De Tres Alacranes:
I.- El Mito de
Orión
Por Alberto Espinosa Orozco
I
Para saber
de nuestros fantasmas no hay sino aprender a mirarlos cara a cara para que
sean, como dice el poeta, nuestros fantasmas y no los fantasmas de nuestros
fantasmas. Para esclarecer el concepto de “durangueñeidad”, forjado por el
benefactor de la cultura regional Don Héctor Palencia Alonso, habría que
interrogar repetidamente sus símbolos más caros o emblemáticos, en particular
su fijación por el símbolo del repelente alacrán. Porque en el amplio corazón
de Durango, sembrado con cualidades adorables y adornado de claras virtudes,
algunas veces purísimas como su casto cielo, otras henchidas de generosidad y
de misteriosa magia como su amplio pecho, también habita agazapado el veneno
del arácnido anómalo –de cuyos instintos, inclinaciones y tendencias habría,
cuando menos, que tomar alguna conciencia para prevenir o neutralizar sus
destructivos efectos.
Para ello
nada resulta más ilustrativo que el conocimiento y la interpretación psicológica
del mito de Orión y el Escorpión. Su narración es la siguiente:
Cuenta el
relato mítico que Orión de Boecia, hombre de extraordinaria estatura que fuera
el cazador más apuesto y listo de su tiempo, se enamora una vez de Mérope, hija
de Enopión rey de Quíos. El rey puso entonces como prueba de amor para poder
desposarse con su hija, matar a todos los animales salvajes de la isla. Orión
aceptó la prueba, llevando cada día al anochecer a Enopión los mortales frutos
de su trabajo: píeles de osos, de leones, de lobos, de zorros y de gatos
monteses. Cuando por fin dejó la isla libre de todo animal salvaje más grande
que una comadreja fue a ver al rey Enopión para por fin poder casarse con su
hija Mérope. Enopión rehusó cumplir lo acordado pretextando cualquier cosa, no
imposible de adivinaren en la sucinta discreción del relato por la virtud
adivina del espesor del tiempo: una picadura de insecto recién inflingida en el
pecho, el acorde de los óctuples pasos de la araña sobre el peplo de seda de su
hija... etc.
Sintiéndose tan engañado cuan fracasado Orión tomo la copa y borracho
irrumpe en la habitación de Mérope para pedirle que se case con él en el templo
de Afrodita y cumpla así la promesa de su padre. Temiendo al diestro cazador
Mérope prorrumpe en agudos chillidos pidiendo auxilio. El taimado y astuto rey
Enopión envía entonces a un grupo de
sátiros para que acabaran de embrutecer al héroe con el agua de los espíritus
fermentados, volviendo a prometer incluso entonces la mano de su hija. Pero
cuando Orión cae al suelo sin sentido el rey se aprovecha... ¡y le descuaja los
ojos! En el abandono y en la noche de la ceguera y guiado sólo por la escucha
Orión sigue el débil sonido de un martillar hasta llegar a la fragua de un
herrero cíclope, quien amistosamente le presta a su aprendiz para llevarlo al
punto más lejano del Oriente, donde el Sol guarda sus caballos junto al océano
para hacer sus diarios viajes por los cielos. Al llegar Orión al lejano oriente
el Sol se apiada de su condición y de su historia y le devuelve la vista.
