Los
Arquitectos Manuel Tolsá y Juan Rodríguez:
el
Ayuntamiento de Durango
Por ASkberto Espinosa Orozco
I
Centro neurálgico de los símbolos de
identidad colectiva en nuestra nación, la escultura conocida universalmente
como “El Caballito” de Manuel Tolsá ha visto pasar a sus alrededores más de dos
siglos de historia. Su imponente imagen ha sido así un centro de referencia
para todos los mexicanos, la cual ha visto pasar una larga serie de acontecimientos, felices o
trágicos, que han marcado el muchas veces penoso y no siempre armónico
desarrollo de nuestra patria.
Sin embargo, la afamada Escultura de Carlos
IV (1796-1803) de Manuel Tolsá ha sufriendo recientemente, por decirlo así en
carne viva, los despiadados embates de la llamada postmodernidad, debido a la
negligencia con que autoridades de dudosa estirpe iniciaron un agresivo proceso
de restauración, que despojó a la obra de su vetusta pátina y dañando su mismo
ser broncíneo, hasta el grado de temer que la obra sea irrecuperable –como si
una mano invisible despojara de su manto de respeto a la conciencia nacional
misma, poniendo empero con ello también en evidencia las vergüenzas, las
impudicias e incluso la impunidad con que actúan algunos de los representantes
gubernamentales, dejando ver simultáneamente como tales costumbres, de manera
progresiva y ya prácticamente habitual, se han esparcido a lo largo y ancho de
la sociedad civil misma, enquistándose y volviéndose así moneda corriente, ya
por abulia, al subrepticiamente tolerarlas, ya por estar de alguna u otra
manera involucrada en tales tejes y manejos.
Tales hecho, o “deshechos” sería quizás
mejor decir, han servido para despertar la conciencia de una buena parte de esa
sociedad misma, viendo en tan alarmante situación la urgencia de rectificar el
camino y la importancia de formar parte activa en la preservación de nuestros
monumentos heráldicos más queridos; también nos ha hecho reparar en la
necesidad que tenemos como nación de conocer, familiarizarnos y exaltar
nuestros propios símbolos de identidad –que no sólo nos fortifican frente a las
asechanzas, siempre presentes, del enemigo oculto, sino que nos dan a la vez
señas de reconocimiento, de pertenencia y de identidad colectiva.
Es por ello que se vuelve una clave en la
recuperación y restitución de esa identidad colectiva el estudio de la obra del
genial artista Manuel Tolsá en México, extendida en el periodo novohispano a lo
largo de más de un cuarto de siglo (1791-1816). Las profundas raíces y los
brazos frondosos de su labor se afincaron no sólo por todo el centro histórico
de la Ciudad de México, sino que llegaron a extenderse hasta el mismo interior
de la república, dejando su impronta en las ciudades como Puebla y de
Guadalajara, pero también de Durango.
II
Manuel Tolsá y Sarrión nació en Énguera,
Valencia, el 4 de mayo de 1759 y murió en Las Lagunas, México, el 25 de
diciembre de 1816, a los 59 años de edad, por causa de una úlcera gástrica,
siendo inhumado en el panteón del Templo de Oaxaca.[1]
Estudió en Valencia, su tierra natal, en la
Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, formándose en aquella ciudad como
escultor en el taller de Don José Puchol. En Madrid estudió en Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando, donde fue discípulo de Ribelles, Gascó y
Gilabert, reconocidos maestros del estilo neoclásico, teniendo en Madrid como
maestro de escultura a Don Juan Pascual de Mena, autor del Neptuno de Paseo del
Prado. Fue nombrado en 1798 académico de mérito de dicha institución unos meses
más tarde de San Carlos.
Trabajó como escultor en la cámara el rey y
fue distinguido como ministro de la Junta de Comercio, Moneda y Minas, con lo
que estableció una fuerte relación con el mundo Novo Hispano. En 1789 Tolsá
solicita la vacante de director de escultura en la Academia de Bellas Artes de
San Carlos Borromeo de México. En dicha solicitud hace valer sus méritos y
afirma estar ejecutando varias obras, tanto para la Corte como para fuera de
ella, y agrega que está realizando algunas para el conde de Floridablanca. Fue
nombrado director de Escultura de la recién creada Academia de San Carlos en la
ciudad de México, saliendo del puerto de Cádiz para el nuevo continente en
febrero de 1791.
