miércoles, 17 de mayo de 2017

Alma Santillán: el Demiurgo y el Fantasma Por Alberto Espinosa Orozco

Pintoras de Durango 
Alma Santillán: el Demiurgo y el Fantasma
Por Alberto Espinosa Orozco

“Porque donde hay envidias y rivalidades,
también hay confusión y todo tipo de maldad.”
Santiago 3, 16 
“Volverán los Dioses
que lloráis todavía”.
Gerard de Nerval






I
   Por toda la obra plástica de la artista durangueña Alma Santillán brilla una especie de aura simbolista, mezcla del carmín de la pasión  existencial y del cian purísimo de la aspiración y dilatación espiritual. Su resplandor se cifra entonces en términos de esquirlas luminosas escindidas de algún secreto aleph o desprendidas del diamante de mística luz cuyos gajos cítricos y fríos cristales aurorales van conformando en medio de la vaguedad y ambigüedad de nebulosa en formación de un mundo en ruinas el nuevo día prometido del principio de los tiempos, atendiendo así a los tonos más profundos de un singular espectro cromático y emocional. 
   Las sensaciones de sus paisajes urbanos no menos que en sus naturalezas muertas rurales o en sus cuadros de familia, caen frecuentemente en la órbita del complejo mundo de lo sub.-suprarrealista, de imágenes oníricas que en su simbolismo, absurdo o dislocación conforman empero siempre las estampas de arquetipos válidos y pertinentes –donde aún lo bizarro de figuras desfondadas puede ceñirse a sí mismo para sustentarse, para poder ser presencia. Así, las sensaciones disímbolas expuestas por su pintura, algunas veces de helada arbitrariedad, son sin embargo siempre atemperadas por la distancia del lejano cielo imparcial en donde se insinúa la trasparencia del cristal, pero también la patencia de cierzo invernal de los sombríos mediocres del irracionalismo e inhumanismo o en los incoloros del nihilismo contemporáneo. Porque si Alma Santillán pertenece a la familia de aquellos que atienden a la preocupación más honda de la participación con la belleza y con el alma del mundo no por ello su mirada crítica deja de ser desconsoladora, es cierto, y muchas veces amarga.
    Las influencias secretas que alimentan su obra y le dan su tensión inigualable, a manera de una pinza de extraordinario agarre, provienen de dos grandes fuentes de la tradición. Por un lado, del último gran maestro de la Escuela Mexicana de Pintura, Don Guillermo Bravo Morán, de quien fuera directamente aprendiz y por años su amanuense. Porque como en nadie el Maestro Bravo sembró en la talentosa discípula la preocupación vital no sólo por la renovación de la forma, propia del vanguardismo, sino también el descubrimiento más propio del muralismo mexicano: la relación intrínseca, aunque subterránea, entre las categorías de la belleza y las éticas, como las de la satisfacción útil de la pedagogía, de recta proporción y de justicia social. Por el otro, la pintora Santillán va más allá al interpretar ese reclamo de manera sintomatológica y analítica, sirviéndose para dar expresión a su juicio y diagnóstico de nuestro tiempo a una especie de expresionismo-surrealista, presente en toda su generación, el cual en su “caricaturismo” y “gestualismo” contemporáneo está sin embargo destinado a prever los bajos fondos en el sayal sobado de las tentaciones disfrazadas tras el celofán de la novedad. Así, su pintura echa mano de enrarecido lente de aumento aportado por la visión y el onirismo para poder figurar los gritos de espanto del barro o retratar la máscara de buitre tras la máscara sonriente y satisfecha -para así revelar o prescribir  la posología debida en términos de danza de átomos de luz o de sombrío réquiem de velos, tinturas y barnices.
   Así, lo primero que se impone en sus composiciones es la actitud crítica en extraña mezcla alquímica con la hermosura, a veces, es verdad, meramente formal o compositiva, otras decididamente fabulosa o en solfa de fantasía, pero cuyos colores siempre saltarines expresan jocundidad a la retina o en lo que tienen de sorda alegría indecible o aún de mera exploración cromática en frustránea búsqueda de belleza -de descripción, pues, del bosque oscuro. En otras ocasiones sus visiones se encapotan decididamente de tristeza, tuercen el gesto o enmudecen de acidia, huelen la pantanosa ciénaga o se inundan de sulfúrica denuncia ácida, pues sus obras siempre han sido fieles radiografías psíquicas que testimonian, cual finísimos cristales de ensayo, los copos huidizos de las huellas y estructuras convulsionadas e hirientes de nuestros tremendos días contemporáneos.






