Oscar Mendoza: Impulsos y Arcanos
(Dos Pretextos)
Por Alberto Espinosa Orozco
(Dos Pretextos)
Por Alberto Espinosa Orozco
“El alma corresponde a la divino
como el ojo corresponde al Sol.”
Karl
G. Jung
“La verdad es el fondo
del tiempo sin historia.”
Octavio
Paz
I
La obra más
reciente de Oscar Mendoza da un paso
adelante, al incursionar en el grabado abstracto con un par de imágenes que,
partiendo de las zonas inconscientes de
la acción, empiezan a revelar las profundidades del hombre interior (Impulsos Arcanos A y B). Con ello el
artista durangueño incursiona en uno de los temas más caros del surrealismo y
de la psicología profunda: el del modelo interior.
A partir de
una estructura abstracta impresa en tonos primarios de color magenta e
índigo (que vivamente recuerda las
multiplicadas “Tes” obsesivas de Vicente Rojo), el grabador topa con un
contenido espontáneo correspondiente a una experiencia interior que constituye
un arquetipo: se trata, en efecto, de un tipo preexistente en el alma, hallado
como algo que imprime, como un sello
grabador y que comprende al tipo como efecto del golpe de la impresión
–no como un mero símbolo de un objeto desconocido (Impulsos y Arcanos B). Es algo que deja su huella, que lleva a cabo
la grabación mediante un golpe que marca su impronta y que no sabemos de donde
procede –igual que ignoramos el origen del alma y no podemos atrapar los
pensamientos. Es la “T” que se completa
para volverse la cruz en el martirio y la visión del rostro que obliga a
convertirse en verdad a quien lo mira. Es el encuentro con lo que del tiempo
queda: es la cruz y la rosa cárdena de la carne escarnecida que vuelta espíritu
a diario resucita. También desarrollo formal que revela la encarnación de un
valor.
La función
religiosa, como experiencia de la propia alma, encuentra así en la formación
natural de la conciencia que está impresa en ella el arquetipo de la imagen de
Dios, él cual actúa entonces participando en su vida e influyendo en ella como
parte del desarrollo natural de la conciencia. Visión y descubrimiento del Misterium Magnum, pues, fundado
particularmente en el alma humana, en donde la figura divina aparece como la
propiedad más íntima de cada uno de nosotros –pues es en el acercamiento a la
figura de Cristo que el alma logra su acabamiento y cristalización cabal.
Porque el alma, lejos de ser un pobre humo, tiene, en su propia naturaleza la
génesis los fenómenos religiosos. Así, el tema de la obra actual de Mendoza es
el de una cosa recóndita, arcana, de secreto muy importante: de un misterio, de
una cosa oculta, que se manifiesta como la visión del rostro sagrado.
El alma, en
efecto, tiene una relación de correspondencia con la esencia de lo divino. Es
el descubrimiento de la fuente de agua viva que ilumina vivificando el alma y que
permite entrar al jardín interior y tener en él un templo. Porque ser fieles a
Cristo, vivir en Cristo, es hacer de él un lugar –lugar sagrado, no
subordinado o central que establece los puntos cardinales, salvadores, para
orientarse en el camino. Así, el mediador divino permite penetrar en el
desfiladero misterioso, en las profundidades del alma humana por la abertura
central, donde el corazón no está más puesto en lo que le pertenece, sino en
aquello a lo que pertenecemos –permitiendo así ser hermanos: ser hermanos en Cristo,
despertando la torre de la conciencia a una más profunda responsabilidad.