Llegó a la Nueva España con 76 cajones,
conteniendo copias de esculturas clásicas del Museo Vaticano vaciadas en yeso,
libros e instrumentos de trabajo, entre los años 1791, a los 40 años de edad y casó en el
puerto de Veracruz con la señora María Luisa de Sanz Téllez Girón y Espinosa de
los Monteros, con la que procreó nueve hijos. A su llegada a la ciudad de
México el ayuntamiento le encargó las obras de drenaje y de abastecimiento de
aguas de la ciudad y la reforestación de la Alameda Central, el
acondicionamiento de las nuevas plantas del Coliseo y del Real Seminario
–trabajos por los que, según se cuenta, no recibió compensación económica
alguna.
Cono director de Escultura de la Academia de
San Carlos en México trabajó con otros dos valencianos: Joaquín Fabregat,
director de grabado, y Rafael Ximeno, director de pintura. En tal escuela
contuvo los excesos del barroco imponiendo la enseñanza de un equilibrado
estilo neoclásico.
Diseño y se encargó de la construcción de la
cúpula, de las balaustradas y de los zócalos de las cruces del atrio,
remodelando también la fachada de la Catedral Metropolitana concluyendo con
ello su edificación (1792-1813). Decoró las torres y el frontispicio con
estatuas, destacando entre ellas las tres virtudes teologales (Fe, Esperanza y
Caridad) que rematan el cubo del reloj.
Construyó el Palacio de la Escuela de
Minería (1797-1813), siendo distinguido como Ministro de la Junta de Moneda y
Minas; también proyectó y edificó el Antiguo Palacio de Buenavista (1795), hoy
Academia de San Carlos –obras neoclásicas que dan carácter a la ciudad, firmes
y severas, muy admiradas por el varón Alexander Von Humboldt a principios del
siglo XIX, quien popularizó el calificativo de Charles Joseph Lattrobe para la
ciudad de México como “la Ciudad de los Palacios.
Una de sus
obras escultóricas más destacadas, obediente al estilo barroco, se
encuentra en la ciudad de Puebla, pues es el autor del baldaquino o del retablo
mayor en el altar principal de la Catedral de esa ciudad, conocido como “El
Ciprés” (1799). Es suyo también el retablo del altar principal de la Catedral
de Santo Domingo y el altar principal de la iglesia de la Profesa –basándose
como modelo para el rostro de la Virgen María en la fisonomía de María Ignacia
Rodríguez de Velasco y Osorio Barba (“La Güera Rodríguez”). El retablo del altar mayor del Convento de
las Capuchinas dedicado a San Felipe de Jesús, hoy desaparecido, fue también
obra de su ingenio, así como la fuente que se encontraba al inicio del Camino
Real de Toluca, desaparecida también.
El muy poco conocido busto de Hernán Cortés
que se encuentra en el Hospital de Jesús, es una escultura en bronce salida de
sus manos esculpida para su tumba.
También esculpió los Cristos fundidos en bronce que se encuentran en la
Catedral de Morelia, así como la virgen esculpida en madera de la Virgen conservada
en el arzobispado de Puebla, tallando también las cabezas de la Dolorosa que se
encuentran en la Profesa y en el Sagrario. También es obra suya la celda para
la Marquesa de Selva Nevada en el Convento de Regina Porta Coeli (hoy
Universidad del Claustro de Sor Juana), proyectando y dirigiendo las obras para
las casas del marques de Apartado y del marqués de Selva Nevada. Entre sus
muchas actividades se dedicó asimismo a la fabricación de muebles y a la
fundición de cañones, abriendo también una casa de baños y una fábrica de
coches e instalando un horno de cerámica.
Los planos del Hospicio Cabañas (1797) fue
uno de sus grandes proyectos, el cual dejó sin concluir –imponente arquitectura
en la plasmó el genio artístico de José Clemente Orozco su mayor obra
muralística. Es suyo también el proyecto para la construcción de la última
etapa, de estilo neoclásico, de la Iglesia de Loreto.
Dejó además una serie de proyectos que su
temprana muerte impidió realizar, como son: una plaza de toros, un cementerio y
un convento, pero también los planos para el Palacio de Gobierno de la Ciudad
de Durango.
