domingo, 16 de marzo de 2014

Oscar Mendoza: Impulsos y Arcanos (Dos Pretextos) Por Alberto Espinosa Orozco

Oscar Mendoza: Impulsos  y Arcanos
(Dos Pretextos)
Por Alberto Espinosa Orozco 

“El alma corresponde a la divino
como el ojo corresponde al Sol.”
Karl G. Jung

“La verdad es el fondo
del tiempo sin historia.”
Octavio Paz




I
   La obra más reciente de  Oscar Mendoza da un paso adelante, al incursionar en el grabado abstracto con un par de imágenes que, partiendo de las zonas  inconscientes de la acción, empiezan a revelar las profundidades del hombre interior (Impulsos Arcanos A y B). Con ello el artista durangueño incursiona en uno de los temas más caros del surrealismo y de la psicología profunda: el del modelo interior.
   A partir de una estructura abstracta impresa en tonos primarios de color magenta e índigo  (que vivamente recuerda las multiplicadas “Tes” obsesivas de Vicente Rojo), el grabador topa con un contenido espontáneo correspondiente a una experiencia interior que constituye un arquetipo: se trata, en efecto, de un tipo preexistente en el alma, hallado como algo que imprime, como un sello  grabador y que comprende al tipo como efecto del golpe de la impresión –no como un mero símbolo de un objeto desconocido (Impulsos y Arcanos B). Es algo que deja su huella, que lleva a cabo la grabación mediante un golpe que marca su impronta y que no sabemos de donde procede –igual que ignoramos el origen del alma y no podemos atrapar los pensamientos.   Es la “T” que se completa para volverse la cruz en el martirio y la visión del rostro que obliga a convertirse en verdad a quien lo mira. Es el encuentro con lo que del tiempo queda: es la cruz y la rosa cárdena de la carne escarnecida que vuelta espíritu a diario resucita. También desarrollo formal que revela la encarnación de un valor.
   La función religiosa, como experiencia de la propia alma, encuentra así en la formación natural de la conciencia que está impresa en ella el arquetipo de la imagen de Dios, él cual actúa entonces participando en su vida e influyendo en ella como parte del desarrollo natural de la conciencia. Visión y descubrimiento del Misterium Magnum, pues, fundado particularmente en el alma humana, en donde la figura divina aparece como la propiedad más íntima de cada uno de nosotros –pues es en el acercamiento a la figura de Cristo que el alma logra su acabamiento y cristalización cabal. Porque el alma, lejos de ser un pobre humo, tiene, en su propia naturaleza la génesis los fenómenos religiosos. Así, el tema de la obra actual de Mendoza es el de una cosa recóndita, arcana, de secreto muy importante: de un misterio, de una cosa oculta, que se manifiesta como la visión del rostro sagrado.
   El alma, en efecto, tiene una relación de correspondencia con la esencia de lo divino. Es el descubrimiento de la fuente de agua viva que ilumina vivificando el alma y que permite entrar al jardín interior y tener en él un templo. Porque ser fieles a Cristo, vivir en Cristo, es hacer de él un lugar –lugar sagrado, no subordinado o central que establece los puntos cardinales, salvadores, para orientarse en el camino. Así, el mediador divino permite penetrar en el desfiladero misterioso, en las profundidades del alma humana por la abertura central, donde el corazón no está más puesto en lo que le pertenece, sino en aquello a lo que pertenecemos –permitiendo así ser hermanos: ser hermanos en Cristo, despertando la torre de la conciencia a una más profunda responsabilidad.
