El Basilisco
Por Alberto Espinosa Orozco
El Basilisco es considerado el rey
mitológico de los reptiles. Su nombre deriva del griego basileus (rey) y basiliscos
(reyezuelo). Animal fabuloso, híbrido de gallo, serpiente y sapo, a veces se lo
llama Gallo Hembra. La Edad Media adivinó su oscuro origen: el monstruoso
Basilisco nace de un huevo de un gallo viejo, de siete a catorce años,
empollado por un sapo o una serpiente sobre el estiércol. Al igual que las
Gorgonas de la mitología griega, el Basilisco tenía el poder de matar con la
sola mirada, o el aliento, por lo que para destruirlo había que usar un espejo.
Entonces la mirada letal o los vapores ponzoñosos que exhala, se vuelve contra
él para matarlo.
En general, puede decirse que el Basilisco
representa los peligros mortales de la existencia que no se admiten a tiempo o
que no son previstos, y frente a los
cuales la única salvaguarda son los ángeles divinos. En particular, simboliza
para unos el poder real que fulmina a quien le falta al respeto, para otros a
la mujer casquivana que corrompe a quien no la advierte o no puede evitarla. La
Edad Media estimó que Cristo mató a los cuatro animales citados por el
Salmista: al Basilisco, al Áspid, al León y al Dragón (Salmo 90, 12-13). En
lenguaje alquímico significa el fuego devastador que antecede a la transmutación de los metales.
De confiar en las ficciones del mago ingles
Newton Artemis Fido Scamander (1897-2001), el Basilisco fue criado por el
tenebroso mago de Grecia Herpo (El Loco),
siendo una serpiente de color verde brillante que puede alcanzar más de quince
metros de largo y de novecientos años de longevidad, luciendo el macho una
pluma en la cresta de la cabeza.
Plinio el Viejo, en su Historia Natural, toma al
basilisco como una criatura real de apenas 30 cts. de largo, oriunda del norte
de África y conocida en esa latitud como la “reina de las serpientes”. El
Basilisco es un dragón-serpiente que muchas mitologías visualizan como la
encarnación del obstáculo que el héroe debe de vencer. De mirada mortífera y
vulnerable al canto del gallo al amanecer, el Basilisco ataca con la cabeza
erguida, a la manera de las cobras. En ese lugar de la imaginación, no sabemos
plenamente si también de la existencia, su esencia se extiende, frecuentemente
también se evapora. Suele representar la figura personificada del demonio, del
anticristo o del horror mortal. Imagen, pues, de la muerte, pero también del
inconsciente, temible para quien lo ignora, pues es capaz de destruir y matar
la personalidad. El Basilisco, haciendo uso del arma inmaterial destilada por
la vista inconsciente del envidioso, “clava” los ojos en alguien con sus
poderes maléficos, proyectando formas de pensamiento maligno, para imponerle su
voluntad o la fuerza de su naturaleza, causando daño con su hábil mirada
nefasta o al echarle “ojerisa”.
Así, el basilisco resulta una de las
imágenes arquetípicas para representar a los seres híbridos en su conjunto, es
decir: a los animales o vegetales engendrados por dos individuos de diferente
especie, en los cuales se da un doble desequilibrio u oscilación que rompe el
equilibrio psíquico de la persona. Se trata, pues, de una figura asociada a la
unión desafortunada de dos tendencias inconscientes de diverso signo, dando un
ser que pulula por las regiones oscuras, ocultas y desconocidas, dando como
producto una creación infernal del
psiquismo humano. El basilisco resulta así, por su doble composición un ser
desequilibrado que como el bostezo idiota del caos equivale al fuego cósmico
destructor. Es legendario que esta criatura corresponde a los peligros mortales
que corren aquellos que se encuentran en las regiones insólitas, por lo que se
lo hace partícipe de los innumerables seres que custodian el tesoro. Por ello
también se le relaciona frecuentemente con el mal de ojo a nivel suprahumano.
