Oscar Mendoza: el Incendio de la Luz
Por Alberto Espinosa Orozco
El pintor Oscar Mendoza ha
incursionado felizmente por una de las vetas de la pintura vanguardista
contemporánea, la del expresionismo simbolista, amalgamando en su visión un sin
fin de materiales experimentales para fundirlos en el crisol de un estilo
único, perosnalisimo.
Podría decirse que su
incursión elige primero el camino de las minas surrealistas yendo en su
exploración derecho y sin tapujos a una amplia gama de imágenes abiertas por la
revelación del erotismo, del sueño y del inconsciente individual y colectivo,
hundiéndose en los filones donde se acumulan las cifras icónicas de nuestra
cultura. Tensiones y contorsiones de la carne, los cuerpos y las cosas que
regiamente, sin prisa y sin pausa, van trasmutando la arenilla árida de lo contingente
en el polvo de oro de la figura que devela algún anhelo, alguna nostalgia o
esencia humana, desentrañando la visión del hombre sujeto al doble misterio de
la herrumbre y la muerte, pero también al de la participación en la creación y
su posible incursión en la reproducción de la creación, espejeada gracias a los
instrumentos de esas dos formas de la voluntad: la intuición creativa y la
inteligencia conceptual.
La técnica empleada por el
pintor y su filosofía pareciera ser la de recurrir a la memoria de las manos en
su idilio salvaje con el ojo para que el cuerpo libremente piense. Anatomía de
la temporalidad guiada por el recuerdo visual, retiniano y táctil de las cosas
del mundo en la que se llega al logro de una realidad figurativa poco convencional,
a veces plenamente onírica o especulativa, cuya carga de comprensión
antropológica y metafísica linda con el develamiento y revelación del ser. Así,
para el espectador, la labor es la de completar una serie de rastros que se
desfiguran adaptándolos a una nueva composición que se vuelve a armar y a
formar refigurando, arrastrando en la búsqueda todo un caudal de recuerdos y
aposentos, de emblemas e ídolos venidos de muy lejos o que prefiguran una
realidad simbólica cargada de misticismo.
El uso del color, llevado a su
tensión extrema al acercar vibraciones de la luz contradictorias y disonantes,
va creando una armonía frecuentemente estridente que destapa los posos de la
ceguera y del tiempo, para sumergirnos en un mundo de arquetipos, aún tocado en
su búsqueda exhaustiva por la licuefacción de las significaciones de nuestro
tiempo y sus desplazamientos.
Hay que decir que cada una de
sus realizaciones es, a su manera, el límite tocado por una búsqueda
exhaustiva. Y lo que encuentra en esa búsqueda es un mundo de formas y
sensaciones donde se abordan los grandes temas y principios de lo humano,
fatigando y tensando el material plástico para hundirse como el agua o destruir
como el fuego. Por un lado, revelación del cuerpo femenino y sus misterios; por
el otro, mirada fija a los movimientos del hombre que le permiten habitar el
mundo, pero un mundo cargado de ruina y de miseria, de construcciones y
reconstrucciones faraónicas, de profundos secretos de la carne o de la mente y
de extensiones que se curvan ante la inmensidad del ojo. Más que formas,
figuras y símbolos de la humanidad liberada de sus ataduras atávicas. También
imagen del hombre arrojado en el territorio de la angustia y la desesperación
en su tránsito a un campo donde todavía la comunidad y su tribu de
sentimientos, así como la reconciliación con la vida del mundo percibida como
un todo orgánico, como fuerza universal, sea posible.
Primero, exploración de los
volúmenes del cuerpo femenino en donde ella, la toda humana, se abre como la semilla
del mundo o se convierte en tótem o en estatua, en esclava y estalagmita del
deseo o en diosa. Luego, juego del color donde se recogen fielmente los
contrastes, disonancias y contrariedades de nuestra época. Cromatismo que en el
choque de los complementarios (rojo-verde, azul-amarillo, etc.) alcanza el
fruto del equilibrio compositivo y contemplativo, el momento dialéctico en la
conciliación de los opuestos. Laberinto de intensificaciones donde, por la
vibración colorística a igual potencia, se logra la sensación pétrea de la
fijación, el abecedario en la conformación del mito. Así, por el camino
fantástico y visionario de una especie de manierismo surrealista, Oscar Mendoza
toca dos límites del arte contemporáneo, yendo de lo figurativo a lo abstracto,
de lo salvaje a lo analítico, de lo formal al misticismo. El resultado: un
expresionismo introspectivo que abreva de muchos sistemas para cuajar una
pintura sin duda enigmática y llena de vida, cálida y cruelmente cariciosa.
Palacios altísimos de oro y
fuego, vacas que llueven como maná del cielo, los dos rostros de Jano que se
enfrentan para saber la dualidad del mismo que es el otro, al autor que se
modela en su modelo, la mujer como sacerdotisa que es vientre universal o
cósmico en donde ruge la vida y la muerte como en el parto de la tierra o el
movimiento de la figura femenina primordial que se enciende en el refugio de la
intimidad o que se alza para mirar el lago de las horas.
Oscar Mendoza, creador de
imágenes inusitadas, recorre el camino del arte y el ocaso de la modernidad
como una forma superior de conocimiento y sabiduría. El pintor se atreve así a
navegar por los peligrosos escollos de nuestro tiempo, que evidencian un
profundo malestar en la cultura, alcanzando frecuentemente a vislumbrar el alma
de las cosas y del mundo, saliendo de su aventura intrépida con los preciosos
trofeos de un mundo dislocado pero en trance de rearticulación, apto para
volverse nuevamente una morada apacible
para el hombre.
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