Las
Sirenas
Por Alberto Espinosa Orozco
Por Alberto Espinosa Orozco
En la antigua metáfora que ve en la vida la estructura y contenido del viaje, las sirenas figuran en el episodio reservado a los peligros, las emboscadas que asechan en todo camino, en toda aventura o navegación. Las sirenas en particular recuerdan específicamente los peligros que se derivan de los deseos sensuales, para aquellos que muerden el anzuelo del deseo bajo la forma del sexo o que convierten su vientre en una trampa. Las sirenas son monstruos marinos con cabeza, pecho y brazos de mujer y el resto del cuerpo de pez –según tradiciones más antiguas de pájaro, como las Arpías, y son tan dañinas como ellas o como las Erinias. Es de sobra conocido que las sirenas tienen como tarea seducir a los navegantes viajeros con la meliflua melodía de sus sonoros cantos o por medio de la belleza de su rostro, hechizándolos en la florida pradera en que están sentadas para arrastrarlos a la muerte y devorarlos, sumándolos al montón de huesos y pellejos de hombres putrefactos que rodea su fétido jardín -siendo así una especie húmeda del vampiro.
Las sirenas, que gustan también de
refugiarse en los acantilados, y que arrancan a los hombres sedientos de sangre
de la vida para llevarlos al Hades, simbolizan así mismo el destino errado del
viajero extraviado, de quien pierde las orientaciones en la vida, siendo pasto
o transformándose el mismo en vampiro devorador. Se trata de tal guisa de
genios perversos o divinidades infernales que simbolizan la seducción perversa,
esclavizante y mortal. Tales genios o divinidades infernales (cacodemonios)
simbolizan las emboscadas mortales de los deseos irrefrenados o
indiferenciados. En efecto, las sirenas son la imagen misma de aquellos deseos
y pasiones insitas a la región animal de la especie que resultan inconscientes
e incontrolados, que seducen impulsivamente pues, pero que al quedar sin
control de la voluntad succionan.
El deseo se pervierte, es cierto, cuando
permanece indiferenciado, como en un estado larvario en que no se fijan metas
ni objetivos, en que no se fija y por tanto en que no se modela el objeto del
deseo. La indiferenciación del aire y la presión y densidad e indeterminación
del agua (el canto y el espejismo
unidos) se revelan como el caldo de cultivo en que surgen las creaciones del
inconsciente más temibles, a la manera de los sueños fascinantes y terroríficos
donde brotan y se barruntan las pulsiones oscuras y primitivas del hombre. Se
trata de los sueños insensatos de la imaginación pervertida, en la que al
dividirse sectores enteros del hombre contra de sí mismo el deseo se
autodestruye, transformándose no tanto en su cascarón muerto, petrificado y sin
vida, sino más bien licuándose para bañarse y retorcerse en si, quedando presa
de sí mismo, en un solipsismo carcelario vuelto contra la propia vida, sin objeto real ni acción realizable. Ilusión
de una vida más vida donde se permuta la divina emoción por el frenesí de las
excitaciones, donde se renuncia al cultivo de la imagen idolatrada en que
“tener ilusiones” fundadas, por el mero “hacerse ilusiones” alegremente, de
manera femenina y desmallada, onírica y
novelesca, irresponsable e insensata.
Esta pasión por su carácter ilusorio se
revela muchas veces en nuestra edad histórica bajo la forma de una regresión a
edades cargadas de frenesí juvenil sexual y sensual, materialista, o rayanas de
plano en el infantilismo onanista y narciso. Como quiera que sea, manifiestan
los deseos y tentaciones que frenan u obstaculizan la evolución espiritual. Es
natural en una época roída por los pestilentes chancros de la hibris,
de la desmesura fáustica de los tiempos modernos en que el bochorno y la
vergüenza seden su amargo puesto a la glorificación enmascarada de lo híbrido e
incluso al carnaval de lo inconsciente, degenerado y animalesco.
El cuerpo de la sirena, que podía ser el de
un ave, se asocia así al de los seres difuntos que mueren ahogados o
desgarrados y devorados por ellas. Hay que recordar que para el Coran
las aves son una alegoría del destino, y que para el Arte Cristiano Medieval de
la vanidad y de la ligereza. La cultura egipcia vio en la sirena alada el alma
de los difuntos.
La imagen femenina o de lo femenino sin más
se asocia inconscientemente así a la belleza y al canto, a la inmaterialidad
del alma humana, pero también a la sangre estéril y en algunos casos a lo
parasitario y a la muerte, transformándose su icono de genio perverso o
divinidad infernal en vampiro devorador. Si el fantasma atormenta y encadena al
hombre por el miedo, el vampiro lo mata succionando sus sustancias, subsistiendo
larvariamente por la sangre de su víctima –motivo entre decadente y
espectacular de la dialéctica animal presa-predador, perseguidor-perseguido,
engullidor-engullido. Es el frenesí de la autodestrucción irresponsable, el
alegre vuelo de la caída desmayada y hacia atrás, del sueño regresivo que tiene
como destino atormentarse y devorarse a sí mismo al evadir asumir el margen de
voluntad en las culpas y fracasos, proyectando en el “otro” la culpa y
rechazando el sentido mortal que la travesía humana implica. El oscuro cultivo
de la sirena-vampiro tiene como raquítico fruto el de una psique roída y
devorada que se convierte en un tormento para sí misma y para los demás, pues
la sirena simboliza aquí la inversión de las fuerzas psíquicas contra de la
propia persona.
