IV.-
El Secreto… a Voces: la Colonia Postmoderna
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
Hay diversas maneras de heredar el pasado; la
más peligrosa de ellas es ignorándolo, pues ello equivale a repetirlo, y de
repetirlo bajo su peor manera, que es la de la vuelta de lo reprimido. Porque
ello expone a una imitación servil, no creativa, acrítica y perfectamente
mecánica e inconsciente.
Así, lo que se ha imitado servilmente y sin
reflexión alguna en México han sido al cabo del tiempo las debilidades
novohispanas, sus barrocos enredos, sus matriarcados de salón y también su
soterrado libertinaje, homologando al partido, la corte y la universidad en una
burocracia de mandarines que por instinto de predación rechaza los modos
coloniales y sus más acendradas virtudes: la educación esmerada, los ideales de
caballerosidad y de urbanidad, confundiendo llanamente la Conquista con la
Colonia y, resentidos por la pérdida de la independencia nacional que ellos
mismos provocan en sus alianzas globalizadas, negando incluso su misma existencia histórica de innumerables afanes evangelizadores, estéticos y constructivos, postulando en su decimonónico historicismo incluso su de-construcción mental, en un abigarrado sistema de sustituciones que no puede calificarse sino de ruinoso.
Su fruto has sido el de una sociedad a la vez jerárquica y absolutista, pero arbitraria, profundamente demagógica y autoritaria, cerrada sobre sí misma como el Sphairos parmenideo, donde de lo que es sólo puede predicarse eso, que es, y de lo que no es, pues, nada, que no es.
Su diferencia más notable con respecto del mundo Novohispano es la sustitución de la religión por una ambigua utopía protestante, luterana, del trabajo bien asalariado y del hedonismo del tiempo libre que se embadurna el metafísico rostro de lenguaje socialista –minando en su raíz misma la esencia de los social: la virtud de la piedad, de ese interés activo, humano, por el otro. Época de indiferencia en materia religiosa ha sido la nuestra, es verdad, que para llenar un vacío, muy a lo barroco, ha pretendido curarse sustituyéndola con las doctrinas que divinizan lo social dando a la vez la impresión de grandiosas síntesis totalizadoras, siendo por
tanto inmunes a la razón y a la crítica y confundiéndose todo el tiempo con el
fundamento, necesario a toda cultura, metafísico y filosófico-religioso. Es
decir, su diferencia más notable es la intromisión de un socialismo de
estrelleros y que rindiendo un oscuro culto al milagro asume su muy cuestionable
materialismo como una droga, como un excitante, como una mística degradada
resuelta muchas veces o en la cerrazón ya no digamos ante la razón, sino ante
la misma realidad, o en la histeria colectiva. Se trata, efectivamente, de una
sociedad inmanentista, sin fe religiosa, más no carente de fe: depositada en
esa razón contradictoria y dialéctica que es la “razón histórica”, a la vez una
y cambiante, que en su juego de negaciones y negaciones de las negaciones no
llega sino afirmar la fe en lo inconsciente o en lo irracional, dejándose
entonces el sujeto de la historia arrastrar con mucha facilidad por las
afecciones primarias de la animación humana: por los instintos, por las
tendencias, por los impulsos, estando obnubilada la naturaleza de su voluntad
por el chancro del “noscentrismo”, que igual se revela en un gregarismo
zoológico, que en el culto a la personalidad del jerarca o del mezquino ego.
II
Así,
la fusión de la idea y del poder, que en la Colonia fundaba la autoridad del
príncipe, en un principio a la vez religioso, clerical y monárquico, adopta ahora las
nupcias de la ideología dominante con la administración, depositando lo mismo
en el académico disidente que en el artista revolucionario o en el rebelde aplaudido
lo que otrora fuera la función sacerdotal –cuyo culto hoy en día no es otro que
el del materialismo inmanentista de las condiciones económicas de la
existencia, en una especie muy sobada de historicismo postmodernista de corte
más bien cínico e inmoral, en el que se transforma el absolutismo novohispano
en totalitarismo futurista, orweliano, es decir, en religión de Estado, donde
el Big Brother, bajo la forma de un nuevo Tlatoani prehispanisante de
preferencia, no quiere ayudarnos como nuestro hermano, sino mandarnos como
nuestro padre, bajo la forma del imperialismo voluntarioso, autoritario,
emprendedor, de una conciencia.
