Pintoras de Durango
Lorena Marrero: entre lo Bello y lo Siniestro
Por Alberto Espinosa Orozco
I
Quizá siempre haya en las
imágenes materiales de todo artista, una especie de nostalgia, una forma
latente de relación permanente con los lazos de origen, de residuo objetivo
originario del tiempo vivido que pesa en la trama de la reelaboración permanente
de las imágenes labradas por el autor, por el homo estéticus. Esta vez las salas del museo Ángel Zárraga del
ICED se abrieron para recibir la exposición La
casa de los muñecos de la artista durangueña Lorena Marrero, logrando
articular una amplia situación de convivencia estética, que pudo aunar en el
tiempo social la rotundez de la roca con el esplendor de la llama, la llana
frugalidad armónica y la firme cordialidad de una de las cumbres culturales de
nuestra civilización norteña mexicana, en esta ocasión representada, revelada
por la obra de una singular pintora.
Las imágenes que Lorena
Marrero (1972) hacen venir al mundo no representan un objeto a la vista
cualquiera, digamos un modelo copiado del natural mecánicamente, sino que hilan
y urden un sutilísimo velo o red al través de los que poder atrapar los
fantasmas de un inconsciente a veces decididamente freudiano, a veces
ampliamente espiritual. Su pintura consta así de una serie de experimentos en
que, por una parte, se fatigan las fantasías del deseo sexual y tanático o sus
signos, índices o fetiches, hundiéndose desde las capas más inmediatas y
tangibles de la percepción sensible hasta los laberintos de la sangre y la
destrucción más aberrantes o abismados. Por otra parte, pareciera reinar en su
obra una especie de distancia lúdica, un humor franco de luminosidad optimista,
en donde las formas animadas se entrometen en el espíritu de situaciones,
personas o fisonomías cuyos símbolos habitan en el hombre en todos los tiempos,
en el individuo en todas las culturas, fraguando arquetipos de la fascinación,
de la inspiración, o de lo terrible cotidiano, de lo monstruoso necesario que
hay en la condición humana después de la caída.
En cualquier caso, se trata de
una exploración de lo otro, de lo vedado a la mirada consciente, racional, pero
que al artista le es dado atisbar parcialmente como un reino de figuras
eternas, míticas y poderosas, de estructura, coherencia y dibujo unitario, pero
circunstancialisadas por el tiempo y la historia. Se trata, una vez más, del intento
estético-antropológico de rehacer el relato metafísico de la totalidad de los
seres en su lucha y complicidad ya con
la nada, el mal infinito, ya con las representaciones del infinito bien –que
igual es Dios que la categoría del Ideal. Es decir, se trata de una pintura que
conceptualmente se coloca en la posición de una exploración, y por lo tanto
descubrimiento, de los claro-oscuros de la esencia humana, que va de una
antropología filosófica negativa, crítica de la crisis y el desequilibrio
constitutivo del hombre, a una antropología positiva de nuestra especie. Y en
medio de esa búsqueda de lo que legitima y fragua al hombre, o de sus extremos
virados, el encuentro con una inocencia primordial, con una mirada transparente
y fresca como el agua bebible, recuperada por la visión artística, que es un
manantial de evidencias y de sentido. Exploración, pues, que da caza a imágenes
esquivas que parecieran esfumarse en el despeñadero del moroso olvido,
amajadándolas por el arte para que rindan sus secretos, haciéndolas potentes
para otorgar valor y esclarecer al mundo en torno incluso más allá de la
estética.
II
La mirada de reojo de la
artista perfora las apariencias inmediatas para tensar la experiencia vivida en
un sistema comprensivo como una carpa de circo y equilibrado como un trapecio.
La pintura de Marrero en esta ocasión va levantando una exploración por el mundo inconsciente infrarracional,
donde se visitan las regiones infernales de lo siniestro o de lo sublime
terrorífico. En sus cuadros, en efecto, hay algo de la sensación de espanto que
se adhiere a cosas conocidas y familiares, llevándonos a la sensación repelente
de algo desconocido, al sentimiento espantoso y desgarrado de lo que trasgrede
el orden doméstico. Se trata de la incursión a los límites donde lo confidencial y familiar, que nos tranquiliza
bajo la máscara de lo confortable, protector y hospitalario, de pronto se
empareja con lo desacostumbrado, con lo
que se conoce y se vuelve de pronto, no sin horror, desconocido. Es también la
región limítrofe donde lo secreto y oculto que hay en los códigos íntimos, lo
que los extraños no pueden advertir, surge repentinamente a la superficie del
cuerpo para mostrar lo que tiene de tatuaje, de lacerante huella o quemadura perdurable
en la memoria de las sensaciones táctiles. Radiografía, pues, de aquello que
debiendo permanecer secreto u oculto, sin embargo se ha manifestado.