Reconfortado el temible cazador regresa a la isla de Quiros, pero esta
vez para cobrar venganza de Enopión, quien advertido de la llegada del héroe se
esconde temeroso en una tumba, dejando dicho que engañen al portentoso atleta con
el cuento de que había marchado a Creta. Ingenuamente oye el relato el incauto
Orión y sale en busca del rey padre de Mérope, encontrándose por azar en Creta
con la divinal Artemisa. La diosa de los muchos nombres congenia inmediatamente
con el héroe, invitándolo a salir de caza para cobrar cabras salvajes. Apolo,
hermano gemelo de Diana, se entera de la cita y montado en celos intenta
disuadir a la diosa e impedir que se enamore del mortal. Al no lograrlo llama a
un imponente escorpión aún mas grande que un elefante, brotado del seno húmedo
y oscuro de la tierra con su aguijón en alto, enviándolo para dar muerte al
gigantesco hombre. Perseguido por el animal Orión le asesta agudas flechas para
luego herirlo inútilmente con la espada... para por fin salir huyendo del
monstruoso animal a nado hundiéndose en las blandas olas. Llega Artemisa a la
costa y engañada por Apolo, quien le dice que aquella cabeza que sube y que
baja es la de Candaonte (quien acababa de insultar a una de sus doncellas con
insinuaciones impropias), saca la infausta flecha de su carcaj y dispara
certero dardo, descubriendo entonces que ha dado muerte al admirable Orión.
La diosa
que hiere de lejos entonces ruega al punto a Zeus transformar a Orión en una de
las más brillantes constelaciones siderales cuya estelar imagen desaparece en
el horizonte al entrar Aurora (o Eos, la hija de Helios y Selene) –hecho del
que se desprende la sólita leyenda de que el apuesto cazador, no sin dejar de
obedecer a la naturaleza siempre nocturna de su historia trágica, habría sido
raptado por Aurora, la bella diosa de los dedos y los brazos rosáceos.
En efecto,
en la semiesfera celeste, de noche, aparece Orión cerca de los Gemelos
extendiendo sus brazos en una extensa parte del cielo. Cada uno de sus
resplandecientes hombros es marcado por una estrella, mientras la espada, hoy
dirigida hacia abajo, es marcada por tres más dispuestas oblicuamente. Las tres
estrellas alineadas son conocidas por todos bajo el nombre popular de los “Tres
Reyes Magos”, cercanas a otras tres llamadas coloquialmente las “Tres Marías”.
Las primeras corresponden al “Cinturón de Orión” cuya estrella central es la
gran nebulosa de Orión, enorme cúmulo de estrellas dentro de una galaxia
situada a mil años luz de distancia, la cual es la nube de formación estelar
más cercana a la tierra en donde nacen innúmeros soles o estrellas, formada de
hidrógeno y helio destacando por su color verde indicador de la existencia de
oxigeno. Orión, con su inmensa cabeza en lo más alto del cielo se distingue por
otras tres estrellas bajo cuya guía los astros hacen sus recorridos por todo el
cielo –seguido por la constelación de Escorpión, que hasta en el firmamento lo
persigue aún.
II
La
historia de Orión, marcada por el engaño, la confusión y el malentendido es
también una historia revuelta que en cada uno de sus puntos pareciera conspirar
contra el reconocimiento y la felicidad de los personajes. Como en la
estructura de los cristales o de los fractales cada fragmento repite
perfectamente la formación del todo; así cada cláusula narrativa encierra en su
estructura un error de interpretación o de juicio, cuyos malentendidos son
coronados malamente por el fruto negro de la tragedia –pero reconciliados
finalmente en el colofón metafísico.
El relato
tal como se le conoce en abreviatura o cifra es cierto: Artemisa mata a Orión
con certera flecha. Dice la verdad...
pero no toda –pues, ¿quién puede decir toda la verdad? La versión resumida
suele omitir el móvil profundo de los acontecimientos, dejándolos así velados
–sujetos así al incauto oído predispuesto por lenguas insidiosas. Verdad
histórica pues, en el que los verbos activos juegan un papel sustantivo,
estando por ello sujetos a la detenida interpretación.
Le clave
del relato acaso haya que buscarla en el simbolismo del escorpión, pues en uno
de sus aspectos o facetas menos favorables lleva las marcas de los poderes
malignos: el egoísmo, la mentira, la crueldad y su hermana gemela la cobardía,
pero también la calumnia, la envidia, los celos destructores e incluso el negro
resentimiento –que son, a fin de cuentas, las pasiones de que es víctima y que
persiguen al gigante Orión más que como negra estrella, como temible
constelación descomunal, hasta alcanzar por aguijarle mortalmente bajo la forma
del mortal dardo de Diana.
