El Espejo de la Mirada[1]
Por Alberto Espinosa Orozco
A Héctor Palencia,
por su durangueña hospitalidad.
Al cerrarse la centuria se presenta en el
Instituto de Cultura del Estado de Durango una extraordinaria muestra de
grabado bajo el título “Archivo de los Talleres II”. Se trata de
una valiosa colección en la que se encuentran representados algunos de los Talleres de Grabado más descollantes en las
últimas dos décadas del arte mexicano. De esta manera se han dado cita, en una
asamblea sin duda mayor, disímbolos talentos que conforman a esos preciosos
sujetos colectivos que son los talleres de la estampa. Los laboratorios de la
libertad de la expresión estética que participan en esta exposición son: el Taller de Nunik Sauret
, la Litográfica Juárez, la Gráfica Said y el Taller
de Gráfica Experimental.
Haciendo un poco de historia habría que
decir que todos ellos edifican sobre un territorio conquistado definitivamente
a finales de los años 60´s. Por esos años un movimiento de renovación y de
cambio desbrozó el terreno en greña en que se había convertido el Taller de la
Gráfica Popular, el cual, después de un legítimo apogeo, se desgastó en el
folklore ideológico al vaciar de contenido los temas de la revuelta armada y
los motivos populares, empobreciendo las técnicas formales hasta el extremo
huarachudo de la “suelografía”. Nuevos aires oxigenaron entonces la atmósfera a
partir del surgimiento de un grupo de jóvenes maestros oriundos de la Sociedad
Mexicana de Grabadores, los cuales, con propuestas vanguardistas, fundaron el
Taller Profesional de Grabado en San Fernando. Artistas de la talla de Leo
Acosta, Ignacio Manrique y Carlos García, junto con el Taller de la Ciudadela
comandado por Silva Santamaría, recuperaron viejos modos expresivos y técnicas
olvidadas hacía mucho tiempo. Al través de la fidelidad al oficio (de la
recuperación de la carne en la automatización de procedimientos), empezaron a
resurgir las capacidades, excelencias y florituras del aguafuerte y el aguatinta, de los barnices suaves y
fuertes, de las maneras negras y al azúcar, de los intaglios y la litografía.
Con ello se abrieron las puertas al campo a las posibilidades inexploradas,
combinando los experimentos formales y
colorísticos con los ensayos no figurativos y abstractos. De esa forma se dio
un impulso inigualable al grabado mexicano, colocándolo sobre un terreno
universal, profesionalizándolo e internacionalizándolo, al afianzarlo como el
tercer pilar en que se sustenta la plataforma de las artes plásticas
contemporáneas.
Los frutos de aquellos
esfuerzos han germinado ahora en árboles maduros y huertos saludables. La
envergadura de la presente exposición nos muestra, más que personalidades
aisladas, el mosaico de un conjunto de miradas referidas a los mismos problemas
colectivos. Los artistas, en efecto, no surgen de la nada ni van hacia el
vacío, sino que se orientan por hondas tradiciones, preocupaciones humanas
conjuntas y búsquedas comunes.
De esta espléndida muestra lo primero que
hay que destacar es la preocupación por la categoría central de la “belleza”
(que es la apacibilidad). En el núcleo mismo de esta categoría cardinal del
espíritu, heredada por los griegos, giran los dos átomos opuestos,
complementarios e incluyentes de la
pareja primordial: Psique y Eros (la princesa Alma o Vida y el flechador Amor).
Santos Balmori Picaso con su mano maestra abre el diálogo con una soberbia
piedra: desde las infinitas grisallas litográficas surge la mujer, el símbolo
blanco irradiado por la luna, en expresión de crisis. La figura de áureas
proporciones apenas asoma el rostro en la zozobra de las olas, cuando ya el
terso cuerpo se sumerge en las aguas vastas y profundas del olvido. Hay algo de
eclipse solar, pero también lunar en esa obra. A partir de esa estampa el
rostro del eterno femenino, el rostro con alma, la faz humanizada de la especie
sufrirá una ocultación casi total –acaso porque con Balmori se cierra una
exploración clásica... para comenzar otra tradición marcada por la reflexión y
por la crítica. Arnold Belkin entra al quite, dando un salto atrás para
remontarse siglos, abriendo capas y costras de sedimentaciones temporales.