   Ser fieles a Cristo no es, en efecto, vivir su vida o copiarla, sino hacer de él un lugar, vivir la vida en una especie de paralelismo orientador que, a diferencia de los infieles e impíos, permite la representación de nuestra acción en el mundo. No implica transformarnos exteriormente en esa figura, sino más bien ser fieles a nuestra alma. El verdadero cristianismo exige, en efecto, esa autenticidad: exige transformarnos en quienes teníamos que ser para coincidir con nuestra alma. No se trata de construirse una personalidad para coincidir con una imagen entrevista en los sueños de la infancia, sino ser fieles a esa imagen descubierta haciéndole un recinto en la intimidad. Para ello hay que hacer un lugar en la interioridad, hay que poner corazón y abrirlo para que el alma encarne en la vida. Porque la iluminación del alma solo viene cuando ponemos el corazón con el acento en otro lado –no en aquello que nos pertenece (el corazón), sino en aquello a lo cual pertenecemos y de donde realmente somos. Porque el alma es ese lugar prometido que permite llegar a nosotros mismos y tocar la otra orilla del ser, pero que a la vez no nos pertenece –puesto que el alma es un lugar sagrado. Lugar sagrado, en efecto, al que más bien nosotros pertenecemos. Lugar cuya luz es el mediador divino y en cuya iluminación se da la facultad del habla, pues esa luz es comunicación y diálogo con nuestro ser más profundo –luz que permite entrar en ella como un lugar, bastando sólo una chispa de su luz para sacarnos totalmente de la oscuridad y las tinieblas. Ese lugar es sagrado, es un templo siempre abierto al que en todo tiempo podemos entrar y el cual permite disolver el malentendido del mundo y reconciliarnos con el origen de nuestra verdadera patria olvidada: con nuestro Padre que está en el Cielo y es al fin reconocido (porque el Padre está en Cristo y Cristo está en el Padre).
   El arquetipo divino tiende, en efecto, al desarrollo y diferenciación infinita en la individualidad creadora. Porque cuando Dios está dentro del alma consciente y desarrollada, cuando ha penetrado profundamente en el alma humana, es guía de los impulsos influyentes y de los motivos decisivos de la persona, elevando y desarrollando el alma del hombre interior. La indeterminación del arquetipo se debe a que es una figura no traducible a la literalidad de la explicación; es más bien la mostración de la individualidad más desarrollada del tipo más logrado del alma humana –teniendo por ello el carácter de lo único y extraordinario, de lo no condicionado y de lo absoluto, trazando con ello la diferencia con lo profano, con lo subordinado, con lo secular e incluso con lo ordinario. Así, el alma ordinaria y vacía, el alma insignificante, de valor nulo y despersonalizada, deja de participar de la vida del ser humano por carecer de las nociones de lo más alto (el valor máximo = Cristo) y de lo más bajo (la indignidad máxima, lo más grave y reprochable = el pecado), encuentra mediante la impresión del arquetipo el lugar de la apertura donde adquirir cuerpo y volumen, altura y profundidad, mediante una visión –pues el ojo corresponde al Sol como el alma corresponde a Dios.
   Lo sagrado aparece entones como el fundamento, como el punto cardinal de las orientaciones, como algo que siempre hay, como una reserva o fondo firme donde poner pie y salvarse. Así, la salvación para el yo no es destruirlo, sino salvarlo. La salvación del yo está entonces en hacer vivir algo y  habitarlo. Su vía de acción es la creación: es hacer vivir el lenguaje, es habitar en las imágenes al poner el alma en ello. Es entones que la creación es un lugar donde se puede entrar y es por tanto sagrada. Es por ello que la figura del mediador divino apunta siempre a la intimidad: al alma de la individualidad creadora.
   Descubrimiento, desarrollo y elevación, pues, del hombre total oculto (del hombre nuevo) a través de la realización del modelo en la esfera de la vida individual y con los propios medios -pues el Ars totum requirit hominem. Es así que en la personalidad creadora existen los valores más elevados, por lo que aquellos a los que es dado ver la luz requieren de una extensión inconmensurable y de una profundidad insondable –naturaleza fascinante y terrible de quien enfrenta a la totalidad en una experiencia no carente de temor, incluso de espanto.
   Conciencia de las profundas raíces del ser humano que encuentra la misteriosa relación con el hombre interior, penetrando la profundidad del alma humana guiado por el mediador divino. Encuentro, pues, con el sendero a la interioridad espiritual, que no es sino una larguísima vía de sinuosidades laberínticas que une posturas antagónicas entre sí -pues al exigir ver la totalidad, al verlo todo, tiene necesariamente que pasar por los extremos. Camino oculto y misterioso, es verdad, pues nuestro ser consciente no puede abarcar la vida del alma –a través de la cual actúa Dios desde dentro y desde fuera siguiendo secretos senderos.  Inspección, pues, que toca la naturaleza del alma, que tiene entre sus dignidades la conciencia de una relación con la divinidad: el de su inmortalidad, que la eleva que la eleva por arriba del cuerpo perecedero por poseer una cualidad sobrenatural.