III
Lugo del gobierno interino de Don Felipe
Barry, por el año de 1778, al hacerse cargo del gobierno el teniente coronel
Felipe Díaz de Ortega y Bustillo, envió al Virrey Manuel Antonio Flores una
triste pintura, en la que éste veía a un enfermo agonizante “que ni puede
resistir las medicinas fuertes, ni le bastan las suaves para salir del
peligro”. La Provincia, según se asienta en el informe de Díaz Ortega, acusaba
graves problemas religiosos, políticos, económicos, administrativos y de
justicia, sobre todo en las tierras pertenecientes a los indios –siendo los más
graves los religiosos, pues había pueblos donde apenas se tenía idea de la
“buena nueva”; el problema político y económico no radicaba sólo en la
desatención de las obras públicas, que requerían de saneamiento y limpieza
tanto en sus calles como oficinas, sino en la ausencia ayuntamientos, de
escuelas y cárceles en cada pueblo; y el problema de los vicios de los
naturales, enfrascados en el vino y los juegos, que sólo haya solución al
ponerlos a trabajar, siendo en todo ello aconsejado por el Teniente del
Gobernador Don Pedro Pló y Alduán.
No habiendo en la ciudad de Durango locales
propios para las intendencias, ni cajas reales, ni real aduana, ni factoría de
tabaco y ensaye, se propuso construir un edificio en terrenos del Palacio
Viejo, que se encontraba en ruinas y era propiedad de la corona. Ello se debía
a que las oficinas que albergaban las oficinas del Ayuntamiento y de la Real
Hacienda, que se encontraba frente a la Catedral, eran pequeñas e
insuficientes, como decía Velasco y Restán en su padrón, las cuales además
impedían “el lucimiento y el desembarazo” de la Catedral y de la plaza.[2]
Dicho solar en que se intentó construir el
mencionado edificio había sido el mismo lugar en que el capitán Francisco de
Ibarra, fundador de la ciudad, construyera su palacio, conocido como el Palacio
Viejo, en la cuadra al sur de la Plaza de Armas, y que ya para último tercio
del siglo XVII se encontraba en ruinas por el descuido. Poco antes de la
construcción del Palacio de Zambrano, en 1786, el gobernador Teniente Coronel
Felipe Díaz Ortega mandó hacer al Maestro Constructor Juan Rodríguez los planes
del Nuevo Ayuntamiento. Los planos, conservados tanto en el Archivo de Indias
como en el Archivo Histórico del Gobierno de Durango, incluyen el alzado
principal de la planta baja, más la explicación de los mismos y el presupuesto,
que ascendía a la suma de 102, 091 pesos más dos reales. El edificio, que nunca
se llegó a construir, debió asentarse en el solar del Palacio Viejo, entre las
calles de 5 de Febrero, Constitución, calle Juárez y Pino Suárez.
El complejo proyecto arquitectónico incluía,
además de la vivienda de los gobernadores, cinco oficinas, intendencia, Cajas
Reales, Real Aduana, más despachos de aduna, oficina de archivo, tesorería, la
fábrica de tabacos y ensaye, más las casas para los jefes de oficina y para el
ensayador, siguiendo un modelo similar al anterior ayuntamiento, constituyendo
el centro neurálgico de la vida colonial. El edificio, planeado para ser
edificado en el solar del Palacio Viejo, no llegó efectivamente a construirse,
a pesar de los planos hechos por Juan Rodríguez quien, en compañía de Nicolás
Bautista Marín, el arquitecto de la torre de catedral, se habían dado a la
tarea de medir perfectamente aquel el solar. En el año de 1790 el mismo maestro
Rodríguez pensó incluir en la casona, en realidad inexistente, obrajes para
textiles y curtiduría, una escuela de hilados y la casa de las recogidas, más
un almacén para paños junto a la fábrica de obrajes y de textiles, sumando por
último los calabozos. Sin embargo, al proyecto, que fue enviado y recibido por
el virrey, no se le dio ningún trámite. [3]
Los primeros planes para edificar un nuevo
ayuntamiento no se habían llevado a cabo por parte del gobierno, por lo que a
principios del siglo XIX, en el año de 1801, el gobernador Bonavía encargo otro
proyecto para el edificio de las
dependencias gubernamentales al afamado escultor y arquitecto Manuel Tolsá,
pagándole 500 pesos para levantar los planos y hacer el presupuesto para la fábrica
de las Casas Consistoriales, Cárceles, Alóndigas y demás oficinas.
