José Manuel
González: las Sombras Vivas
Por Alberto
Espinosa Orozco
I
El singular
artista José Manuel González es una de las figuras más auténticas y representativas
de la cultura plástica contemporánea durangueña. Su compleja y rica
personalidad lo ha llevado a la confección de una obra debatida por una especie
de tensión que lo jalona, por un lado, a los caprichos y miserias del mundo y,
por el otro, que lo lleva a contrastar su experiencia vivida con los planos
superiores de las preocupaciones poéticas, pero también filosóficas y
metafísicas más rigurosas. El estilo que así lo caracteriza es el de una
especie de expresionismo sarcástico y muchas veces hiriente que, como en José
Clemente Orozco, nos enfrenta al magma calcinado de la materia en bruto, vista
bajo el aspecto de la potencia informe cifrada en el dolor del cuerpo y el
pesar por la culpa y el lodo del mundo, hallando sus figuras en ocasiones un
tratamiento formal y volumétrico de carácter escultórico, el cual, por otra
parte, recuerda algunas composiciones de Francisco Montoya de la Cruz.
Arte que se
vale de los materiales más sencillos a la mano, los cuales reflejan también la
precariedad del medio, las limitaciones inherentes a un entorno parco tanto en
su vegetación y colorido cuanto en su abundancia de recursos. Sin embargo de
esa seca frugalidad González ha sabido extraer expresiones convincentes de la
humildad, muchas veces dramáticas y desgarradoras, de las realidades caóticas y
demetéricas de su mundo y tiempo, llevando esa oscuridad a la revelación humana
que hay en el grito de dolor o en la pena del sacrificio.
Su tema,
así, es el hombre, pero no el hombre en abstracto de la teoría esencial, sino
el hombre de carne y hueso, colocado en un tiempo, en un lugar determinado,
aquejado por su circunstancia más inmediata, oprímete y concreta. Así, su obra
es una galería donde quedan radiografiados todos nuestros males y tragedias
cotidianas, al igual que nuestras faltas y transgresiones –pero también donde
brilla a la distancia la chispa luminosa de una verdad más alta que en medio de
la oscuridad es potente para sacarnos, por parcialmente que sea, de las
tinieblas. Sus trabajos son así poderosos retratos psicológicos cuyos
instrumentos técnicos y formales resultan siempre vías de expresión de un
realismo profundo al estar preñado con la semilla del ideal, transitando de las
pluralidades cambiantes y crepusculares a las formas luminosas e inmutables.
II
Dos notas
caracterizan de tal manera su arte: su originalidad compositiva y su
profundidad subjetiva, la cual no es ajena ni a la miga ni a las brasas del
espíritu. Ambas virtudes manan de dos fuentes cercanas que nacen del borbotón
natal del tiempo: encontrar el hilo, la espina dorsal, el “atman” de sí mismo,
para así resonar con las vibraciones de la fuente de la vida. Es por ello que
su arte se imbrica en las más hondas vertientes de una gran tradición plástica
mexicana, pues su práctica artística, siguiendo un orden tradicional, es la de
escavar hasta sacar a la luz todo un reservorio de imágenes y temas comunes
ceñidos estrechamente a la realidad vivida, pudiendo por ello mostrar ante los
ojos una comunidad que busca la satisfacción de las demandas colectivas de
justicia social al orientarse por los fines ideales ínsitos a nuestra cultura
patria.
Porque su
tema no es otro que el de la inquietud existencial; sin embargo, la
singularidad de su visión radica en llevar a cabo una crítica de su tiempo, que
al exhibir sus figuras menoscabadas entitativamente, privadas o menoscabadas
por el fantasma de la negación, logra develar un trasfondo intemporal, en
algunas ocasiones estrictamente mítico, donde se muestran los símbolos
permanentes de la condición humana. Entes marginados marcados con los estigmas
de la menesterosidad y de una existencia precaria, frustrados en su ser mismo
por las contingencias del medio, por el despojo o por la despersonalización a
las que los somete el imperio del mundo moderno, a partir de cuyas estructuras
el artista, empero, extrae los moldes y matrices poéticos, como si de una
fragua de fuego se tratara, en que se vacía el puro metal del relato mítico y
de la fábula.