Ser fieles a
Cristo no es, en efecto, vivir su vida o copiarla, sino hacer de él un lugar,
vivir la vida en una especie de paralelismo orientador que, a diferencia de los
infieles e impíos, permite la representación de nuestra acción en el mundo. No
implica transformarnos exteriormente en esa figura, sino más bien ser fieles a
nuestra alma. El verdadero cristianismo exige, en efecto, esa autenticidad: exige
transformarnos en quienes teníamos que ser para coincidir con nuestra alma. No se trata de construirse una
personalidad para coincidir con una imagen entrevista en los sueños de la
infancia, sino ser fieles a esa imagen descubierta haciéndole un recinto en la
intimidad. Para ello hay que hacer un lugar en la interioridad, hay que poner
corazón y abrirlo para que el alma encarne en la vida. Porque la iluminación
del alma solo viene cuando ponemos el corazón con el acento en otro lado –no en
aquello que nos pertenece (el corazón), sino en aquello a lo cual pertenecemos
y de donde realmente somos. Porque el alma es ese lugar prometido que permite
llegar a nosotros mismos y tocar la otra orilla del ser, pero que a la vez no
nos pertenece –puesto que el alma es un lugar sagrado. Lugar sagrado, en
efecto, al que más bien nosotros pertenecemos. Lugar cuya luz es el mediador
divino y en cuya iluminación se da la facultad del habla, pues esa luz es
comunicación y diálogo con nuestro ser más profundo –luz que permite entrar en
ella como un lugar, bastando sólo una chispa de su luz para sacarnos totalmente
de la oscuridad y las tinieblas. Ese lugar es sagrado, es un templo siempre
abierto al que en todo tiempo podemos entrar y el cual permite disolver el
malentendido del mundo y reconciliarnos con el origen de nuestra verdadera
patria olvidada: con nuestro Padre que está en el Cielo y es al fin reconocido
(porque el Padre está en Cristo y Cristo está en el Padre).
El arquetipo
divino tiende, en efecto, al desarrollo y diferenciación infinita en la
individualidad creadora. Porque cuando Dios está dentro del alma consciente y
desarrollada, cuando ha penetrado profundamente en el alma humana, es guía de
los impulsos influyentes y de los motivos decisivos de la persona, elevando y
desarrollando el alma del hombre interior. La indeterminación del arquetipo se
debe a que es una figura no traducible a la literalidad de la explicación; es
más bien la mostración de la individualidad más desarrollada del tipo más
logrado del alma humana –teniendo por ello el carácter de lo único y
extraordinario, de lo no condicionado y de lo absoluto, trazando con ello la
diferencia con lo profano, con lo subordinado, con lo secular e incluso con lo
ordinario. Así, el alma ordinaria y vacía, el alma insignificante, de valor
nulo y despersonalizada, deja de participar de la vida del ser humano por
carecer de las nociones de lo más alto (el valor máximo = Cristo) y de lo más
bajo (la indignidad máxima, lo más grave y reprochable = el pecado), encuentra
mediante la impresión del arquetipo el lugar de la apertura donde adquirir
cuerpo y volumen, altura y profundidad, mediante una visión –pues el ojo
corresponde al Sol como el alma corresponde a Dios.
Lo sagrado
aparece entones como el fundamento, como el punto cardinal de las
orientaciones, como algo que siempre hay, como una reserva o fondo firme donde
poner pie y salvarse. Así, la salvación para el yo no es destruirlo, sino
salvarlo. La salvación del yo está entonces en hacer vivir algo y habitarlo. Su vía de acción es la creación:
es hacer vivir el lenguaje, es habitar en las imágenes al poner el alma en
ello. Es entones que la creación es un lugar donde se puede entrar y es por
tanto sagrada. Es por ello que la figura del mediador divino apunta siempre a
la intimidad: al alma de la individualidad creadora.
Descubrimiento, desarrollo y elevación, pues, del hombre total oculto
(del hombre nuevo) a través de la realización del modelo en la esfera de la
vida individual y con los propios medios -pues el Ars totum requirit hominem. Es así que en la personalidad creadora
existen los valores más elevados, por lo que aquellos a los que es dado ver la
luz requieren de una extensión inconmensurable y de una profundidad insondable
–naturaleza fascinante y terrible de quien enfrenta a la totalidad en una
experiencia no carente de temor, incluso de espanto.
Conciencia de
las profundas raíces del ser humano que encuentra la misteriosa relación con el
hombre interior, penetrando la profundidad del alma humana guiado por el
mediador divino. Encuentro, pues, con el sendero a la interioridad espiritual,
que no es sino una larguísima vía de sinuosidades laberínticas que une posturas
antagónicas entre sí -pues al exigir ver la totalidad, al verlo todo, tiene necesariamente
que pasar por los extremos. Camino oculto y misterioso, es verdad, pues nuestro
ser consciente no puede abarcar la vida del alma –a través de la cual actúa
Dios desde dentro y desde fuera siguiendo secretos senderos. Inspección, pues, que toca la naturaleza del
alma, que tiene entre sus dignidades la conciencia de una relación con la
divinidad: el de su inmortalidad, que la eleva que la eleva por arriba del
cuerpo perecedero por poseer una cualidad sobrenatural.
