jueves, 25 de mayo de 2017

La Renovación de la Real Academia de San Carlos: Pelegrín Clavé Por Alberto Espinosa Orozco

La Renovación de la Real Academia de San Carlos: Pelegrín Clavé
Por Alberto Espinosa Orozco




   Manuel Vilar fue llamado a México con otro gran artista catalán: el gran pintor Antonio Pelegrín Clavé (1810-1880), con quien se incorporó a la Academia de San Carlos, tratando con sus alumnos tanto de temas bíblicos como del Mundo Clásico, seleccionando la tradición de los grandes maestros renacentistas, evitando con pulcritud y rigor el exceso de sus “profanidades”, llegando la concentración en asuntos religiosos a una estética de intenso colorido emocional, de composiciones cuidadas y equilibradas, serenas y armoniosas, subrayando el impecable dibujo de la línea neta, la iluminación sin fuertes contrastes u homogénea.
Peregrín Clavé i Roque (1810-1880) estudió pintura en la Academia de San Jorge, en Barcelona, perfeccionando sus estudios en la Academia de San Lucas, en Roma, donde a los 22 años ya era estudiante del de la figura principal de la llamada pintura idealista alemana: Overbeck, cuya corriente Nazarena profundizaba en el estudio del Antiguo Testamento, línea que continuaron los alumnos de Pelegrín Clavé en México, siendo el más logrado de todos ellos Santiago Rebull (1829-1902) quien, junto con José Salomé Pina (1830-1909), se perfeccionó también en Roma.  



   Regresó a Barcelona en 1868, luego de que se volvieran insoportables las condiciones de hostilidad en la Academia, dejando en lugar como director de ´pintura a su discípulo José Salomé Pina, siendo nombrado allá inmediatamente como Miembro de Número en la Real Academia de Bellas Artes de San Jorge, desde 1868 hasta 1880.  El presidente Juárez lo había retirado de la dirección de pintura de San Carlos ya en 1861, a lo que Maximiliano I reaccionó reinstaurándolo inmediatamente en su puesto, nombrándolo incluso “pintor de cámara”, debiéndose a sus pinceles el famoso cuadro de la pareja imperial -el cual se dice fue recortado, se dice, por haber incomodado a Carlota las constantes poses para el retrato, y solo tener el busto de la reina junto al retrato de cuerpo entero del monarca mexicano.   




