Pintoras de Durango
Alma
Santillán: el Demiurgo y el Fantasma
Por Alberto
Espinosa Orozco
“Porque donde hay envidias y
rivalidades,
también hay confusión y todo
tipo de maldad.”
Santiago 3,
16
“Volverán los Dioses
que lloráis todavía”.
Gerard de Nerval
I
Por toda la obra plástica de la artista
durangueña Alma Santillán brilla una especie de aura simbolista, mezcla del
carmín de la pasión existencial y del cian
purísimo de la aspiración y dilatación espiritual. Su resplandor se cifra
entonces en términos de esquirlas luminosas escindidas de algún secreto aleph
o desprendidas del diamante de mística luz cuyos gajos
cítricos y fríos cristales aurorales van conformando en medio de la vaguedad y
ambigüedad de nebulosa en formación de un mundo en ruinas el nuevo día prometido
del principio de los tiempos, atendiendo así a los tonos más profundos de un
singular espectro cromático y emocional.
Las sensaciones de sus paisajes urbanos no
menos que en sus naturalezas muertas rurales o en sus cuadros de familia, caen
frecuentemente en la órbita del complejo mundo de lo sub.-suprarrealista, de
imágenes oníricas que en su simbolismo, absurdo o dislocación conforman empero
siempre las estampas de arquetipos válidos y pertinentes –donde aún lo bizarro
de figuras desfondadas puede ceñirse a sí mismo para sustentarse, para poder
ser presencia. Así, las sensaciones disímbolas expuestas por su pintura,
algunas veces de helada arbitrariedad, son sin embargo siempre atemperadas por
la distancia del lejano cielo imparcial en donde se insinúa la trasparencia del
cristal, pero también la patencia de cierzo invernal de los sombríos mediocres
del irracionalismo e inhumanismo o en los incoloros del nihilismo
contemporáneo. Porque si Alma Santillán pertenece a la familia de aquellos que
atienden a la preocupación más honda de la participación con la belleza y con
el alma del mundo no por ello su mirada crítica deja de ser desconsoladora, es
cierto, y muchas veces amarga.
Las influencias secretas que alimentan su
obra y le dan su tensión inigualable, a manera de una pinza de extraordinario
agarre, provienen de dos grandes fuentes de la tradición. Por un lado, del
último gran maestro de la Escuela Mexicana de Pintura, Don
Guillermo Bravo Morán, de quien fuera directamente aprendiz y por años su
amanuense. Porque como en nadie el Maestro Bravo sembró en la talentosa
discípula la preocupación vital no sólo por la renovación de la forma, propia
del vanguardismo, sino también el descubrimiento más propio del muralismo
mexicano: la relación intrínseca, aunque subterránea, entre las categorías de
la belleza y las éticas, como las de la satisfacción útil de la pedagogía, de
recta proporción y de justicia social. Por el otro, la pintora Santillán va más
allá al interpretar ese reclamo de manera sintomatológica y analítica,
sirviéndose para dar expresión a su juicio y diagnóstico de nuestro tiempo a
una especie de expresionismo-surrealista, presente en toda su generación, el
cual en su “caricaturismo” y “gestualismo” contemporáneo está sin embargo destinado
a prever los bajos fondos en el sayal sobado de las tentaciones disfrazadas
tras el celofán de la novedad. Así, su pintura echa mano de enrarecido lente de
aumento aportado por la visión y el onirismo para poder figurar los gritos de
espanto del barro o retratar la máscara de buitre tras la máscara sonriente y
satisfecha -para así revelar o prescribir
la posología debida en términos de danza de átomos de luz o de sombrío réquiem
de velos, tinturas y barnices.
