jueves, 27 de marzo de 2014

Dos Paisajes y Tres Alegorías de Manuel Guillermo de Lourdes Por Alberto Espinosa Orozco

Dos Paisajes y Tres Alegorías de Manuel Guillermo de Lourdes
Por Alberto Espinosa Orozco 



I
   En los muros laterales y en el descanso de la rampa imperial, o escalera principal, del Palacio de Zambano, el maestro Manuel Guillermo de Lourdes,  pionero del muralismo regional, pintó dos pares de oleos más. Se trata de  cuatro hermosas composiciones, de medianas dimensiones
   Los dos tableros laterales están realizados sobre superficies de difícil estructura triangular –y se encuentran rematadas, en la parte superior, por “El Arado”, una composición sobre el tema de la agricultura, que debemos a la mano de Francisco Montoya de la Cruz, pintada en 1952. Se trata de  “La Conquista de la Tierra” y la obra malamente titulada “La Vendedora de frutas”. El primero de ellos alude a las demandas y logros populares durante la revolución, señalando en sus imágenes la importancia de la alianza entre los grupos del obrero y del campesino para hacer efectivamente a la tierra fecunda y productiva. Su tema, en el fondo, es el de la unidad del proletariado en torno a una causa común: el del progreso material del hombre por medio el trabajo organizado y la conquista de la libertad por medio de la educación.


   El panel que se abre a mano derecha destaca la composición “La Vendedora de Frutas”. Se trata de una obra muy bella y aunque llena de dramatismo preñada de las posibilidades futuras. La composición se mueve dese la esquina del vértice triangular, más agudo y apretado, hacia el espacio abierto de la base, como si el pintor y nosotros con él nos moviéramos desde el espacio sofocante, cerrado y opaco de la serranía, que oculta celosamente sus minerales, hacia los espacios abiertos de los valles y el trópico. Así, en la esquina triangular y como oprimidas aparecen las figuras de hijo huérfano y madre viuda, junto a los cuales tres hombres en actitud de desahuciada desocupación se funden en el paisaje gris, azulado, incierto.



   En la parte central del tablero destaca  mujer con los brazos en alto y de senos turgentes llevando en la cabeza un enorme cesto de frutas, que nombre al tablero, resultando una imagen llena de armonía, de belleza, de vida y de sensualidad, la cual es inmediatamente contrastada por las dos imágenes que la flanquean: la imagen de la “Mujer con Niño”, que expresa a la vez la ternura y el doloroso peso encorvado de la maternidad, como por la figura que se encuentra a su derecha,  donde el “Niño con Carrilera” mira vigilante, agazapado, con franco temor y desconfianza, las doradas nubes anhelantes sobre el horizonte que se apaga. Pinturas donde el espectador puede apreciar el arte del maestro de Lourdes en todo su esplendor, acompasado por la carrera del movimiento impreso por los pasos sobre la escalera, sobresaliendo en esta composición el doble sentimiento de compasión por las penalidades del pueblo, y de admiración por la gracia, sentimental y conmovedora, de las figuras femeninas. En ambos tableros es notoria la influencia de Diego Rivera, tanto en la composición de las formas y en el registro testimonial del momento vivido que guardan sus figuras populares, pero también en la voluntad de grandeza y monumentalidad expresada por el conjunto.







   La escalinata presenta en el descanso un nicho con venera y escultura en bronce de Benito Juárez, siendo los óleos laterales obra de Maestro Guillermo de Lourdes.[1]   Se trata de un par de hermosísimas alegorías, acaso las más estilizadas de todo el recinto, de tono heroico y estilo clasicista, consagradas a las efigies de dos ilustres durangueños: a la memoria de Francisco Zarco como representante de la Reforma, imagen que custodia una musa de atuendos romanos; y a la de Guadalupe Victoria como representante de la Independencia, custodiado por tres musas más, una de ellas a sus pies, que   son de los óleos más memorables del recinto, en el que aparece de nuevo, pero esta vez desnuda, la representación iconográfica de la mujer que como su musa recurrentemente había inspirado al pintor durante todo la ejecución de esta magna obra mural.[2]




   El colofón de la gran obra resulta grandioso: subiendo por las escaleras principales, sobre el primer frontón del corredor norte del primer piso del edificio, se encuentran la culminación de toda la serie mural pintada por Guillermo de Lourdes en el Palacio Zambrano de Durango. Se trata de una obra verdaderamente única por sus dimensiones, estructura y composición: la alegoría “La Patria con los brazos abiertos cobijando al pueblo”, en donde una gran madre extiende sus brazos con dos teas en las manos como símbolos de la luz de la conciencia, amparando con ello y cobijando a sus hijos. Patria reconocible y reconocedora, es cierto, que espera el momento inminente de abrir los ojos para estar atenta al cumplimiento de la legalidad, representada en el fresco por un obrero que lee en una gran hoja las garantáis del Artículo 123 Constitucional, en un extremo, y por una familia arropada por la garantías de  misma constitución, en el otro.