No es
menos cierto que otra clave hermenéutica e incluso heurística hay que buscarla
en el reconocimiento (anagnórisis) del héroe proporcionado post mortem
por la divina Aurora –a manera, digamos, de metafísico consuelo y mito de final
reconciliación.
III
Lo primero
que salta a la vista son los temibles celos paternos del rey Enopión, los
cuales lo llevan no sólo del engaño a la mentira, sino también a la frustración
–pasión está última contaminada al héroe Orión, el cual por su parte agrega a
la tragedia algún ingrediente importuno de lamentación e incluso de mísero
chantaje. Veamos.
Orión
hierra por si mismo, seguramente movido por la frustración, al forzar la mano
de Mérope. El simbolismo del embrutecimiento alcohólico no deja lugar a dudas.
Orión desvía el deseo amoroso por frustración bajo la forma del ramplón
chantaje afectivo, creyendo que si no le es dado lo que desea se condenará, y
así se rebaja arrojándose en los olvidables brazos del temible Baco (que duermen,
pero no hacen olvidar), y con ello frisa la antesala del infierno. En este
punto Enopión no hace sino tomarle la palabra y seguirle el juego enviando a
los sátiros. El equívoco juvenil de Orión consiste en creer, pues, que merece
lo que desea y en estar dispuesto a maldecirse si le es negado. Orión cumple la
prueba impuesta por rey por nota, más al ser engañado se pone equivocadamente
del lado del poder, el cual ejerce mediante el chantaje moral y sentimental:
amenazando a pasar del lado del odio y de la desesperación si no es reconocido.
Baja poesía machista de cantina consistente en decirle a la vida: “Eres el
bien, a condición de ser mía, si no, eres el mal”. Relativismo escéptico de
batracio orgulloso que en su capricho egoísta amenaza con condenarse sólo por
saber que podemos ser salvados por otros. A la vez neurosis suicida, sin duda,
pues creerse condenado es, en efecto, condenase –actitud, pues, que
olímpicamente quisiera olvidar que cada uno se condena, en cambio, solo. Autoengaño que momentáneamente lo ciega, para
salir de la oscuridad por la luz solar de la conciencia... para recaer luego en
la dudosa actitud de la venganza (no ejercida).
Por su
parte la frustración del rey Enopión, más compleja, tormentosa e indirecta,
radica seguramente en el temor del viejo a perder el poder o la fuerza y ser
sustituido por el vigor del joven héroe. Frustración de la edad decadente ante
el impulso y el poder de la juventud. La cobardía que lo hace guardarse en una
tumba encierra también, bajo la especie de la frustración, las dos pasiones
capitales: la tendencia a la soberbia (no querer morir o dejar el poder) y a la
pereza (no querer vivir o abandonar la comodidad de su posición privilegiada).
Por un lado la ruindad de la injusticia, que bajo la forma del rebajamiento
radical del prójimo que sumido en la indistinción agresiva del no querer mirar
iguala panteras y mosquitos; sentimiento de depresión también, que para
recobrar la altura y el tono vital de superioridad se vale del irrespeto, del
recelo, del compadecimiento lastimoso o no caritativo y de la indisciplina
moral. Los síntomas de agotamiento, decadencia y decrepitud se condensan así en
el simbolismo lapidario, que es apego irrestricto a la materia y tendencia del
cuerpo a la molicie y al estado petrificado de lo inerte y sin vida. También
sentimiento de emoción oscura de vacuidad, que se sumerge en las tinieblas de
la nostalgia y que como paliativo de la miseria presente se refugia en el
recuerdo o exaltación de una grandeza familiar, personal o nacional pasada,
muchas veces meramente imaginaria. Empecinamiento, necedad neurótica, también
sin duda, que quisiera huir de la muerte en la huida y el atrincheramiento,
pero que en el fondo tiene su esencia en el encierro egoísta de no querer
brindarse a los otros para huir de la muerte... sólo que así está viviendo ya
la muerte sin saberlo.
