La Pandilla de los Sentimientos
(Galería Estela Shapiro)
(Galería Estela Shapiro)
Por Alberto Espinosa Orozco
I
La galería Estela Shapiro
celebra su vigésimo aniversario con una
muestra representativa de su
sociedad: "Color, Imagen y Pensamiento".[1] La
exposición que en viaje itinerante ha
estado en los museos más prestigiosos de la República Mexicana, en una segunda vuelta de tuerca se prolonga, inaugurando los albores del siglo XXI, teniendo como primer puerto de arribada el Museo de Arte Guillermo Ceniceros (Ex
Hacienda de Ferrería) de la ciudad de Durango.
En mitad de la pureza Palle Seiersen Frost
(Dinamarca, 1944), realiza construcciones soñadas en un país eterno,
trasmutando el papel de arroz en sólidas edificaciones de memoria. Su bella
escritura geométrica es una la de una escultura impermeable al tiempo: tesoros
de reflejos sin reflejo (“Morisca II”) o regias edificaciones
del espacio, echa de vanos y colores para subir al cielo a través de senderos y
eléctricos caminos como en un mundo atraído por un lugar de hadas ("Escala"). También el rescate del
pensamiento perdido de aquel filosofema
estético: "Sueños que el
arte es tu medio,
para descubrir que el medio eres tú".
El hombre es también el ser que,
entre otras cosas,
intercambia productos y obsequia regalos: símbolos de su quehacer, de sus recorridos,
hallazgos y pesquisas, al través de cuya circulación y conservación se tienen
poderosos lazos de unión entre los hombres. Las galerías han sido uno de los
intermediarios
económicos, pero también vehículos de contacto y comunicación entre la obra de
arte y los custodios
de sus soportes materiales -pues la creación artística es siempre propiedad
soberana e inalienable de su autor. Las galerías de arte han sido así uno de los más especializados motores de la
historia contemporánea. El intercambio
mercantil, creador de culturas
refinadísimas (como la árabe, la persa y la judía), hace a la historia
universal, por ser puente entre las ideas, las sensibilidades y las
civilizaciones. Sin embargo, el mercado de
arte también está amenazado por el
vértigo circular de la despersonalización, por la helada materialista
de la usura, que transforma la valía de lo
precioso y único, en la uniformidad famélica del éxito: el precio. Más
allá de la transacción económica, la sabía y
culta conversación entre comerciante
y comprador es uno de los ingredientes que, a no dudarlo, representa la
tradición que humaniza al mercado (Inés
Amor).
La presente exposición edifica
contra el mal de la mercancía el justo
remedio del diálogo de las miradas en el
coloquio de lo admirable. Color, Imagen y Pensamiento es una exposición triple, que se mueve y se desplaza en tres niveles simultáneos. Por
un lado, se encuentran las obras de
veinticuatro artistas plásticos,
provenientes de diversas regiones de la infinita gama de los grises extrae con
la máquina de las centellas, a la nerviosa velocidad del dedo índice, una
rebanada instantánea de las apuestas,
posturas y actitudes fundamentales de los artistas, pero igualmente de su personalidad y carácter. Por último,
se imbrica el margen de la leyenda gráfica
de cada maestro versando sobre su
definición del arte, lo cual representa la mano que habla en la concentrada reflexión de la letra sobre la
perspectiva intelectual que a cada
uno de ellos le es dada la; realidad.
Asamblea de voces, imágenes caracterológicas
y de la inabarcable diversidad de la realidad, todas ellas articuladas por el
más noble de los instrumentos, por
el instrumento de instrumentos: la mano
humana.