Columpios que en su vértigo
revelan la dolorosa escisión humana entre el rostro y la pelvis: la oposición
entre la cara racional, verbal, en donde reina el espíritu o los sueños altos
del hombre en su complicidad con Afrodita Uránica, y la dulce violencia del
sexo femenino, rojo y violeta, que baja a la sombra biológica de las pasiones
pandémicas. O la visión del cuerpo femenino como el de una muñeca o el de un
títere fragmentado en donde la salvajería del cuerpo revela en cada parte una
historia, en la que los dulces pezones son chupones evefrénicos, el vientre un
plato de fideo extraído de una fotografía de revista y el órgano reproductor
femenino el corazón guadalupano de López Velarde. Imagen de la familia como un
circo de muñecos sin cara, como un conjunto de seres despersonalizados donde
las cifras del abecedario y de la educación ruedan hasta el precipicio de las
piernas. Enjambres de signos donde aparece también el hombre de la ciudad, el
hombre anónimo, en cuyas vacías cuencas se anuda un dardo de sombras que
refleja una culpa indeterminada y amarga. Rostros degollados y terribles en los
que se mide el doloroso extravió de nuestra especie y en donde las convicciones primitivas superadas parecieran
hallar una nueva confirmación. Amarillos hirientes donde se abisma el alma sola
en el rostro incrédulo de la falta. Expresionismo que visita a la crueldad para
poder nerviar otra vez un mundo, transitando por las regiones de la expresión
mímica facial en que captar la rigidez del gesto cómplice o definitivo.
Mundo de las figuras de cera,
de los autómatas y de las muñecas sabias en donde se da una relación promiscua
entre lo humano y lo inhumano, vinculando lo real y lo fantástico. Se trata, en
efecto, de la región estética donde lo fantaseado se vuelve real, en que lo
deseado por el sujeto de forma oculta, veda o autocensurada surge a la
superficie de las formas para revelar la región de lo fantástico encarnado o de
lo sublime terrorífico. Categoría estética que en las exploraciones de Marrero
nos conduce a la fuente de los temores y deseos reprimidos, al lugar imaginario donde los complejos
infantiles y juveniles son reanimados por una impresión exterior, o donde se
superponen a una vivencia adulta en que se repite algo trasgresor de lo
familiar e íntimo olvidado por medio de la censura o refutado por la conciencia
del sujeto.
Sitio limítrofe en el que
también se frisa el reconocimiento del cuerpo femenino y sus recuerdos
memorables, donde el cuerpo bello y todo humano registra las huellas cariciosas
del amor de la ternura sacándolo de sus sombras y atavismos, para darle una
memoria reconocible a tanta historia e insuflarle un alma.
Una de las formas de
trascender hacia el más allá es la contemplación, la concepción o figuración de
arquetipos negativos. La artista empieza por situarse en la plaza o arena donde luchan los extremos de
las bajezas o fealdades, para así atisbar los puntos medios, relativamente más
altos, de las virtudes. Lo siniestro, lo monstruoso, no son entonces sino el límite necesario y
complementario de la belleza, sin el cual ésta no esplendería. Proceso de
desintoxicación también que abre el paso a otras realidad más sonrientes.
III
La poesía, lo ha dicho Cesar
Pavese, es en sus inicios el ansia de realidades espirituales ignotas,
presentidas como posibles. En Lorena Marrero ese afán y búsqueda de cosas
nuevas que decir, de objetos nuevos que admirar, y por lo tanto de nuevas
formas que forjar, equivale a un desenmascaramiento de los valores, correctos o
no, ilusorios o reales, que constituyen al hombre. La cara, la representación
de lo que tiene un transfundo o un alma, es revelada entonces en su
significaciones más hondas hasta establecerse como una crítica del mundo en
torno, apostada contra una sociedad en cuyas sombras y extremos se destila la
versión mitificante del individuo, excluyente, cerrado y doble. Quizá sea por ello que Marrero
explora en una región de su pintura las categorías negativas estéticas, que van
de lo espantoso a lo siniestro, pasando por los puntos relativamente más altos
de lo sublime, permeados por un humor crítico paradójico de tinturas francamente
irónicas y una técnica alada de doradas proporciones, en cuyo esquema hay que
añadir un componente tradicional de elegancia clásica. Todo ello para lograr
una concepción precisa de las realidades
internas turbulentas que dan cuenta de los extremos tocados por la constitución
humana, transitado paulatinamente hacia realidades del ser cada vez más claras
y luminosas. Tenebrismo, pues, que partiendo de la negación y de lo demoníaco,
avanza hacia el camino de las ilusiones y las pasiones, para ensoñar acaso las
regiones de la religión y el bien infinito o Dios, o ahondando en sus
concepciones hacia el horizonte del tiempo y la historia o la sociedad. En todo
caso, amor por las características y cualidades que críticamente espiritualizan
al hombre, hallando en medio de ellas acaso la virtud máxima de todas: la de la
contemplación reflexiva.
2001-08-3
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