   Hay que agregar que uno de sus más cercanos discípulos por aquel entonces, Horacio Rentería Rocha, fue su ayudante en la larga serie de frescos pintados por el maestro Guillermo de Lourdes en el Palacio de Zambrano, tocándole la tarea un año más tarde  de ejecutar, en los corredores y sobre cada una de las columnas del patio central, entre 1935 y 1936, una serie de escudos de armas de algunos municipios y del mismo Estado de Durango, de curiosa factura y singulares diseños, en algunos de los cuales aportó singulares elementos heráldicos que esperan aún ser desentrañados.



II
    La obra del pintor Guillermo de Lourdes constituye una poderosa reflexión sobre la esencia de nosotros mismos y por tanto sobre nuestro presente –colmado de presencias históricas, levantadas como el polvo por el torbellino iluminante de sus pinceles, para transparentarnos como sociedad y  hacernos probar del grano de luz que ha tostado las espigas de nuestros héroes, coronados de inmortalidad o humildes y anónimos,  haciéndonos así saber también del maduro polen que ha hinchado nuestros cántaros de miel. Reminiscencias históricas, es verdad, pero que en la conjuración de las presencias lograda por la magia de la pintura nos siguen hablando, desde otro tiempo, suspendido, por tratarse de esencias imperecederas y de personalidades trascendentes, de personalidades históricas, que fueron más allá de sí mismos y de sus circunstancias, teniendo como misión y destino aclarar nuestro horizonte nacional, vertiendo en el ejemplo y en las obras los ideales más caros de la patria.



   Obra pues que tiene como fondo la presencia viva, protagónica ella misma, de nuestra zaga histórica y cultural. No se trata así solamente de la descripción de un tiempo que fue visto por los  ojos, sino del tiempo que está detrás, o antes, de las apariencias visibles –pues la geografía, el tiempo y la historia se mueven siempre sobre un trasfondo mayor: el de los ideales del hombre y la visión del cosmos defendida por una cultura. Trasfondo del sentido, en efecto,   cuyo surtidor de valores tiene como función situar, mediante la gesta histórica,  las claves, paralelos y puntos cardinales de nuestra actitud fundamental y posición en el mundo.
   Porque más allá del mero esteticismo las obras de Guillermo de Lourdes muestran simultáneamente también otra cosa: la omnipresencia de una tradición, ese trasfondo de sentido que como una red soporta y da oriente en cada sucesivo presente al sentido disperso de la sociedad y que sólo se pude manifestarse al ver la historia orgánicamente como cultura y zaga del espíritu. Así, lo que nos brinda su visión de la historia nacional y de sus pasajes son cifras de un arcano mayor de la cultura: aquel sobre el que se ha desarrollado la gran gesta de liberación nacional, inextricablemente vinculada a nuestro carácter y a las formas resistentes y singulares de dar solución a nuestras más apremiantes necesidades. Sentido de lo social, pues, vinculado estrechamente con la búsqueda de la presencia del espíritu, el cual logra anudarse medienta ese campo de valores histórico-expresivos del arte, permitiendo a una comunidad comunicar con la especie y la esencia de la humanidad en cuanto tal.



    Los grandes modelos sociales de la historia patria se presentan entonces bajo la figura de aquellos hombres que han logrado abrir un espacio en la memoria de un pueblo y de la misma geografía para que ella pueda anidar y ser habitada por el espíritu –pues el sentido de las luchas históricas es esencialmente el de hacer deseable la vida misma al interior de lo social y el de conferir un sentido al devenir del hombre, trasparentando el ritmo cordial con que late el alma a México cuando ésta se acompasa con el ritmo y sentido total del universo mismo. 
   Los ideales patrióticos encarnados en las figuras modélicas de los hermanos Flores Magón, de Arriaga y de Serdán, de Orozco y de Moya, de Madero, de Villa o de Zapata, no son así sino el complemento necesario del paisaje geográfico, que nos permiten arraigar en la tierra al abrir un lugar donde arraigue, respire y se hinche el alma de México. Así, la obra pictórica del maestro de Lourdes se abre como un lugar hecho de luz pero que esencialmente es a la vez una morada: el sitio axiológico esencial de la nación en donde poder entrar para comunicarnos con nosotros mismos al establecer un diálogo con los antepasados, donde proyectar también el espacio de resonancia para la voz de las generaciones futuras. Mundo de la historia, del pasado, en parte ausente y en parte también imaginario, es cierto, pero que en el que la nostalgia y la fantasía no representa por ello las exequias o la pérdida del pasado, la muerte de la vida o la esperanza gratuita, sino el mismo sitio iluminado por la promesa: el lugar prometido de la tierra que invoca todo el tiempo nuestra pertenencia.