México, tierra de volcanes y de
pintores, convoca en
esta ocasión a una serie de artistas originales, cuyo vigoroso corazón late, no al ritmo
pernicioso de la novedad rebelde o de
la triste uniformidad servil que
cacofónicamente sólo sabe imitar monstruos de feria, sino con el temple
de la moral estética: aquella actitud de
fidelidad del artista en el diálogo con
su obra, con sus imágenes y figuraciones. El momento crítico, que debe ser también fiel a esa fidelidad, muestra que el diálogo solitario del
artista con su trabajo es un hilo de conversación que pertenece también a los otros. Es entonces cuando más plenamente el cuadro interroga y contempla al pintor: tiempo de la reverberación de las miradas que
vuelve como el boomerang a decirle al artista lo que acaso fue lo que tal vez sea en el fondo,
repitiendo en la nueva comba del disco la pregunta esencial del arte: ¿para qué se pinta, para qué se escribe?
La
exposición se abre con la dignificación de esa arcaica artesanía tradicional que es el
textil, la cual junte con la alfarería
(Picasso) se encuentran en trance de
reconocerse nuevamente como hermanas legítima de las artes plásticas mayores
(grabado, escultura y pintura). Androna Linartas (Lituania, 1940) trabaja con
las cueras sólidas y flexibles como si fuese un arquitecto y un cristaliza:
explora con sabiduría gustativa el espacio y sus volúmenes, edificando palacios
increíbles de puertas secretas, de arcos y amplísimas ventanas, en donde hay algo de la mezquita
bizantina con sus piscinas que son mares o son cielos de rojos garambullos o de oro viejo. Pero también de las formas
elementales de la
conjunción heterosexual humana y sus infinitas sublimaciones. Dialoga estrechamente con
ella la
obra de Carmen Tejada (Coahuila 1944), quien enreda, zurce y cose el tiempo en sus tres
dimensiones
(presente, pasado y futuro), para con las fibras más ásperas, duras y resistentes de la cultura
indígena,
realizar la exhumación de un rostro vivo hecho de carne. El barro de la "Tierra
Colorada" se vuelve así el campo fértil de las germinaciones: es
el rostro barbado
de una deidad uránica, que es también un paisaje sembrado de arbusto y montañas o un
horizonte seco donde se cruzan los caminos.
En
seguida un díptico premonitorio de la afable y amable Rosa Luz Marroquín (San Luis Potosí, 1941). "Los lobos tienen hambre y las ovejas también" es un símbolo o una alegoría que atrapa una imagen del subconsciente
colectivo, en donde un rebaño de ovejas
ennegrecido por la noche (acaso por la
oscuridad de las convenciones ciegas) tensamente aguarda en él
aislamiento conjunto, volteando atentamente
a izquierda y a derecha, la llegada del pastor o de los guardianes.
Un poco más allá Mario Rangel
(Ciudad de México
1938), con una obra espléndida: "La Carta", en donde, con una
técnica intacta soplada con la brisa, aparece el naipe magno: el Rey de Corazones Rojos. Símbolo
ambivalente que en su parte suicida que esconde detrás de su cabeza el metal de
las pasiones
y las apuestas fáciles, mientras que arriba el señor sabio se aroma de abstracciones blancas
y humildemente reducido en la oración se alista para sacar de su corona la
espada que acaso sea de Minerva o de Atenea.
Siguiendo el recorrido una imagen
perfecta: el tríptico
marítimo de Antonio López Sáenz (Mazatlán 1936). Momento de solaz y de recreo en
donde las
familias festivas cantan, flotan y conversan en el "Embarcadero de
las Islas". Icono de ese otro tiempo de la modesta pudiente mexicana, en donde
hay algo
del cromatismo puntillista de Seurat, pero también un no sé qué... en donde lo que queda es la querencia originaria del mar y de la playa. Quizás el batirse de las alas del sombrero, acaso la nube expansiva y ascendente del paraguas, pudieran ser
las escamas del mar o el brazo fuerte
de la tierra que en el abrazo da
forma a la bahía.