Mundo sin caballerosidad, ya lo he dicho,
donde reina el tuteo y el codeo público,
el cantinflesco “joven, joven” o la
incontinencia de la cargada o el “ahí te voy”… Pseudoreligión, pues, resuelta
en una mística de la pesudotranza, alimentada por ambiguos “relatos del
mercado” productos de la publicidad, de la tecnocracia y de la modernidad, donde
conviven felizmente a manera de oscuros mitos fundacionales los paisajes
flácidos de Salvador Dalí con las warholinas conservas de la Campbell´s, las
imágenes multiplicadas de Frida Kahlo con las ilustraciones magnificadas de
Diego Rivera o los masivos murales estridentes de Alfaro Siqueiros –pero no más.
Estado laico, pues, concebido muy a la
francesa como antirreligioso, en franca contrariedad con una sociedad laica
mexicana mayoritariamente creyente, religiosa, católica, al que le es preciso
fundamentar las nupcias entre el poder y la idea en una especie de secularismo
profundamente ideológico, dividido entre el ser social que determina a la
conciencia (la presión social y la adaptación al medio) y el ideal moderno del
progreso, de la técnica fundada en la ciencia moderna de la naturaleza, que se
condesa en la ideología positivista –resueltos ambos en un economicismo de control
social nada transparente, cuyas raíces se remontan a la razón histórica del
hegelianismo triunfante (que es, como se sabe, la marcha del espíritu absoluto
a la perfecta conciencia de sí mismo en su despliegue) y donde convergen
tecnocracia, publicismo y vanguardia, que son los brazos abrazados de la
postmodernidad –y que en México se expresa con el fervor barroco de las reglas,
los protocolos y los inanes formalismos.
Ortodoxia pseudoreligiosa, es cierto, en
cierto modo autocontradictoria, al no basarse en un principio inalterable, sino
en el cambio, en el progreso técnico, en la historia, pero cuya dogmática a la
vez no puede sino expresarse como una deformación y negación del principio
moderno de la libre coexistencia de las ideas, de la libre discusión, de la
crítica y la autocrítica: el autoritarismo.
III
Sociedad, pues, que se adelanta… hacia atrás…
hacia el absolutismo de arcaico cuño Colonial y de ahí, a pasos contados, hacia
el idealizado Tlatoani de una ensoñada Roma-Tenoschtliteca –y todo ello
comandado bajo el dogmatismo de la historia y de la ortodoxia socialista, donde
se prohíja una burocracia de mandarines sin confusianismo, de confusos predadores
amorales y de resentidos éticos, ignorantes e indiferentes en materia de
religión, pero donde se sigue viendo como una insolencia la crítica a la autoridad
o a los representantes (no del pueblo, sino de la autoridad, del príncipe), homologando
a los disidentes, por vía de la promoción o de la negociación, a la uniformidad
del pensamiento oficial, pensamiento único posible, dando como resultado una
autoridad tan balín como blindada por el prestigio de las instituciones, y a la
vez tan intocable cuan impune –en una especie de onanismo del sentido meramente
existencial, donde los hechos se validan sin razón de ser, en su pura y nuda
existencia.
Su resultado, no una visión del mundo, mucho
menos una filosofía, sino la imposición de una realidad cada vez más ruinosa y
caótica, de un submundo subsumido en una sociedad de consumidores y de civiles
rastacueros, saturada por la ignorancia rentable, por inversión conceptual de
la mediocridad y por la rastrera abyección. Su resultado no puede ser más
patético y contradictorio, pues su pluralismo es un particularismo, su
socialismo un individualismo, su disidencia una conformidad y su religión un
conformismo: nido para que medren lo mismo el mediocre que el abyecto, el
libertino igual que el invertido, la araña que teje naderías con la rata metida
a director, el burro metido a pedagogo y el zopilote a redentor... en una
antesala del caos que embadurnándose el rostro con un lenguaje decimonónico champurrado
de positivismo y socialismo mina en sus raíces la esencia misma de lo social,
sustituido por el interés de la predación competitiva, por el de monopolio de
los privilegios burocráticos, de mandar e imponerse sobre otros de alguna forma
o de ser venerados.
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