Cuando se detiene, encuentra al Conquistador pactando con Huitzilopochtli quien
entrega a la mujer vencida.
Por su parte Nunik Sauret, siguiendo de cerca
las enseñanzas del maestro Ignacio
Manrique, corroe el metal hasta el extremo último para velar y develar, en el
fondo del zinc herido por el nítrico, el delgado contorno del cuerpo femenino
explorándose a sí mismo (“Signum”). En esa misma dirección Sauret adelanta un
paso, pero está empleando los cloros analíticos, hasta topar con el límite
infranqueable de la disección anatómica (“Orbita”). Luego retrocede y hurga en
la memoria empapada de colores secos, hasta dar con la imagen del mito femenino
de la recolección de las semillas. Se trata de una estampa de arcaica
perfección rupestre, donde el terroso azul juega con las naranjas regias del
durazno.
Adrián Tavera da con la definición exacta del arquetipo en
su litografía a color: el rotundo cuerpo
femenino tallado en el árbol del desierto extiende los brazos y en su remate
intenta construir las cariñosas manos, pero las piernas se hunden en la arena y
el rostro o no se ha formado o se haya ausente –mientras al fondo camina el cenobita
surrealista de Buñuel o de Valle Inclán. Entonces Gilberto Aceves Navarro entra
al torneo de la interlocución: con su irrisoria lámpara de pilas bucea en las
profundidades de las sombras. Como Orozco, no se arredra ante la presencia de
lupanares pestilentes (“Las alumbradas”). Rastrea y sigue
buscando para encontrar un monumento inmenso de carne maternal, con su falda
tableada de pájaros, como una inversa Coatlicue de la vida. Ya en duermevela, entre los ruinosos
cañonazos del televisor y su prisión catódica, se trasmina un fragmento de la
verdad estética: en el fondo del rostro sin rostro femenino, detrás de la
trivial caricatura despersonalizada, se asienta y vive el rostro regular e
intacto de una niña. Miguel Castro Leñero, transitando por el primitivismo
ingenuo como una cococha o una tórtola distraída, pareciera asentir a esa
verdad figurativa y reforzar aquel
hallazgo al detenerse para contemplar la fisonomía de la inocencia
campesina (“Señorita”).
Roger Von Gunten, practicando una técnica
sutil y tenue, como de papel de china, atreve con dulzura una imagen completa
femenina. José Bairo le sigue,
incursionando con sus gobelinos y
divertimentos en el tema de la
amistad heterosexual, donde las almas se
reúnen alrededor de los valores supraindividuales de la música, tañendo cuerdas
o tocando trinos. Por último Joy Laville, desde su universo de polen y
humedades (desde la antigua fidelidad a una íntima pureza), registra a la
pareja primordial como una esperanza verde en medio de una atmósfera a punto de
diluirse o de perderse.
En otras mesas del coloquio el diálogo
transcurre recorriendo la gama entera de las formas, yendo desde el ártico del
geometrismo a la antártica de la expresión realista, pasando por los densos
ecuadores del paisaje y la mitología fantástica.
Por un lado habría que recorrer las arduas
escaleras maniáticas de Vicente Rojo y sus chispazos de agua. Visitar las
formas arbitrarias de Sebastián y su cristalografía geológica. Pero también
pulsar las cuerdas de Said y viajar entre sus máquinas renacentistas. Recorrer
despacio las bóvedas y arquitecturas
bien trabadas de Gabriel Macotela, por donde parecieran pasear las sombras expresionistas
y el grito de Eduard Munch. Leer el
festivo abecedario primigenio de Javier Arévalo por donde circulan soles, lunas
y planetas, o sumergirse con Alejandro Gómez Oropeza en los abismos marítimos
para palpar las texturas vibrantes y las cargas voltaicas de la fauna y flora submarina.