Desgraciadamente los planos se extraviaron en Durango, por lo que fue necesario
mandar hacer una copia a la ciudad de México. Las Casas Consistoriales no se
construyeron nunca, por lo que las Casas Consistoriales, las Cárceles,
Alhóndigas y demás oficinas se trasladaron finalmente a la Casa de
Zambrano.[4]
IV
El Palacio de Zambrano, en su haber con más
de dos siglos de historia, fue ordenado construir en cal y canto por el
increíblemente rico minero y comerciante Capitán Juan Joseph de Zambrano en el
año de 1785 y terminado a finales del año de 1798, siendo su edificación casi
idéntica a la ideada por Juan Rodríguez para el Ayuntamiento. Ese mismo año se
inició la edificación, por órdenes del mismo propietario, del Teatro Coliseo,
el cual fue inaugurado el 4 de febrero de 1800, habiendo tenido un costo de 22
mil pesos oro a expensas de Regidor, Alferez Real y Alcalde Ordinario de
Durango el mismo Juan Joseph de Zambrano. El palacio colonial más ostentoso del
norte de México, de considerables proporciones, contaba así con su propio
teatro particular –en una extraña mescla en ambas edificaciones, nos parecería
hoy en día, de funciones entre privadas y públicas (mescla que dejó su huella
en la vida de la región, donde ha sido costumbre colonial que los funcionarios
públicos amasen sus fortunas privadas a la sombra del poder gubernamental).
Como quiera que fuera, la prosperidad de las
minas de Zambrano llevó una relativa bonanza a la ciudad de Durango, creciendo
su población de 8 a 20 mil habitantes en doce años, creciendo la ciudad también
en calles, plazas y edificios públicos.
El Luego de explotar las extraordinariamente
ricas minas serranas de la región del Real de Nuestra Señora de las Consolación
de Agua Caliente, en Guarisamey, bajo la jurisdicción de San Dimas, al oeste de
la Sierra Madre Occidental, Joseph de Zambrano se asentó en la capital del
estado de Durango, entonces capital de la Nueva Vizcaya.
Hombre de varios mundos (la sierra, la corte
y la política, la empresa y la hacienda), Zambrano se dedicó también al
comercio, pues junto con la Factoría de Tabaco contaba con otros edificios en
la ciudad de su propiedad destinados a operaciones comerciales. Dada su
influencia socia social por mor de sus empresas y negocios fue nombrado Regidor
y Alférez Real de la Ciudad de Durango hacia a fines de siglo y en 1800 se le
nombró Alcalde Ordinario.
Perteneció a la Orden de Santiago y aunque
ostentaba ser Conde, y efectivamente era conoció como el Conde de Zambrano, el
título nunca pudo obtenerlo en realidad rectamente. La calle que pasa por un
lado de su magnífico palacio fue conocida en esa época como la Calle de
Zambrano, en lo que es ahora la Calle Zaragoza. Debido a su inmensa fortuna
llegó en su momento a ser considerado como uno de los diez hombres más ricos de
toda la Nueva España. El rico minero murió el 17 de febrero del año de 1816 y
la casa fue rentada al gobierno de la intendencia.
Juan Joseph de Zambrano había vivido en su
casa con muchas comodidades e incluso alardes desmedidos de ostentación. Se
cuenta que su muerte ocurrió de forma accidental. De las muchas leyendas que se
cuentan en torno a las minas de Guarisamey sobresale la historia de la muerte
del Conde Zambrano, quien estando un domingo soleado al medio día con algunos
amigos en la pequeña plaza del lugar, vio que se le acercaban unos vecinos para
invitarlos a asistir a la misa, aceptando varios, no así Zambrano quien exclamó
entre carcajadas: “¿Para qué rezarle a Dios?” Y luego, echando una mirada que
recorría los alrededores, agregó: “Todo esto que tengo, ni Dios puede
quitármelo!”