Es por ello
que sus figuras parecieran estar polarizadas por los dos umbrales últimos del
sentido: Dios y la nada. Por un lado, pues, el amor intelectual de Dios, que es
sobre todo del dominio del entendimiento, al ir más allá de la libertad y los
afectos, el cual lleva aparejado el sentimiento de seguridad en el corazón y de
firmeza en la conciencia –acaso porque el cuerpo, sustancia material y extensa,
es sólo un modo de la sustancia universal y cósmica (Spinoza); quizás porque la
inteligencia, al estar en conformidad con la sustancia eterna, o en contigüidad
y relación con ella, lleva al centro radial más estable de la persona. El
artista cifra y condesa de tal suerte los actos humanos que tienen
trascendencia metafísica, relacionados así con el Ser –y que, propiamente
hablando, son los límites últimos de la ideología, de la cultura y de todo lo
demás.
Por el otro,
sus imágenes nos hablan también de los actos despeñados, de las peripecias de
la contingencia, de la inestabilidad y de la zozobra. Se trata de la angustia
por la propia existencia que se auto-obliga a bailar sobre el abismo –plasmando
entonces sus figuras la imagen del hombre moderno, sostenido en sí mismo y sin
recurso a ninguna trascendencia o entidad sobrenatural. Espectáculo donde el mismo
cuerpo humano, expuesto a las contorsiones psíquicas de la angustia, se separa
y aleja de la sustancia universal y, en su intento frustráneo de independencia,
crea agudas tensiones de desarmonía y disconformidad con ella. Sus efectos son
entonces intimidantes en lo que tienen de apelmazamiento en la masa o en la
orgía, de vibración insatisfecha que sólo se palia al aferrarse a otro cuerpo
también vibrátil, o que se sumerge en actos psíquicos, de conciencia o
pensamiento, de excentricidad o rebeldía sustancialmente sentidas como temor,
inseguridad y abismamiento. Desconfianza radical, pues, de que el ser infinito
exista por su propia esencia infinita, aparejada a la creencia de que le falta
una potencia infinita para existir.
Inquietud
existencial, pues, que postula que la existencia es extrínseca a la esencia,
que consciente en que no es la esencia una potencia activa de la existencia, no
teniendo prioridad alguna sobre ella, arrojándose así a la existencia, por ser
de hecho lo más potente para todo –aunque lo más ciego también para los
valores, los cuales se postulan a su vez como lo más impotente para todo, por
requerir su base de una potencia infinita para existir. Sus figuras así se
muestran en casos arrojadas a la mera existencia material, puramente fáctica y
nuda de espíritu, en una especie casi se diría ósea, descarnada de materialismo
y de existencialismo que sobreviene por una potencia extraña a la esencia.
Obra nos
enfrenta entonces a las realidades demetéricas de la existencia, donde se da
una especie de pasaje oscuro por los corredores donde tanto el entendimiento
como el cuerpo quedan de pronto endurecidos, mostrando en el hombre su pura
estructura corporal y los resortes de sus apetitos, como si de una metálica y
fría mecánica se tratara. También cita con el accidente, con las formas de lo
indeterminado y meramente material que, al carecer de ideales directores o de
valores, socaban y frustran la misma esencia humana al sujetarla al desamparo,
al vicio y a la miseria –sujetándose así sus figuras al caos de la disolución,
al laberinto de la subjetividad o al ridículo de lo grotesco.
Arte, en
efecto, que abunda en tema de la preocupación por el alma individual, por la
cura de la existencia y su ceguera, cuyo terrible poder es como la de un mugido
en el corazón habitado en la intimidad por las tinieblas. Lugar donde se pierde
fondo y donde todo se ve torcidamente, donde se oprime al alma y el alma oprime
enojosamente a todo lo que la rosa al anunciar la necesidad de su muerte y la
inevitabilidad de la fosa que prepara para el infierno.