   Algunas de los textos de las lecciones de Clavé se han conservado, sorprendentes por su rica cultura y aún por su erudición, publicándose reciente en el libro Lecciones de Estética.[6] En capítulos como: “Análisis de la estampa de Rafael, de Jesucristo cuando entrega las ovejas a los apósteles” o “Análisis de la Mujer Adúltera, del Pusino” puede constatarse tanto el método de enseñanza como la clara orientación pedagógica y superioridad del maestro catalán.
   En 1845 y 1846, en efecto, comenzó a restaurarse la Academia de San Carlos Borromero, la cual se hallaba en una situación de insoportable de estancamiento, de inercia  que remató en letargo hasta llegar finalmente a la muerte. Tal situación se explica porque, antes de concluir el Siglo XVIII y en la primera década del XIX, las comunidades eclesiásticas, dispersas a lo largo y ancho de la sociedad toda, dejaron de ocupar a los pintores –por razones complejas  que no viene aquí a cuento profundizar. Luego vino la insurrección de independencia, luego las rebeliones, no quedando de ese periodo ningún retrato que valiera la pena, ni tampoco nada que indicara una gran pérdida para el arte. La rutina no era así sino la expresión de que las fértiles fuentes de las manara el barroco y el churrigueresco se habían agotado por completo –y con ellas, habría que agregar, algo más sutil y acaso más esencial: las fuentes mismas de la metafísica occidental moderna, que habían empezado ininterrumpidamente a decaer a partir del cartesianismo.
   Como quiera que sea, la resistencia a la modernidad sostenida por el arte en el Nuevo Mundo se encontraba exhausta a la llegada a la academia de Clavé y Vilar, quienes estaban acompañados por otros maestros venidos de Europa. Sin embargo, la cadena del arte tradicional de la escuela mexicana se rompió definitivamente y luego de medio siglo de penosa agonía no pudo continuar, por lo que tuvieron que plantearse los fundamentos del arte de nuevo. Igual que en el Siglo XVI, la imagen de una nueva era en el arte iría a sacudir a México, luego las intervenciones armadas de EU y de Francia.  
   Lo cierto es que Peregrín Clavé, como confesó en el libro de Couto, no encontró ninguna escuela, ni buena ni mala, al llegar a México. La escuela de San Carlos, por caso, no tenía galería alguna, por lo que emprendió el primer ensayo de reunir obras de arte mexicano salidas de la escuela y clasificarlas. Los apoyos en la Academia para los alumnos fueron durante ese periodo sin igual, regios, tanto en su trato como en los favores recibidos, como sucedía en pocos lugares de Europa, enviando después a los alumnos más destacados a especializarse a Italia. Preparando así a los talentos de ese tiempo, a Cordero, Rebull, Monrroy, Salomé Pina o Ramón Sagredo, a la altura de los mejores maestros de la antigüedad barroca, de un Echave, de los Juárez, de Ibarra o Arteaga, de Rodríguez o Cabrera, poniendo incluso mayor cuidado en la formación del gusto, el estudio más excelente de los modelos, el contacto más fundamental con el arte y una mayor instrucción, fomentado también un mayor número de exhibiciones de sus obras  o de muestras.
   Lo que Clavé enseñó a sus discípulos fue lo había aprendido en Barcelona y en Roma, según los principios derivados de sus propias observaciones, en artistas hábiles de Italia, España y Francia. Destaca, sin embargo, las enseñanzas de la escuela alemana de Johann Friederich Overveck (Lubeck 1789-Roma 1869), mejor conocida como la Escuela de los Nazarenos, que reaccionó vigorosamente contra las “profanidades” del Renacimiento, siendo también la escuela que rescató la pintura mural en Europa. Overveck y sus dos compañeros, Proff y Vogel, núcleo del movimiento Nazareno, se convirtieron al catolicismo en 1813, y se recogieron en el Convento de San Isidoro para llevar una vida realmente austera. En 1818 pintó los primeros murales del movimiento nazareo en la finca del cónsul de Rusia en Roma, Bartholdi, de tema religioso, y en la finca de San Juan de Letrán del príncipe Máximo, el “Encuentro de Godofredo de Boullón y Pedro el Ermitaño”, decorando el templo de la Resurrección en Frnkfurt en 1840. .
   Hay que agregar que Clavé también retomó las enseñanzas de Tiziano y el clasicismo de Ingres. A Pelegrín Clavé se le considera sobre todo como retratista, devoto de la idealización de sus figuras, de sus rostros y manos, y de una deslumbrante objetividad en la reproducción plástica de sedas, encajes y joyas, pintando a sus modelos y atuendos con maestría y verdad. Compuso toda una galería de retratos donde se espejea la sociedad mexicana de mediados del siglo XIX. De su intento por revivir la pintura mural quedó un vestigio en La Profesa, la cual fue decorada por él y sus discípulos entre 1860 y 1867, los que terminó poco antes de abandonar México definitivamente.[8] Los murales desaparecieron en el famoso incendio de 1914 –aunque por alguna misteriosa razón se salvó un fresco: “El Padre Eterno” –el cual entusiasmo desde el principio a la sociedad culta mexicana, representando a Dios de una forma inusitada, no como un anciano, sino como un hombre en madurez, pleno de vigor y fortaleza.[7] No fue Diego Rivera, como ahora se quiere hacer creer, oportunista, vanidoso, delator, stalinista y ateo, sino José Clemente Orozco quien seguiría después las lecciones de Clavé y de su escuela en algunas de sus composiciones.





Pelegrín Clave. “El padre Eterno”, Convento de La Profesa





José Clemente Orozco, “El Padre Eterno”

   Existe un notable retrato del arquitecto Lorenzo de la Hidalga realizado por Clavé en 1861, encargado por Don Bernardo Couto, en el que, mediante la representación del famoso arquitecto, con su maneras de gran distinción, nobles y firmes y su impecable porte queda codificada toda una época histórica, sus usos, su tensión, su dimensión contenida. Existe en la Academia también un retrato del escultor Manuel Vilar, realizado por Antonio Tomasich (Almería 1815-Madid 1891).[9]
   Entre sus obras más logradas y de mayor envergadura destacan: “La locura de Isabel de Portugal”, obra que tardo años en realizar y que llevó consigo a Barcelona, estando hoy en día en real Academia de San Jorge; “Jacob recibe la túnica ensangrentada de su hijo José”.