La alta
misión educadora del arte de ver tiene así como contenido psicológico una
visión interior, un acto de ver, tener una experiencia interior de un tipo
existente en el alma donde se da la experiencia de la totalidad como
comprensión de lo contradictorio: es la antinomia moral que nos enfrente a los
hermanos gemelos enemigos del bien y del mal en choque dentro de la misma
individualidad. Visión también que desgarra el velo del abismo de la
contrariedad del mundo por la manifestación de la realidad del mal, que
quisiera crucificar todo lo viviente, y de su incompatibilidad con el bien,
suspendida en el padecimiento y el sufrimiento moral.
II
En un
espléndida impresión a color de un grabado al aguafuerte (Impulsos
y Arcanos Serie A) Oscar Mendoza toma como modelo el paisaje regional a la
hora del atardecer. La luz del sol pareciera impregnar la tierra y esparcirse
como el grano y tostando la arena o las espigas cuando el sol mismo ha
emprendido ya su viaje melancólico y el celaje se viste con el manto de las
sombras nocturnas. Paisaje en cierto modo vangoghiano que en el mero registro de las partículas
sensibles va conformando una especie de segundo plano, dando cuenta así también
en su composición de lo que late más allá de las apariencias. Desarrollo que
empieza como una meditación abstraccionista, pero que inmediatamente revela,
por medio de una temperada armonización de las cromatizaciones, la alquimia de
la luz, logrando con ello la viva germinación de sus semillas.
El astro
dominante reverbera entonces sobre la tierra siguiendo la senda repetida,
mientras allá a lo lejos el espejo de la luna como un centavo diminuto de
blanca plata espera su llegada. La noche mientras tanto deja asomar un rostro
burlón en el que hay algo de simiesco y de labios sellados –semejando a uno de
los Veladores en su arrogante sonrisa socarrona declarara que si Dios hizo el
Cielo y la Luz, el Príncipe de las Tinieblas tocó crear las Tinieblas y el
Abismo, jactándose de que la Oscuridad existió antes de la Creación, no como
mera ausencia de luz sino como una entidad real.
Es pues la
tierra todavía iluminada que entra en la en oscura, creando por el contraste de
las fuerzas enfrentadas una serie de reverberaciones y sugerencias a la mirada
del espectador. Así, bajo la solfa de un estilo que podría llamarse
minimalista, despojado de todo lo excesivo en su frugalidad y purismo de trazo
decidido, en el artista durangueño pareciera haber un tono sonriente de
profunda humildad, como quien danza ante la evidencia de algo sagrado, como
quien celebra ante un altar el choque ardiente del día con la noche. La calidad
de la expresión, la calidad formal o terminal de la obra se relaciona así
dialécticamente con la calidad de la relación de vida establecida por el
artista al iniciar la obra como un doble juego polar, en el que se da un
profundo realismo entendido como una relación de intimidad con la vida.
Relación de
humildad, incluso de autosacrificio, que brinda una especie de gracia que
permite al grabador reconocerse en todo y reconciliarse plenamente con la vida.
También volver a las raíces de lo humano y del ser humano donde la autenticidad
de la persona coincide puntualmente con la trasparencia del arte –porque la
verdadera obra de arte, al igual que la persona, tiene el poder de la mirada
real, que a la vez que nos despetrifica nos obliga a convertirnos a nuestra vez
en vida.
Es la verdad
del arte, que nos invita a recorrer el camino, a caminar en la vida para
naturalizarse hombre y hacer de esta tierra una patria transparente. El arte,
en efecto, es el proceso de naturalización del hombre, de hacerse hombre
natural mediante el combate interno con elementos hostiles. Porque la humanidad
no es algo que se tenga como una posesión, sino un lugar al que se entra por
medio de un proceso de autoeducación, el cual implica despertar a una memoria
donde reina la vida del espíritu. Mundo que en parte se descubre y que en parte
se inventa construyendo así el recinto de la intimidad y dando espacio
imaginario al desarrollo de una condición: la condición humana –la cual tiene
como tarea negativa de desenajenarnos de las apariencias del mundo y de la
escoria sensible de uno mismo.