Así, lo primero que se impone en sus
composiciones es la actitud crítica en extraña mezcla alquímica con la
hermosura, a veces, es verdad, meramente formal o compositiva, otras
decididamente fabulosa o en solfa de fantasía, pero cuyos colores siempre
saltarines expresan jocundidad a la retina o en lo que tienen de sorda alegría
indecible o aún de mera exploración cromática en frustránea búsqueda de belleza
-de descripción, pues, del bosque oscuro. En otras ocasiones sus visiones se
encapotan decididamente de tristeza, tuercen el gesto o enmudecen de acidia,
huelen la pantanosa ciénaga o se inundan de sulfúrica denuncia ácida, pues sus
obras siempre han sido fieles radiografías psíquicas que testimonian, cual
finísimos cristales de ensayo, los copos huidizos de las huellas y estructuras
convulsionadas e hirientes de nuestros tremendos días contemporáneos.
II
La pintora, en efecto, da figura a las
imágenes de los productos o familias características de nuestra era, los cuales
emergen a la superficie bajo la forma de caprichosos rizomas del psiquismo
anormal o de extrañas conformaciones sociales, algunas veces canallescas y
espantables, otras más idílicas y bañadas de frescura fraternal. Sus cuadros
así son racimos que evocan lo mismo la fiesta ceremonial en el ranchote, que la precipitación en los corredores al
pasadizo profundo del inconsciente o el choque súbito y luciferino con la
nocturna apariencia o con la cifra horrenda.
Mediante un finísimo sentido psicoanalítico
de lo humano, no menos de la engañosa culpa que de la encantada maravilla, la
pintora ha ido entonces embebiendo de función sintética a su pintura, obligada
a imprimir en una figura un número indeterminable de casos o de situaciones
análogas o al inventar una pseudo-clase mediante la plasmación de una “figura”.
Así, por la lectura de la mera expresión mímica facial o total del cuerpo
humano la pintora va revelando al espectador las dos grandes presencias que a
manera de siniestras figuras corroen nuestra época: por un costado, el fantasma
del existencialismo, que tras la imagen espumosa de la gozosa existencia
liberada y la algazara de las copas lleva tatuado también el estigma del no
ser: del ausentismo, de la angustia o de la oquedad helada de la nada. Por el
otro, la presencia engañadora en el ocaso del demiurgo estrellado del
surrealismo, debatido en irresoluble oscilación onto-axiológica, o
desequilibrado entre lo sub-supra, de un mundo desgarrado entre la aspiración
hacia lo celeste-supremo o el delirio –el cual encarna para el cristal de
Santillán bajo la imagen de la caída: de seres desgarrados o desviados, sumidos
en la chabacanería heteróclita de lo incoherente o habitando atmósferas amorfas
y enrarecidas por la accidentalidad, tornasoladas por el polen de oscura magia
en polvo o electrizadas por la semilla nocturna del sueño.
Porque el existencialismo que retrata el
siniestro rancho chico y el celeste circo hechizado de Alma Santillán es
también el que se enfoca en el arrea
específica de lo filosófico o donde las cosas piden distinguirse, ya por la
fuerza del contraste ya por distinción ejemplar o por arquetipo. Porque para la
pintora lo importante que hay en la pintura es mostrar lo que en las imágenes
subsiste de exploración de la naturaleza humana. Su arte es entonces una
antropología filosófica definidora del hombre en términos de luz, pero que no deja de visitarlo empobrecido de
siniestro horror en las tinieblas de la jungla oscura o luido de acidia en la
vacua bóveda estéril de las sábanas.
Teatralización, pues, de una tremenda
gigantomaquia o drama cósmico, donde lo que se encuentra en lucha es la
expresión de la diafanidad del ser contra la violencia o la mudez destructiva y
el veneno del agua estancada. O el puro refregar caótico del tiempo en su jaula
de espejos, apariencias y reflejos o el logon didonai y la imagen
prístina, que sobre la situación concreta hace el tiempo del relato -para darle
claro un sentido al tiempo.
Colosales presencias donde se figura el
choque último en la palestra de la cultura occidental entre la noluntad
destructiva del irracionalismo contra la voluntad edificante del hombre del
principio de razón. -pues, en antinomia
polar: o todo su razón de ser, su razón necesaria, su mismidad o identidad esencial... o todo de hecho y sin más y sin razón de ser.
