Andrés
Henestrosa: las Verdades Sencillas
Segunda Parte: la Herencia del Mito
Por Alberto Espinosa Orozco
IV
La exposición de la cultura patria Andrés Henestrosa
parte de una límpida concepción del origen de nuestra nación en la fusión de
razas india y española que nos constituye como grupo étnico y humano, sin
omitir la gota de negritud que no puede faltar, en ese fabuloso mestizaje de
anhelos cósmicos, universales y metafísicos constitutivos de la mexicanidad,
aglutinador de un barro permanente iridizado por todas las arenas, enriquecido
por todos los caprichos de la tierra y fecundado por una igual por imparcial
agua de vida. El trasplanto no produce frutos entecos y sin semilla, sino más
frutos y más vigorosos –como recuerda el principio elemental de la
arboricultura.
Ser mexicano, pareciera querernos decir el
maestro Henestrosa, es ser innegablemente heredero de la cultura indígena y,
por extensión, ser indio también –pues no es menos profunda la influencia del
colonizador por el colonizado. Es verdad, cada uno de nosotros hemos sido
educados de disimbolas maneras por el pueblo indígena, de tal manera que hasta
el blanco mexicano resulta indio blanco –lo cual se patentiza en el modo de
hablar, vamos, hasta en la forma de caminar. Es verdad, no hay colonización que
no experimente los efectos una especie de injertación botánica por parte del
colonizado. Es el caso de Alejandro Magno, el cual se orientaliza quizá más de
lo que heleniza a los egipcios. No es diferente el caso de los misioneros y
colonizadores españoles en tierra mesoamericana que el del joven arraigado en
tierra por la nana de la misteca.
Muy lejos de la época en que se dudaba de su
humanidad para reducirlos y degradarlos a bestias de carga, el proceso de
indigenización de la conciencia nacional, siendo despacioso y paulatino, no ha
hecho sino verse enriquecido por contribuciones tanto en el aspecto literario
como en el conceptual o filosófico, expresando su influencia simbólica en
libros que van de La tierra del faisán o del venado de Antonio Medís Bolio,
pasando por Los hombres que dispersó la danza del propio Henestrosa e Indología
de José Vasconcelos , o las Leyendas de Guatemala de Miguel Ángel Asturias, a
libros de inteligencia histórica como Los grandes momentos del indigenismo de Luis Villoro –a los que ahora habría que
agregar el grueso volumen La Rebelión Zapatista en Chiapas (Las insurrecciones
de los pueblos indios en México) del maestro durangueño Víctor Campa.
Sin embargo este mestizaje ha dejado de
tomar lo mejor de cada parte, heredando la pereza del indio, que por pereza hiere,
y la soberbia española, que por soberbia mata. Un caso más es la tradición
paternalista y patrimonialista de la política mexicana, cuyo carácter
“porfirista” es claramente antiespañol –en lo que se muestra su falta de
espíritu de síntesis y su absoluta carencia de originalidad, su carácter
“mandarín” y falsamente mexicano, de ahí sus invenciones y arbitrariedades
domésticas, faltas de tolerancia y de universalidad.
V
Cada nación que se levanta debe precisar su
propia filosofía. La filosofía que ha reinado en nuestro país y en la que hemos
sido educados está bajo la influencia humillante de una ideología ideada por
nuestros enemigos, que exalta por tanto sus propios fines y anula los nuestros,
creyendo en la inferioridad del mestizo, en la decadencia y falta de arrojo del
oriental, en la condenación del negro y en la irredención del indio. Por el
contrario Vasconcelos creyó en el mito de una quinta raza, fruto del mestizaje
y la fraternidad que ha de crecer en América, a quien corresponde la misión de,
siendo la patria de la gentilidad, de ofrecer gracia y hospitalidad a todos los
hombres para cumplir con su destino de cristianizarse, hallando en la
revelación de la verdadera religión -que siempre ha existido- no el folclor
colorido de lo nacional sino las fuentes universales de libertad y de vida.