II
   La pintora, en efecto, da figura a las imágenes de los productos o familias características de nuestra era, los cuales emergen a la superficie bajo la forma de caprichosos rizomas del psiquismo anormal o de extrañas conformaciones sociales, algunas veces canallescas y espantables, otras más idílicas y bañadas de frescura fraternal. Sus cuadros así son racimos que evocan lo mismo la fiesta ceremonial en el ranchote,  que la precipitación en los corredores al pasadizo profundo del inconsciente o el choque súbito y luciferino con la nocturna apariencia o con la cifra horrenda.
   Mediante un finísimo sentido psicoanalítico de lo humano, no menos de la engañosa culpa que de la encantada maravilla, la pintora ha ido entonces embebiendo de función sintética a su pintura, obligada a imprimir en una figura un número indeterminable de casos o de situaciones análogas o al inventar una pseudo-clase mediante la plasmación de una “figura”. Así, por la lectura de la mera expresión mímica facial o total del cuerpo humano la pintora va revelando al espectador las dos grandes presencias que a manera de siniestras figuras corroen nuestra época: por un costado, el fantasma del existencialismo, que tras la imagen espumosa de la gozosa existencia liberada y la algazara de las copas lleva tatuado también el estigma del no ser: del ausentismo, de la angustia o de la oquedad helada de la nada. Por el otro, la presencia engañadora en el ocaso del demiurgo estrellado del surrealismo, debatido en irresoluble oscilación onto-axiológica, o desequilibrado entre lo sub-supra, de un mundo desgarrado entre la aspiración hacia lo celeste-supremo o el delirio –el cual encarna para el cristal de Santillán bajo la imagen de la caída: de seres desgarrados o desviados, sumidos en la chabacanería heteróclita de lo incoherente o habitando atmósferas amorfas y enrarecidas por la accidentalidad, tornasoladas por el polen de oscura magia en polvo o electrizadas por la semilla nocturna del sueño.
   Porque el existencialismo que retrata el siniestro rancho chico y el celeste circo hechizado de Alma Santillán es también  el que se enfoca en el arrea específica de lo filosófico o donde las cosas piden distinguirse, ya por la fuerza del contraste ya por distinción ejemplar o por arquetipo. Porque para la pintora lo importante que hay en la pintura es mostrar lo que en las imágenes subsiste de exploración de la naturaleza humana. Su arte es entonces una antropología filosófica definidora del hombre en términos de luz,  pero que no deja de visitarlo empobrecido de siniestro horror en las tinieblas de la jungla oscura o luido de acidia en la vacua bóveda estéril de las sábanas.
   Teatralización, pues, de una tremenda gigantomaquia o drama cósmico, donde lo que se encuentra en lucha es la expresión de la diafanidad del ser contra la violencia o la mudez destructiva y el veneno del agua estancada. O el puro refregar caótico del tiempo en su jaula de espejos, apariencias y reflejos o el logon didonai y la imagen prístina, que sobre la situación concreta hace el tiempo del relato -para darle claro un sentido al tiempo.
    Colosales presencias donde se figura el choque último en la palestra de la cultura occidental entre la noluntad destructiva del irracionalismo contra la voluntad edificante del hombre del principio de razón.  -pues, en antinomia polar: o todo su razón de ser, su razón necesaria, su mismidad o identidad esencial...  o todo de hecho y sin más y sin razón de ser.