   La alta misión educadora del arte de ver tiene así como contenido psicológico una visión interior, un acto de ver, tener una experiencia interior de un tipo existente en el alma donde se da la experiencia de la totalidad como comprensión de lo contradictorio: es la antinomia moral que nos enfrente a los hermanos gemelos enemigos del bien y del mal en choque dentro de la misma individualidad. Visión también que desgarra el velo del abismo de la contrariedad del mundo por la manifestación de la realidad del mal, que quisiera crucificar todo lo viviente, y de su incompatibilidad con el bien, suspendida en el padecimiento y el sufrimiento moral.
II
   En un espléndida impresión a color de un grabado al aguafuerte   (Impulsos y Arcanos Serie A) Oscar Mendoza toma como modelo el paisaje regional a la hora del atardecer. La luz del sol pareciera impregnar la tierra y esparcirse como el grano y tostando la arena o las espigas cuando el sol mismo ha emprendido ya su viaje melancólico y el celaje se viste con el manto de las sombras nocturnas. Paisaje en cierto modo vangoghiano  que en el mero registro de las partículas sensibles va conformando una especie de segundo plano, dando cuenta así también en su composición de lo que late más allá de las apariencias. Desarrollo que empieza como una meditación abstraccionista, pero que inmediatamente revela, por medio de una temperada armonización de las cromatizaciones, la alquimia de la luz, logrando con ello la viva germinación de sus semillas.  
   El astro dominante reverbera entonces sobre la tierra siguiendo la senda repetida, mientras allá a lo lejos el espejo de la luna como un centavo diminuto de blanca plata espera su llegada. La noche mientras tanto deja asomar un rostro burlón en el que hay algo de simiesco y de labios sellados –semejando a uno de los Veladores en su arrogante sonrisa socarrona declarara que si Dios hizo el Cielo y la Luz, el Príncipe de las Tinieblas tocó crear las Tinieblas y el Abismo, jactándose de que la Oscuridad existió antes de la Creación, no como mera ausencia de luz sino como una entidad real.
  Es pues la tierra todavía iluminada que entra en la en oscura, creando por el contraste de las fuerzas enfrentadas una serie de reverberaciones y sugerencias a la mirada del espectador. Así, bajo la solfa de un estilo que podría llamarse minimalista, despojado de todo lo excesivo en su frugalidad y purismo de trazo decidido, en el artista durangueño pareciera haber un tono sonriente de profunda humildad, como quien danza ante la evidencia de algo sagrado, como quien celebra ante un altar el choque ardiente del día con la noche. La calidad de la expresión, la calidad formal o terminal de la obra se relaciona así dialécticamente con la calidad de la relación de vida establecida por el artista al iniciar la obra como un doble juego polar, en el que se da un profundo realismo entendido como una relación de intimidad con la vida.
   Relación de humildad, incluso de autosacrificio, que brinda una especie de gracia que permite al grabador reconocerse en todo y reconciliarse plenamente con la vida. También volver a las raíces de lo humano y del ser humano donde la autenticidad de la persona coincide puntualmente con la trasparencia del arte –porque la verdadera obra de arte, al igual que la persona, tiene el poder de la mirada real, que a la vez que nos despetrifica nos obliga a convertirnos a nuestra vez en vida.
   Es la verdad del arte, que nos invita a recorrer el camino, a caminar en la vida para naturalizarse hombre y hacer de esta tierra una patria transparente. El arte, en efecto, es el proceso de naturalización del hombre, de hacerse hombre natural mediante el combate interno con elementos hostiles. Porque la humanidad no es algo que se tenga como una posesión, sino un lugar al que se entra por medio de un proceso de autoeducación, el cual implica despertar a una memoria donde reina la vida del espíritu. Mundo que en parte se descubre y que en parte se inventa construyendo así el recinto de la intimidad y dando espacio imaginario al desarrollo de una condición: la condición humana –la cual tiene como tarea negativa de desenajenarnos de las apariencias del mundo y de la escoria sensible de uno mismo.
