domingo, 21 de mayo de 2017

El Espejo de la Mirada Por Alberto Espinosa Orozco

El Espejo de la Mirada[1]
Por Alberto Espinosa Orozco

A Héctor Palencia,
por su durangueña hospitalidad.



   Al cerrarse la centuria se presenta en el Instituto de Cultura del Estado de Durango una extraordinaria muestra de grabado bajo el título “Archivo de los Talleres II”. Se trata de una valiosa colección en la que se encuentran representados algunos de los  Talleres de Grabado más descollantes en las últimas dos décadas del arte mexicano. De esta manera se han dado cita, en una asamblea sin duda mayor, disímbolos talentos que conforman a esos preciosos sujetos colectivos que son los talleres de la estampa. Los laboratorios de la libertad de la expresión estética que participan en esta exposición  son: el Taller de Nunik Sauret , la Litográfica Juárez, la Gráfica Said y el Taller de Gráfica Experimental.


   Haciendo un poco de historia habría que decir que todos ellos edifican sobre un territorio conquistado definitivamente a finales de los años 60´s. Por esos años un movimiento de renovación y de cambio desbrozó el terreno en greña en que se había convertido el Taller de la Gráfica Popular, el cual, después de un legítimo apogeo, se desgastó en el folklore ideológico al vaciar de contenido los temas de la revuelta armada y los motivos populares, empobreciendo las técnicas formales hasta el extremo huarachudo de la “suelografía”. Nuevos aires oxigenaron entonces la atmósfera a partir del surgimiento de un grupo de jóvenes maestros oriundos de la Sociedad Mexicana de Grabadores, los cuales, con propuestas vanguardistas, fundaron el Taller Profesional de Grabado en San Fernando. Artistas de la talla de Leo Acosta, Ignacio Manrique y Carlos García, junto con el Taller de la Ciudadela comandado por Silva Santamaría, recuperaron viejos modos expresivos y técnicas olvidadas hacía mucho tiempo. Al través de la fidelidad al oficio (de la recuperación de la carne en la automatización de procedimientos), empezaron a resurgir las capacidades, excelencias y florituras del aguafuerte y  el aguatinta, de los barnices suaves y fuertes, de las maneras negras y al azúcar, de los intaglios y la litografía. Con ello se abrieron las puertas al campo a las posibilidades inexploradas, combinando los experimentos formales  y colorísticos con los ensayos no figurativos y abstractos. De esa forma se dio un impulso inigualable al grabado mexicano, colocándolo sobre un terreno universal, profesionalizándolo e internacionalizándolo, al afianzarlo como el tercer pilar en que se sustenta la plataforma de las artes plásticas contemporáneas.


   Los frutos de aquellos esfuerzos han germinado ahora en árboles maduros y huertos saludables. La envergadura de la presente exposición nos muestra, más que personalidades aisladas, el mosaico de un conjunto de miradas referidas a los mismos problemas colectivos. Los artistas, en efecto, no surgen de la nada ni van hacia el vacío, sino que se orientan por hondas tradiciones, preocupaciones humanas conjuntas y búsquedas comunes.
   De esta espléndida muestra lo primero que hay que destacar es la preocupación por la categoría central de la “belleza” (que es la apacibilidad). En el núcleo mismo de esta categoría cardinal del espíritu, heredada por los griegos, giran los dos átomos opuestos, complementarios e incluyentes  de la pareja primordial: Psique y Eros (la princesa Alma o Vida y el flechador Amor). Santos Balmori Picaso con su mano maestra abre el diálogo con una soberbia piedra: desde las infinitas grisallas litográficas surge la mujer, el símbolo blanco irradiado por la luna, en expresión de crisis. La figura de áureas proporciones apenas asoma el rostro en la zozobra de las olas, cuando ya el terso cuerpo se sumerge en las aguas vastas y profundas del olvido. Hay algo de eclipse solar, pero también lunar en esa obra. A partir de esa estampa el rostro del eterno femenino, el rostro con alma, la faz humanizada de la especie sufrirá una ocultación casi total –acaso porque con Balmori se cierra una exploración clásica... para comenzar otra tradición marcada por la reflexión y por la crítica. Arnold Belkin entra al quite, dando un salto atrás para remontarse siglos, abriendo capas y costras de sedimentaciones temporales. Cuando se detiene, encuentra al Conquistador pactando con Huitzilopochtli quien entrega a la mujer vencida.
   Por su parte Nunik Sauret, siguiendo de cerca las enseñanzas  del maestro Ignacio Manrique, corroe el metal hasta el extremo último para velar y develar, en el fondo del zinc herido por el nítrico, el delgado contorno del cuerpo femenino explorándose a sí mismo (“Signum”). En esa misma dirección Sauret adelanta un paso, pero está empleando los cloros analíticos, hasta topar con el límite infranqueable de la disección anatómica (“Orbita”). Luego retrocede y hurga en la memoria empapada de colores secos, hasta dar con la imagen del mito femenino de la recolección de las semillas. Se trata de una estampa de arcaica perfección rupestre, donde el terroso azul juega con las naranjas regias del durazno.


   Adrián Tavera  da con la definición exacta del arquetipo en su litografía a color: el  rotundo cuerpo femenino tallado en el árbol del desierto extiende los brazos y en su remate intenta construir las cariñosas manos, pero las piernas se hunden en la arena y el rostro o no se ha formado o se haya ausente –mientras al fondo camina el cenobita surrealista de Buñuel o de Valle Inclán. Entonces Gilberto Aceves Navarro entra al torneo de la interlocución: con su irrisoria lámpara de pilas bucea en las profundidades de las sombras. Como Orozco, no se arredra ante la presencia de lupanares pestilentes (“Las alumbradas”). Rastrea y sigue buscando para encontrar un monumento inmenso de carne maternal, con su falda tableada de pájaros, como una inversa Coatlicue de la vida.  Ya en duermevela, entre los ruinosos cañonazos del televisor y su prisión catódica, se trasmina un fragmento de la verdad estética: en el fondo del rostro sin rostro femenino, detrás de la trivial caricatura despersonalizada, se asienta y vive el rostro regular e intacto de una niña. Miguel Castro Leñero, transitando por el primitivismo ingenuo como una cococha o una tórtola distraída, pareciera asentir a esa verdad figurativa y reforzar aquel  hallazgo al detenerse para contemplar la fisonomía de la inocencia campesina  (“Señorita”).
   Roger Von Gunten, practicando una técnica sutil y tenue, como de papel de china, atreve con dulzura una imagen completa femenina.  José Bairo le sigue, incursionando con sus gobelinos y  divertimentos  en el tema de la amistad heterosexual, donde las almas  se reúnen alrededor de los valores supraindividuales de la música, tañendo cuerdas o tocando trinos. Por último Joy Laville, desde su universo de polen y humedades (desde la antigua fidelidad a una íntima pureza), registra a la pareja primordial como una esperanza verde en medio de una atmósfera a punto de diluirse o de perderse.
   En otras mesas del coloquio el diálogo transcurre recorriendo la gama entera de las formas, yendo desde el ártico del geometrismo a la antártica de la expresión realista, pasando por los densos ecuadores del paisaje y la mitología fantástica.
   Por un lado habría que recorrer las arduas escaleras maniáticas de Vicente Rojo y sus chispazos de agua. Visitar las formas arbitrarias de Sebastián y su cristalografía geológica. Pero también pulsar las cuerdas de Said y viajar entre sus máquinas renacentistas. Recorrer despacio las bóvedas y arquitecturas  bien trabadas de Gabriel Macotela, por donde  parecieran pasear las sombras expresionistas y el grito de Eduard Munch.  Leer el festivo abecedario primigenio de Javier Arévalo por donde circulan soles, lunas y planetas, o sumergirse con Alejandro Gómez Oropeza en los abismos marítimos para palpar las texturas vibrantes y las cargas voltaicas de la  fauna y flora submarina.
   Por otro lado, pasando ya al mundo del figurativismo, se escuchan las voces de otro grupo de artistas. Benjamín Murguía sondea en su “Laberinto” el desequilibrio más patente del mundo contemporáneo: el del hombre negador de su entorno social que entra al páramo del solipsismo, perdido en el cogito de sus cogitaciones, extraviado entre la ambigüedad de sus iguales, prisionero en la vaga identidad impersonal de los lugares comunes. Yendo al realismo estricto destacan las proyecciones foto-xilográficas de José Castro Leñero. Se trata de dos grabados de gran formato: en el primero se observa al niño embebido que se observa mirarse en el  reflejo de un charco de agua (el cual evoca los microcosmos de  Leonardo da Vinci y acaso los reflejos de Zuluaga); en la segunda estampa un párvulo surge una dramática regresión y, huyendo del mundo neurasténico, se envuelve en la nostalgia prenatal donde beber en el recuerdo líquidos amnióticos confundidos con las sombras. Se encuentran también los torsos de heroicidad  helénica modelados por Roberto Cortázar; y una pulida estampa de Reynaldo Velázquez donde, en la posición decúbito supina del hombre recostado, se pueden leer las tres huellas definitivas de la sexualidad, de la relajación total, del sueño y de la muerte.