La sirena, empero, como todo en el mundo de
las hierofanías, es una especie doble: se transforma en divinidad del más allá
cuando la mujer usa su seducción para guiar al hombre con la pura armonía de su
voz y la música de su gesto y su mirada, conduciendo así a los bienaventurados
en el camino correcto que va hacia las Islas Afortunadas. Baste como ejemplo
positivo la Armónica Sirena escuchada por aquí y por allá en Rubén Darío.
La dualidad de la sirena es dibujada por el
mismo Darío en el “Canto de los Centauros”, figurando las dos facetas o rostros
del mismo principio seductor femenino: por un lado en la Hipodamia de Odites,
por el otro, en la mujer fatal cantada por el centauro Hipea. Para Hipea la
mujer es un vampiro devorador, una sirena infame, un monstruo pandemónico. El
rostro oscuro del deseo toma entonces el aspecto de lo femenino negativo, en
donde “Venus anima artera sus máquinas fatales,/ tras los radiantes ojos
ríen traidores males,/ de su floral perfume se exhala sutil daño;/ su cráneo
oscuro alberga fatalidad y engaño.” Sus formas puras de ánfora y su risa de
agua no son así sino la máscara de su ponzoña mortal, la cual la rebaja por
detrás de la leona, el águila o la yegua. A Odites, por lo contrario, la mujer
se le revela en su aspecto sagrado positivo de Afrodita Uránica: la miel
celeste en su lengua fina y su piel de flor aún húmeda de agua marina. Tal es
la imagen del deseo. Porque los motivos del querer pueden ser inclinaciones meramente
subjetivas, causados por estímulos sensoriales, o por el contrario pueden estar
causados por creencias fundadas en razones (Luis Villoro).
Ante una realidad que se impone y resiste,
la percepción de valores evade los obstáculos y por medio de la imaginación, la
fantasía o el recuerdo, logra determinar y fijar su objeto. Así, la seducción
se presenta a la vez como lo interesante y lo interesado, como lo que
simultáneamente se deja conducir y modelar, lo maleable, y como la energía que
produce, que hace salir o expresa (educere), como lo que cría, que
transporta y conduce juntamente. Pero no es sólo lo que aduce, también puede
ser lo que al traducir y transportar el impulso vital lo reduce o lo saca fuera
para succionar la sustancia en su aspecto disolvente o de vampírica sirena.
Como recuerda Tomás Segovia, el episodio
acaso más significativo de la leyenda de Orfeo es quizá el pasaje cuando los
simbólicos viajeros de los Argonautas, fascinados por las sirenas engañosas,
sólo se salvan gracias al canto del poeta. Si las sirenas representan lo que
nos distrae del mundo, el poeta nos
muestra en su misión que su encomienda es otra: no el hechizo, sino aquello
precisamente que rompe el hechizo y vuelve a ponernos en el mundo, del que el
poeta no se ha dejado distraer un solo instante, siendo quien entre los
compañeros enajenados empuña tranquilamente la lira y entona el eterno canto a la
Memoria, madre de las Musas. Tematizado por los neoplatónicos:, se trata del
choque eterno entre la belleza perfumada engañadora de las sirenas, contra la
belleza simple, diáfana y segura, angelical de la memoria, de lo digno de
recuerdo y memoria no por denso, grueso o estruendoso, sino justamente por puro
y alto, acaso las dos notas propias de la belleza simple, de la real belleza
femenina, de la hermosura.
Es de todos conocido el Capítulo XII de La
Odisea, en el que Homero al cifrar de nuevo el viaje heroico bajo el
comando de Odiseo lo hace aconsejar por Circe de Eea, la diosa maga venerable,
no sólo sobre el peligro entrañado en lo irresistible del llamado de deseo, en
los peligros ambiguos de la seducción (seducere), sino también el anuncio
que hay en su canto de dos peligros por delate de ellas que se ciernen en su
camino: por un lado las inmensas olas de la ojizarca Anfitrite, llamada
Errática por los bienaventurados dioses (rocas que sólo pudo doblar Argos por
la ayuda que Hera dispensó a la nave de Jasón cuando regresaba del país de
Eetes), y; el estrecho obstaculizado por dos escollos: por un lado, el escollo
liso y pulimentado que alcanza al anchuroso cielo, debajo del cual mora y vive
Ercila en un antro sombrío que mira al ocaso (hacia el Erebo), aullando
terriblemente como una perra recién parida, el monstruo perverso que nadie se
alegra de ver, y; por el otro lado, el escollo más bajo, en el que la divina
Caribdis al pie de un cabrahígo grande y frondoso sorbe la turbia y salobre
agua del mar, echándola fuera tres veces y sorbiéndola otras tantas de un modo horrible.
Ercila es un monstruo de doce pies, todos
ellos deformes, seis cuellos larguísimos rematados en sendas cabezas en cuyas
bocas hay tres hileras de afilados y apretados dientes llenos de negra muerte,
sumida hasta la mitad del cuerpo en la honda gruta. La divina Caribdis más que
una forma es una acción y un gesto: es el monstruo que sorbe de horrible manera
la salobre agua del mar agitándose interiormente con espantoso ruido,
vomitándola con sordo murmullos y revolviéndose toda como una caldera sobre el
fuego, descubriendo en la hondo a la tierra mezclada con la cerúlea arena, y
que deja caer la espuma de sus iras sobre la cumbre de ambos escollos.
Entre otras aves fabulosas habría que
recordar, además de las temibles Harpías que personifican la venganza divina, a
las Aves Rojas de Stainfal (el demonio de la fiebre) contra quienes alguna vez
luchó el héroe Heracles.
Para mí es una agradable lectura. Saludos cordiales.
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