Oscar Mendoza: el Exilio y
el Reino
Estemos asistiendo en nuestra
época de arranque del tercer milenio después de Jesucristo a todo un renacimiento de las exclusivas del
hombre, de los propios o propiedades derivadas de su esencia que rectifican la naturaleza humana. Tal proceso de reforma, de prueba y de ascesis, no carente de choques y conflictos, resulta especialmente notable en la experimentación artística. Nuestra época post-moderna ha muerto y ha muerto aún antes de nacer por la fatiga y el envejecimiento
prematuro, acusando por todas partes su vertiginosa inercia y su falta de
desarrollo. Y sin embargo… el arte, entendido como lo que es realmente, como la búsqueda de hermosura y alegría, de
encanto y de belleza, se encuentra desde hace más de un siglo en una crisis radical, por ser la escenificación cultural concrete de una muerte y de un renacimiento -crisis radical, decía, por ser la de la extinción, desaparición y ausencia de la imagen misma o
de la significación y, a la vez, de atisbo y de nuevo surgimiento, de
resurrección de la figura bella, y de crítica y regeneración completa de las normas y del orden axiológico completo. Porque el oficio del arte
ha intentado, por medio de la postulación de los principios estéticos en el ejercicio práctico de cada artista concreto, e incluso en cada obra, una
nueva fundamentación y crítica radical de sí
mismo.
Así, al entrar en los albores de la nueva edad, el
pintor durangueño Oscar Mendoza vuelve a plantear de nuevo la cuestión del arte
en su totalidad, llevando en un escorzo de su obra la reflexión sobre la imagen bella al límite
del abstraccionismo, donde la figuración y la representación se diluyen, como en la música, para buscar desde los cimientos su sentido. El artista se pone entonces a examinar de cerca la materia plástica, ya
no sólo en lo que tiene de textura, sino incluso de relieve para el
ojo, de volumen y onda en el espacio, de fenómeno físico para la sensación y
de percepto sensitivo para la emocion y la imaginación.
Luego, un poco a la manera del artista zacatecano Manuel Felguerez, Oscar Mendoza Manciillas se queda sólo con unos cuantos objetos formales, elementales, y con unas cuantas figuras simples, a partir de los cuales decide su camino, su vía y método al interrogar el espacio estético, concentrándose en la reflexión formal y axiológica de la extensión y el color, llevando a cabo un análisis de la materia plástica elemental en una especie de disección y regeneración creadora.
Luego, un poco a la manera del artista zacatecano Manuel Felguerez, Oscar Mendoza Manciillas se queda sólo con unos cuantos objetos formales, elementales, y con unas cuantas figuras simples, a partir de los cuales decide su camino, su vía y método al interrogar el espacio estético, concentrándose en la reflexión formal y axiológica de la extensión y el color, llevando a cabo un análisis de la materia plástica elemental en una especie de disección y regeneración creadora.
A partir de dos elementos puros, la extensión y el color, esos hermanos gemelos que
no se dan el uno sin el otro, implicándose o complicándose mutuamente, el
artista recrear sus modos en un espacio primigenio, donde la imagen
estética, aún ausente, se presenta a manera de semilla, como un ser latente y a punto e eclosionar -como una tierra húmeda y como en germen de la vida, quiero decir, a partir del cual pueda surgir la imagen plena y con el tiempo aposentarse. Primigenia faena analítica, de descomposición y recomposición de las formas, que al
examinar los elementos últimos de la imagen material y de sus partículas pictóricas, abre la
posibilidad de recuperar el espacio imaginario de las formas bellas, creando
previamente para ello una atmósfera salubre y a la vez un caldo de cultivo de la vida, en los que
pueda surgir un recinto de intimidad, de espiritualidad, potente para acoger la
imagen y atraerla nuevamente a las miradas.
Proceso de ascesis y purificación que trabaja con las formas
geométricas y las células del color, desplazándose en superficies extensas, constriñéndose estrictamente a los límites impuestos por el cuadro, a la manera, más que de un laboratorio científico, de un matrás alquímico en que
practicar, ensayar y reconstruir la imagen a partir de las partículas visuales
últimas de la pintura. Así, como si se tratara de clones pictográficos y del ensayo de sus metamorfosis, el artista construye una serie de formas, aprentemente caprichosas, pero cuya necesidad se justifica por ir abriendo la
bidimencionalidad del lienzo, explorando de tal suerte las posibilidades de la tercera
dimensión en el relieve. Un poco a la
manera del cirujano, otro tanto imitando al cocedor de bultos y
saleas, o a la manera del sastre, Mendoza va entonces penetrando en la interioridad de la dimensión plana del cuadro, para darle
profundidad, recobrando un territorio intermedio entre la pintura y la
escultura –en una exploración que recuerda a la distancia los ensayos con tela plástica metálica experimentados por el último Santos Balmori Picaso.
La conjunción conjunción multidisciplinaria de su técnica nos lleva así a una polidireccionalidad en la representación plástica: pues la tela se vuelve de pronto volumen, vela que boga por el aire o laguna impresionista donde se encuentran en ebullición los gérmenes de la vida. Ejercicios modernísimos de evocaciones analógicas, pues, por donde los volúmenes se
trasmutan en ondas atmosféricas por donde resbala el tiempo; o bien, se
vuelcan en paisajes deshechos de todo cromatismo donde las monocromías se hunden por las ondas o escalan las pendientes. En otros casos, el lienzo se abre completamente para mostrar la entraña del deseo en que volver a concebir la vida -en todos ellos las formas que riman entre ritmos y danzan los colores cargados de emocionalidad, en cuyos relieves hay
algo de los glóbulos que surcan las arterias, algo también de la armonía de las esferas y del baile de los astros.
En
el teatro de la imaginación, las superficies coloreadas se vuelven experimentos de armonización cromática y espacial, imágenes que vagas e imprecisas flotan revoloteando ante nuestro campo perceptivo, trasladando la imagen material en la retina a la
imaginación creadora del espíritu. Pero, ¿qué significan esas formas? En
cierto modo la conformidad con un reordenamiento de las sensaciones donde se practica una exploración y una reforma de la percepción. No
se trata así, como podría pensarse, de un adiós a la pintura, sino por el contrario de una labor de crítica y purificación de los sentimientos y emociones de nuestro
tiempo, que por un lado se estampa y se detiene, dentro de los estrictos límites de los
fenómenos físicos de las sensaciones, para luego crear un enjambre de relaciones
afectivas y analogías conceptuales. Por un lado, tarea de recrear una imagen fiel del mundo en torno, por otro, labor de de crítica del exilio y la orfandad de nuestro tiempo, en cuya ascesis sin embargo se muestra la promesa optimista de otro tiempo, renovado, potente para imantar de nuevo a las figuras de la imagen bella y a su cauda de hermosura y alegría.
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