II
La triple exposición "Color, Imagen y Pensamiento", con la que un grupo de 25 artistas plásticos celebra el vigésimo aniversario de la Galería Shapiro,
realiza una navegación itinerante por los
museos de la provincia mexicana. Al arrancar el siglo XXI, desembarcó en
las costas de la ciudad de Durango, teniendo
como puerto de llegada el Museo Guillermo Ceniceros, Ex hacienda de Ferrería (ICED).
Adentrándose en el recorrido de
la muestra no queda sino volver con Antonio López Sáenz (Mazatlán, 1936), quien con otro cuadro memorable sutura la escisión del hombre moderno, tendiendo un puente movible entre el hombre y la naturaleza, al
llevarnos a un "Paseo en lancha" por el río verde. La nave como el tiempo resbala vertiginosa siguiendo el agua hacia lo más profundo, o se desliza
sigilosa por la duración del
momento apacible por un cauce trazado hace mil años. De una parte la inquietud y
el mareo de los hombres dispersos que navegan de pie; de otra, la placidez del pasajero femenino y solitario que meditando junto a los cristales del reflejo, juega con la fresca mano a ser pez o sinuoso timonel por los caminos blandos.
Frente a ese cuadro las sabias imágenes, simbolistas y enigmáticas, de Rodolfo Morales (Oaxaca, 1925).
Primero el ícono de la mujer autóctona y morena, ignorada hospedera que
olvidada posadera de nuevas naciones que de frente al sol negro y melancólico
de la modernidad y su
cielo abrasivo de sequía y oropeles, flota sobre la tierra roja de los cactus para encajar en el centro
de la tierra su rebozo o su manto: es la bandera de las casas de esmeralda, de perlas y zafiros.
Enseguida una imagen
de cuño surrealista: el "Hombre con guitarra", evocación y superación a
no dudarlo de su
maestro Tamayo, en done una cara regordeta y olivácea se abstrae del cuerpo para conectar las manos con las cuerdas y crear con las pautas de las notas un paisaje de tiernos manzanares sobre un fon-do de azules
frambuesales, mientras que el cielo pesado
se cuadra de arcos y de muros limitando
y desdoblando el espacio -un poco a la manera de Esther. Imágenes que hacen de la necesidad de expresión que hay en el arte, el arte de lo que necesita ser expresado, de la expresión necesaria y esencial.
La siguiente cláusula es un descanso para los
ojos: las pinturas "naifs"
(ingenuas) de Carmen Esquivel (San Luis Potosí,
1937). En "Un lugar de Chiapas",
el Subcomandante Marcos, trepado a la cima
de un árbol, atento lee en El Quijote
la locura simbólica de los grandes ideales redentores, mientras abajo, en la
selva roussoniana, un Beatle de
lujo sube
por el tronco, el niño juega, la
mujer teje y el indio trabaja. Por su
parte, "El viejo de los globos",
que en canastas lanza pájaros al viento, es
un icono surreal de profundas reminiscencias populares. Virado al rosa y a punto de convertirse en pastel y empalagar el gusto,
maliciosa y alerta la artista lo rescata en un equilibrio último, logrando totalizar la imagen por el juego geométrico de las formas azules; el ciprés y las montañas moradas, la canasta de los
gatos que se esconden, y la repercusión del niño navegando en la nube con el viejo sembrador de alas.
En otro muro una imagen inquietando de Jonathan Barbieri (Washington,
1955): es "El As" de
larguísimas piernas y afiladas, que
en compases de enormes zancadas
viaja sobre el lodo de la ciénega. Imagen de la muerte (acaso del vampiro o del Tezcatlipoca rojo) que
descendiendo del sótano insalubre del inconsciente salvaje y demoníaco de las regiones obscuras,
asciende por un instante al horror de la
contemplación estética.
