Pintoras de Durango
Lorena Marrero: El Espacio Encantado
Por Alberto Espinosa Orozco
“Andan buscándose los
ojos en los ojos,
andan
tentándose las manos con las manos,
y en la arena
la huella del hermano
acomoda la
huella de la hermana.”
Alfonso Reyes
I
La pintura es el arte de la luz donde el color encarna para volverse
espacio habitable, lugar de las miradas. Su exploración de belleza no es así
sino la armonía buscada donde las cosas puedan coexistir a la vez en estricta
contigüidad y al mismo tiempo en la mitad de la luz pues coexistir es convivir,
es existir una cosa al lado de la otra, acompañándose, para apoyarse y
fecundarse mutuamente.
Lorena Marrero ha salido en expedición a la pintura, y en su camino ha
encontrado el tono de la luz que permite imantar al elemento unitivo de esa
coexistencia y convivencia mutua entre los seres, volviendo a recrear en figura
el movimiento íntimo de la vida del mundo. Porque el tema ideal de la pintura
en la artista durangueña ha sido el de la mujer en el mundo vista como
habitante del planeta. Problema vital sin duda, pues para el ser humano el
mundo de la vida es aquel en que cada elemento solicita a todos los demás para
incardinarse en relaciones mutuas con todos los otros y constituir un
microcosmos.
Así, su punto de partida ha sido el movimiento que va de la naturaleza
al espíritu, yendo de las figuras espaciales a su lenta maceración y madurez
emocional. Sus composiciones plásticas han encontrado entonces una rica gama de
valores plásticos, ahítos de sentimientos delicados y vibraciones nerviosas
evocadoras de cálidas superficies trémulas e ultimas.
Si en un primer momento de esa búsqueda de espíritu en las formas tuvo
que sortear los obstáculos de las huellas sensibles del psiquismo y sus
contingencias en el cuerpo humano como si de ulceras o cicatrices se tratara;
ahora en cambio ha dado un paso más allá para tomar distancia. Porque si en una
primera instancia la reflexión especular de la imagen buscaba la revelación o
la trasparencia en la concreción apremiante de la identidad personal a través
de los roles atribuidos socialmente o de su historia personal, por su posición
digamos en el mundo social, ahora esa especulación se sitúa en otro nivel, en
donde la imagen en que reconocerse no es la que otros le atribuyen o la de las
huellas del pasado, sino la búsqueda de una identidad más sobria donde resulta
más firme su vocación de artista y más clara la voz de su maestro interior,
integrando con ello de una manera más diáfana el pasado personal a su vocación
y la visión futura, ganando con ello su arte en espacialidad y en encamación de
luz en sus figuras.
Así, si lo primero que saltaba a la vista en su obran anterior era la
liberación de los impulsos inconscientes reprimidos, en esta nueva etapa
resulta más concisa la voluntad de dejar formar a la fantasía, siendo una
manera concreta de acceder a la experiencia estética como valoración
originaria.
La continuidad entre los dos momentos, entre esos dos niveles de
reflexión, habría que buscarla sin lugar a dudas en cierta atmósfera de
opresión o de presión histórica que ronda entre sus lienzos como si de un
ventarrón prepotente y maniático se tratara. Así, las figuras de farsa burlesca
o de opereta boba que anteriormente aguijaban su obra han cedido su puesto a
favor de una concepción más amplia del espacio pictórico. Lo convencional y
huero que antes se expresaba en términos de fetiches, disfraces y casas de
muñecas como símbolos de manquedad espiritual y voluntad reduccionista o como
imágenes del discurso mocho y de la hipocresía se han metamorfoseado ahora en
un ámbito más que una figura, en una atmósfera ciertamente sombría que ronda
sus cuadros. En efecto, la relación de generación y su nota de agudización en
cuanto presión histórica y de pecaminosidad, no se condensa más en imagen ni
usurpa su lugar, pudiendo entonces fijar a sus figuras en términos de valores
superiores e ideales más precisos.