Movimiento en
el que hay también que recuperar la casa invisible, restaurar la casa interna,
restableciendo las relaciones de intimidad con la vida. Condición a su vez de
este mundo una patria –y que es transparente porque no oculta la tierra.
Establecimiento, pues, por medio del arte de la condición humana, que es lo que
le permite a la obra artística iluminarnos, ser un órgano, un pulmón de la
luz.
La obra de
arte se presenta así, no como un metalenguaje que requiere de un código para su
desciframiento, sino como un prelenguaje, un protlenguaje, que aparece como un
polo del sentido, que es casi un sinsentido porque no es transparente, como no
es transparente una evidencia que nos desarma o una fuente de luz -lo que es
transparente en cambio es lo que ese lenguaje traspasa y el lugar que él
habita. Arte, pues, que es el modo de aceptar vivir abiertamente y decidirse a
aceptar la vida con alegría. Porque la obra de arte es también la revelación
radical de la persona.
III
El hombre,
ser expuesto a los elementos y que nace en medio de las fuerzas de la
Naturaleza, nace simultáneamente por la acción fecunda de Eros en la Humanidad,
en la cultura humana –siempre bajo la forma de una lengua, de un legado y de
una historia. Mundo de valores, mundo
simbólico y espiritual que rodea al hombre por todas partes y al que pertenece,
y de donde es realmente, que se despliega como una casa habitable, como un
espacio que ha existido antes y sobrevivirá al individuo particular: como una
memoria. Porque la humanidad no es una propiedad, sino una tarea que empuja al
hombre a descubrir y a la vez a construir una interioridad, un recinto para que
habite su espíritu y se comunique con el
espíritu de la raza, de la lengua o de la especie -y esto no de una vez por
todas sino en un esfuerzo sostenido en todo momento y cada instante de su vida.
El hombre, en
efecto, va recorriendo y haciendos4e familiar de ese mundo humano paralelamente
al encuentro y construcción de su intimidad.
Pero ambos mundos pueden perderse, pueden dejar de existir en algún
momento de su travesía, de su camino de encuentro y edificación. La pérdida
parcial de ese doble mundo conjugado, sus choques desarmónicos o hirsutos
desequilibrios, sus valles de penuria o su temblor anémico, nos instan así a la
búsqueda del espíritu, lanzándonos a la aventura de su recuperación en las alas
del recuerdo o del pensamiento, de la imagen o de la poesía, donde es más claro
el horizonte final de esa añorada patria perdida. Su primer nombre genérico,
nadie lo ignora, se llama “arte”, porque
tal es el nombre humano de nuestra tierra natal, que ha existido siempre aunque
hayas nacido lejos de ella.
Es por ello
que el artista es por antonomasia el extranjero, del viajero que desde su
puesto de vigía explora los territorios visibles que despuntan en el horizonte,
buscando insaciable entre cavernas y montañas las fuentes que indican el centro
de la tierra prometida, la tierra firme de la otra orilla. Es así también por
definición el “habitante”: el familiar del mundo. El artista, en efecto,
poniendo manos a la obra realiza su intimidad al través de un diálogo con el
mundo: de una hechura que simultáneamente habla de los orígenes y de lo que
pasa, pero que al filtrar, al moler o trillar sus materiales e incorporar el
sentido disperso pendiente en el torbellino de lo social, da a la vez
constancia también de lo que queda. .
La búsqueda
de la tierra natal hace así del artista no sólo un extranjero, sino también un
exiliado; lo hace también un aprendiz de mago que hace, ante los elementos del
despojo, de la intemperie y de la orfandad, su casa de nómada en medio del
destierro. Que hace, pues, su tierra en el aire, recogiendo los granos de las
espigas luminosas, atrapando en el aire sus burbujas de luz, para así preservar
la chispa o detener la perla –en cuya pálida pátina queda el reflejo de un
rostro olvidado, o el calor de tierra nativa, del fiel paraíso, de la patria
perdida.