Porque si el periodo de la humanidad señoreado por el positivismo (que va del
hegelianismo a rajatabla al marxismo sovietizante) dijo que no era el amor la
ley, sino el antagonismo, la lucha del adaptado y la filosofía del triunfo a
cualquier costo, arrojándonos así a la tiranía de las regla, que frena el
sentimiento y pone límites a la acción, el cristianismo y el personismo por lo
contrario predica el amor como la base de las relaciones humanas.
Así el nuevo periodo de la humanidad
anunciado por el filósofo en La Raza Cósmica habrá de ser anunciado por el
ejemplo y luego proseguido por la ley creadora del júbilo y el gusto, que es
emoción de belleza y amor acendrado que se confunde con la revelación divina.
Edad de Iberoamérica, pues, cuya gente encuentra en la belleza la razón mayor
de cada cosa. Esteticismo cristiano, que sobre la misma fealdad pone el toque
redentor de la piedad, encendiendo el halo de comprensión alrededor de todo lo
creado. Porque la gente de la América hispánica, que ha aprendido el arte de la
resistencia y que se encuentra desbaratada por el trabajo, está
empero libre de espíritu y con el anhelo en tensión ante las grandes
regiones inexploradas de su geografía y de su espíritu.
Para José Vasconcelos, en efecto, se dejó
inspirar por la esperanza del Quinto Sol y siendo Secretario de Educación
Pública hizo labrar en un viejo edifico renacentista alegorías de México,
España, Grecia y la India como emblema de las cuatro civilizaciones que más han
de contribuir a la formación de América Latina -quedando pendiente la
edificación de cuatro grandes estatuas en piedra de las cuatro razas cuyos
tesoros sintetizados en el mestizaje han de constituir la raza final: la raza cósmica.
VI
Tal vez sea verdad que se es más del lugar
en que se vive conociéndolo, pues se adquiere la profundidad histórica cuya
visión interesa décadas, siglos, hasta abarcar milenios, creando con ello un
recinto de profundidad a la imaginación y al entendimiento, a partir del cual
hacer una interpretación más rica y fundada de la realidad cotidiana, del aquí
y ahora, a la luz de lo resiste en la tradición y que será mañana y siempre por
su valía –cristalizando sus potencias al activar el ser de la nostalgia y el amor
al ejemplo sublime, despertador del querer de la voluntad libre.
Un ejemplo magnífico es la idea peculiar
prehispánica, pero arraigada en la mentalidad mítica de todos los pueblos, del
“doble” del ser humano individual: del nahual personal o del tótem familiar,
que duplicando en otra esfera invisible del ser nuestra figura corporal,
espacial, temporal y finita, llega a tener aun más realidad y patencia que el
despliegue aparente de nuestros actos, dibujados apenas en la arena del
espacio, bruma pasajera en la helada madrugada, carpa efímera que dan un salto
y desaparece en el río del tiempo. En el relato legendario o fabuloso sobre el
origen de la tortuga, el conejo, el venado, el colibrí o el coyote, el hombre
ha penetrado en el secreto del mundo animal también para conocerse a sí mismo.
Acaso porque el relato fabulador del animal espejea o refleja todo un costado
genérico del ser humano, hermanándonos por esa semejanza a nuestra diferencia
específica hasta esferas lindantes con lo metafísico. En el cuento del buitre y
la tortuga, el impertinente reclamo de asco ante la fetidez del carroñero
durante el viaje aéreo, cuesta a la tortuga caer desde lo alto, siéndole
posteriormente dado por Dios el caparazón que permite reunir los fragmentos
despedazados del paciente anfibio. Historia de milagro en cuya fábula queda
latente algo que nos habla a todos y que nos convoca estéticamente en una
unidad superior.
