domingo, 21 de mayo de 2017

El Taller Herme: la Comunidad Trascendente Por Alberto Espinosa Orozco

El Taller Herme:
la Comunidad Trascendente
Por Alberto Espinosa Orozco



I
   Como un azulejo del rico mosaico cultural con que se festejó en la Ciudad de Durango el Festival Tonalco 2001, se dilata hasta febrero del 2002 su celebración con una de sus muestras más galanas y trascendentes: La exposición del Taller Herme “Manchas, huellas e impresiones de la muerte desde México“, teniendo como casa hospitalaria al Museo Ángel Zárraga del ICED. Exposición itinerante sobresaliente a nivel nacional de uno de los talleres de estampa más grandes de Latinoamérica, caracterizado por tener el tórculo más grande de México, sobre el cual no ha dejado de zapatear la alegría bailarina de algún brioso jarabe, como relata en calidad de anécdota el artista plástico de origen durangueño José Luis Corral, en algún momento coordinador del centro.
   El Taller Herme ha sabido tomar el relevo en el tiempo a una tradición gráfica de riqueza extraordinaria, que ha ido profundizando en la disciplina rigurosa y en la renovación técnica, para preservar en el cambio generacional sus valores, dando así continuidad y concreción a la escuela mexicana de grabado –que parte de José Guadalupe Posada y José Clemente Orozco, para ser relevada en el tiempo por el Taller de la Gráfica Popular y Leopoldo Méndez, luego por el Taller de la Ciudadela bajo la dirección de Guillermo Silva Santamaría, seguido por el internacional José Luis Cuevas y el grupo de Nuevos Grabadores, con los maestros de San Carlos y La Esmeralda Leo Acosta e Ignacio Manrique respectivamente, hasta llegar a los refinamientos expresionistas y simbólicos de Francisco Toledo y de Nunik Sauret, para mencionar sólo los vórtices más reconocidos y elevados de una intrincada orografía de cumbres y acantilados.



   Acaso la característica más notable del Taller de Producción Gráfica Herme, creado, dirigido y respaldado por el prestigio del maestro Hermenegildo Martínez, sea  haber logrado fundar un centro de trabajo que es a un tiempo un cruce de caminos para los artistas y grabadores nacionales y amigos de nuestro país, logrando con ello no sólo la creación de un centro cultural independiente, ajeno a la mecánica escéptica de la academia, sino también la constitución de una tribu de artistas orientados por los valores ciertos de la fraternidad fecunda. Enseñanza sin escuela articulada por el valor propuesto de lograr, mediante la reflexión y la meditación en la imagen, las mejores condiciones para la vida. Otra vez, pues, la actualización de la búsqueda estética de armonía, apacibilidad y de belleza encarnada en una comunidad –en modo alguno ausente de las determinaciones del tiempo histórico. Así, a través de la disciplina y el trabajo, del contacto y el intercambio de ideas, el Taller Herme se empeña por forjar, con su grano de sal y su fragua cordial, los sillares en que se asiente una comunidad artística auténtica, fincada en la fértil tierra de la tradición y de la memoria colectiva, la cual se vincula indisolublemente con la memoria del arte popular y del arte sacro.
II
   Lo primero que salta a la vista en la muestra, que sorprende y maravilla, son las dimensiones monumentales de las estampas xilográficas, talladas en grandes hojas de triplay, de la estatura imponente de Atlantes. Grabados que por su propia dimensión de espectacular formato imantan de inmediato a los grandes temas colectivos de la imaginación. La enormidad del continente formal da lugar así a la exploración por bastas y dilatadas regiones de la memoria tradicional y colectiva. En esta excursión la comunidad de artistas convocada por el Taller Herme, realiza una incursión por los macizos montañosos del inconsciente colectivo, a veces escarpados, abruptos o abismados, para desembocar en una reflexión sobre la geografía contemporánea del valle de la muerte, representada popularmente con la imagen, entre chusca y aterradora, del pelado esqueleto.
   La figura del esqueleto es una forma popular de representar, por sustantivación, el modo mortal del hombre, la actividad en que consiste el ser para la muerte del hombre. De la condición mortal del hombre se desprende la figura de la Muerte. En el icono desencarnado, sus reliquias óseas aparecen como la cifra poética del destino humano, como la estructura última, inicio y despojo, del su ser vivo. Es la imagen espantable de la Muerte, enterrada desde el nacimiento bajo nuestra envoltura carnal. El esqueleto aparece así como la semilla mortal del hombre, la cual crece en nuestro interior como un fruto, negro o luminoso, hasta florecer y madurar con la ruina y corrupción del cuerpo. En este sentido el esqueleto, fondo y eje articulador de todo el cuerpo, se transfigura en el receptáculo calcificado del destino del hombre: maduramos para la vida a la vez que crecemos para la muerte, apareciendo el esqueleto humano como su tumba.  
   El meollo de la exposición es, pues, el de una meditación de carácter metafísico sobre los límites de la vida y su posible más allá. ¿Qué es, qué significa la muerte? Antes de entrar en la materia de la exposición, demos un rodeo al marco tradicional de tan aguda, de tan angustiante cuestión.