No por ello los ácidos corrosivos de la visión crítica eliminan del todo
su presencia; ora en el bufón socarrón que entromete sus narices de merengue
entre sus lienzos para quedarse petrificado en su máscara de cartón de roca;
ora en el chiste del mago y el chirrión que súbitamente brinca en su chistera;
ora en la casa de muñecas que hace de la mujer una niña inerte y manejable por
un sistema mágico de retóricas litotes. Empero tales ingredientes
mistificadores de la realidad son subsumidos ahora más bien en lo que tienen de
categoría neblinosa y que caracteriza a nuestro tiempo. Quiero decir que se
trata de símbolos y formas tamizadas por los experimentos anteriores,
presentándose entonces más como un fondo vago y equivoco en que igual se
expresa el encubrimiento y la falsía charlatana, que el desencanto que avala
tal moralidad tan reiterativa cuanto inane y que encubren la dominación o los
impulsos pervertidos. Figuras y poderes que humillan nuestro mundo en términos
de engendros de apariencia humana, pero cuya simpleza no es otra que la que hay
en la simulación de lo simiesco, que velan la realidad y evisceran el mundo de
todo misterio, de toda distinción o principalidad y todo prestigio.
Al dejar de focalizar la atención en esas sombras, la pintora puede
entonces atravesar la densa neblina de nuestro tiempo para encontrar la forma
de un lugar habitable a la mirada -hecho de nostalgia es verdad y de Edén
perdido, de franca melancolía incluso, de pena de amor perdido, donde empero la
gestación de la forma pura o de la idea abre un espacio en que recuperar los
lazos paradisíacos que nos unían firmemente con la vida.
II
El tema de su obra así se decanta y se precisa y también se distancia:
es el exilio, la orfandad de las cosas del mundo moderno y la soledad
irreducible del hombre y la mujer que es todo humana. En efecto, la gravedad del tema se fija y se
define ahora como el de la dialéctica de la soledad: soledad que es exilio del
reino prometido, castigo y expiación, prueba y penitencia (Octavio Paz). Pena
de amor, pues, que es también una promesa; búsqueda de comunión, de hermandad,
de comunidad.
En su obra actual hay así algo del descenso a las aguas primordiales del
origen, de inmersión en el claustro de paz que edificaba lentamente el mundo -y
del que hemos sido arrancados, expulsados. Sed de amor, es cierto, y hambre de
comunión.
Movimiento de abstracción y de concentración para salir del exilio
interior y en el que la artista ha tenido que crear, como en los cuentos de
hadas, un mundo interior. En ese mundo marcado por la desgarradura de la
exploración intima se dan las notas conjugadas de la dialéctica de la soledad:
el sentimiento de desprendimiento del mundo por un lado y por otro la extrañeza
ante uno mismo. Laberinto en cuyo centro reencontrar la conciencia de sí y
silicio purgativo en donde eliminar la angustia y recuperar la estabilidad
perdida. También movimiento de explosión para salir fuera de sí y abrazar la
reunión, alcanzando el reposo y la dicha, acaso también el reconocimiento
(anagnórisis).
Así, al tematizar la soledad Lorena Marrero ha sufrido un desgarramiento
que experimenta también como enriquecimiento de su expresión pictórica. Por un
lado, pues, estación en el desamparo y el abandono; por otro, conciencia de la
mancha original y de la culpa que permite llegar a uno mismo. Su síntesis: la
aventura del viaje como proceso de redención e iniciación simbólica cuyo meta
es la de volver a concordar con el mundo.
III
En las telas de Marrero se despliegan entonces los sitios arquetípicos
consagrados entonces a la expulsión de excrecencias, a la meditación o a la
purificación inmediata. El extraño bidet como una maquina higiénica
ininteligible y caduca, no exenta de morbo, que bajo la óptica del quirófano
analítico paso de ser lujo de realeza a mísero utensilio de lupanar cochambroso
-fuente duchampesca en que se cifra simbólicamente la proletarización creciente
de la burguesía, en justa sanción histórica por no haber aristocratizado o
mejorado a la plebe. O la bañera que aparece como una vaca primordial tendida y
vasta en su desfalleciente y marmórea solemnidad de abrazo maternal. Y los
mullidos sillones modernistas fielmente enfrentados con aire de diván
psicoanalítico donde la divina lívido ejerce su libre arbitrio o en donde
realizar la meditación trascendental -como si fueran ensayos cartesianos frente
a la estufa de Ulm, pero esta vez no impuestos a concebir la conciencia y la
prueba de realidad no como el pensamiento que se piensa a sí mismo (que no
puede dar como resultado sino la mónada fracasada), sino al hombre como el
lugar de la naturaleza en que Dios cobra conciencia del mundo y al pensamiento
como expresión verbal necesariamente dirigida a los otros, al otro. O en la
imagen dialógica del desierto lecho nupcial como un solemne tálamo de remota
cámara donde la carne interrogada exige recibir en la carne su respuesta para
hacerse suya.