Por otro lado, pasando ya al mundo del
figurativismo, se escuchan las voces de otro grupo de artistas. Benjamín
Murguía sondea en su “Laberinto” el desequilibrio más patente del
mundo contemporáneo: el del hombre negador de su entorno social que entra al
páramo del solipsismo, perdido en el cogito de sus cogitaciones,
extraviado entre la ambigüedad de sus iguales, prisionero en la vaga identidad
impersonal de los lugares comunes. Yendo al realismo estricto destacan las
proyecciones foto-xilográficas de José Castro Leñero. Se trata de dos grabados
de gran formato: en el primero se observa al niño embebido que se observa
mirarse en el reflejo de un charco de
agua (el cual evoca los microcosmos de
Leonardo da Vinci y acaso los reflejos de Zuluaga); en la segunda
estampa un párvulo surge una dramática regresión y, huyendo del mundo
neurasténico, se envuelve en la nostalgia prenatal donde beber en el recuerdo
líquidos amnióticos confundidos con las sombras. Se encuentran también los
torsos de heroicidad helénica modelados
por Roberto Cortázar; y una pulida estampa de Reynaldo Velázquez donde, en la
posición decúbito supina del hombre recostado, se pueden leer las tres huellas
definitivas de la sexualidad, de la relajación total, del sueño y de la muerte.
Pasando a las emociones espumosas y
agradables es posible asomarse por un momento a la fiesta pueblerina y fauve
de bravos toros y toreros celebrada por Heriberto Juárez; asistir al paisaje
curvilíneo y telúrico de Alejandro Hadd en su homenaje al Dr. Atl; y recordar
la carcajada roja, fría y luminosa de las sandías de Tamayo en las evocaciones
de Leticia Tarragó, Fidel Corpues y Jaime Domínguez.
Por último, entramos a los sitios del
tremendo simbolismo, a las zonas cargadas de energía fantástica y mítica del
psiquismo humano. En primer lugar a la piedra litográfica de Jesús Reyes Haro.
Se trata de una piedra en donde Lucifer (el ángel bello, luminoso y caído), se
sume en su trono donde la Reina es ruina, intoxicado acaso de androginia al aliar las fuerzas del amor y de la vida, rodeado
de ambiguas fieras y adornado con mayas, peplos de oro y alas que alucinan. Las estampas de Leonora
Carrington llaman la atención por su carga mágica: sitios secretos por donde
pasan los naguales o figuras que se vuelven sombras ominosas. En los aguafuertes
de Cecilio Baltazar se revelan las fuerzas y fantasmas que acosan a las
proyecciones de los placeres solitarios. Juan Bautista nos sumerge en barrocos
delirantes al seguir la huella de su extraña escatología, en donde habría que
intentar comprender como los actos y símbolos del hombre (gravados con una
marca histórica), repercuten y se expresan en la extensión completa del jardín
de la Naturaleza. Por fin, se encuentran, para rumiar y remirar, las puntas
secas y barnices blandos de José Luis Cuevas: por un lado el “Mac Beth”
que al apurar la copa estrella su cabeza de remordimientos y que al ceñirse la
corona falsa se evapora en los hilos fatales del destino; por otro la lectura
de la “Intolerancia” en el signo de carne, en el libro vivo,
revelado como un gesto mímico estático total marcado por el estigma de la
sobrada soberbia y la sombría distancia
con respecto de los otros.
La exposición “Archivos de los
Talleres II” en su coloquio nos recuerda cómo el grabado especifica en
sus técnicas de espejo viejos secretos de herreros y alquimistas. Al invertir
la imagen en la estampa, el grabado logra vincular lo izquierdo y lo derecho;
al quemar el metal sondea la memoria de la imagen hasta encontrar la huella, la
cifra del pensamiento que más allá de la conciencia. El grabado es el puente de
metal corroído por los ácidos donde conectar los hemisferios, haciendo posible
la fusión de los contrarios: lo espléndido luminoso y lo sagrado oscuro, el
subterráneo impulso y la altura del ideal, la vigilia y el sueño, la imagen y
el concepto. El arte de la estampa es así cuerda pendiente por donde bajar a
los sótanos del inconsciente (ese antro de fieras), o escalera para subir y
sacar al buey de la barranca. Filtro donde quemar la escoria y restablecer la
unidad perdida. También grano de maíz del que crecen veinticinco, cincuenta o cien mazorcas; o semilla de trigo
con que hacer la siembra y la cosecha para luego cocinar el bolillo integral de
comunión que no sabe dar migajas.
30 de Noviembre de 1999
[1] Exposición “Archivos de los Talleres II”, ICED, biblioteca “José Fernando Ramírez”. Del 25 de noviembre de 1999 al 25 de enero del 2000.
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