La artista Teresa Aguilar Suro
(Guadalajara, 1931) pareciera alcanzar la dicha sólo al pintar sus duros
paisajes pétreos y metálicos –fabricados de mosaicos severos fundidos con
soldadura autógena de alta industria y tremenda presión geológica. Águeda Lozano (Chihuahua, 1944) visita también los paisajes rigurosos, pero para se
reservan os pasajes de las arenas blancas de los hierros y desiertos;
imantaciones y cristalizaciones, flujos y
reflujos de los acrílicos que son
también una imagen, acaso ascética,
del vértigo de lo inmediato.
Siguiendo la ruta del abstraccionismo Alejandro Chacón Pineda
(Guanajuato, 1942) colabora con dos espléndidas especulaciones formales: "Espacio rabioso" es una superficie de amarillos
bajos, donde se confunden las sensaciones de la adrenalina y de la diarrea en una composición de
gestos surcados
por los rayos rojos de la cólera, logrando la crueldad del espasmo, pero también la articulación
monosilábica del grito,
del fuete y del chicote, llegando incluso a ligar el argumento breve y fulminante. Pintor de retratos
emocionales y de historias íntimas, Chacón Pineda incursiona también por el paisaje movible, descriptivo y sonoro de las aves: “Paloma". Su exploración no es otra cosa que el seguimiento colorístico de la huella de sus pasos, el recorrido de la partitura minuciosa de su pacífico baile y el dibujo fiel de sus quejidos tiernos guturales y esponjosos -en todo lo cual hay reminiscencias de la refinadísima pintura japonesa y de la pictografía de la escritura china.
Carlos Nakatani (Cd. de México, 1934) trabaja con el azar y la mancha traslúcida de la acuarela sondeando profundidades íntimas; sus papeles parecieran a punto de decirnos una cosa, pero nos dicen muchas más y misteriosas. Figuras a punto de aparecer o de esfumarse, donde la aureola del color y las irradiaciones del sol dan flores, cuya vida orgánica apunta al hombre y a la reconciliación con la naturaleza. Por su parte, Jesús
Martínez (Guanajuato, 1942) no hace
otra cosa que resucitar al mito de
la tierra a través de los tótems de ' la tradición prehispánica. Si sus figuras visitan los símbolos zoológicos y sus afinidades, ello es sólo
para encontrar los emblemas de nuestras
tribus, lugar donde trazar un diálogo con la
animalidad genérica y con su animalidad
específica.
Annie Rodríguez (Francia, 1954) explora el
neofigurativismo
contemporáneo en una variación hecha de desgarraduras y reconciliaciones; de angustias
inacabables que pasan con el tiempo y de pensamientos sin tiempo que se posan
ya sin sombras. En una tesitura similar parecieran vibrar las obras de Arón
Cruz (Cd. De México, 19449 quien, con una paleta más controlada, lúcida y
lírica, enfrenta los rigores de la
soledad y su refugio de tenderos, palomas y almohadas (“La espera VI”).
Cerca de ellos, añadiendo un tono dramático e
insípido, las
imágenes de Nunik Sauret (Cd. de México, 1951) incursionan en las tensiones colorís-ticas, en sus cromatizaciones, timbres y
matizaciones, con insospechado arrojo. Exploraciones limítrofes del color (las cuales
recuerdan a Aceves Navarro y a
Emilio Carrasco) por las que Sauret
ha ido reconociendo en las formas
del cuerpo femenino, el alma y el espíritu, la libertad del individuo y la pertenencia a la especie ("Uno navegando") -pero
también en el interior de sí misma, la hermandad con el exuberante árbol que canta y la roca que siente ("Trancos").
Por último, el asombroso descubrimiento de
un increíble maestro, abuelo de la reflexión abstracta:
Felipe Orlando (Tabasco, 1911), "La vuelta del marino" y "Paseo de sombra" son dos
acrílicos en los que las formas, en medio
de una atmósfera opaca, van surgiendo
en miradas de imágenes, en donde
podemos descifrar cabezas,
unicornios, venados, héroes,
montañas, mares. Poesía que nada
explica y que pareciera implicarlo
todo: el borbotón natal del tiempo y la fuente cantarina de la vida.
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