Objetos nuevos o receptáculos de fuerza (maná) donde se singulariza lo
insólito o lo extraordinario y donde emerge un poder misterioso o activo en que
se manifiesta lo dinámico, lo eficaz, lo creador o lo perfecto. Metáforas de
las epifanías y kratofanias que singularizan un espacio como "centro"
de la realidad o de fertilidad, donde se absolutiza lo relativo o en que deja
el devenir traslucir el arquetipo eterno. Fuentes inagotables donde lo puro o
lo mancillado toman su asiento y dan al hombre los sillares donde asentar el
cosmos.
Mundo, pues, en que los objetos vuelven a ser fuentes enigmáticas donde
la luz reposa y en el que, como en la vieja infancia, vuelven a respondernos y
a resolver nuestras preguntas, a ser otra vez organismos delicados de mágicas
imantaciones simbólicas. Espacios de concentración de energía en los que es
posible volver a ser para ser uno con el mundo y en los que la imaginación
abrasa como si tuviera brazos y besa como si tuviera labios. También creación
de un mundo hecho a imagen de la artista o manufactura del microcosmos, en el
que la artista ha encontrado un ámbito privilegiado de la cultura en que la
separación no es más orfandad u olvido de sí, sino impulso de libertad y
entrega a los otros, a lo otro. Laberinto trasmutado en conciencia de singularidad
que es la vez fundamento de una segunda inocencia ganada a pulso por el trabajo
creador -que incluso puede renunciar a sus frutos, pero que no por ello
renuncia ni a la acción ni al futuro.
Pintura introspectiva, es verdad, que al interrogar los espacios bajo la
solfa de la soledad interior, a veces dolorosa, descubre inusitados claustros
en donde pareciera que el mundo y su tesis de realidad o se desconecta o pone
entre paréntesis (epojé) para examinar con morosidad los contenidos de
conciencia bajo la óptica de la mirada estética. También nostalgia del espacio
o del cuerpo del que fuimos arrancados y que hace de la soledad un cauterio
para afinar el alma. Búsqueda por último de un tiempo original y de un recinto
sagrado donde encontrar la fuente del presente fijo en que tiempo y vida se
unan nuevamente.
Necesidad, pues, de encontrar de nuevo el establecimiento de lo humano
para en cierto modo llevar a cabo la reconstrucción del mundo. Figuras
arquetípicas del espacio sagrado que el hombre requiere para organizar y
"cosmizar" un sitio que sea a la vez un interior y un
"centro".
Así, la pintura de Lorena Marrero expresa en su obra esa condición
esencial de la Antropología Filosófica como la exclusiva humana que requiere
realizar arquetipos para dar cuerpo a la nostalgia de las formas trascendentes.
Porque lo que ha buscado el arte de Marrero no ha sido nunca el éxtasis, sino
la sabiduría; no la dispersión o anulación del mundo, sino su vuela a él
después de su tránsito por la noche oscura de la caída de las ilusiones para
acceder a otro nivel ontológico o a la iluminación. Camino de iniciación, es
cierto, en donde los contenidos oscuros o su presión atmosférica no se recrean
para entrar en la muerte, sino para volver de ella trasfigurada -no en la mudes
del silencio, sino en el mundo recuperado de las significaciones bajo el rayo
de luz inmaterial en que aparecer ante los otros y en el espacio sin distancias
que todo lo comunica del sentido.
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