El aojador no es otro que el hombre cundido
por el mal moral de la envidia, que intenta frustrar o arruinar el bien ajeno
mediante la “magia de la mirada”, proyectando para ello una mezcla de negra
desesperación, terror y angustia. En efecto el aojamiento o acción de aojar,
especialmente poderosa en el contrahecho y en la vieja, puede manchar a un
individuo o a una comunidad entera. En todas las culturas es sabido de sus
influjos malignos cuando el aojeador u “ojete” mira un banquete sin posibilidad
real de participar en él, siendo potente para echar a perder incluso la
celebración de la comida compartida –gesto, pues, de mal agüero sólo comparable
al acto de señalar a una persona con el dedo índice, el más penetrante e
incisivo con que se pronuncia el alma humana, equivalente de picar,
estigmatizar o, más modernamente, de denunciar a alguien para nihilificarlo o
echarle baldón. El filósofo Santo Tomás de Aquino (1223-1274) era sensible a
la creencia en la vulnerabilidad de los niños pequeños a ser atacados por el
aojo de brujas y viejas.
Las malas artes de los aojeadores,
concentradas en el mal de ojo o “fascinación”, provienen de un pacto imaginario
o real del aojeador con fuerzas demoníacas o sobrenaturales. Se trata de una
pírrica fuerza que es más bien un negro fruto de las debilidades humanas
condensadas, tales como la envidia, la frustración, los celos, la codicia, etc.
Cuando un envidioso ve que un objeto tiene una cualidad o valor que le atrae o
le gusta, desea usurparlo a su legítimo poseedor, antojándosele pues y
sacando su poder de la ictericia y encono de la tristeza por el bien ajeno. El
mal de ojo o “aojamiento” se basa en una creencia muy antigua cuyos orígenes se
pierden en la oscuridad de los tiempos. En el Paleolítico Superior, en las
culturas cluniacense y magdaleniense, el hombre de cromañón decoraba ya sus
grutas con pinturas y grabados rupestres que representan en negativo la silueta
de la mano abierta, presumiblemente con el fin de ahuyentar los malos deseos
del “aojador”. Los fenicios conservaron esas creencias e hicieron de la mano
abierta un talismán, el cual ha llegado hasta nuestros días por la cultura
Palestina con el nombre de “mano de Fátima”.
Cuentan también que en la antigüedad, cuando
Alejandro Magno incursionó por la India ordenó poner sobre los cascos de los
soldados espejos con el fin de eliminarlos si se cruzaban por su camino al
mirar su reflejo. Es creencia también de la antigua Grecia que pintar o labrar
en la proa de las embarcaciones ojos azules para ver la línea a seguir a través
del horizonte marino, cuya tradición se remontaría a los expeditos Argonautas.
Los cenizos odiadores profesionales o
“gafes”, repudiados por el resto de la comunidad, fueron cruelmente castigados
en la Edad Media por sus malos deseos
con el “rollo” o la picota. En el mismo
mundo se creía que el canto de un gallo era fatal para el basilisco, el cual
moría de inmediato, al igual si se enfrentaba a su propia mirada, lo que le
resultaba fatal. Acaso por ello su icono se encuentra con frecuencia en los
capiteles góticos y románicos como símbolo de la maldad y de la fuerza oculta
que con una sola mirada es capaz de matar.
El medioevo desarrolló profusamente el
sortilegio del ojo representado en un talismán o en un amuleto, sobre en el
mundo asiático, para liberar el “nudo” de la impotencia que su mirada hechicera
perpetra. Se trata de uno de los símbolos “oriaojos” que se derivan desde eras
prehistóricas, tales como la figura del falo erecto o el roble sagrado,
consagrándole esa función además las plantas del abedul, el ajo, el aliso
blanco, angélica o cedro bendito, la haya, el laurel, el anís, la ruda, el
trébol y el espigó. También la sombra de un olivo, la “figa” brasileña, o el
curioso gesto en que e aprieta el puño con el pulgar entre el anular y el
cordial, el cuerno curvo o corno, todo tipo de figuras fálicas y el
empleo de máscaras de expresión maligna resulta beneficioso contra las malas
artes de los aojadores. Por su parte, en el Gran Basar de Estambul es común
encontrar hoy en día a manera de talismanes contra tan temido mal anillos,
piedras preciosas, nudos y fórmulas secretas. En especial es apreciada la
turquesa, piedra azul reproducida a manera
de un ojo, pues es creencia que los ojos azules son especialmente potentes para
causar el mal y que por trasmisión el hechizo se disuelve, pues las cosas
similares se atraen o anulan mutuamente. Capitulo perteneciente, pues, a la
magia simpática, estudiado profusamente a principios del siglo XX por Sir James
George Frazer en su clásica obra La Rama Dorada (Magia y
Religión). Los alquimistas incluso llegaron a triturar turquesas para
el mismo efecto, tomándola como poción, además de considerar su utilidad contra
la picadura del escorpión o como anticrotálico. La turquesa además, al tener el
color del cielo, protegía contra otros accidentes o “caídas” Así mismo se creía
que la piedra verde de la malaquita ahuyentaba o libraba igual el mal de ojo
que los terrores nocturnos y desconocidos. Tales rocas tienen, a decir de esas
creencias, poderes “apotropáticos” o de alejar demonios, lo mismo que la
representación de un pez. El Islam por su parte confiaba en creencias similares
usando el color verde y el azul sobre un fondo blanco.
