A 100
Años de Octavio Paz:
De
la Vanguardia Revolucionaria a la Recuperación del Sentido
Por
Alberto Espinosa
I
A 100
años del natalicio de Octavio Paz vale la pena asomarse a uno de sus libros más
vertiginosos, a la vez que reflexivos, donde el eximio poeta y pensador delinea
claramente los contornos de lo que se ha estratificado en nuestros días bajo la
forma de la “ideología globalizada”–también llamada
“pensamiento único”, por ser el único posible. Idea total del mundo que
devalora todas las demás ideas y que no es sino la expresión de la tecnocracia
postmoderna y su imperio, a la vez de la abundancia y de la mediocridad. Su característica más notable es la del
hombre sin legitimidad y sin origen, concebido como hijo de sus obras, de la
técnica, de la fortuna y de sí mismo, que lo mismo lleva a cabo el asesinato
ritual del padre que se entrega a la aventura histórica sin nostalgias y sin
pasado, echado para adelante en pos de la conquista del futuro como mercenario
del cosmos.
Sus expresiones más visibles se encuentran
en el territorio del arte, en donde se ha desarrollado una “estética de la
indiferencia”, debajo de la cual late un indisimulable nihilismo. Los artistas,
en efecto, no realizan así ni arte ni anti-arte, sino no arte: desechando el
valor artesanal de la maestría y la moral del oficio, de lo bien hecho y a
conciencia, han preferido las manipulaciones técnicas de los aparatos modernos,
las imágenes del erotismo estéril, cifras de la promiscuidad o de la
impotencia, el gesto gratuito o el acto exhibicionista del performance, ese
género híbrido que se permite tocar cualquier sector de la cultura sin ninguna
competencia o profesionalismo, y en cuyo irracionalismo puede verse una
retrogradación del ser humano a las formas más primitivas de pensamiento, que
se dirigen hacia la magia, o a la negación de la realidad, hacia la irrealidad
subterránea del surrealismo que frisan igual el circo que el teatro o las
creencias fantasiosas –en una muy clara tendencia doble: por una parte, de
reducir el arte o a meros ejercicios de la egolatría o a mera banalidad de la
inconsciencia, y; por la otra, de completar el cuadro al negar el estatuto de
artista a quien lo merece, para lo cual se vale de la publicidad e incluso de
las instituciones en una estrategia a la vez de ocultación y de
prestidigitación.
Obras que evidencian así carencia de rigor y
de trabajo, vació de creación y nula inteligencia, cuyos valores son así los de
la ocurrencia huera y arbitraria o los de la mansa sumisión al dogma estético
vanguardista, que no es otro así que el manierismo de la frivolidad ahincado en
el materialismo del consumo o del culto al instante –y cuya función no es otra,
como ha señalado actualmente Avelina Lesper, que vaciar a la sociedad de
inteligencia para hacer rebaños manipulables, llevándola de tal manera a la
estructuración de un mundo dominado por una burocracia de hombres grises que, a
la manera de la casta atea de los mandarines, nos conduzca mansamente a un tipo
de barbarie cuya única norma es la angustiosa necesidad de la exclusión. Y todo
ello ante un público sumiso, por no decir colaboracionista y dogmático, que
haya en tal despliegue escénico la oportunidad para satisfacer fácilmente su
vanidad y su arrogancia. Arte efectivamente endogámico y elitista, aunque
simultáneamente segregacionista, hecho para entretener, para distraer y
adormecer a una estructura burocrática complaciente, atenazado a la vez por
patrocinadores e instituciones cultuales, todo lo cual crea una especie de
dictadura en la contemplación.