Tal es el reino de lo vivo genérico, pero
que se individua analógicamente en cada uno de nosotros, dándonos un nombre
secreto o haciéndonos semejantes a los personajes del mito o la leyenda, y en
este sentido haciendo participar a la vida de un orden, propiamente hablando de
linaje fabuloso. El hombre es un animal fabuloso, pues es el ser que “fabla” y
que al hablar fábula –también el ente que por hablar inventa y que por ello
puede mentir, deformando la apariencia del mundo guiado por sus intereses y
pasiones, yendo cada vez más lejos, perdiéndose en el cuento de la palabra...
sin esperanzas de volver. Empero, como
estricto ser fabulador el hombre no imita la realidad para torcerla, o para
decir mentiras con el lenguaje de plata, sino para romper la cáscara
convencional del interés subjetivo y del prejuicio para que aparezca la figura
de un orden que está como por debajo y más acá de la verdadera esencia, o más
allá, pero que en cualquier caso resulta trascendente, para señalar la verdad
de oro.
Se trata del valor de la vida -no menos
insondable y misterioso que el valor de la muerte. Porque la vida, pareciera
querernos decir Henestrosa, es efímera, dura sólo un momento, es finitud, pues
somos apenas un velo, una imagen que aparece, desaparece y reaparece para
esfumarse cual la bruma -mientras que la muerte es eterna. El viaje del hombre
contrasta así con la permanencia de la piedra: el hombre es pasajero en tierra,
es el ser que va y que vuelve, que viaja por el mundo, que se aventura… y no
retorna; la piedra en cambio queda, permanece y es eterna. El hombre empieza a morir desde que nace. Es
un ser finito: un ser para la muerte, como diría Quevedo y a su zaga Heidegger.
La única verdad es que la muerte esta en el futuro como seguro límite a nuestra
vida, de cada uno de nosotros. La vida esta determinada, más que por el efímero
presente de la realidad concreta, por el futuro de la muerte –que da a la vida
su carácter irrevocable y absoluto.
El padre Tiempo reclama para si lo que es en
él, devorando de este modo a sus hijos. Por ello en cierto sentido el pasado es
un fue con el presente, que ya pasó, que a dejar de ser… que propiamente ya no es. En contraposición,
el futuro esta siendo ahora, por lo que es pasado, por lo que tampoco es, que
ya no es. Crecemos del pasado al futuro lo mismo que caemos del futuro al
pasado. Velo de carácter aparentemente existencialista, pero que acaso no sea
sino el velo mítico de Maya, de las apariencias, y que desde el inconsciente
colectivo tiñe la visión del mexicano escéptico ante la existencia y la gloria
de la mundanidad, dando con ello un tono triste, crepuscular y melancólico al
alma nacional.
VII
El maestro Henestrosa, hijo predilecto de la
filosofía vasconcelista, pero también seguidor del cristiano ateneísta Alfonso
Caso, llamó la atención a otro de nuestros rasgos culturales, señalando como
del mexicano por tradición y carácter: el ser a fondo o en la mera existencia
ocasional y contingente un ser idólatra. Mejor sería decir un ente inclinado
afectivamente a la adoración o veneración de las imágenes y a la admiración de
los símbolos: un ser, pues, anti-abstraccionista. O, para decirlo a la manera
bizantina: un iconista. En efecto, la idiosincrasia nacional gusta del mito,
entendido como esa manera de ver las ideas como si fueran seres concretos (que
es lo contrario de la inteligencia abstracta). La facultad o inteligencia
mítica es propiamente poética, pues nada puede pensar sino a través de
imágenes, que en el ateísmo un murciélago que lo expresa, o en el buitre la
encarnación del paganismo o n el águila la sustanciación concreta de la Ley. La
diferencia entre el pensamiento simbólico y el mítico estriba en que mientras
que el primero representa por una imagen la cosa, el otro vislumbra en la
imagen la cosa, sin sustitución, sino que la motivación del signo poético lo
lleva hasta la absorción de la cosa por la imagen. Procedimiento que es todo lo
contrario a la “mistificación”, pensamiento por deseo cuyo propósito suele ser
destruir las imágenes (iconoclastía) para sí abolir la medida que los
empequeñece. Destruir la verdad del mito es empero imposible y como lo
reprimido retorna peligrosamente para sustituirlo simbólicamente por una
“mística inferior” –para lo cual se recurre al chantaje, a la indiferencia o a
la calumnia, inventando como contra remate un nivel por arriba del nivel, un
código por arriba del significado. Filosofía de oportunistas y fetichización de
lo real cuyo propósito, vuelvo a insistir, es hacer valer lo que no vale.