   Porque a fin de cuentas el ser humano está dotado de una naturaleza que es su razón o su esencia a imagen y semejanza de la divina y destinado a supervivencia con las esencias, con el alma inmortal, con la universalidad de la cultura a través del vestigio de sus obras, que a modo de marcas tribales son testimonio del destino de la humanidad, del relato de nuestra especie gravada históricamente –o todo pura contingencia e irracionalidad bruta, facticidad esencial y autosuficiencia efectiva del hombre moderno quien vive en la práctica sostenido en sí mismo, realmente como si Dios no existiera. Cifra y resumen: mundo de uso y abuso de la libertad descendente, gravamen histórico de acumulación de pecaminosidad también y de presión generacional, al grado ver por momentos subir el infierno a la tierra... ¡pero donde el cielo no baja! Mundo efectivamente surreal, imposible, irremisiblemente perdido, ya se traten sus estancias de las del ribazo dantesco, de la arbitrariedad del absurdo nenúfar desmayado, de la cruda realidad del premio castigado en su gozo y del que hay que arrepentirse o salir con urgencia o del hombre sobrenatural que al pretender lo sobrehumano choca contra el límite, obligado a aceptar en su medida la medida humana.
   Su tendencia expresionista de diálogo existencial-surrealista así, deja la doble impresión de inmensa intensidad y de hibridismo –resultado de unir la síntesis contradictoria del retrato del  modelo natural (objetividad pura) afectado por el gesto humano (subjetividad intencionada). Intento experimental de fusión de dos naturalezas distintas, pues, cuya unión  resulta a la vez heroica pero teatral y donde la gesta cultural se resuelve sarcásticamente en gesto autoreferente, convocatoria insulsa o ademán impotente. También lo es que de ello saca frecuentemente a la luz la maravilla o el instante puro, lo ardiente o la sombra tibia que acoge a los fantasmas. En otras su mirada escruta la presencia que habita nuestras noches bajo la forma del modelo interior –o se sumerge en el mundo del espejo, de ese otro ser de imagen hecho por fragmentos de fragmentos, de imágenes-instantes. Búsqueda, en efecto, del magnetismo pasional del instante que reúne a las naturaleza análogas –incluso del sueño o el ensueño del encuentro, del reencuentro, con el sentido radical de la presencia, que más allá del poder o del conocimiento es capaz de disolver del todo el sin-sentido, como la chispa de luz en la noche lugareña que disuelve del todo las tinieblas.
     El mundo surrealista que habita la obra de Santillán no es así pariente del sueño por abolir el trabajo de recuperación o de trascripción de la imagen, sino justamente por su semejanza, pues el sueño para la vigilia no existe y sólo es real para la memoria que lo acaricia y recupera por medio del recuerdo, al igual que la pintura que no es sino el arte laborioso de despejar para luego labrar o fijar en fuego, en hielo o en mármol, la imagen prístina que primero fue despertada en la mente. Labor, pues, de inscripción sentimental en una imagen, vaciada justamente sobre una materia plástica como “recuperación de ese contenido”. Porque, después de todo, ¿no es justamente la imagen del deseo lo que atraviesa fiel a sí misma realidad y ficción? Y el arte ¿no es la labor infernal de trascripción del silencio de un paraíso?