   De su primera época en Barcelona y en Roma la Academia de San Jorge conservó varios de sus cuadros: “El buen samaritano” (1838); “Salomón proclamado rey de Israel” (1833); “Autorretrato” (1835); “El sueño de Elías” (1837); “Retrato de  Don Ignacio Cecilio Algara Gómez de la Casa” (1840).


   De su época mexicana sobresalen: “Retrato de Lorenzo de la Hidalga” (1851); “Retrato de Ana Gloria Ilzcalbaceta” (1851); “Andrés Quintana Roo” (1851), “Familia Antuñano”; el famoso retrato del humanista “José Bernardo Couto”, director de la Academia; “La dama del chal”. Obras todas ellas que constatan su profundidad psicológica, fina observación y reproducción de sus modelos y viva sensibilidad –también la idea de que el arte es intuición de esencias y el medio idóneo de expresarlas, incluso mediante el sutil labrado del ícono analógico y el arquetipo, para llegar así a la figura esencial, e incuso la intuición pura de la esencia de todas las esencias o esencia infinita, centro de la creación toda. 


Don Porfirio Díaz 

 Don Bernardo Couto 

Quintana Roo

Caballero 

De la Hidalga 


Donde aparece la estrella, se edificaría a partir de 1857 la nueva residencia De la Hidalga / García Icazbalceta, matrimonio ligado al “Benjamín en decena de gracias” (según Jesús Galindo y Villa) don Joaquín García Icazbalceta y sus padres, “El honradísimo comerciante de origen riojano D. Eusebio García, y la distinguida dama mexicana doña Ana Icazbalceta”, familia “propensa a las diversiones del mundo gracias al lujo que permite el propio caudal…”

Abajo, dos lienzos de Pelegrín Clavé: a la izquierda, “Retrato del arquitecto Lorenzo de la Hidalga”, 1861; óleo sobre tela, 136 x 104 cm. (el marco es coetáneo) y a la derecha “Retrato de doña Ana García Icazbalceta, esposa del Arquitecto de la Hidalga”, probablemente 1863; óleo sobre tela 190 x 138.5 cm. –Ambos de la Colección Museo Nacional de San Carlos-. Resulta relevante referirse a doña Ana María Fernanda García Icazbalceta, hermana mayor del prestigiado Joaquín García Icazbalceta, miembro fundador de la Academia Mexicana de la Lengua, historiador y bibliógrafo, propietario además de la hacienda de Santa Clara de Montefalco, en el estado de Morelos. La señora De la Hidalga no fue simple observadora de la labor de su marido, sino impulsora eficaz de su carrera y promotora de la actividad cultural en la que su familia acostumbraba participar; desde 1858 transformaría la casa en la 1° del Indio Triste en recinto donde se promovían actividades culturales que sorprendieron a la sociedad capitalina y en las que gracias a su hermano, su marido y encantos propios, participaban el padre don Francisco Javier Miranda, el arquitecto Javier Cavalari, don Manuel Orozco y Berra, don José María Lafragua y el propio Conde de la Cortina, don José Justo Gómez de la Cortina. 






















[6] Peregín Clavé, Lecciones de Estética. UNAM, México, 1990.
[7] Al soberbio Juan Cordero (1822-1884), de Teziutlán, Puebla, quien se había perfeccionado también en Roma, se le atribuye la restauración del muralismo en México. El incomodo archirrival de Clavé siguió sin embargo una estética no mas que popular, dentro del gusto nacionalista de la época. Enfrentó directamente a Clavé y ya en plan de abierto antagonista pinto varios murales en iglesias mexicanas, como “Jesús ante los doctores” en la Iglesia de Jesús maría. Su mural dedicado al filósofo Gabino Barreda (1874), ha sido calificado, no son anacronismo, incluso de vanguardista, atribuyendo, ya en el delirio, el inicio del movimiento muralista mexicano a su persona, siendo, eso sí, uno de los primeros actores de un fenómeno ahora tan sólito que deja incluso de ser perceptible: el de la rebelión de los discípulos.
[8][8]  La Pinacoteca de la Profesa cuenta con una más que respetable colección de obras, más de 380.
[9] Ver el libro de Salvador Moreno, Manuel Vilar. IIE, UNAM. 1969. 237 pp. 








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