   Movimiento en el que hay también que recuperar la casa invisible, restaurar la casa interna, restableciendo las relaciones de intimidad con la vida. Condición a su vez de este mundo una patria –y que es transparente porque no oculta la tierra. Establecimiento, pues, por medio del arte de la condición humana, que es lo que le permite a la obra artística iluminarnos, ser un órgano, un pulmón de la luz.   
   La obra de arte se presenta así, no como un metalenguaje que requiere de un código para su desciframiento, sino como un prelenguaje, un protlenguaje, que aparece como un polo del sentido, que es casi un sinsentido porque no es transparente, como no es transparente una evidencia que nos desarma o una fuente de luz -lo que es transparente en cambio es lo que ese lenguaje traspasa y el lugar que él habita. Arte, pues, que es el modo de aceptar vivir abiertamente y decidirse a aceptar la vida con alegría. Porque la obra de arte es también la revelación radical de la persona.
III
   El hombre, ser expuesto a los elementos y que nace en medio de las fuerzas de la Naturaleza, nace simultáneamente por la acción fecunda de Eros en la Humanidad, en la cultura humana –siempre bajo la forma de una lengua, de un legado y de una historia.  Mundo de valores, mundo simbólico y espiritual que rodea al hombre por todas partes y al que pertenece, y de donde es realmente, que se despliega como una casa habitable, como un espacio que ha existido antes y sobrevivirá al individuo particular: como una memoria. Porque la humanidad no es una propiedad, sino una tarea que empuja al hombre a descubrir y a la vez a construir una interioridad, un recinto para que habite su espíritu  y se comunique con el espíritu de la raza, de la lengua o de la especie -y esto no de una vez por todas sino en un esfuerzo sostenido en todo momento y cada instante de su vida.
   El hombre, en efecto, va recorriendo y haciendos4e familiar de ese mundo humano paralelamente al encuentro y construcción de su intimidad.  Pero ambos mundos pueden perderse, pueden dejar de existir en algún momento de su travesía, de su camino de encuentro y edificación. La pérdida parcial de ese doble mundo conjugado, sus choques desarmónicos o hirsutos desequilibrios, sus valles de penuria o su temblor anémico, nos instan así a la búsqueda del espíritu, lanzándonos a la aventura de su recuperación en las alas del recuerdo o del pensamiento, de la imagen o de la poesía, donde es más claro el horizonte final de esa añorada patria perdida. Su primer nombre genérico, nadie lo ignora,  se llama “arte”, porque tal es el nombre humano de nuestra tierra natal, que ha existido siempre aunque hayas nacido lejos de ella.
   Es por ello que el artista es por antonomasia el extranjero, del viajero que desde su puesto de vigía explora los territorios visibles que despuntan en el horizonte, buscando insaciable entre cavernas y montañas las fuentes que indican el centro de la tierra prometida, la tierra firme de la otra orilla. Es así también por definición el “habitante”: el familiar del mundo. El artista, en efecto, poniendo manos a la obra realiza su intimidad al través de un diálogo con el mundo: de una hechura que simultáneamente habla de los orígenes y de lo que pasa, pero que al filtrar, al moler o trillar sus materiales e incorporar el sentido disperso pendiente en el torbellino de lo social, da a la vez constancia también de lo que queda. .
   La búsqueda de la tierra natal hace así del artista no sólo un extranjero, sino también un exiliado; lo hace también un aprendiz de mago que hace, ante los elementos del despojo, de la intemperie y de la orfandad, su casa de nómada en medio del destierro. Que hace, pues, su tierra en el aire, recogiendo los granos de las espigas luminosas, atrapando en el aire sus burbujas de luz, para así preservar la chispa o detener la perla –en cuya pálida pátina queda el reflejo de un rostro olvidado, o el calor de tierra nativa, del fiel paraíso, de la patria perdida.