Porque a fin de cuentas el ser humano está
dotado de una naturaleza que es su razón o su esencia a imagen y semejanza de
la divina y destinado a supervivencia con las esencias, con el alma inmortal,
con la universalidad de la cultura a través del vestigio de sus obras, que a
modo de marcas tribales son testimonio del destino de la humanidad, del relato
de nuestra especie gravada históricamente –o todo pura contingencia e
irracionalidad bruta, facticidad esencial y autosuficiencia efectiva del hombre
moderno quien vive en la práctica sostenido en sí mismo, realmente como si Dios
no existiera. Cifra y resumen: mundo de uso y abuso de la libertad descendente,
gravamen histórico de acumulación de pecaminosidad también y de presión
generacional, al grado ver por momentos subir el infierno a la tierra... ¡pero
donde el cielo no baja! Mundo efectivamente surreal, imposible,
irremisiblemente perdido, ya se traten sus estancias de las del ribazo
dantesco, de la arbitrariedad del absurdo nenúfar desmayado, de la cruda
realidad del premio castigado en su gozo y del que hay que arrepentirse o salir
con urgencia o del hombre sobrenatural que al pretender lo sobrehumano choca
contra el límite, obligado a aceptar en su medida la medida humana.
Su tendencia expresionista de diálogo existencial-surrealista
así, deja la doble impresión de inmensa intensidad y de hibridismo –resultado
de unir la síntesis contradictoria del retrato del modelo natural (objetividad pura) afectado
por el gesto humano (subjetividad intencionada). Intento experimental de fusión
de dos naturalezas distintas, pues, cuya unión
resulta a la vez heroica pero teatral y donde la gesta cultural se
resuelve sarcásticamente en gesto autoreferente, convocatoria insulsa o ademán
impotente. También lo es que de ello saca frecuentemente a la luz la maravilla
o el instante puro, lo ardiente o la sombra tibia que acoge a los fantasmas. En
otras su mirada escruta la presencia que habita nuestras noches bajo la forma
del modelo interior –o se sumerge en el mundo del espejo, de ese otro ser de
imagen hecho por fragmentos de fragmentos, de imágenes-instantes. Búsqueda, en
efecto, del magnetismo pasional del instante que reúne a las naturaleza
análogas –incluso del sueño o el ensueño del encuentro, del reencuentro, con el
sentido radical de la presencia, que más allá del poder o del conocimiento es
capaz de disolver del todo el sin-sentido, como la chispa de luz en la noche
lugareña que disuelve del todo las tinieblas.
El mundo surrealista que habita la obra de
Santillán no es así pariente del sueño por abolir el trabajo de recuperación o
de trascripción de la imagen, sino justamente por su semejanza, pues el sueño
para la vigilia no existe y sólo es real para la memoria que lo acaricia y
recupera por medio del recuerdo, al igual que la pintura que no es sino el arte
laborioso de despejar para luego labrar o fijar en fuego, en hielo o en mármol,
la imagen prístina que primero fue despertada en la mente. Labor, pues, de
inscripción sentimental en una imagen,
vaciada justamente sobre una materia plástica como “recuperación de ese
contenido”. Porque, después de todo, ¿no es justamente la imagen del deseo lo
que atraviesa fiel a sí misma realidad y ficción? Y el arte ¿no es la labor
infernal de trascripción del silencio de un paraíso?
III
Alma Santillán se ha encargado
minuciosamente de dar espacio físico a las visiones y figuras arquetípicas de
tal complejo estético. Porque lo mismo que están para la imaginación material
de la artista la figura hidalga del viejo preceptor andante que la plancha de
acero cristológica engabanadamente llorado por lloronas ´por sueldo lamentable
que las borrachas Erinias de sed cebadas urgiendo de sus ojos odiosos humores,
que la cita de los horrores cotidianos y del mundo ambiguo de final
existencialismo.