III
   Alma Santillán se ha encargado minuciosamente de dar espacio físico a las visiones y figuras arquetípicas de tal complejo estético. Porque lo mismo que están para la imaginación material de la artista la figura hidalga del viejo preceptor andante que la plancha de acero cristológica engabanadamente llorado por lloronas ´por sueldo lamentable que las borrachas Erinias de sed cebadas urgiendo de sus ojos odiosos humores, que la cita de los horrores cotidianos y del mundo ambiguo de final existencialismo.
   Excavación profunda del psiquismo cuyos minerales se enriquecen de la veta surrealista, que en su filón de hallazgos intentó como pionera dar el paso del mundo moderno donde no se cuenta con Dios ni se perciben aún los estragos de su descomposición y el hedor de su ausencia, al intento de tocar el futuro y de unir y suturar los mitos griegos y la mística platónica y cristiana en un todo orgánico que les diera refugio y cuerpo. La respuesta de Santillán ante ese magno desafío se encuentra en primero recuperar para luego labrar el hilo dorado de ese simbolismo, donde simultáneamente se da cuenta de una forma viva que de una estructura, de una figura que sin perder carácter o individualidad puede amoldarse o aplicarse a innumerables casos individuales. Quiero decir que por un lado da cuenta de la trascendencia que asecha tras cada acto, aún el más inmanente y contingente que se imagine, pues si el hombre es por el instante estético inmediatamente lo que es, por el eterno momento de la razón de la esencia y de la ética es también aquello por lo que se convierte en aquello en que se convierte, por lo que encarna en la imagen en que encarna.  Punto en que estética y ética se dan la mano también, pues la creación de figuras e imágenes del mundo se potencia a nuestra medida y de forma delegada -pues si el mito encarna en la vida y la vida en el mito es porque hemos sido creados y creamos a imagen y semejanza de un Creador.
   Nuestra época es moderna por un lado, por el otro es paradójicamente un presente cargado con una historia antiquísima. Por un lado exaltación de los valores juveniles, celebración de la novedad original de cada día; por otro, envejecidos melancólicos en la medida en que somos herederos directos de muchas generaciones de enseñanzas, albaceas históricas de muchos tesoros de bellezas. Ante tan fabuloso legado de riquezas Santillán no ha caído en el peligro  del desmayo de los apáticos y aburridos que tuercen el gusto voluntariamente hacia lo deforme y extraño y que so pretexto de la originalidad desfajada pugnan por el rechazo de los modelos armoniosos, de los hermosos colores delicados o de los viejos temas, a los que sólo pueden abordar desde la elaboración excesiva, hecha con los fríos materiales de la fealdad y la manipulación, resultante de lo rígido y frió que hay en sus procedimientos, o el escape en la cínica prestidigitación perpetrada por la sombra de presentar las cosas inevitablemente negras o violentas, o en la enigmática fantasía combinatoria de la permutación orgiástica, cuya única sublimación metafórica se encuentra en la estupidez y cuyo remate habría que buscarlo en el delirio. Intentos luciferinos todos ellos en lo que tienen de imitación vulgar de la creación, afectados irremediablemente sus materiales de resentimiento o de hartazgo, contaminadas sus estructuras y fuentes de voracidad, prisa y ansia de ser más, de ser incluso otra cosa, pero cuyo glotón totalitarismo de posesión y consumo se resuelve en el relumbrón del baile en el set cinematográfico, donde todo tiende a ser carnaval, simulación o fachada. No. Sino que caminando con sigilo por ese hilo cotidiano de lo contingente y equivoco ha ido también dividiendo en dos al mundo, no menos divisando sus perfiles más angustiosos y estrechos que labrando en piedra o en mármol las figuras que el mito fragua en la vida.
   El surrealismo más propio empleado como herramienta hermenéutica por la pintora Alma Santillán no es sino una manera de dar forma a lo fantástico-onírico no menos que a lo ontico-absurdo materializado en sus zonas más bajas y pedestres, pero también al icono añorado del “modelo interior”, de la dama mística de la tradición o del rey forjado por la nostalgia, lo mismo zurciendo con la materia de las “presencias” de hadas, de justicieras Erinias o de sirenas náufragas, que buscando los hilos coloridos por las nubes del mundo de “nunca jamás” –individualizando sus visones hasta el punto de poder encarnar un lenguaje legible de los temores y del espíritu de la humanidad, potente a la vez por ello de espiritualizar al espectador en sus visiones de alto encantamiento. Nostalgia de mundos de ensueño o mapa y vía de escape de este mundo caído de nuevo en exploración hacia el viejo Edén perdido que igual se llama Utopía que Cíbola. Inevitablemente, también, convivencia con los expuesto y con las fuerzas directas y abrasivas de los elementos.






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