De la
envidia (del latín invidere) que viene de la idea de mirar con malos
ojos, se deriva tanto “vileza” como “envilecer”. Así, si lo vil es lo barato o
lo que no tiene valor, equivaliendo envilecer a despreciar; más propiamente a
abaratar, de donde se desprende “vilipendio” (de pendere o “precio”),
equivalente de pagar mal, de devolver mal por bien o incluso de “negrear”. Tal
actitud agresiva y burlona de postmoderno “yupi” comienza incoando en el
alma la indiferencia, crece en el desprecio franco y la culmina, hasta culminar
en el burocrático y mexicanismo “ningunéo”, arte de resentida proyección
consistente en hacer de alguien ninguno, o existencialista rasero cuya
gruesísima maya iguala y hace pasar la perla del uno por la coladera del nadie.
Arte pues, que anonada a la persona –técnicas todas ellas opuestas a la
seducción del querer poético, del querer gustar y del encanto, posturas para
las cuales, como para el cultivo de las rosas, hay que poner tallo, hay que
poner corazón (amar el bien). Por lo contrario, la envidia no es sino una de
las formas, sobresaliente sin duda, de la impotencia moral, pues lo que vuelve incapaces de
universalización ética es la ausencia de sentimientos, al igual que su disfraz
o tergiversación en la hipocresía o en la perversión (amar el mal).
Así, una
pasión sin luz va llamado a otra sombría: ahora son los celos de Apolo respecto
del mortal héroe Orión. Los celos, en efecto, son una enfermedad de los ojos no
menos que del corazón, consistente en fondo de un deseo de pertenencia y
posesión inmoderado no menos que de orgullo exacerbado, incluso de
aristocrática contemplación alienada hasta lo vulgar por la pasiva inacción a
la comodidad acomodaticia. En el fondo se trata de una negra ramificación un
dilatado sentimiento de envidia despertada por la pasión de la sangre
exacerbada, ya sea por los atributos de otras personas, ya por las posesiones
de los colegas. Los celos despiertan así la pasión de la tristeza por el bien
ajeno y la alegría por su mal –desecando en la actitud de quitar que hay en el
desdén el humectante sentimiento unitivo de la admiración y del espíritu de
colaboración, que incentiva por medio del ejemplo a conseguir el éxito por uno
mismo. Apolo detona entonces los nocturnos sentimientos de la melancolía activa
y el enfermizo y negro de la envidia, acaso por sentirse excluido del juego
viendo con recelo a los otros dos vivir en plenitud sin él –como si los otros acapararan
para ellos toda la sustancia de la vida, arrojándose entonces al sueño fatal de
las asechanzas, del sabotaje o incluso de la calumnia propio a la crítica
resentida, síntomas todos de disolución de los lazos comunitarios con los
otros.
¿Qué significado
puede tener entonces el desmedido alacrán que persigue a Orión hasta cobrar su
vida bajo la especie fatal del dardo emponzoñado de la diosa? Pues, después de
todo, ¿quién ha visto jamás a un alacrán del tamaño de un elefante caminando en
la majestuosidad de su potencia alegremente por 20 de Noviembre o pasando por
un costado de la Plaza de Armas del mágico Durango? ¡Cosa imposible¡, se
exclamaría de inmediato. Y sin embargo... ¿no representa entonces tan pasmosa
criatura una encarnación simbólica de todos los males humanos enumerados, no
menos descomunales y mortíferos?
Empero,
por último aparece la tiritante Aurora, la diosa siempre joven y bellísima,
envuelta en su túnica amarilla, para arropar metafísicamente en el rapto de
reconciliación final al héroe Orión. Ante su llegada, que anuncia la verdad y
la luz del día, retroceden despavoridas las hijas de la noche y amigas de la
oscuridad: la angustiada y celosa envida con sus harapos de calumnias y
vilipendios, y la cruel cobardía enfundada en las pétreas escamas de los celos
innobles y bañados por la viscosidad hipócrita de la falsía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario