Manuel Piñón: el Perpetuo Viaje del Comienzo
Alberto Espinosa Orozco
“La rosa que resurge de la tenue
ceniza por el arte de la alquimia,
la joven flor platónica,
la ardiente y ciega rosa que no canto”
Jorge Luís Borges
I
La
muestra más reciente del maestro Manuel Piñón, “Orígenes y Vivencias”[1],
abre un nuevo ciclo en su pintura debido a que en su obra comienza a despuntar
una interiorización más activa de la vida, impregnando su paleta de nuevos
gérmenes y latencias que aparecen como indicios de un movimiento hacia la
regeneración del ser. Sobresaliente dibujante desde el principio, el pintor
durangueño da cuenta ahora de la nobleza del oficio en un arte que empieza a
dar signos de plenitud, al estar regido por principios más altos, en los que
cabe la sabiduría de los símbolos y la piedad que alfombra al mundo de
esperanza.
La
razón suficiente de su arte, hermenéutico y heurístico, radica en que en sus
imágenes se descifra, expresa y toma cuerpo consciente una región del alma
colectiva hasta entonces desconocida o informulada, sumergiéndose de tal modo
de las aguas primordiales del comienzo para dar unidad a la multiplicidad de la
manifestación sensible. Imágenes concentradas donde se restablece el orden
físico de las apariencias sensibles para acceder a la integridad natural de sus
figuras. Porque de su inmersión en las aguas primordiales en busca del origen
emergen, junto a los seres híbridos o cancelados que dan testimonio de una
época en términos de figuras sublimadas, los emblemas de una espiritualidad
impregnada de melancolía pero a la vez más sosegada, como si de hiedras en
plenitud y de maduros frutos se tratara.
Su paleta así enriquecida hace que los colores adquieran una nueva
lozanía que cristaliza sus figuras en términos de valencias simbólicas, donde
en medio de la suntuosidad de las formas se expande la atmósfera con una mayor
profundad emocional –tomando con ello plenamente su lugar propio en el notable
movimiento artístico local de renacimiento de la imagen y el símbolo o
“neo-renacentista”.
Porque sus imágenes, cargadas de peso matérico y de espléndidas formas
ostentosas, se han ido cargando también de la gravedad de la tierra y,
paralelamente, sublimado por la acción de un trabajo repetido de trilla y de
molino. El artista ha ido destilando así sus imágenes, en una procesión de
procedimientos pictóricos, cuya serie de matizaciones, esgrafiados y
ornamentaciones ha ido logrando, por un lado, solidificar los vapores leprosos
e inmundos esparcidos por el aire, para purgar a la materia de su oscuridad y
corrupción; por el otro, disolver la
caparazón de los cuerpos fijos para que pierdan su dureza y al quitarles sus
excedentes rígidos hacerlos partícipes del aire y de la danza, volatizando de
tal manera sus figuras para que puedan rozar el ámbito superior de las esferas,
hasta alcanzar con ello un temple de justicia que conserva en la imagen todo lo
que la impregna de las tinturas
minerales con las que subterráneamente irradia la tierra. Todo lo cual le
permite dotar ahora a los cuerpos reflejados de una nueva forma, que se antoja
extraída del reino inteligible. Camino, pues, que va de vuelta a las formas
esenciales por lograr unificar a la materia, y al limpiarla de lo imperfecto
vivificarla y expresar lo que en ella es continente de virtudes íntimas.
II
Así,
a partir de la vivencia de las formas,
Manuel Piñón ha ido ascendiendo a la visión de los orígenes irrigándolos de
contenido. Porque si en los lienzos “La
niña de las globos” y “El Lago” el
artista marca zonas fragmentadas de memoria para estabilizar la zozobra y
superar las turbulencias psíquicas de la imaginación desbordada, también da
cuenta de lo que en su obra hay de exploración al ojo de la tierra por medio
del cual nos miran desde siempre los seres subterráneos o manan las fuerzas
permanentes de la creación –para poder volver a recordar la antigua delicia que
hay en cobijarse y arrebujarse entre las frondas de las vida, en el calmoso
ovillo que es la ciega raíz del mundo y otra vez entender sentimentalmente todo
lo que los ramajes de la vida tienen de nido (“Nido”). Por un lado, pues, imágenes de un mundo agotado y cercano a
su disolución; por el otro, la potencia perenne de la madre tierra, que tomando
fuerzas de sí misma se rehacerse a partir de la ascesis de sus cuatro elementos
primigenios (“La Madre Tierra”). El
árbol, semilla de la creación y el abuelo del mundo, recostado difícilmente en
un peñón y ya completamente desecado pareciera entonces, vuelto de espaldas a
la pareja anonadada que ha agotado sus energías creadoras, reprocharnos por la impotencia técnica para
humanizar a la naturaleza y construir los grandes paisajes cultivados, mostrándonos
así que en su pensamiento de figuras y perfiles nos refleja -pues si el arte
imita a la naturaleza también es verdad que a su manera la naturaleza imita al
arte y al hacerlo a su manera nos refleja, nos piensa y nos cuestiona.
El “Arlequín”, que flota en una sumergida
Atlántida de olvido, espejea entones un mundo al borde de perderse o ya
perdido, en cuyo estanque de horas enmohecidas se hunden las ruinas de la
infame Babilonia y la biblioteca alejandrina encalla, quedando en pie sólo una
escultura erguida en el húmedo poniente de la Plaza de San Pedro, mientras en
el primer plano sobre un diván el malicioso bufón desenmascara con su imagen inconsciente
la indeterminación de los seres desindividualizados que en la confusión de los
deseos pululan sin principios ni ideas ni carácter y cuyo acto de
prestidigitación, queriendo aparentar desnudar su alma, sólo alcanza a mostrar
lo que en ella hay de disfraz burlón, de rombos y antifaces, marcando con su
despliegue bufonesco de claroscuros el lugar antagónico de las oposiciones delirantes
y de los agudos combates.
En
algunas ocasiones el artista retrata las iniciaciones de la carne, donde los
cuerpos sucumben dominados por sus propias pasiones para enclaustrarse en cajas
de sorpresas y en ceremonias de cuclillas, rindiendo culto al ídolo del pánico
y del psiquismo excéntrico, que en lucha contra la naturaleza de la tierra viste
la lustrosa piel salmón de soberbia y de serpiente; o gala de sirena al sol
sobre la seda cuyo rojo fulgor de alas es una seca sed de ser y una insaciable
hambre acorazada por escamas (”Iniciación”).
Imágenes perturbadoras que, junto con “Levitación”
y “Ángel”,
dan cuenta de místicas inferiores y sin trascendencia alguna, por alejadas de
la gnosis real y de la auténtica metafísica. Escenas, pues, donde la maceración
de la carne no ha agotado la humedad superflua, ni ha podido volatilizar lo
sólido para separarse de la tierra, amenazando el inconsciente con volver en
rizomas de cruel enredadera o de estancarse en barro. Alas de celestial querube
que al no poder solidificar lo volátil imantan a su lado el lodo de la materia,
disolviendo entre volutas de regios ornamentos modernistas las llamas paradojas
de peces voladores, anunciando con ello la reintegración pasajera en lo
indistinto o su aprisionamiento final en la aguas desintegradoras, quedando por
ello sus figuras, al no poder desprenderse de lo informe, en el nivel de lo quimérico
o de lo meramente virtual.
En
otras el artista prefiere remontarse al humus mismo del estancamiento,
recorriendo las regiones de una memoria necrosada o marcada con los estigmas de
fuerzas corrosivas (“Voces”, “Homenaje a mis seres”) o donde recogerse
para que el cuerpo dolorido pueda meditar y rehacerse, exorcizando la vacía
presencia oscura que lo roe y deshabita (”La
habitación”). Así, en su paleta, donde en ocasiones se destilan y licuan los
aceites de la sabiduría flamenca (“Lavanderas”),
podemos encontrar las huellas de un mundo mágico y secreto donde
claramente se solicita la presencia del
numen ( “La Comunión”) o en donde se
construye el centro de la rueda cósmica para poder orientarse hacia el espacio
sagrado central, para así tocar a las puertas del templo y ofrendar ante el tabernáculo
del altar las pruebas de la ascensión iniciática, cuya vía espiral de ascesis espiritual se ha abierto para el artista al entrar
por la el arco de Isis (“Mandala”).
A la
excelencia de florituras y dibujos hay que sumar el supremo poder del pintor en
el arte del ilusionismo. “El Ángel Moderno” constituye una imagen prodigiosa y un
verdadero emblema crítico de nuestro tiempo: el del arcangélico hombre alado,
deslumbrado por su potencia ilimitada, pero abatido y derrumbado y de hinojos,
encadenado por una serie de operaciones, útiles, aparatos, artefactos,
maquinarias y procedimientos de la técnica moderna, que hacen más veloces sus
movimientos en el tiempo y el espacio, es verdad, pero cuya aceleración comulga
con una idea de la máquina erizada de punzones engranajes y peligros,
cosificando la exhausta libertad del hombre en un mundo literalmente estupefaciente
y sin sentido. Artefactos que hacen al
hombre inválido de sus propias potencias, al grado de arrojarlo a la ciega dependencia esclavizadora de la técnica, y
cuya híbrida deidad arrodillada en la ciénaga de la impotencia es iluminada por
el pintor en términos del hombre dios hermanado con el águila, de un poderoso
ángel, pero cuyas multiplicadas facultades quedan abatidas en la abyección del
lodo, encalladas por su misma pesada fuerza, encadenadas por las triquiñuelas de
su propia astucia. La cabeza, que a la distancia exhibe como un duro rostro inexpugnable
de hierro, de cerca miméticamente se transforma en un tramado de artilugios;
porque el cráneo de abombada calva se metamorfosea de pronto en ralo cofre de Volks
Waguen, dando cuenta así de la parquedad del ideal tecnológico de la abundancia
soñado por un diezmado Henry Ford tercermundista. Los crueles resortes de la
mirada forman entonces una tensa navaja de retráctil hoja a punto de brincar
por el pasar de un pestañeo, asiéndonos sentir
lo cortante de su helada; mientras que el óseo costillar se abre a las
espaldas de la monstruosa crisálida injertada en el humano, para romper en las
ligeras alas de carburo de tuxteno y aluminio, cuyos novedosos materiales tecnológicos
son empero apenas la frágil red de una sedosa mariposa en harapos calada por
los fuegos fatuos de las inoperantes fantasías. Imagen del hombre máquina de
nuestro tiempo, pues, cuya portentosa vida poderosa resulta materialmente angélica
por su fuerza y gigantismo, pero poco diferenciada sexualmente, también
incompleta y mutilada por la ceguera moral e imaginativa que no acierta a estabilizarse
en un centro de la persona, siendo impotente para recrear los valores y
símbolos de la tradición -estando liberada de los orígenes hasta el grado de la
autarquía y siendo por tanto ajena a la comunión con las fuerzas y ritmos del
cosmos y del diálogo y participación con la naturaleza. Moderna maquinaria
adherida con sus artefactos y procedimientos a la mismísima piel del ser humano
y que, vuelta ya dermatoesqueleto, prosigue articulando en su inercia los
resortes del omnímodo dios de los autómatas en el acelerado despliegue de su
libre circulación –pero cuya libertad meramente exterior, estupefaciente e
impulsiva, cumpliendo con actos que no pueden ser sancionados, se lanza a las
desmedidas regiones del abismo… para caer postrado al suelo hasta morder el polvo, sin alcanzar empero el vuelo
más grande, solemne y grave de la libertad ascendente y creativa, que al
comprometer moral y socialmente a la persona alcanzaría también en su despliegue
la extensión más amplia y oxigenante de las cumbres y el vislumbre de los
horizontes infinitos.
III
La
obra del maestro Manuel Piñón pertenece así al linaje de la fascinación y del
misterio por ser un arte real. Con un lenguaje fastuoso el artista durangueño
se ha dado a la tarea, más que de inventar, de revelar las formas de la
modernidad, puliendo, en base de la maceración del cuerpo y la repetición de
sucesivas destilaciones, la imaginación creadora, hasta llegar a una especie de
frugal suntuosidad en las imágenes, cuya riqueza humilde pueda dar alberge a la
alegría. Porque lo que ahora nos muestra el artista es algo más que un mero
virtuosismo técnico o una imaginería hinchada: es una virtud contemplativa,
donde la vastedad de las formas no impide la desecación u por tanto la concentración
de las figuras, aportando con ello a su obra un ingrediente de corrosión y
fuego, pero también pureza y de serenidad.
Así,
su camino y su tarea no ha sido otros que los de un reconocimiento más de la anchura
y profundidad de la caverna, pero que por ello mismo se deshace de las apariencias
limitadas y las adherencias perniciosas, y al iluminar el tenebrismo e
incendiarlo y buscar con afán el “agua viva” que restañe las heridas, lograr
lavar las impurezas de las llagas –y todo ello para que el cuerpo desaloje el chancro del
gusano que ata a la materia y que devora por dentro, para que se abra el
corazón también y clame por la llegada de las aguas bautismales donde pueda
germinar la semilla latente del comienzo. Imágenes que culminan con “La Rosa de los Vientos”, flor que se
brinda como la copa de la vida para consagrar con el rocío de la primavera la
caída de las aguas primordiales -por arriba de las cuales abrevan y se elevan
los campos de verdura, indicando con ello la presencia de la verdadera manifestación
y de la plena realización de la obra estética sin falta.
26-III-2009
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