La altura de
nuestra edad histórica añade a la búsqueda de esa tierra humana un elemento de
inestabilidad y de peligro: el del extravío de los puntos cardinales, sólidos y
fijos, que serían orientadores y salvadores para el perdido. El buscador de
maravillas se encuentra entonces, como en mar abierto, en la zozobra de la búsqueda, al moverse él
mismo sobre de un elemento el mismo fluctuante. Su imagen es igual el de las
aguas succionantes del tropel arenisco de resaca que la cuerda de los flujos
arrastrados por la lejana catarata. Fuerzas abismales de las aguas que nos
mueven a capricho con sus particulares obstáculos y escollos, imponiéndose de
tal manera el extremo peligro ante nuestro paso no sólo el de la confusión de
los caminos, sino el de su ausencia, el del extravío de las orientaciones
mismas –antes dadas tradicionalmente por el legado del saber y la cultura.
La búsqueda
de ese solar nativo equivale así a una peregrinación –que sólo puede hacerse
por fuera si simultáneamente corresponde a un peregrinaje interior. Porque la
búsqueda exterior es también la de un centro interior más estable y esencial
donde la persona pueda concentrarse para luego expandirse
El artista
durangueño Oscar Mendoza ha ido en su
camino artístico por la vía que conduce al centro, encontrando su obra por ello
el valor absoluto del alma como libre y autónoma al estar en concordancia con
el libere mandato del espíritu. Porque
el alma humana tiene por su naturaleza propia la capacidad de reconocer la
verdad, que está en el hombre mismo formando el mismo centro de su ser y en
relación con el espíritu. El alma como entidad ontológica (no como realidad
psicomental) tiene así que ser reconocida por la vía de la libertad -camino que
lleva al centro del propio ser.
Por lo
contrario, ignorar el propio centro, no reconocer la propia alma por una
especie de absurda amnesia en la que las distracciones del mundo y el falso
arte colaboran activamente, constituye el peor desastre de la humanidad al
alejar sin remedio de la condición humana misma.
Es por ello
que tenemos que salvarnos de lo profano, del devenir y de la historia, que
equivalen a no-ser, y entrar a una zona sagrada, que es siempre un templo, un
centro el mundo, para entrar en contacto con el ser. La obra gráfica más
reciente del maestro durangueño ha incursionado así en el descubrimiento y
mostración estética de ese principio ontológico que precede al hombre y lo
trasciende. Para ello ha incursionado en una actitud cuyos resultados estéticos
dan cuenta de la exploración de la búsqueda más prístina del centro de la
persona (metafísica), dejándose imantar también por lo sagrado que está fuera
del hombre (religión).
Todo arte
verdadero aspira al realismo profundo, que es el rendirse ante la realidad para
cumplirla. El arte rompe el sagrado silencio de la realidad al expresarla, pero
sólo la expresa o la dice si ante la virginidad que se ofrece logra tocarla y
romperla traduciendo su abrupta mostración al ser fiel a su evidencia. Entonces
lo que el arte dice de la vida lo traduce, diciendo así fielmente lo que
también dice la vida. A diferencia del arte
falso, irreal, palabrero o tecnicista, que sólo rompe el silencio de la
realidad para sacar provecho de esa violación, que codicia la virginidad sólo
para al romperla manchar su dignidad o que copia la realidad para dejarla
intacta –por ejemplo, cuando el arte sólo mira los resortes y mecanismos de la
imagen, dando por resultado algo menor a la realidad o con que exhalarse de
ella. Sólo el arte real toma la
virginidad de la realidad que se le ofrece rompiendo su silencio sagrado
justamente para devolverle su dignidad sin mancha. Es el arte entonces acto:
evidencia donde se confunde lo que el arte dice de la vida con lo que la vida
misma es –enredando entonces el sentido del arte con el sentido de la vida. Es
entonces cuando el arte es un lenguaje vivo y germinal, que es original por ser
originario y fundamental por ser fundador, llegando a ser una tierra fértil y
firme como el suelo.
La realidad
es apreciada por el arte entonces como una virginidad, porque tiene que
romperse el silencio sagrado de la realidad, pero sólo es arte real, a
diferencia del arte falso, palabrero o colorista, cuando toma la virginidad de
la realidad que se le ofrece justamente para devolverle su dignidad sin mancha.
Es el arte entonces acto, evidencia, donde se confunde lo que el arte dice de
la vida con lo que la vida misma es.
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