El artista postmoderno se ha presentado, sin
embargo, como un rebelde, pero actualmente su rebeldía no es sólo contra la
tradición; también marcha en contra de la utopía y aún del respeto
generacional. Rebeldía sin guía ni horizonte, pues, donde lo único que destaca
es el oscuro presentimiento del fin de la historia, del fin del tiempo –sin que
de ello se derive ni una mitología coherente, ni una vuelta a las comunidades
de fe trascendente. El apogeo del artista rebelde se consume así en una tensión
irresuelta entre la inconformidad y el convencionalismo: tensión de contrarios
que se resquebraja al producir su opuesto: la indiferencia, la parálisis del
sentido y el confinamiento de la conciencia. Sus signos, sus síntomas sería
mejor decir, son los de una ausencia, los de una carencia: los de un hueco en
la conciencia.
Hijo de su tiempo y de la sociedad
industrial, lo mismo capitalista que socialista, el artista moderno-contemporáneo
se caracteriza por buscar un eje en el particularismo y la excepción: en la
novedad, trasmutada a su vez en originalidad uniforme. Su excentricismo y
extremismo se explica porque al igual que la sociedad que lo aplaude, ha
perdido el centro: el símbolo de origen, el fundamento mítico que como
principio anterior da fundamento y horizonte a una comunidad. Hijo también de
las vanguardias, cuya misión fue cortar el cordón umbilical con el pasado y
lanzarse hacia el futuro –el cual, sin embargo, resulta inasible, resolviéndose
en cambio el vivir meramente al día, dejando a la vez pasar el tiempo a la
manera de un mero espectador o, que mejor, de acaparador, de un acumulador o de
un consumista, que es dueño de los superfluo pero carece de lo esencial.
Retrogradación del hombre, pues, hacia las formas más llanas de la animalidad
por carente tanto de vida interior como de normas universales de
comportamiento, donde lo que reina no es la reflexión y la calma de la vida
consciente, sino el vacío succionador del mundo, resuelto a su vez en el
movimiento de la distracción, de ser traído y llevado de aquí para allá sin
dirección, en una especie de inmovilidad frenética. Vértigo postmoderno, pues,
que al intentar hacer de la ausencia de norma y de regla un centro, es devorado
por la moda, por el tiempo, que luego de uniformar el particularismo y la
excepción… a la vez lo seca y lo desecha, lanzándose, como Sísifo, en la
búsqueda del nuevo particularismo, sin poder alcanzar nunca al estabilidad.
La nueva rebeldía del artista postmoderno
desemboca de tal manera en un nihilismo ambiguo; domesticado y aceptado por el
poder y las instituciones, rasurado de uñas y garras, se encuentra a la vez
aceptado por la sociedad y neutralizado en su disidencia, a la vez premiado,
pero al precio de ser despojado de conciencia. Curioso rebelde, pues, que está
a la vez satisfecho por el hartazgo de los bienes materiales a que le da acceso
la sociedad industrial y la tecnocracia administrativa, pero que en su fondo
sin embargo permanece en la zozobra de la angustia, íntimamente insatisfecho
por su abyección en el hartazgo y por la incontenible evaporación de las ideas
–caído en un mundo en el que no puede sino asirse de lo inmediato. La rebeldía
del artista contemporáneo se resuelve así en la indistinción y en la
indiferencia, en una especie de muerte de los valores, de las ideas, de los
ideales e incluso de las formas eternas, siendo sus expresiones más perfectas
la del silencio o la del grito. Ambas expresiones de un indisimulable temor y
temblor psíquico, de una inconstancia y falta de perseverancia dubitativa
también, en donde se manifiesta una profunda falta de desarrollo. En efecto,
las construcciones artísticas de nuestro tiempo se revelan como estructuras
incompletas, hechas a partir de fragmentos, que se mueven por oposiciones
complementarias y donde se enfrentan los espíritus de la creación y de la destrucción
unidos desgarrando y escindiendo la conciencia en el hombre, dando por
resultado un muy inestable compuesto de amor y simultáneo odio a la creación y
a sí mismo.