   Porque es en ese espacio que las palabras “revolución” o “rebelión” se vuelven conjugables con la definición de la esencia nacional y con la revelación del sentido: por un lado, proceso de liberación de la opresión y de la dependencia colonial: por el otro, visión futura de la patria plena que vuelve, cuya utopía no está más allá que en la plenitud de su consagración: en la de su encuentro como valor y su reencuentro como valor reconocido. Gestas revolucionarias, es verdad, que no son sino un capítulo de la historia de liberación Latinoamericana, esa patria mayor y prometida que todavía nos llama pidiéndonos su encarnación en el futuro.
   La obra mural de los artistas durangueño celebra de tal modo a la patria con una mirada que toma distancia respecto de lo que “nuestro”,  desechando por tanto la moneda corriente de quisiera apropiarse de su tradición, para poner el acento de México en otra parte: aquella donde vive su alma, y a la que sólo se puede pertenecer al hermanarnos con su pueblo y al enraizar con el espíritu en su geografía. La verdad de México es así para el pintor una verdad indecible y una tradición inaprensible que pide ir más allá del rito y de la máscara de la tradición, mostrando de tal modo que la verdad vive en la tradición y que precisamente por ello es fija, eterna y diamantina: que es sagrada, pues, e  intocable –ya que ella no depende de nuestra afirmación,  sino que somos más bien nosotros los que requerimos ser afirmados por ella. No se trata así de ese nacionalismo monstruoso y petrificante vuelto verdad apresada, que solo puede conducirnos a dejar de ser cuando intentamos conquistarla para hacerla nuestra; por el contrario, se trata de ese clasicismo decantado en esa misma tradición nacional que pone su empeño en conducirnos a una verdad libre, a la verdad de la libertad, justamente por ser a la vez indecible e inaprensible, que nos exige ser fieles no a su letra, sino a su espíritu al entregamos a ella para llenar y complementar su imagen -revelándose entonces la patria como aquello a lo que pertenecemos, como aquella alma por la que vivimos, y es solo entonces cuando seremos nosotros los que pertenecemos a ella.



   De tal manera, la patria y la tradición espiritual que la constituye dejan de ser una entelequia, para convertirse en un tesoro -donde puede latir nuestro corazón para cantar con sus canciones y bailar entre sus ritmos. Porque es sólo en ese reconocimiento de nuestra pertenencia al alma de la patria que ella puede abre, permitiendo a su vez que la tradición nos reconozca dejándonos participar de su belleza. Patria reconocida y reconocedora, es verdad, donde trabar un diálogo amoroso con ella, en el que se nos presenta la tradición en lo que tiene de Madre-mundo: de tiempo reconquistado y detenido, que es también el tiempo que llega, el tiempo de la promesa que llega al fin para cumplirse.
   Tiempo prometido y tiempo de cumplimiento en el largo proceso de naturalización del hombre: de volverse hombre en una tierra para hacerla patria –lugar donde reconocer su tradición y donde ser reconocidos por el limpio amor de su belleza. Lugar, pues, donde poder hincar el pie y recuperarnos a nosotros mismos –porque el hombre es connatural a la belleza, porque la belleza ha sido siempre nuestra verdadera patria.
   Así, lo que nos dicen los murales de Guillermo de Lourdes es la presencia viva de la patria a través de las figuras de su historia. Su obra se cierra así por ello con la visión de una madre por reconocer que, a pesar de la lucha de facciones, siempre ha estado ahí, con los brazos abiertos para reconocernos. Obra de arte en toda la extensión de la palabra, que también nos indica una tarea  ser cumplida, en medio de la crisis hoy más que nunca turbulenta de la modernidad globalizada y de la aceleración de la historia: la de establecer un firme asidero en las actividades cotidianas de la vida social, por medio de un centro radial orientador en las raíces y nuevas florescencias  de nuestra cultura patria, como vía para  cultivar la realidad y llegar colectivamente a una visión más clara de la esencia.






[1] Benito Juárez, a su regreso del exilio en la ciudad de El Paso, Texas, en el año de 1867, se alojó en Durango en el Palacio de Zambrano, siendo el edificio por unos días Cede del Poder Ejecutivo. Hay que destacar que en el patio trasero del edificio se encuentras dos grandes vitrales teniendo como tema la figura del “Benemérito de las Américas” Don Benito Juárez.  
[2] Respecto de la modelo que inspirara tan vivamente la imaginación del Maestro Manuel Guillermo de Lourdes poco sabemos, Hay quien afirma que se trataba de una hermosa mujer perteneciente a la familia Bracho, lo que explicaría la salida intempestiva del Maestro de Lourdes de la ciudad de Durango, donde estaba formando a los nuevos artistas locales, y su traslado a la ciudad de Torreón, así como el rumor de que el gobernador de ese tiempo, Carlos Real, se hubiera negado a finiquitar el adeudo por el trabajo mural realizado en el Palacio de Zambrano.  






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