     Pasando a las emociones espumosas y agradables es posible asomarse por un momento a la fiesta pueblerina y fauve de bravos toros y toreros celebrada por Heriberto Juárez; asistir al paisaje curvilíneo y telúrico de Alejandro Hadd en su homenaje al Dr. Atl; y recordar la carcajada roja, fría y luminosa de las sandías de Tamayo en las evocaciones de Leticia Tarragó, Fidel Corpues y Jaime Domínguez.
   Por último, entramos a los sitios del tremendo simbolismo, a las zonas cargadas de energía fantástica y mítica del psiquismo humano. En primer lugar a la piedra litográfica de Jesús Reyes Haro. Se trata de una piedra en donde Lucifer (el ángel bello, luminoso y caído), se sume en su trono donde la Reina es ruina, intoxicado acaso de androginia  al aliar las fuerzas del amor y de la vida, rodeado de ambiguas fieras y adornado con mayas, peplos de oro y  alas que alucinan. Las estampas de Leonora Carrington llaman la atención por su carga mágica: sitios secretos por donde pasan los naguales o figuras que se vuelven sombras ominosas. En los aguafuertes de Cecilio Baltazar se revelan las fuerzas y fantasmas que acosan a las proyecciones de los placeres solitarios. Juan Bautista nos sumerge en barrocos delirantes al seguir la huella de su extraña escatología, en donde habría que intentar comprender como los actos y símbolos del hombre (gravados con una marca histórica), repercuten y se expresan en la extensión completa del jardín de la Naturaleza. Por fin, se encuentran, para rumiar y remirar, las puntas secas y barnices blandos de José Luis Cuevas: por un lado el “Mac Beth” que al apurar la copa estrella su cabeza de remordimientos y que al ceñirse la corona falsa se evapora en los hilos fatales del destino; por otro la lectura de la “Intolerancia” en el signo de carne, en el libro vivo, revelado como un gesto mímico estático total marcado por el estigma de la sobrada soberbia  y la sombría distancia con respecto de los otros.
    La exposición “Archivos de los Talleres II” en su coloquio nos recuerda cómo el grabado especifica en sus técnicas de espejo viejos secretos de herreros y alquimistas. Al invertir la imagen en la estampa, el grabado logra vincular lo izquierdo y lo derecho; al quemar el metal sondea la memoria de la imagen hasta encontrar la huella, la cifra del pensamiento que más allá de la conciencia. El grabado es el puente de metal corroído por los ácidos donde conectar los hemisferios, haciendo posible la fusión de los contrarios: lo espléndido luminoso y lo sagrado oscuro, el subterráneo impulso y la altura del ideal, la vigilia y el sueño, la imagen y el concepto. El arte de la estampa es así cuerda pendiente por donde bajar a los sótanos del inconsciente (ese antro de fieras), o escalera para subir y sacar al buey de la barranca. Filtro donde quemar la escoria y restablecer la unidad perdida. También grano de maíz del que crecen veinticinco,  cincuenta o cien mazorcas; o semilla de trigo con que hacer la siembra y la cosecha para luego cocinar el bolillo integral de comunión que no sabe dar migajas.
 30 de Noviembre de 1999




[1] Exposición “Archivos de los Talleres II”, ICED, biblioteca “José  Fernando Ramírez”. Del 25 de noviembre de 1999 al 25 de enero del 2000. 







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