Fuga hacia el futuro, es verdad, que se
resuelve en la angustia del acto instantáneo –más movido por las tendencias,
impulsos y apetitos, así como por los ilusiones del deseo y sus instintos, que
por la razón o por la fe. Rebeldía sin utopía y futuro sin seducción, pues,
desde cuya atalaya sólo puede atisbarse la última revolución: la de la vuelta
originaria y la del fin de la historia, la de la retorno del tiempo a su punto
de partida y de los astros a sus orígenes. Aunque… tal vez no todavía; porque
antes de ello la estética de la indiferencia se ha transformado en la estética
totalitaria de la muerte de lo sagrado y de la profanación, donde lo único que
alcanza la novedad es la reprobación de la herejía, la vuelta a la disolución
de los deseos en el río los cuerpos o en el caos sensualista de la disipación
-abandonada la fe en el colectivismo, convertido el socialismo en un dogma
carente de vida, amputado por el autoritarismo y el culto a la personalidad,
esterilizado por la cátedra, sellado por sus sociedades cerradas y sus
desviaciones policiacas.
Intentona que de ser una flagrante
contradicción bien podría llamarse "religión inmanentista", en cuyo o
instantaneismo o presentismo destaca como nota sobresaliente el ir exacerbando
el valor de la existencia en detrimento de la esencia, de las esencias,
renegando de la misma naturaleza humana (dando como su resultado su maleamiento
social o su enfermedad), negando también la esencia del verdadero arte, en una muy
clara invocación a la magia, amañada y desfondada en el abismo de la apariencia
o en la mística inferior de la
pseudo-tranza, y que sólo pueden prefigurar las sombras tenebristas del caos.
Estética, pues, donde se vuelve sólita la arbitrariedad de las obras y la
sumisión al dogma postmoderno, tan patente en el arte actual, cuya rebeldía
termina plegada a una convención social -convencionalismo que, al ser filtrado
en todas las capas de la institución, se presenta como un sorbete succionador,
profundamente perturbador del buen criterio y del buen gusto. Como una simple
convención, decía, cuyo ancho sendero es también la peor de todas las locuras.
La filosofía de tales conformaciones no es
otra que el vitalismo existencialista o la razón histórica del historicismo
–ambos modelos de la razón que nos hablan de una época carente de fundamentos.
Porque la razón de la historia no puede ser sino la dialéctica, que en sus
concatenación de negaciones sólo puede afirmar el cambio, la novedad, pues sólo
vive a fuerza de dividirse al negarse a sí misma, no pudiendo hallar el ella la
razón humana reposo al ser siempre una y … cambiante. Razón contradictoria,
pues, que sobre todo no puede proporcionar una idea coherente del hombre –el
cual no es reductible a las determinaciones de la historia o de sus clases, al
poseer una naturaleza, una esencia, de la cual se derivan una serie de
exclusivas, de propios o propiedades, una de las cuales es la posibilidad de
ser verdaderamente libre, por la elección de una libertad ascendente,
emplumadora, bajo cuyo orden pueda captarse clara y sencillamente la estabilidad
de la norma, la raíz de la esencia y de la ley eterna –en la que por lo tanto
se contiene la hybris fáustica de nuestro tiempo, cerrándole el paso al
subjetivismo de la inmoderada expansión del “yo”, y se limita tanto el deseo de
placer como el ansia de poder, de acuerdo a una libertad tan tradicional como
perfectamente autónoma, despojada de los grilletes de la esclavitud que por
dicha desmesura mantienen al hombre atado a las falsas ilusiones del mundo o a
los deseos irrefrenados, y perfectamente universal al no estar fundada ni en la
particularidad ni en la mala fe o en los riesgosos avatares de la excepción.
Para el socialismo no queda sino el examen
individual de la conciencia, la revisión y la autocrítica; la resurrección del
espíritu crítico y la lucha por un socialismo democrático y abierto. Para la
contemplación y para el arte no hay más que volver a la reflexión de la razón y
del hombre para recuperar el sentido, pues el sentido de lo humano es siempre
rescate de la tradición y de los símbolos, en los que a la vez se cifra el
origen y el destino de nuestra pertenencia a un orden supraindividual y a una
comunidad de fe trascendente.
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