena que vuelve, cuya utopía no está más
allá que en la plenitud de su consagración: en la de su encuentro como valor y
su reencuentro como valor reconocido. Gestas revolucionarias, es verdad, que no
son sino un capítulo de la historia de liberación Latinoamericana, esa patria
mayor y prometida que todavía nos llama pidiéndonos su encarnación en el
futuro.
La obra
mural de los artistas durangueño celebra de tal modo a la patria con una mirada
que toma distancia respecto de lo que “nuestro”, desechando por tanto la moneda corriente de
quisiera apropiarse de su tradición, para poner el acento de México en otra
parte: aquella donde vive su alma, y a la que sólo se puede pertenecer al
hermanarnos con su pueblo y al enraizar con el espíritu en su geografía. La
verdad de México es así para el pintor una verdad indecible y una tradición
inaprensible que pide ir más allá del rito y de la máscara de la tradición,
mostrando de tal modo que la verdad vive en la tradición y que precisamente por
ello es fija, eterna y diamantina: que es sagrada, pues, e intocable –ya que ella no depende de nuestra
afirmación, sino que somos más bien
nosotros los que requerimos ser afirmados por ella. No se trata así de ese
nacionalismo monstruoso y petrificante vuelto verdad apresada, que solo puede
conducirnos a dejar de ser cuando intentamos conquistarla para hacerla nuestra;
por el contrario, se trata de ese clasicismo decantado en esa misma tradición nacional
que pone su empeño en conducirnos a una verdad libre, a la verdad de la
libertad, justamente por ser a la vez indecible e inaprensible, que nos exige
ser fieles no a su letra, sino a su espíritu al entregamos a ella para llenar y
complementar su imagen -revelándose entonces la patria como aquello a lo que
pertenecemos, como aquella alma por la que vivimos, y es solo entonces cuando
seremos nosotros los que pertenecemos a ella.
De tal manera, la patria y la tradición
espiritual que la constituye dejan de ser una entelequia, para convertirse en
un tesoro -donde puede latir nuestro corazón para cantar con sus canciones y
bailar entre sus ritmos. Porque es sólo en ese reconocimiento de nuestra
pertenencia al alma de la patria que ella puede abre, permitiendo a su vez que la
tradición nos reconozca dejándonos participar de su belleza. Patria reconocida
y reconocedora, es verdad, donde trabar un diálogo amoroso con ella, en el que se
nos presenta la tradición en lo que tiene de Madre-mundo: de tiempo
reconquistado y detenido, que es también el tiempo que llega, el tiempo de la
promesa que llega al fin para cumplirse.
Tiempo prometido
y tiempo de cumplimiento en el largo proceso de naturalización del hombre: de
volverse hombre en una tierra para hacerla patria –lugar donde reconocer su
tradición y donde ser reconocidos por el limpio amor de su belleza. Lugar,
pues, donde poder hincar el pie y recuperarnos a nosotros mismos –porque el
hombre es connatural a la belleza, porque la belleza ha sido siempre nuestra
verdadera patria.
Así, lo
que nos dicen los murales de Guillermo de Lourdes es la presencia viva de la
patria a través de las figuras de su historia. Su obra se cierra así por ello
con la visión de una madre por reconocer que, a pesar de la lucha de facciones,
siempre ha estado ahí, con los brazos abiertos para reconocernos. Obra de arte
en toda la extensión de la palabra, que también nos indica una tarea ser cumplida, en medio de la crisis hoy más
que nunca turbulenta de la modernidad globalizada y de la aceleración de la
historia: la de establecer un firme asidero en las actividades cotidianas de la
vida social, por medio de un centro radial orientador en las raíces y nuevas
florescencias de nuestra cultura patria,
como vía para cultivar la realidad y
llegar colectivamente a una visión más clara de la esencia.
[1] Benito Juárez, a su regreso del exilio en la ciudad de El Paso, Texas,
en el año de 1867, se alojó en Durango en el Palacio de Zambrano, siendo el
edificio por unos días Cede del Poder Ejecutivo. Hay que destacar que en el
patio trasero del edificio se encuentras dos grandes vitrales teniendo como
tema la figura del “Benemérito de las Américas” Don Benito Juárez.
[2] Respecto de la modelo que inspirara tan vivamente la imaginación del
Maestro Manuel Guillermo de Lourdes poco sabemos, Hay quien afirma que se
trataba de una hermosa mujer perteneciente a la familia Bracho, lo que
explicaría la salida intempestiva del Maestro de Lourdes de la ciudad de
Durango, donde estaba formando a los nuevos artistas locales, y su traslado a
la ciudad de Torreón, así como el rumor de que el gobernador de ese tiempo,
Carlos Real, se hubiera negado a finiquitar el adeudo por el trabajo mural
realizado en el Palacio de Zambrano.
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