III
   La muerte es el genio inspirado, sin ella difícilmente se hubiera filosofado -ha escrito Schopenhauer en alguna parte. Es verdad. Los extremos límites de la vida son los motores detonantes del filosofar, desde los cuales, al topar contra el límite, regresar a un centro más estable de la persona. Cuando los huesos están secos y los hombres están perdidos y sin esperanza, menguado el aliento de vida, se impone la reflexión sobre la muerte.
   Según recuerda la tradición platónica, todas las cosas vienen o nacen de su contrario. Cuando una cosa se hace mala es porque viene de una mejor, de la misma forma que cuando se hace más justa es que era más injusta. De análoga manera de la salud nace la enfermedad y de la vida nace la muerte. Podría invertirse la proposición y decir, también, que de la enfermedad nace la salud y que de la muerte nace la vida. Poniendo otra comparación, así como la vigilia tiene por contrario el sueño y nace de él, nace de la vigilia el sueño; así la vida tiene por contrario la muerte, naciendo la una de la otra por una operación dialéctica o intermedia. La vida, pues, nace de la muerte –de la que nace la vida. Es creencia muy antigua, avalada por la autoridad de los más grandes sabios de todos los tiempos, que los vivos nacen de los muertos y de los muertos los vivos –lo cual sería prueba incontestable de que las almas de los muertos existen en alguna parte, de donde vuelven a la vida.
   Desde esa perspectiva clásica la muerte aparece como la separación del alma y el cuerpo, quedando el cuerpo solo de un lado y el alma de otro. Algunos hombres vulgares imaginan que cuando el alma abandona el cuerpo, ella desaparece, desvaneciéndose como vapor o como humo, sin existencia más en ninguna parte. Tal visión monista, de moda en nuestros tiempos, meramente corporal y materialista, se opone al dualismo tradicional, a la visión del hombre que cree que el alma vive después de la muerte del hombre que medita y obra, que piensa. Es una vieja opinión universal de todas las religiones la idea según la cual las almas al abandonar este mundo van al Hades, al Seol, al inframundo o a la Luna,  durante un intervalo, y desde ahí vuelven al mundo y a la vida después de haber pasado por la muerte, en un ciclo indeterminado de muerte y renacimiento. Si los vivos nacieran de los muertos, sería prueba de que las almas de los muertos existen en alguna parte de donde vuelven a la vida.
   De acuerdo con Platón, el alma que se disipa y anonada apenas abandona el cuerpo, es el alma impura. Cada placer y cada tristeza resultarían clavos que prensan el alma al cuerpo, haciéndola tan material que cree que no hay otros objetos reales que los que el cuerpo le dice. Si sólo fuera así, la muerte acabaría por devorar progresivamente todo, eliminando al sujeto y la existencia de cada alma viva, hasta llegar a la nada absoluta. Sin embargo, según la doctrina pitagórica de la trasmigración de las almas, al salir de esta vida las almas oscuras entran en otro cuerpo en el que echan raíces, privadas de todo comercio espiritual con la esencia pura, simple y divina. En efecto, para Platón, aquellos que han hecho de su vientre un dios, impúdicos e intemperantes, entrarían acaso en cuerpos de asnos, mientras que la de quienes aman la injusticia, la tiranía y las rapiñas, en cuerpos de lobos, gavilanes o halcones, y así los demás, asociándose a cuerpos análogos a sus gustos. Por el contrario, cuando el alma se retira pura, sin conservar nada del cuerpo, por recogerse en sí misma en la meditación, estará cerca del dios de bondad que está colmado de sabiduría.
   Purificar el alma, ha visto la tradición platónica, consiste en acostumbrarla a separarla del cuerpo y recogerse en sí misma (Fedón). Por ello para la tradición platónica, pero también cristiana, la purificación de toda suerte de pasiones por medio de las virtudes, especialmente de la templanza, nos hace superiores a los deseos, rompiendo la cadena de su esclavitud para  vivir en libertad y moderación, pudiendo con ello ser fuertes y justos. Acompañados por estas ideas tradicionales volvamos a la lectura de la exposición.