   La altura de nuestra edad histórica añade a la búsqueda de esa tierra humana un elemento de inestabilidad y de peligro: el del extravío de los puntos cardinales, sólidos y fijos, que serían orientadores y salvadores para el perdido. El buscador de maravillas se encuentra entonces, como en mar abierto,  en la zozobra de la búsqueda, al moverse él mismo sobre de un elemento el mismo fluctuante. Su imagen es igual el de las aguas succionantes del tropel arenisco de resaca que la cuerda de los flujos arrastrados por la lejana catarata. Fuerzas abismales de las aguas que nos mueven a capricho con sus particulares obstáculos y escollos, imponiéndose de tal manera el extremo peligro ante nuestro paso no sólo el de la confusión de los caminos, sino el de su ausencia, el del extravío de las orientaciones mismas –antes dadas tradicionalmente por el legado del saber y la cultura.
   La búsqueda de ese solar nativo equivale así a una peregrinación –que sólo puede hacerse por fuera si simultáneamente corresponde a un peregrinaje interior. Porque la búsqueda exterior es también la de un centro interior más estable y esencial donde la persona pueda concentrarse para luego expandirse
   El artista durangueño  Oscar Mendoza ha ido en su camino artístico por la vía que conduce al centro, encontrando su obra por ello el valor absoluto del alma como libre y autónoma al estar en concordancia con el libere mandato del espíritu.  Porque el alma humana tiene por su naturaleza propia la capacidad de reconocer la verdad, que está en el hombre mismo formando el mismo centro de su ser y en relación con el espíritu. El alma como entidad ontológica (no como realidad psicomental) tiene así que ser reconocida por la vía de la libertad -camino que lleva al centro del propio ser.
   Por lo contrario, ignorar el propio centro, no reconocer la propia alma por una especie de absurda amnesia en la que las distracciones del mundo y el falso arte colaboran activamente, constituye el peor desastre de la humanidad al alejar sin remedio de la condición humana misma.
   Es por ello que tenemos que salvarnos de lo profano, del devenir y de la historia, que equivalen a no-ser, y entrar a una zona sagrada, que es siempre un templo, un centro el mundo, para entrar en contacto con el ser. La obra gráfica más reciente del maestro durangueño ha incursionado así en el descubrimiento y mostración estética de ese principio ontológico que precede al hombre y lo trasciende. Para ello ha incursionado en una actitud cuyos resultados estéticos dan cuenta de la exploración de la búsqueda más prístina del centro de la persona (metafísica), dejándose imantar también por lo sagrado que está fuera del hombre (religión).
   Todo arte verdadero aspira al realismo profundo, que es el rendirse ante la realidad para cumplirla. El arte rompe el sagrado silencio de la realidad al expresarla, pero sólo la expresa o la dice si ante la virginidad que se ofrece logra tocarla y romperla traduciendo su abrupta mostración al ser fiel a su evidencia. Entonces lo que el arte dice de la vida lo traduce, diciendo así fielmente lo que también dice la vida.  A diferencia del arte falso, irreal, palabrero o tecnicista, que sólo rompe el silencio de la realidad para sacar provecho de esa violación, que codicia la virginidad sólo para al romperla manchar su dignidad o que copia la realidad para dejarla intacta –por ejemplo, cuando el arte sólo mira los resortes y mecanismos de la imagen, dando por resultado algo menor a la realidad o con que exhalarse de ella.  Sólo el arte real toma la virginidad de la realidad que se le ofrece rompiendo su silencio sagrado justamente para devolverle su dignidad sin mancha. Es el arte entonces acto: evidencia donde se confunde lo que el arte dice de la vida con lo que la vida misma es –enredando entonces el sentido del arte con el sentido de la vida. Es entonces cuando el arte es un lenguaje vivo y germinal, que es original por ser originario y fundamental por ser fundador, llegando a ser una tierra fértil y firme como el suelo.
   La realidad es apreciada por el arte entonces como una virginidad, porque tiene que romperse el silencio sagrado de la realidad, pero sólo es arte real, a diferencia del arte falso, palabrero o colorista, cuando toma la virginidad de la realidad que se le ofrece justamente para devolverle su dignidad sin mancha. Es el arte entonces acto, evidencia, donde se confunde lo que el arte dice de la vida con lo que la vida misma es.




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