Arte
existencialista, es cierto, que si por un lado muestra y angustiosamente al
hombre viviéndose y viéndose separado con el mundo de Dios por un entero e
infinito abismo, queriendo incluso alejarlo por temblor y temor de no estar
justificado ante Él, por el otro da cuenta también reflexivamente de tal
abandono y extravío arrojándose, por decirlo así en un movimiento oscilante y
pendular, en dirección contraria: a la imagen prístina, a la imagen eidética y salvífica
del redentor. Especie de inquietud existencial que, al tocar fondo, sustituye
la angustia mortal por la inquietud de la existencia. Inquietud del alma, es
verdad, donde la salvación radica en el esforzase afanosamente siempre y donde
se manifiesta la inmortalidad del hombre, que tiene que conquistar diariamente
su libertad y su vida, sobreponiéndose con ello a todas las decepciones. Ser
inherente al hombre moderno, pues, cuyo constante movimiento es actividad,
actualidad y acto, que al insistir reiterándose en un esfuerzo afanosamente
sostenido logra tocar el fluido mismo del demonio cósmico –en una visión del
mundo de la voluntad y del inmortal esfuerzo humano, acepto por ello a la
voluntad universal.
III
El artista
José Manuel González buscó así los actos radicales y definitorios del ser
humano que tocan esa esfera del ser a la que también llamamos cultura,
entendida como la sucesión histórica de temas y problemas que, jerárquicamente
articulados, ocupan y preocupan a los integrantes de un grupo humano. Por ello,
su experiencia plástica ha consistido esencialmente en un viaje de vuelta: en
ir al origen y en beber de sus fuentes, incorporando de tal modo el valor de
una tradición plástica con todas sus consecuencias (Orozco, Montoya, Mijares,
Bravo), sin perder por ello su carácter personal distintivo hecho de una mezcla
de lúcida y cruel ironía y de una sabia resignación.
Sus dibujos
monocromos tienen la doble virtud de la experimentación plástica, siguiendo por
un lado un orden rigurosamente constructivo anatómico, fisiológico incluso,
donde resaltan las estructuras corporales por virtud de un acabado geometrismo;
por el otro, dando cauce a la expresión del dolor en los cuerpos sujetos a las más
rigurosas condiciones de marginación o de existenciariedad.
Expresiones
del dolor, es verdad, pero también de la profunda simpatía por los rigores y
sufrimientos de sus figuras, muchas veces populares (pero también de la
mitología pagana y del cristianismo), sujetas no menos a la desilusión que a la
decepción del mundo en torno, es cierto, pero también al último estribo de la
desesperación: no el amor, sino la esperanza y el consuelo religioso,
metafísico, de la salvación… al menos en el otro mundo, en la otra vida –o en
una nueva vida. Así, sus composiciones, no exentas de una gracia lúdica única
ni de concentrado lirismo, pueden por ello tomar distancia, alejarse de un
mundo en cierto sentido cerrado y sordo, encadenado y parasitado por los
chancros del estancamiento.
Es por ello
que en su singular obra plástica José Manuel González revela como pocos
artistas una doble virtud que me atrevo a llamar filosófica por su doble
tensión extrema: a la vez la autenticidad del artista, que radica en la
conciencia de su finitud, y simultáneamente la autenticidad de la verdad, que
radica en la conciencia de su universalidad.
Es una obra muy atractiva, Alberto, con muchísima fuerza expresiva, de gran talento plástico, personal e imaginativo. Me ha agradado mucho. Así como como la semblanza escrita tan buena que haces de todo ello. Gracias por compartirnos arte y sentimiento. Un abrazo. Teo
ResponderEliminarArtista poco comprendido, minusvalorado, pero de gran garra expresiva y antropología personista, más que anatomista, psicólogo del alma adolorida, que por contraste con las bajezas reales de la existencia nos muestra el camino a seguir de los ideales, que tampoco faltan en su obra. Un saludo Teo...!!!
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