Excavación profunda del psiquismo cuyos
minerales se enriquecen de la veta surrealista, que en su filón de hallazgos
intentó como pionera dar el paso del mundo moderno donde no se cuenta con Dios
ni se perciben aún los estragos de su descomposición y el hedor de su ausencia,
al intento de tocar el futuro y de unir y suturar los mitos griegos y la
mística platónica y cristiana en un todo orgánico que les diera refugio y
cuerpo. La respuesta de Santillán ante ese magno desafío se encuentra en primero
recuperar para luego labrar el hilo dorado de ese simbolismo, donde
simultáneamente se da cuenta de una forma viva que de una estructura, de una
figura que sin perder carácter o individualidad puede amoldarse o aplicarse a
innumerables casos individuales. Quiero decir que por un lado da cuenta de la
trascendencia que asecha tras cada acto, aún el más inmanente y contingente que
se imagine, pues si el hombre es por el instante estético inmediatamente lo que
es, por el eterno momento de la razón de la esencia y de la ética es también
aquello por lo que se convierte en aquello en que se convierte, por lo que
encarna en la imagen en que encarna.
Punto en que estética y ética se dan la mano también, pues la creación
de figuras e imágenes del mundo se potencia a nuestra medida y de forma
delegada -pues si el mito encarna en la vida y la vida en el mito es porque
hemos sido creados y creamos a imagen y semejanza de un Creador.
Nuestra época es moderna por
un lado, por el otro es paradójicamente un presente cargado con una historia
antiquísima. Por un lado exaltación de los valores juveniles, celebración de la
novedad original de cada día; por otro, envejecidos melancólicos en la medida
en que somos herederos directos de muchas generaciones de enseñanzas, albaceas
históricas de muchos tesoros de bellezas. Ante tan fabuloso legado de riquezas
Santillán no ha caído en el peligro del
desmayo de los apáticos y aburridos que tuercen el gusto voluntariamente hacia
lo deforme y extraño y que so pretexto de la originalidad desfajada pugnan por
el rechazo de los modelos armoniosos, de los hermosos colores delicados o de
los viejos temas, a los que sólo pueden abordar desde la elaboración excesiva,
hecha con los fríos materiales de la fealdad y la manipulación, resultante de
lo rígido y frió que hay en sus procedimientos, o el escape en la cínica
prestidigitación perpetrada por la sombra de presentar las cosas
inevitablemente negras o violentas, o en la enigmática fantasía combinatoria de
la permutación orgiástica, cuya única sublimación metafórica se encuentra en la
estupidez y cuyo remate habría que buscarlo en el delirio. Intentos luciferinos
todos ellos en lo que tienen de imitación vulgar de la creación, afectados
irremediablemente sus materiales de resentimiento o de hartazgo, contaminadas
sus estructuras y fuentes de voracidad, prisa y ansia de ser más, de ser
incluso otra cosa, pero cuyo glotón totalitarismo de posesión y consumo se
resuelve en el relumbrón del baile en el set cinematográfico, donde todo tiende
a ser carnaval, simulación o fachada. No. Sino que caminando con sigilo por ese
hilo cotidiano de lo contingente y equivoco ha ido también dividiendo en dos al
mundo, no menos divisando sus perfiles más angustiosos y estrechos que labrando
en piedra o en mármol las figuras que el mito fragua en la vida.
El surrealismo más propio empleado como
herramienta hermenéutica por la pintora Alma Santillán no es sino una manera de
dar forma a lo fantástico-onírico no menos que a lo ontico-absurdo
materializado en sus zonas más bajas y pedestres, pero también al icono añorado
del “modelo interior”, de la dama mística de la tradición o del rey forjado por
la nostalgia, lo mismo zurciendo con la materia de las “presencias” de hadas,
de justicieras Erinias o de sirenas náufragas, que buscando los hilos coloridos
por las nubes del mundo de “nunca jamás” –individualizando sus visones hasta el
punto de poder encarnar un lenguaje legible de los temores y del espíritu de la
humanidad, potente a la vez por ello de espiritualizar al espectador en sus
visiones de alto encantamiento. Nostalgia de mundos de ensueño o mapa y vía de
escape de este mundo caído de nuevo en exploración hacia el viejo Edén perdido
que igual se llama Utopía que Cíbola. Inevitablemente, también, convivencia con
los expuesto y con las fuerzas directas y abrasivas de los elementos.
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