Los estratos históricos de la palabra
“aojar” u “ojeo” están todos en relación con la mirada tomada como arma
inmaterial con que unos hombres intentan imponer sobre otros su voluntad o su
naturaleza. La fuerza o el poder de la mirada pronto se asociaron con sus
versiones negativas, con el mirar con malos ojos, con la mirada pesada y los
ojos de pistola. Es decir, mirar a alguien con rencor o agarrándole “ojeriza”,
actitud propia de los “ojetes”, no es
sino ver algo con influencia nefasta o en el sentido negativo y disolvente de
la mirada que desea el mal ajeno y, por tanto, con la mala voluntad –lo cual no
excluye, por supuesto, que tales ojerosos sean además especialmente
“ojialegres”. El “tallador de ojos” se asocia tímidamente también con la
interjección “¡ox!”, o con la voz “¡oxte!” que usaban los ojeadores en su labor
de ojeo para localizar la presa y ponerla a tiro de los cazadores Lo mismo que la indicación de dedo índice
sobre seres vivos tiene la función tal gesto o ademán de dominar con la mirada
o de ojear a alguien para ponerlo a tiro.
La idea de que ciertos individuos tienen el
poder de lanzar hechizos malignos o de
proyectar formas de pensamiento maligno con solo mirar a otra persona es
prácticamente universal, existiendo en casi todos los idiomas un término para
equivalente para designarlo: es el boster Blick alemán, el malocchio,
el mauvais olei francés, o el español “aojear”. El latín tenía
una palabra para la idea de atrapar mediante poderes o pactos diabólicos: es el
fascinum, de donde se deriva la palabra castellana “fascinar”.
Acaso la más terrorífica figura de la
fascinación sea la de la mirada petrificadora de Medusa, una de las tres
Gorgonas, quien en pleno uso de sus malas artes tenía el poder de petrificar a quien
se atrevía a mirarla directamente, quitándole de este modo la vida -tal como
sucede en el arte, especialmente cuando la poesía hereda el mito
dogmáticamente, no en su función simbólica, sino en su función explicativa. La
escena mítica más memorable de la fascinación es, efectivamente, cuando Medusa
y Perseo se enfrentan. No podría decirse que tal figura escénica tenga como
significado la fascinación, sencillamente porque la fascinación misma es una
figura, una imagen, cosa que prohíbe enteramente interpretar a una y otra en la
relación de significante-significado. No es tampoco, como recuerda Tomás
Segovia, que uno de los términos sea el sentido directo del otro, como hacer una
figura de una imagen, una imagen de una imagen, no es meta-connotación, pues el
lenguaje figurado es de un solo grado y no admita la disección analítica
posibilitada al lenguaje literal por los metalenguajes. Lo que se da más bien
es una igualdad de naturalezas, que es justamente lo que posibilita la
reversibilidad en los lenguajes simbólicos, por lo que no puede decirse que la
figuras que forman la escena sean la descripción de la fascinación, porque el
modo de confrontación es indecidible: realmente no sabemos, no podemos saber,
en el sentido del saber enciclopédico, en que sentido la escena es una figura
de la fascinación -porque, como veremos con detalle más adelante, el lenguaje
constituido por la metáfora y la poesía se inscribe en una área de la cultura que
no es saber verificable, no reductible al conocimiento positivo del lenguaje
literal.
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