IV
   Cada una de las estampas presentes en la muestra “Manchas, huellas e impresiones de la muerte desde México” ahonda, de alguna manera o dentro de algún estilo, en la meditación sobre la muerte, sacando a la luz lo que tiene de traidora, de cómplice de los deseos, los excesos, la desmesura y las máculas, especificando las tentaciones y terrores del mundo moderno, tremendos y terribles, pero también lo que la muerte tiene de misterio fascinante y de combate espiritual.
   Dentro de la colección de grabados monumentales realizados durante el año de 1999 y cerrando con ello los “novecientos“destacan, por su perfecta realización técnica y su contenido de carácter popular, las estampas del maestro Hermenegildo Martínez: “Compadres hasta la muerte“y “El Torero“.  Descolla la primera xilografía, crítica feroz al machismo del mexicano, profundamente destructivo, misógino e incluso homofílico. El gran abrazo de los compadres, lejos de ser el de la fraternidad admirada, es el del extravío traicionero, el de la amistad resentida, el de la envidia y el odio que juega a dar al otro menos de lo que merece para sobajarlo y oprimirlo, o que intenta sustituir su imagen penetrándola, no para crear el recinto de la intimidad, sino para anonadarla. Vicios y venganzas alimentados por el albur del vino, por el fuego líquido dionisiaco: los cuchillos y la botella. La valentía sin valores que resulta ignorancia y cobardía ante lo humano, y la fiesta sin templo, que resulta la ceremonia inversa de la abyección y la caída. El grabado se resuelve así en el humus de la tierra oscura, donde los dos esqueletos derrengados, embrutecidos por el alcohol, han convertido sus caras en espaldas acribilladas.
   Enseguida habría acaso que destacar las estampas de tres artistas durangueños extraordinarios: las xilografías de los hermanos Edgar y Oscar Mendoza Mancillas y la de Ricardo Fernández Ortega. El soberbio grabado  de Edgar Mendoza  representa la grandeza metafísica de la modernidad bajo la forma del esqueleto jactancioso, tocado con un sombrero rústico de paja costeño, caracterizado con el gesto y ademanes mímicos de la carcajada cínica y abierta, estentórea y sarcástica. Es la majestad de la nada, hinchada como un rey glotón inflado de vació. Su emblema es el del vértigo de la aceleración, el del dinamismo precipitado en busca de satisfacciones cada vez más excéntricas, representadas por la máquina de vapor que se despeña, como por un tobogán desbocado, sobre la columna vertebral del esqueleto en dirección a la pelvis. Alegoría de la caída de nuestro tiempo, simbolizada por el carro de la fortuna ingerido por la muerte, cuyos incautos pasajeros sufren los estragos terroríficos al derrapar en el vuelo descendente. La escena, contemplada por un charro montado en un caballo del diablo que se encabrita, empotrado en un carrusel sombrío, evoca la imagen del burlador regocijado. Se trata, otra vez, del vino de los excesos que va tomando la forma de su botella.
   Para Oscar Mendoza la muerte esquelética es representada por un temor y  temblor kierkegaariano en el pecho. Sobre una base de símbolos tanáticos la muerte se revela revolcándose y multiplicándose en dos, en tres, en más imágenes descoyuntadas. Se trata de la muerte vibrátil, trepidante y disonante de la inquietud y la contradicción interna, que sólo por la violencia separa cuerpo y alma, que sólo por la desesperación de la enfermedad mortal, por la conciencia del pecado o de la mácula, descubre que partes de la naturaleza humana se han vuelto contra sí mismas, creando oscilaciones y desequilibrios en el cordón central del alma (atman). El soplo o alma puede ser visualizado en la estampa como el centro o eje de la vida, también como su íntima y verdadera naturaleza: es el “sí mismo“, el “self“o la ipseidad de cada quien, su verdadero ser. En el  fondo del alma, dice la tradición filosófica, descansa también el fondo de la deidad, el testigo universal de toda cosa. Porque acaso el fondo del ser racional individual y el principio de todo sean una y la misma cosa.
   Por su parte el joven artista que es Ricardo Fernández nos regala una imagen bien cimentada, armónica y llena hermosura. “Del cielo baja“… matrimonio y mortaja. Icono que nos recuerda  que el amor es el correlato de la muerte, su compensación esencial. Amor y muerte se neutralizan y se suprimen el uno al otro. Donde hay amor no hay muerte -perfección a la que aspira el vínculo matrimonial tomado como un sacramento. En la pareja del grabado, no separada sino unida por la muerte, se vuelve a oír crujir los esqueletos en parejas, escuchados en sueños por el inmortal bate jerezano. También resuenan en la memoria los versos de Octavio Paz:

“Quizás morir con otro es no morirse,
Quizás morimos sólo porque nadie
Quiere morirse con nosotros,
Nadie, quiere mirarnos a los ojos. “

   Estampa de gran refinamiento y elegancia, en el que la  novia levanta la calavera en muestra de solicitud, a la vez que el manto del vestido se transforma en montañas, lagos y valles, integrándose a un paisaje de monumentalidad naturalista, mientras que el novio responde con el aplomo de lo bien parado y cimentado, de la estructura responsable. Las expresiones mímicas estáticas y totales de los cuerpos de la pareja nupcial dan muestra así de sumisión y gentileza, de mutua confianza, pero también de belleza y gallardía, de resistencia al tiempo y de eternidad. Icono, pues, en el que hay un rescate de la veneración contemplativa, incuso de arrobo y religiosidad, a la que ha aspirado el arte de todos los tiempos.
   En otro capítulo entran las imágenes de Octavio Leonel Ramírez Olvera: en el del arte narrativo. En la estampa “El Santo y Blue Demon contra las calácas asistimos al relato de un cuento o de una historia que se desenvuelve como si de una película de acción y terror se tratara. En el nudo de la trama los dos campeones populares tienen que pelear cuerpo a hueso contra la turba de los esqueletos, que emergen de sus tumbas como zombis en un panteón lóbrego y pueblerino –acaso despertados por la música de Maicol Yakson. El dramatismo de la imagen no está exento, sin embargo, de alguna gracia cómica, tampoco de humor negro y surrealista. La lucha temeraria es abordada con una especie de autosuficiencia nacional, propia de un carácter mexicano, que me atrevería a llamar, no valentonada de cantina, sino, por lo contrario, locura simbólica tan franca como heroica y que podría resolverse en la fórmula: todos contra mí solo, yo solo contra todos.
   De las restantes estampas puede decirse que, aunque no siempre bien resueltas, abordan los contenidos del mundo prehispánico y mexicano en imágenes de dioses con formas de ídolos, de la serpiente emplumada (Quetzalcóatl) o de la Catrina. Iconos que no convencen a la retina por su falta de apoyo en una estructura mítica o simbólica tradicional discernible, adulteradas en casos con toda especie de emblemas al parecer gratuitos, dando como resultado la confusión compositiva, la falta de nitidez, así como la dificultad interpretativa o hermenéutica –cosa que, irónicamente, da cuenta también de la pseudo concepción de la muerte contemporánea: la gratuidad, la ausencia de fundamentos. En otros casos, sin embargo, el pulido oficio del artista logra estructuras de limpieza y sinceridad convincentes, como sucede con el ejercicio de Pilar Rincón, equilibrado y a un tiempo enigmático.



V
   Junto con el primer pecado, reza la tradición cristiana, trajo el hombre la muerte al mundo. Pecado y muerto aparecen así como el fondo último de la naturaleza humana. Sin embargo, en una sociedad sin absoluto trascendente desaparece la noción de pecado, pero no la muerte, ni el oscuro sentimiento de la culpa, la cual queda prisionera en la mudez de la reserva y sin expresión que la forme, libere y pueda redimirla, transformándose en vaga melancolía y soledad o, como ha visto bien Octavio Paz, en rencor, en solitaria desesperación o ciega idolatría. La cultura, creación y participación común de valores que nos dan identidad, como un espejo en el cual reconocernos, revela en sus mitos y creencias más acendrados la convicción de que el universo ha sido roto, manchado por el hombre. Irrumpe entonces la fatal seducción vacía del caos y de volver a lo informe. Sin embargo, el sentimiento de orfandad, de haber sido arrancado del Todo, puede también conducirnos a una ardiente búsqueda por restablecer los lazos que nos unían a la creación, para reconocer en ella otra vez un Kosmos, de orden y belleza.
   La exposición del Taller Herme resulta, así, una invitación a renovar el espíritu nacional y a reflexionar. También a vivir la vida en presencia de la muerte, aboliendo un con ello un rasgo negativo de la modernidad que, al festinar meramente los valores de la vida, de los placeres efímeros y de la juventud, olvida el límite de la finitud humana, sin cuya medida y proporción el hombre pierde autenticidad, corriendo el riesgo de hundirse en empresas irrealizables o en aventuras desmesuradas e insensatas.

2002-01-24




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