Al poco tiempo de que terminó la misa, nubes
amenazadoramente negras cubrieron el cielo, empezando primero una ligera
lluvia, que fue creciendo hasta convertirse en una gran tormenta acompañada de
relámpagos, truenos y centellas, y ya como a las tres de la tarde la corriente
del río creció saliéndose de cauce e inundando las viviendas de los
pueblerinos, obligándolos a abandonar todas sus pertenencias para refugiarse en
las partes altas. Y así siguió aquello, la fuerza del agua fue devastando las
paredes de adobe de las casas y de la hacienda de beneficio del Conde Zambrano,
arrastrando a su paso desde árboles hasta animales domésticos, muebles,
hierros, hombres, mujeres y niños. Zambrano se paró entonces sobre una gran
roca viendo azorado como todas sus posesiones desaparecían o quedaban
enterradas bajo toneladas de lodo y rocas, llorando desesperado por la pérdida
de su inmensa fortuna de más de 14 millones de pesos. Para el anochecer del
rico y floreciente Guarisamey no quedaba sino una poblado destruido y en
ruinas.
Fue así que el Conde perdió completamente la
razón y algún tiempo después sus familiares lo llevaron a la ciudad de Durango,
donde falleció sin haberse podido recurar ni de las pérdidas sufridas ni de la
impresionante forma de su pérdida. Hoy en día tanto Guarisamey como San Dimas
son ciudades fantasmas, habiendo contado la primera con 5 mil habitantes y la
segunda con 8 mil, en su época de esplendor, [5]
V
El sentimiento de unidad de la identidad
nacional no puede ser otro que un sentimiento de identidad cultural, ligado
necesariamente a la cultura de todo el continente latinoamericano –esa patria
mayor de la que hablara el filósofo de la educación José Vasconcelos. Cultura
ligada también esencialmente al Viejo Mundo, al ingenio y genio ibérico, que
desde el principio vio en esta tierra el lugar de la utopía, el topos del
utopos, el sitio geográfico propició para dar concreción y realidad a los
sueños del espíritu –por más que ello se expresara en los albores de nuestro
nacimiento como nación en una serie de mitos y fábulas, dirigidas no menos a la
imaginación que al sentimiento, como fueron las historias sobre las Siete
Ciudades de Cíbola.
País encantador y de ensueño ha sido el
nuestro, de la amalgama fecunda entre novedad y tradición, de pertenencia a una
comunidad de fe trascendente y a una realidad concreta, con la que hemos
crecido, en la que compartimos una serie de imágenes e ideales. País
encantador, lleno de belleza y de colorido,
de gente sencilla y alegre, cuyo pueblo resistente como pocos destila en
sus venas una especie de añeja sabiduría popular, que ha sabido también
amalgamar a la festividad de lo nuevo el bronce de la tradición, ahondando con
ello en su incomparable sentimiento estético de la vida, hecho
proporcionalmente a medias partes de vislumbre del bien metafísico,
trascendente, que es la categoría del ideal, y de amor por lo concreto, con
aquello que hemos con-crecido. Crecer con las imágenes del paisaje mexicano, no
menos el de su geografía que el des personajes y figuras emblemáticas, nos
lleva también a amar sus símbolos más caros, con los que hemos con-vivido,
vueltos sangre por decirlo así de nuestra sangre, y nutricia leche de amor
donde se sacia nuestra sed de sentido y de pertenencia.
[1] Por alguna extraña razón presumiblemente cortesana el controvertido
escultor Sebastián atribuye la muerte de Manuel Tolsá al uso de ácido nítrico
en la pátina de su famosa Escultura Ecuestre de Carlos IV, interpretación
aventurada que presenta además como si se tratara de un hecho consignado y
objetivo. Ver
[2][2] María Angélica Martínez Rodríguez, Momento
del Durango Barroco. Arquitectura y Sociedad en la Segunda Mitad del Siglo
XVIII. Pág. 313. Obra Inédita. 1996.
[3] Los planos del arquitecto Juan Rodríguez se
conservan por duplicado en el Archivo Histórico de Durango y el Archivo de
Indias. Los planos de Juan Rodríguez pueden verse en: José Ignacio Caballero,
Durango Colonial Págs. 477 y 478.
[4] Archivos Históricos del Gobierno de Estado de
Durango. Casillero 2, Expediente 205. “Expediente sobre construcción de Cajas
Reales Municipales en esta Ciudad de Durango”, 1801. 32FF.
[5] Tayoltita. Centro Minero de las Quebradas.
Coordinador de la Edición, Ing. José Antonio Luévanos Becerra. Minas de San Luis Ed. México. 1996. Pág. 26.
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