El hombre, en efecto es el animal que
construye o labra estatuas, figuras, imágenes de culto, de adoración, dejando
que le soliciten la mirada, que lo lleven a un contenido indeterminado y
abierto territorio de la libertad del mito para que lo arroben o lo seduzcan,
casi sin solución de continuidad al objeto idolatrado, llevándonos a nosotros
allá, a lo no sabido, poniéndonos en presencia del misterio cual si se tratara
del dios, del numen mismo.
El guadalupanismo del mexicano es amor por
la imagen de la belleza patria que, conjuntado a una geografía por virtud de
una lengua común que va de oreja a oreja en el caldo de una cultura disímbola,
nos pertenece a todos como símbolo venerable de una identidad nacional de
estratos religiosos, cristianos es cierto, pero también sincretistas.
Todo ello se debe a que al ser humano,
deseoso de ver y saber, también se le puede caracterizar como el animal que
gusta de la grandeza de los hombres, que necesita de ella para construir un
relato a partir del cual tener identidad e historia.
Complejo de veneración, creencias,
reverencia y superstición que tiene en el mexicano una nota singular: su
absoluto rigorismo moral e intelectual. Me explico. Mientras que en otros
pueblos se reverencia, no sin solemnidad acartonada, hasta las personalidades
notables ínfimas, en nuestra cultura se prueba, y frecuentemente se reprueba,
hasta las más grandes figuras. Si es verdad que esta actitud se llega a
confundir con formas desviadas de relacionarse socialmente e incluso con el
nihilismo pasivo, tales como la descalificación, el ninguneo delirante, el
franco sarcasmo o la befa pueril, cuya intención es hacer a todos gatos pardos
y cuya tarea no puede ser sino obra de la noche, por el otro lado de la medalla
también puede verse en esta actitud una chispa solar: una prueba de fuego o
control de calidad radical, de la más ruda exigencia, que no se conforma sino
con la pureza más alta y que además pide, reclama que sea expresada en las
formas artísticas más bellas –y en cuyo examen nuestro pueblo pareciera
anhelar, incluso reclamar, la presencia de la divinidad misma… o, al menos, la
erección de un faro de luz inconfundible para guiarnos en la escabrosa y muchas
veces trágica historia de nuestra zaga cultural. De ahí el culto mariano,
estrellado y sin tacha, de nuestro guadalupanismo,
Tal exigencia no es sino la regionalización
situacional de otra exclusiva humana más: el deseo humano de expresar cosas
hermosas y bellas con absoluta concisión espiritual, el cual es también el
anhelo por saciar la necesidad, la sed de comunicarnos nuestras respectivas
individualidades, pero sobre todo nuestras intimidades más profundas, y donde
toca manifestarse el esplendor luminoso del espíritu. Tal función la cumple en
nosotros el homo estéticus, pero también la esencia que nos habita bajo la
forma del homo religiosus, esa región encabalgada de lo humano regida por las
categorías excluyentes de belleza y fealdad, y de maldad, bondad moral y
trascendencia metafísica. Como Sócrates, el sabio maestro mexicano Andrés
Henestrosa reconoció así la urgente necesidad de considerar a nuestras fábulas
y refranes populares como parte medular y radial de nuestra literatura
nacional, pero también la importancia del ejemplo vivo de los grandes hombres,
condición de posibilidad o suelo fértil en que se asienta la moralidad misma
-reivindicando con ello valores ciertos, hoy más que nunca en peligro de
desatención y vilipendio, cuando no del vituperio vulgar por los desposeídos de
tradición y de religión, en ambos casos en riesgo de extinción.
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